Filosofía en español 
Filosofía en español


Ramiro de Maeztu

La nueva filosofía de la historia y el problema de la Hispanidad

La obra a que ha dedicado estos últimos años de labor Nicolai Hartmann, mi antiguo profesor de Filosofía, actual catedrático de la Universidad de Berlín, no llega a ser de filosofía de la Historia, porque trata exclusivamente del espíritu, y el espíritu, aunque sea en su filosofía el ingrediente principal, y aun determinante de la historia, al punto de que no hay historia en donde no hay espíritu, no es, sin embargo, el único, por lo que la filosofía de la Historia no debería contentarse con estudiar a priori los modos posibles de intervención del espíritu en la historia, sino que deberá extenderse a los del alma, la vida y la materia. Por eso las palabras «filosofía de la Historia» no aparecen más que en el subtítulo del libro. La obra se titula: Das Problem des geistigen Seins (El problema del ser del espíritu), y su subtítulo reza «Investigaciones para la fundamentación de la filosofía de la Historia y de das ciencias del espíritu».

El libro se ha publicado a fines de 1933, pero sus ideas centrales habían ya pasado por el tamiz de una discusión sistemática que sostuvo Hartmann, con sus discípulos mejores, en los cursos de 1929 y 1930, cuando era profesor de la Universidad de Colonia, por lo que las opiniones que contienen no pueden ya considerarse como estrictamente personales. Por esos mismos años concebía yo las ideas fundamentales de la «Defensa de la Hispanidad», que tampoco debe considerarse como un libro exclusivamente personal, ya que, por haberse publicado casi todos sus capítulos en las páginas de Acción Española, llevaban consigo el peso [362] adicional que implica el asentimiento o, cuando menos, el consentimiento de sus lectores y colaboradores.

Este paralelismo de los temas y coincidencia de las fechas y del carácter representativo de los libros tenía que ser para mí de interés extraordinario. Hartmann gozaba la reputación, hace ya veinticinco años, de poseer la cabeza mejor dotada de Alemania para la filosofía. Si no tiene más fama, es porque nunca ha sido político, ni escritor, ni agitador, ni hombre de mundo, pero ya ocupa una cátedra en Berlín y empiezan a verse traducidos sus libros a otras lenguas. La independencia de su espíritu la demostró muy luego, pues, cuando todavía era discípulo en Marburgo de Cohen y de Natorp, se negó a convertir las cosas que le rodeaban en meros problemas entregados a las investigaciones de la ciencia, como querían sus maestros, y habló del ser de las cosas y de su ontología, a pesar de que esta palabra estaba borrada y desterrada del diccionario filosófico de Cohen. De otra parte, el espíritu de Hartmann, alejado de nosotros y de nuestros problemas, está totalmente desligado de las preocupaciones patrióticas y religiosas en que mi «Defensa» se ha inspirado.

Ahora bien, en la «Defensa de la Hispanidad» hay numerosas tesis que requieren contraste filosófico. Que la Hispanidad es un espíritu, que hay un espíritu peculiar a la Hispanidad; que ese espíritu, valioso para la Humanidad, es insustituible para nosotros; que lo tenemos medio abandonado, que lo necesitamos para el porvenir, que nos es posible recuperarlo íntegramente… He ahí otras tantas tesis que en mi libro he procurado demostrar de un modo histórico y por analogías, pero que han de buscar sus cimientos en la filosofía y que no podrán sostenerse si sus fundamentos no son firmes. Por ejemplo, si no existe en alguna forma eso que Hegel llamaba «espíritu objetivo», y que se caracteriza en que puede ser común a todos los hombres de un país, o también si el pasado es pasado de tal suerte que ya no puede influir en el presente, ni en el porvenir, el pensamiento central de mi obra se viene irremediablemente al suelo.

