Filosofía en español 
Filosofía en español


Nuestra portada

La portada con que ahora se engalana ACCIÓN ESPAÑOLA y a la que se refiere el presente editorial, es obra del exquisito temperamento artístico de una ilustre dama: la marquesa de la Eliseda, a quien nos enorgullecemos expresando públicamente nuestra gratitud por su bella aportación.

Acción Española, número 33, 16 julio 1933 Desde hace varios números ha cambiado la portada de ACCIÓN ESPAÑOLA. El hecho en sí tiene escasa importancia; pero en el tejido de la historia no rige el apotegma escolástico de que la causa es igual al efecto, según el cual la importancia de aquélla se mediría por la de éste. La historia se desenvuelve en un sistema de equilibrios inestables y a veces una causa pequeña produce grandes efectos; verdad que han de ayudar a ello las condiciones generales, que también desempeñan funciones causales, y, en cambio, hay ocasiones en que grandes esfuerzos se malogran sin producir apenas resultados. El hecho es que sucesos pequeñísimos pueden ser al mismo tiempo grandes símbolos, y esto es lo que sucede con nuestra portada. Tiene una significación que rebasa su forma, como un buen viento la de las velas que está hinchando. [546]

Dos grandes rayas se entrecruzan en ella. La menor y que está por debajo, como de sustento, es la roja; la mayor, situada encima, es negra. La significación del rojo es obvia, sobre todo si se repara en que también van de rojo las letras de ACCIÓN ESPAÑOLA. Ese rojo es el de nuestra sangre, el de nuestro ser, y nuestra sangre es nuestra tradición, nuestro pasado. Somos lo que fuimos. Y cada uno de nosotros tiene por ser lo que ha vivido, lo que ha sido, lo que le han hecho los tiempos que han pasado, los años que cada uno lleva a cuestas. La raya máxima, sin embargo, es la negra. Es una raya negra sobre papel blanco, negro sobre blanco, blanco y negro. ¿Se oculta a nadie la significación del blanco y negro? «Eso me lo dice usted en blanco y negro», es la frase corriente. «Las palabras vuelan; los escritos quedan», decían los latinos. El negro y el blanco juntos son el símbolo de la cultura, de la palabra escrita, de la comunicación entre los hombres, de sus obligaciones mutuas, y, por lo tanto, de la universalidad, porque esta comunicación quiere llegar a la totalidad, aunque en el hecho se reduzca a un grupo de lectores.

Tenemos, por tanto, en las dos rayas la tradición y la cultura, el tiempo y el espacio. ¿Qué dejamos, entonces, para los demás? Pero es que en nuestro marco caben todos. No hay pensamiento que nos sea más ajeno que el de las pequeñas capillitas ilusionadas en la fe de que los menos tienen razón contra los más y de que los egregios son superiores a la grey. Nosotros somos grey, y no egregios. Creemos que hay una cosa que siempre y donde quiera es la verdad, y ponemos la Verdad, que está sobre nosotros, sobre todo. Queremos servir a la razón con nuestras razones, y no a nuestras razones con la razón. No dividimos a las gentes en nosotros y los demás, sino que nosotros somos los demás, por lo menos en punto al intento y al servicio. Por eso nos apropiamos desenfadadamente del tiempo y del espacio. Nosotros, en esencia, somos los demás.

Las dos rayas forman, al cruzarse, cuatro superficies desiguales. Ello es grave. La desigualdad es signo de la vida. De haber sido iguales las superficies no habrían podido simbolizar sino nuestro propósito o un valor matemático, mediador acaso entre el espíritu y la vida, pero tan ajeno a la vida como los triángulos de Salomón. Innecesario decir que no creemos en la compatibilidad de la igualdad y la vida. No hay dos hojas iguales en el bosque y los [547] hombres no son iguales más que en la capacidad de convertirse, es decir, en lo que hay en ellos de metafísico o de sobrenatural, dos palabras que dicen lo mismo.

De estas cuatro superficies desiguales la menos importante es la de abajo a la derecha. Los nombres para nosotros no tienen sino relativo valor. Tienen su valor. No somos una sociedad anónima. Cada hombre es un mundo. El alma de cada uno se siente sola frente a Dios: sola cum solum. Pero los nombres están puestos por responsabilidad y no por vanidad. Tampoco tiene mayor relieve el ángulo opuesto de arriba a la izquierda. No hace sino fijar el número y la fecha. Claro que ello tiene también su sentido. Había que señalar el Ahora y el Aquí. Sin las razones circunstanciales, la gran Razón enferma de parálisis. Hay que dar una fecha, que es parte esencial de la responsabilidad. Una firma sin fecha no sería más que un trampantojo o un engaño. Y, de otra parte, nuestro tiempo no es un tiempo cualquiera, sino la hora de la crisis de dos siglos a los que nadie negará su valor de experiencia, pero que, para España, han sido los dos siglos traidores. No lo olvidemos nunca. No olvidemos la hora en que vivimos. No la olviden los que se creen nuestros enemigos: Mane, Thecel Phares.

