Filosofía en español 
Filosofía en español


Ramiro de Maeztu

La Hispanidad en crisis
VI (conclusión)

Contra moros y judíos

Si nos creemos inferiores a otros pueblos, es por ignorancia de nuestra Historia. Cuando ésta nos muestra la perspicacia de nuestros genios, el magnífico sentido de justicia de nuestra instituciones tradicionales, el espíritu moral de nuestra civilización, las mentes escogidas pensarán, con Menéndez y Pelayo, que la extranjerización de nuestras almas es la razón de nuestra decadencia. Al revés de los norteamericanos de vieja cepa, enteramente dedicados en estos años, según nos los pinta André Siegfried, a defenderse de los gérmenes heterogéneos: católicos, judíos y aun orientales, que sienten crecer en su seno y contradicen su tradición, los españoles e hispanoamericanos se dieron sin reservas, a partir del siglo XVIII, a la admiración de lo extranjero y, a pesar de las protestas de Menéndez y Pelayo y de los tradicionalistas, no habrían cejado en este enajenamiento, [338] si no fuera porque los países que quieren imitar han caído en situación tan deplorable, que ya no pueden servir de modelo ni suscitar envidias.

De otra parte, esa extranjerización nuestra ha sido puramente accidental. No pudo evitar la Casa de Austria que Francia se constituyera como gran Estado nacional, y consecuencia de su fracaso fue el cambio de dinastía, el afrancesamiento de la corte y de la aristocracia y, más tarde, el de nuestros intelectuales. Pero la merecida quiebra de la política antifrancesa de los Austrias no quiere decir que los franceses nos fueran superiores, como tampoco el hecho de que los indios de América se dejasen matar por el «vaho» de los españoles, significa que sean incapaces de civilización, sino que sus cuerpos no estaban habituados a los microbios de las enfermedades que resistían nuestros hombres. Ya se han habituado, y ahora hay probablemente más indios en América que cuando la conquista; algunos españoles hemos aprendido a defendernos de las tentaciones extranjerizadoras; lo que fue, en un momento dado, razón de inferioridad, no necesita serlo siempre. Si nuestro espíritu universalista nos permitió creer en la superioridad de otros países, ese mismo espíritu nos hará volver en nosotros mismos, cuando esos pueblos se nos muestren incapaces de salir de los egoísmos que originan su parálisis económica y su descrédito progresivo.

El carácter español se ha formado en lucha multisecular contra los moros y contra los judíos. Frente al fatalismo musulmán se ha ido cristalizando la persuasión hispánica de la libertad del hombre, de su capacidad de conversión. No digo con ello que entre los musulmanes doctos predominen ideas muy distintas de las nuestras sobre el libre albedrío. En la práctica, no cabe duda de que los musulmanes atribuyen menos valor a la voluntad humana que nosotros, y esto es lo que se entiende popularmente cuando se habla del fatalismo musulmán. «Islam», según Spengler, «significa precisamente la imposibilidad de un yo como poder libre que se enfrente al divino». Y yo no soy entendido, pero Margoliouth, el arabista de Oxford, me dice que «islam» es el infinitivo, y «muslim», el participio de un verbo que quiere decir entregar o encomendar algo o alguien a otro, es decir, volverse completamente a Dios en la oración o en el culto, con exclusión de todo otro objeto, lo que confirma [339] lo que dice Spengler, si ya no lo corroborasen a diario el abandono de los mahometanos y la práctica de sus instituciones fundamentales, como la administración de justicia.

Es sabido, en efecto, que en los países mahometanos no se persigue el robo o el homicidio, sino a instancia de parte, y si el perjudicado perdona el delito, perdonado queda. En general, se perdona mucho, setenta veces siete, porque Alah es esencialmente el Compasivo, el Misericordioso. Nuestras leyes exigen a los hombres cierta medida de perfección. Por lo menos, no han de ser ladrones; no han de ser homicidas. Esta exigencia es la expresión de nuestra creencia en la capacidad de bondad de los hombres, en su libertad fundamental. Por eso castigan los Tribunales a los culpables, aunque los directamente perjudicados los hayan perdonados. Apreciamos las circunstancias atenuantes, pero suponemos que los hombres pueden siempre sobreponerse a ellas para dejar de cometer un crimen. El Islam concede más importancia que nosotros a las circunstancias y menos a la libertad del hombre. En su perdón va envuelta la creencia de que el acusado no ha podido proceder de otro modo. Nosotros, en cambio, frente al imperio de las circunstancias, que es el de Dios, afirmamos la libertad del hombre, porque la libertad del español es la capacidad de hacer el bien, la que el Señor nos prometió cuando nos dijo que la verdad nos hará libres, explicándonos inmediatamente después que ello significa libertarse de la servidumbre del pecado.