Aquí la pregunta: ¿se acomodan las ideas centrales de mi libro a la nueva filosofía de la historia? La del siglo XIX no me sirve: ni la de Hegel, ni la de Marx. Hegel fue el descubridor del «espíritu objetivo», y acaso sea esa su mayor contribución a la filosofía perenne. El espíritu objetivo era, para Hegel, el [363] único causante del Proceso histórico, y lo concebía como una esencia superior a la del hombre, como una sustancia espiritual universal, con su propio modo de ser y su propia vida, junto a la cual los espíritus individuales no eran sino accidentes, que ciertamente podían separarse del espíritu objetivo, pero sólo para caer en el abismo y condenarse a muerte. De aquí su tesis fundamental: el espíritu lo es todo. Es hasta la verdad de lo que no tiene espíritu, de lo puramente vivo o material. Los individuos no viven sino en el espíritu objetivo y del espíritu objetivo. Este guía es el proceso histórico. Esta guía es de razón. La esencia de la razón es la libertad. La historia universal no es sino el progreso en la conciencia de la libertad. Este espíritu objetivo es el espíritu del mundo, ramificado en una pluralidad de espíritus nacionales, que representan diversos principios o ideas fundamentales, los que se sirven para su realización progresiva de las pasiones de los individuos, quienes, en realidad, persiguiendo sus fines privados, no se enteran de lo que están haciendo.

Esta filosofía de la historia es obviamente incompatible con nuestra creencia en la comparativa excelencia del espíritu hispánico, con la evidencia de nuestro actual decaimiento y con la esperanza de que ese mismo espíritu nos reanime en el porvenir. Si el espíritu objetivo lo es todo en la historia, hemos de ver en él, al mismo tiempo, la causa de nuestra grandeza y la de nuestra decadencia, con lo que hemos de despedirnos de toda fundamentación para nuestra esperanza, ya que el espíritu objetivo no obedece más que a su propia necesidad lógica y no se cuida para nada de nuestras oraciones. De otra parte, si el espíritu de la Hispanidad es superior, como creemos, al de otros pueblos, resultan inexplicables nuestra decadencia en lo pasado y debilidad en lo presente.

No es menos incompatible con nuestra fe la interpretación económica de la historia, ideada por Marx, en consciente antítesis a la de Hegel. Si Marx tiene razón y el espíritu de los pueblos, sus modos de pensar, sus juicios de valoración, sus sentimientos, ilusiones, &c., no son sino la superestructura que surge fatalmente de sus relaciones de trabajo y propiedad, entonces no tiene el menor sentido cuanto hemos dicho sobre el espíritu de la Hispanidad, ni cuanto pudiera decirse sobre el espíritu de otro pueblo o conjunto de pueblos, y tendrían razón aquellas gentes que [364] desdeñan las cosas del espíritu, porque no es el espíritu quien determina el ser histórico, sino éste, y especialmente el económico, quien señala sus rumbos a la historia.

Hartmann ha visto claro que estas dos opuestas interpretaciones de la historia tienen un fondo común inconfeso. Ambas son parciales, porque ambas se proponen determinar el conjunto del proceso histórico por uno solo de sus elementos. Si se llama superior la capa espiritual, e inferior la económica, Hegel querrá comprender la totalidad mirándola exclusivamente desde arriba, mientras que Marx la contemplará únicamente desde abajo. La verdad es que la historia deberá considerarse desde arriba, desde abajo y desde el medio. Y ello porque el mundo de la historia, como el universo entero, se compone de diferentes planos, y estos planos no están relacionados de tal modo que las leyes de cada uno de ellos estén determinadas exclusivamente por las de otro, sino que cada plano se desenvuelve con arreglo a sus principios, leyes o categorías, peculiares.