La mayor de las superficies, la de arriba a la derecha, tiende los dos brazos a la cultura universal para formar el sumario de cada número. Esos dos brazos son los de la cultura y la tradición, el espacio y el tiempo. Si no fuéramos hombres de cultura, ¿cómo podríamos recoger la del mundo? Y si no fuéramos fieles a la tradición, ¿cómo sabríamos apreciarla? Porque el mundo, «positus in maligno», como dicen los teólogos, es un bazar en que hay de todo: verdad y falsedad, religión y escepticismo, bien y mal. Sin la experiencia de la tradición, sin el conocimiento que da el pasado del fruto de cada árbol, ¿cómo distinguiríamos lo que nos conviene de lo que nos daña? La raya negra parece abrir la puerta a todas las ideas del mundo, las verdaderas y las falsas, pero ahí está la raya roja para discriminarlas y cernerlas y separar el grano de la paja. Así no cometeremos la inocentada de abrirnos al cartaginés incautamente, como se venía haciendo entre nosotros, sino que convertiremos el caos en cosmos, al filtrar la cultura por los ojos de nuestra tradición, el sentido externo por el interno, el espacio por el tiempo. [548]

Esta unión del espacio y el tiempo no es mero accidente, sino propósito fundamental. En cierto modo puede decirse que las líneas del tiempo y del espacio corrían en España paralelas y en dirección contraria: de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Aunque la tradición se honraba entre nosotros con las cabezas más altas del país, no ha podido contar demasiado con las corrientes ideológicas que corrían por el resto del mundo, precisamente porque le eran adversas. Y, de otra parte, los que se dedicaban a abrir paso en España a las tendencias espirituales del resto del mundo, eran generalmente enemigos y casi siempre desconocedores de nuestra tradición. Europeístas y tradicionalistas tenían que chocar y pelearse en España, y hasta hace poco era muy difícil conciliar sus conceptos. Nosotros los hemos conciliado, pero no por nuestros propios méritos, sino por advertir que, en el momento mismo en que nuestra patria desgraciada abandonaba al mundo sus últimas defensas, el mundo volvía hacia España sus cabezas señeras, para reconocer su beligerancia cristiana y cultural, y este reconocimiento hubiera sido más unánime de haber sabido mejor los españoles decir lo que es España.

Al hermanar el tiempo y el espacio queremos que nuestra patria, fiel a su tradición, vuelva a anudar fuertemente su espíritu con el de los demás pueblos cultos del orbe. Por eso en esta portada toda la atención se vuelve al angulito donde un caballero, jinete en su caballo, bajo la cruz-espada de Santiago e invocando el nombre del Apóstol, según costumbre antigua, se apresta a defenderse. En los tiempos en que era más popular y fervoroso el culto del Apóstol, la Cristiandad entera acudía en peregrinación a Compostela. Calixto II ha descrito las muchedumbres francesas e inglesas, italianas y alemanas, que pasaban en la catedral la noche en vela, cantándole canciones a Santiago. La tradición de España y la cultura eran entonces una sola cosa.

Todos los signos importantes que del extranjero nos vienen indican de manera inequívoca que esa afortunada identidad vuelve a repetirse. Hasta hace algún tiempo la mayoría de las gentes educadas se inclinaban a desdeñar la religión y la historia. No así los pensadores del actual siglo. El más eminente de la Inglaterra de hoy Mr. Christopher Dawson, en su libro Progreso y Religión no vacila en afirmar que:

«La Religión es la gran fuerza dinámica en la vida social y [549] los cambios vitales de la civilización se relacionan siempre con los cambios en las creencias y en los ideales religiosos. La secularización de la sociedad implica siempre su desvitalización… Y el retorno a la tradición cristiana proveería o Europa del necesario cimiento espiritual para la unificación social que tan urgentemente necesita.»

El retorno a la tradición cristiana es en el Occidente la vuelta de la Iglesia de Santiago, como para Oriente lo sería la de la Iglesia de San Juan. Nosotros lo simbolizamos en el caballero que va a defenderse bajo la cruz del Apóstol e invocando su nombre. Porque ser es defenderse. Todo lo que vale: la fe, la patria, la tradición, la cultura, el amor, la amistad, tiene que ser defendido, para seguir siendo. No hay vacaciones posibles ante la necesidad de la defensa. Esas islas afortunadas donde los hombres pueden dormir a pierna suelta, sin preocuparse del mañana, no son más que un sueño de pereza. Ser es defenderse. Y los maestros de la defensa son los caballeros. Esa es su función y su razón de ser.

Algunos místicos dividen la Historia en tres edades: la del Padre, la del Hijo y la del Espíritu Santo, y dicen que estamos entrando en la tercera. Que vamos a cambiar se conoce en una cosa: en que volvemos los ojos con cariño a una edad pasada y calumniada hasta hace pocos años. Como el Renacimiento preparó la Edad Moderna con su admiración de la Antigüedad, así nosotros nos lanzamos al porvenir con la Edad Media como guía. Pero la Edad Media fue creación de los caballeros. La nueva edad, la del Espíritu, que se inicia con la añoranza de la Edad Media, la han de hacer también sus paladines. Por ello evocamos la figura del Apóstol-caballero, patrón y padre de la patria, y nos ponemos bajo su protección, pidiendo al Hijo del Trueno, como Jesucristo le llamaba, que nos inspire con su valor y con su fe, hasta hacernos merecedores de mirar la Verdad cara a cara, como él, su hermano Juan y San Pedro la vieron un día en el Tabor, por especial merced.