Frente a los judíos, que son el pueblo más exclusivista de la tierra, se forjó nuestro sentimiento de catolicidad, de universalidad. El principal cuidado de la religión de Israel es mantener la pureza de la raza. No es verdad que los judíos constituyan, en primer término, una comunidad religiosa. Son una raza. Creen en su propia sangre y no en ninguna otra. Son la raza más pura del mundo, porque ha evitado cuidadosamente mezclarse con las otras desde los tiempos de Esdras, a quien llamaban los hebreos «príncipe de los doctores de la ley», y en cuyo libro de la Biblia puede verle el lector rasgándose las vestiduras de indignación al oír que los judíos se habían casado con gentiles, por lo que les dice que las otras tierras son inmundas: «Y, por tanto, no deís vuestras hijas a sus hijos, [340] ni recibáis sus hijas para vuestros hijos, ni procuréis jamás su paz, ni su prosperidad» (IX, 12), y, finalmente les exhorta a que: «Hagamos un pacto con el Señor nuestro Dios, que echaremos todas las mujeres (extranjeras) y los que de ellas hayan nacido» (X, 3).

La prueba de no ser una comunidad religiosa, en primer término, es que no quieren prosélitos. Cuenta Israel Friedlander que, cuando se admitieron, fue siempre: «Bajo la condición expresa de que con ello abandonaban el derecho a ser judíos de raza.» Por esta causa fueron rechazados los samaritanos, que profesaban su religión, pero que no procedían de su sangre. Y, de otra parte, un judío sigue siendo judío cuando abjura de su fe. Por ello precisamente nos obligaron a establecer la Inquisición. No podíamos confiarnos en su conversión supuesta, porque la Historia enseña que los judíos pseudocristianos, pseudopaganos o pseudomusulmanes, que adoptaron cuando así les convino una religión extraña, vuelven a la suya propia en cuanto se les presenta ocasión favorable, y aunque tengan que esperarla varias generaciones. Cuenta el historiador Walsh, que en 1284 pagaron en Castilla 853.951 judíos varones y adultos el impuesto de tres maravedises por cabeza, lo que indica que el número total de judíos era de cuatro a cinco millones, en una población total que se calcula en 25 millones de habitantes, y que la peste negra redujo a la mitad.

Si hubo un momento, hacia el siglo XII, en que la raza judía se mezcló con los españoles, no tardó su ortodoxia en volver, como Esdras, por la pureza de la sangre y la absoluta separación de razas. Son el ejemplo que ofrecen los mejores antropólogos para demostrar que el influjo de la herencia es más poderoso que la adaptación al medio en el destino de una raza. Cuando abrigaban el intento de alzarse con España, no era para convertirnos a su religión o igualarnos a ellos, sino para poder cumplir mejor con los preceptos del «Deuteronomio», que establece, de una vez para siempre, la duplicidad de su moral: «Prestarás a las demás naciones y no recibirás prestado de ninguna.» «Al extraño cobrarás intereses; al hermano no se los cobrarás.» Y fue por la repulsión que produjo esta doble moral entre los españoles, a medida que se fueron dando cuenta de ella, por lo que no prevaleció su intentó de alzarse por Israel [341] con la Península. San Pablo lo había dicho ya: «et omnibus hominibus adversantur» (y son enemigos de todos los hombres) (I. Tes. 2, 15).

Los rasgos fundamentales del carácter español son, por lo tanto, los que debe a la lucha contra moros y judíos y a su contacto secular con ellos. El fatalismo musulmán, el abandono de los moros, apenas interrumpido de cuando en cuando por rápidos y efímeros arranques de poder, ha determinado por reacción la firme convicción que el español abriga de que cualquier hombre puede convertirse y disponer de su destino, según el concepto de Cervantes. El exclusivismo israelita es, en cambio, lo que ha arraigado en su alma la convicción de que no hay razas privilegiadas, de que una cualquiera puede realizar lo que cualquiera otra. Estos dos principios son grandes y ciertos, y por serlo hemos podido propagarlos por todos los pueblos que han estado bajo nuestro dominio. Pero acaso no sean suficientes para el éxito, porque no han evitado que cayéramos en la superstición de valorar exageradamente las cosas extranjeras, en detrimento de las nuestras. Todos los pueblos hispánicos hemos padecido y seguimos padeciendo eso que ahora se llama «complejo de inferioridad», que ha constituido positiva amenaza para nuestra independencia. En vista de lo mucho que admirábamos a Francia, creyó Napoleón que era fácil empresa conquistarnos. Y no me cabe duda de que durante muchos años se ha cometido en Washington el mismo error respecto de los países hispanoamericanos que Napoleón acerca de España.