Nadie duda ya de que el plano de la vida se ordena con arreglo a principios fundamentalmente distintos de los físico-químicos. Es verdad que las leyes físicas valen también para los organismos, pero éstos se desenvuelven con sus leyes propias. Lo mismo ocurre con la relación de lo psíquico a lo vital. Lo psíquico se sostiene en lo vital, como lo orgánico en lo físico, pero también con sus propias leyes, y aunque la psicología sea una ciencia joven, parece indiscutible su autonomía respecto de la biología. Finalmente (¿finalmente?), el plano del espíritu es superior al de la psicología. Ni las leyes de la lógica, ni las peculiaridades del conocimiento, ni la esfera de la acción, de la valoración, del derecho, de la moral social, de la religión y del arte pueden explicarse psicológicamente. Cada uno de estos planos está sostenido por el inmediato inferior: el vital por el orgánico, el psicológico por el vital y el espiritual por el psicológico; pero el plano inferior no es respecto del superior más que el soporte, la condición sine qua non. Hay también en la filosofía de Hartmann «seres irreales», como las puras esencias, las leyes matemáticas, los tipos fundamentales de valores éticos, que existen o subsisten sin soporte real, para sí mismos, por sí mismos, sobretemporales, eternos…

Observemos que la filosofía de Hartmann no efectúa ningún [365] esfuerzo por reducir estos diversos planos a una unidad común. El talento del autor se caracteriza más por la perspicacia de las distinciones que por la potencia de la unificación. De otra parte, tampoco niega la posibilidad de una unión trascendente a nosotros. Pero Hartmann procede como un fenomenologista, que se limita a describirnos la esencia de cada uno de estos planos y especialmente del plano del espíritu. El día que se pregunte cómo es posible que estos distintos planos formen un universo, tendrá que construir una cosmología metafísica o religiosa, pero entonces ya no le será posible mantenerse en el plano de experiencia en que se desarrolla su filosofía de la historia.

El hecho es que en esta serie de planos graduados, que constituyen el universo de Herr Hartmann, es ya posible explicarse sin contradicciones nuestra decadencia y hacerla compatible con la excelsitud de nuestro espíritu objetivo, porque en su concepto los planos inferiores son los más fuertes y el plano del espíritu el más débil de todos. Poderoso en su esfera, el espíritu no es, sin embargo, omnipotente en el mundo, por lo que el espíritu de la Hispanidad ha podido ser el más elevado y valioso de los espíritus nacionales, sin que ello fuera garantía de su triunfo, ni de su perennidad. La superioridad del espíritu no implica da de las almas. Un alma pujantísima puede estar educada y formada en un espíritu objetivo inferior, y, viceversa, un alma inferior en un espíritu superior. Y un espíritu objetivo, servido por almas igualmente elevadas, puede hallarse embarazado por insuficiencia vital o por una pobreza geográfica tan grande que imposibilite el desarrollo de un pueblo.

Para esta concordancia provisional de la filosofía de Hartmann con nuestros supuestos no necesitamos hacer violencia a nuestra fe en la omnipotencia del Espíritu de Dios, que es infinitamente superior al espíritu de un pueblo. Aquí nos estamos moviendo en este plano de las causas segundas, en donde la experiencia cotidiana nos enseña que no basta con tener razón, sino que se necesitan otras fuerzas para que la razón prevalezca en el mundo. El espíritu objetivo no actúa en el mundo por sí mismo, sino por la cabeza y los brazos de los hombres. El espíritu objetivo carece propiamente de conciencia. En negar la existencia de conciencias colectivas, la filosofía de Hartmann concuerda en absoluto con la sostenida en la «Defensa de la Hispanidad». El triunfo o el [366] fracaso de un espíritu objetivo dependerá, en parte, del valor de los hombres que lo sustenten, y, en parte, de condiciones vitales y geográficas que no pueden determinarse a voluntad.

Veamos ahora en qué sentido puede hablarse del espíritu de un pueblo. El espíritu, en general, no debe entenderse como una sustancia espiritual, que es como Hegel lo entendía, separada del espíritu humano, sino que ha de entenderse como una misma cosa que el espíritu humano, que vive en muchos hombres, que pasa de uno a otro, del que algunos individuos se adueñan, mientras otros lo abandonan, y que, por tanto, está por encima de los individuos, aunque sólo viva en ellos y por ellos. Sus modos de ser son tres distintos, aunque no separables: hay el espíritu personal, único que puede amar y odiar, que tiene conciencia y voluntad, merecimientos y responsabilidad; hay el espíritu objetivo, único que propiamente tiene historia, sobre individual, común y al mismo tiempo real y vivo, cuyas transformaciones, temporalidad y transitoriedad constituyen propiamente la historia; y hay, por último, el espíritu objetivado, el de las obras, de arte, el de la literatura, el de la ciencia, el del lenguaje, el de la ciencia histórica, que viene a ser la conciencia objetivada de sí mismo, mientras que su conciencia individual está en los individuos.