Espero que para estas fechas se estará disipando, y que a ello obedece la retirada de tropas norteamericanas de Nicaragua y Santo Domingo, así como la concesión de la independencia a Filipinas. Y es que, en tanto que se nos respete nuestro derecho, podemos llegar hasta a arrodillarnos ante un rascacielos, pero en cuanto otro pueblo nos quiere atropellar, en nombre de una pretendida superioridad, se nos sale de lo más profundo del espíritu ese concepto de libre albedrío y de igualdad esencial, que hemos ido elaborando en el curso de siglos de lucha, advertimos que nuestros principios son superiores a los de los extraños, y oponemos al atropello una resistencia que hace vana, por demasiado costosa, cualquiera tentativa de sojuzgarnos, incluso, como se está viendo en esta temporada, la del imperialismo [342] económico y la explotación a distancia, porque por mucho que valgan los intereses de la casa Guggenheim en Chile, costaría mucho más a los Estados Unidos invadir a Chile y lograr por la fuerza de las armas que Guggenheim hiciera todo el negocio que pensaba.

Por eso no es ya tanto de temer que a los países hispánicos se los conquiste con ejércitos y escuadras, como que ellos se dejen caer en el naturalismo, que es el letargo del espíritu…

La conquista del Estado

Todo lo que hemos dicho, en efecto, induce a pensar que se está alejando el peligro de una extranjerización definitiva de los pueblos hispánicos. Ese peligro no se desvanecerá nunca del todo, porque sus tierras son tentadoras, por lo grandes y ricas, pero no hay duda de que disminuye con las crisis de las grandes naciones de Occidente, que no es transitoria, sino definitiva, por haber fracasado los principios ideales que las guiaban, con su consiguiente desprestigio, que la ha hecho perder el poder de fascinación que ejercían sobre el resto del mundo, y, en particular, sobre nuestros países, y, en el caso de los Estados Unidos, con la necesidad de dedicar buena parte de sus energías a defender su tradición puritana frente a los pueblos extranjeros que habitan su territorio, al mismo tiempo que el crecimiento de población de nuestras naciones aumenta su capacidad de resistencia contra cualquier propósito invasor. También se fortalece la posición de los países hispánicos con la rehabilitación de nuestros valores históricos, que de consuno efectúan en estas décadas la curiosidad extranjera y nuestras propias investigaciones. Pero la Hispanidad no habrá salido definitivamente de su crisis, sino cuando afronte triunfalmente el mayor de los peligros que la acechan, que es el naturalismo, la negación radical de los valores del espíritu. Nuestra rehabilitación histórica no puede influir directamente sino en la gente culta, en la aristocracia, en la «élite». Al pueblo se le ha dicho demasiado que los obreros carecen de patria, para que sea empresa fácil que vuelva a emocionarse con las glorias de la Hispanidad, aparte de que en España hay vastas zonas populares que nunca compartieron las ilusiones y [343] esperanzas de nuestras clases educadas, y en América ha de descontarse la tentación, que en las razas de color es tradición milenaria, apenas interrumpida por el período de evangelización, de dejarse vivir a la buena de Dios, en la inmensidad abrumadora de la tierra. Para salvar a nuestros pueblos de la caída en el naturalismo, habría que reconstruir el orden social, colocando a su cabeza una jerarquía secular, saturada de principios hispánicos, encendida en nuestros viejos ideales, resuelta a dedicar la vida al progreso y educación del pueblo, hasta hacer que prenda entre los más humildes la fe en la libertad espiritual y el ansia infinita de perfeccionamiento.

En los pueblos hispánicos hay de todo: minorías cultas, aristocracias de la sangre y de las maneras, masas manejables y perfectibles, ansias populares de progreso interior y un inmenso abandono, no sólo entre las masas populares, sino entre las clases que debieran velar por el mantenimiento y depuración de su sentido aristocrático. Hay pueblos que tratan de constituirse democráticamente; otros que han renunciado a ese empeño, en vista de no haberlo podido realizar; algunos que han hallado en el caudillismo y en el mando único la posibilidad de la paz y del progreso; otros en que luchan la idea democrática con la aristocrática, a falta de un mando único y justo que otorgue a cada clase su derecho. Este es un momento de crisis, porque ya ha desaparecido entre las clases educadas la fe que alimentaban en poder constituirse en regímenes como los de Francia y los Estados Unidos, ahora también en crisis, que conciliasen la democracia y los respetos sociales, el sentido jurídico y la cultura general. Las democracias de ahora no se contentan ya con esta clase de regímenes: quieren ser niveladoras en lo económico, y naturalistas, es decir, negadoras de todos los valores del espíritu, en el orden moral.