El espíritu objetivo es común, en general, a los individuos del mismo grupo. Heráclito decía que los despiertos no tienen más que un mismo mundo, mientras que en los sueños cada individuo vive en su mundo. Ello no se refiere únicamente al mundo real, sino a los contenidos de conciencia, porque las conciencias están separadas y son lo que separa a los hombres, puesto que cada uno tiene la suya; lo que las une es el espíritu. Toda educación es educación en el espíritu objetivo. No es posible educación alguna en el espíritu individual. Nuestra personalidad se forma en el círculo de otras, y cada uno de sus actos trascendentes viene a ser un hilo tendido a otras personas, con el cual se adueñan de un pedazo de mundo al mismo tiempo que se sienten pertenecer a él, y si se arranca con violencia a una persona de este pedazo de mundo se le quedan colgando las raíces, como a un árbol, y necesitará ahincarlas en otro trozo de tierra o perecer.

Ese grupo de hombres podrá constituir una nación o una comunidad religiosa o una clase social económica. En unos tiempos predominan cierto género de agrupaciones, y otro, en otros; en [367] algunos, el espíritu del tiempo se sobrepone a cualquier otro género de límites. En todo caso, es siempre el espíritu colectivo quien da forma a la vida de una comunidad. Y es claro que la conciencia que tienen los individuos de ese espíritu puede ser muy rudimentaria y tal vez inexistente, pero todo el que ha vivido en un país extranjero se da cuenta de la existencia de un espíritu objetivo que se diferencia claramente del espíritu de otros países. El espíritu objetivo en que nosotros nos hemos formado no solemos advertirlo, porque lo sobreentendemos. Este espíritu podrá ser fuertemente unitivo, como lo era el de la España del siglo XVI, o disociador y disolvente, como el que, para desgracia nuestra, prevalece desde 1898. El hecho es que no podemos por menos de vivir en alguna clase de espíritu objetivo. Cada vez que un individuo expresa su esencia de algún modo, pasa a otra persona y luego a otra, hasta que se ve contenido y rechazado por algún otro espíritu, porque los espíritus objetivos son poderes, que tienen sus fronteras y sus límites, como los políticos y territoriales, y en función de cada espíritu peculiar se desarrolla la historia de los pueblos.

Como, entre otras cosas, el espíritu es una tabla de valores, porque todo lo que hay en el mundo se aparece al espíritu como valioso o como repugnante, puede decirse que, en general, la condición de toda grandeza histórica es la lealtad al propio espíritu, y ello porque no puede llegar a alcanzar el desarrollo de que es susceptible sin ser fiel a su propia tabla de valores, ya que cambiar fundamentalmente de valoraciones implica emprender nuevos caminos y empezar a desarrollarse de un modo distinto al anterior. Pero también hay que admitir la posibilidad de que un pueblo necesite modificar esencialmente su espíritu objetivo. Para nosotros, los pueblos cristianos, ésta es obvia necesidad en que se encuentran los paganos. Para la filosofía de Hartmann, ello depende de que el espíritu objetivo es imperfecto, porque le falta la conciencia, una conciencia adecuada a su poder, porque su conciencia la tenemos nosotros, los individuos, y el espíritu objetivo está por encima de nosotros. El espíritu objetivo no es sujeto, sino objeto de esta conciencia. Pero los individuos somos limitados y no percibimos el espíritu objetivo sino en visiones siempre inadecuadas, unilaterales, sujetas a prejuicios. Ello disminuye el poder del espíritu objetivo. No es impotente, [368] pero tampoco omnipotente. Un pueblo puede abandonar equivocadamente un fuerte espíritu objetivo, que le hubiera conducido a alturas insospechadas. Viceversa: otro pueblo puede obstinarse en sostener un espíritu indigno de su vitalidad y de sus talentos. Hegel, pues, se equivocaba al suponer que el espíritu objetivo no podía errar. Así que los gobernantes de 1750 pudieron equivocarse cuando cambiaron el rumbo de España. Esta es la tesis de mi libro. El lector no puede figurarse cuál habrá sido mi alegría al ver que Hartmann corrobora mis juicios con estas palabras:

«Características para estos fenómenos son las épocas llamadas de 'Ilustración', especialmente en lo referente a la moralidad y concepción del mundo. En ellas se coloca la razón en el lugar de la fe y de la piedad tradicionales, pero es una razón muy estrecha: la de la utilidad y el sentido común. Proclama la mayoría de edad del espíritu humano; pero, por dentro, carece de ideales elevados, que puedan sustituir o superar a los tradicionales, y acaba por conducir a una concepción vulgar del mundo (el materialismo) y a una moral carente de ideas (la utilitaria).»

Ello se hace, naturalmente, sin saber lo que se hace; pero es que falta, como venimos diciendo, la conciencia adecuada del espíritu objetivo. Ello se muestra con toda evidencia en las obras u objetivaciones del espíritu. Los mejicanos de hoy pueden ufanarse lo mismo de poseer en su Catedral de Méjico el más hermoso edificio cristiano de América, que los restos más impresionantes de los templos consagrados a los dioses de las poblaciones aborígenes; pero no es lo mismo el templo consagrado a Jesús Nuestro Señor que los dedicados a aquellos dioses crueles, que exigían a miles los sacrificios humanos. Por mucho que se perfeccionen no alcanzarán jamás los mejicanos el grado de bondad de Jesucristo, y todavía han de pasar por muchas revoluciones y muchos Panchos Villas antes de recobrar toda la crueldad de sus tiempos antiguos. En una cosa, sin embargo, se parecen la Catedral y los templos paganos de Méjico. Una y otros se construyeron para impresionar a las generaciones venideras. Una y otros son desafíos lanzados al espíritu de las generaciones venideras. Ese espíritu podrá no recogerlo y pasar indiferente ante la Catedral y ante los templos, pero también podrá un día detenerse y absorber y vivificar de nuevo el espíritu de pasadas edades.

Así es como cree Hartmann que se verifican los renacimientos. [369] El espíritu vivo, siente como un milagro la vuelta del antiguo, como una resurrección, como un «renacimiento». Durante centenares de años ha podido estar encerrado en la materia que lo expresaba: la piedra de un edificio, el mármol de una estatua, el papel de un libro. Y, de pronto, lo que parecía muerto y no decía nada, vuelve a estar vivo; y es que el espíritu vivo lo ha hecho suyo. El desafío ha sido recogido. Lo que antes parecía callejón sin salida se trueca de súbito en camino, verdad y vida. El espíritu ha vuelto a desprenderse de la materia en que estaba encadenado. El mejor conocimiento de la historia de lo que había en aquellas objetivaciones viene a ser como una conciencia objetiva del espíritu vivo, para completar, en lo posible, la que tiene en las conciencias de los individuos.

Tal es, en sus líneas generales, el pensamiento de Nicolai Hartmann sobre filosofía de la historia. Y no puedo menos de decir que es punto menos que maravilloso que un espíritu extraño a nuestras preocupaciones religiosas y patrióticas haya llegado a construir, siguiendo libremente su propio pensamiento, un esquema de la filosofía de la historia al que se ajusta tan adecuadamente lo mismo la explicación de nuestras tragedias pasadas y presentes, que los posibles fundamentos de nuestras esperanzas de regeneración. Tengo que interpretar esta obra de Hartmann como un signo del espíritu del tiempo. Pero es el caso que el espíritu del tiempo ha solido librar duros combates con el espíritu tradicional de los pueblos, y a veces ha vencido el espíritu del tiempo y a veces el de las tradiciones nacionales. Cuando ambos han soplado en el mismo sentido, su influjo ha solido ser irresistible.

Ramiro de Maeztu