Partamos del principio de que un buen régimen ha de ser mixto. Ha de haber en él unidad y continuidad en el mando, aristocracia directora, y el pueblo ha de participar en el Gobierno. También me parece indiscutible que ni la unidad de mando ni la aristocracia serán duraderas, como no prevalezca en su conciencia y en la de la nación la idea de que los cargos directores son servicios penosos y no privilegios de fácil disfrute. Lo que se pleitea es si ha de prevalecer en las sociedades un [344] espíritu de servicio y de emulación, o si han de dejarse llevar por la ley de menor resistencia, para no hacer sino lo que menos trabajo les cueste, en un sentido general de abandono, lo que dependerá, sobre todo, de que se considere el Estado como un servicio o como un botín electoral.

Nada ha sido tan funesto a los pueblos de la Hispanidad como el concepto del Estado como un derecho a recaudar contribuciones y a repartir destinos. Desde luego, puede decirse que se debe a ese concepto la división de la Hispanidad en una veintena de Estados. De esa manera se dispone de otras tantas Presidencias, Ministerios, Cuerpos Legisladores y «funcionarios de todas clases», que es la definición que ha dado el humorismo de la nueva República española. Cuando Cuba era colonia nuestra, su presupuesto total era de unos veintitrés millones de pesos, diez de los cuales se los llevaban los intereses de su especial deuda, y otros diez el ejército y marina, quedando apenas tres para los servicios civiles de la isla. Al hacerse independiente, cargó la Metrópoli con el servicio de la Deuda y con los gastos militares. El presupuesto de tres millones no tardó en rebasar la centena. Después ha bajado, a causa de la crisis, pero hubo momento en que todos los cubanos parecían nacer con su credencial debajo del sobaco. Las dictaduras surgen en América por la necesidad de poner coto al incremento de los gastos públicos. Las democracias, en cambio, nacen del ansia, no menos imperiosa, de dar a todo el mundo empleos del Gobierno.

Don Antonio Maura dijo de los presupuestos del Estado, que eran la lista civil de las clases medias. En su tiempo, apenas se conocían las reformas sociales, y aún no se soñaba con dar pensiones a los trabajadores sin empleo. El Estado contemporáneo es la lista civil del sufragio universal, lo que quiere decir que su bancarrota es infalible, hipótesis que la realidad confirma con la desvalorización de libras y liras, marcos y francos, que no ha impedido que el ulterior incremento de los gastos públicos vuelva a poner a los Estados en trance de nueva bancarrota. Es posible que este tipo de Estado esté destinado a prevalecer temporalmente en el mundo. Ello querría decir que todos los países habrían de pasar por una experiencia parecida a la de Rusia, y por tristezas análogas a la de su pueblo esclavizado y a la de su burocracia comunista, que le hace trabajar. [345] De lo que no cabe duda es de que ese tipo de Estado absorbente tiene que conducir en todas partes a la miseria general.

Lo probable es que los pueblos de Occidente se sacudan esta tiranía del Estado antes de dejar que los aplaste. No sé cómo lo harán. En tanto que la posesión del Poder público permita a los gobernantes repartir destinos a capricho entre sus amigos y electores, y acribillar a impuestos y gabelas a los enemigos y neutrales, no es muy probable que los pueblos hispánicos disfruten de interior tranquilidad, ni mucho menos que la Hispanidad llegue a dotarse de su órgano jurídico, porque cada uno de sus pueblos defenderá los privilegios de la soberanía con uñas y con dientes. Es seguro que mientras no se encuentre la manera de cambiar de un modo radical la situación, se irá acentuando la tiranía y el coste del Estado, y a medida que disminuyen los estímulos que retienen a parte de las clases directoras en el comercio o en la industria, llegará momento en que no habrá más aspiración que la de ser empleado público. Pero este tipo de Estado ha de quebrar, lo mismo en América que en Europa, no sólo porque los pueblos no pueden soportarlo, sino porque carece de justificación ideal. Es un Estado explotador, más que rector. Antes de sucumbir a su imperio, preferirán los pueblos salvarse como Italia, o mejor que Italia, por algún golpe de autoridad que arrebate a los electores su botín de empleos públicos.

Entonces será posible que prevalezca en nuestros pueblos un sentido del Estado como servicio, como honor, como vocación, en que ninguno de los empleos públicos valdrá la pena de ser desempeñado por su sueldo, porque todos los hombres capaces hallarán fuera del Estado ocupaciones más remuneradoras, y en que, sin embargo, sea tan excelso el honor del servicio público, que los talentos se disputarán su desempeño y la sociedad los premiará con su admiración y rendimiento. Ese día se resolverán automáticamente los problemas que ahora parecen más espinosos. Los pequeños nacionalismos habrán dejado al descubierto la urdimbre de pequeños egoísmos burocráticos sobre los cuales bordan sus banderas. Tan pronto como el Estado-botín haya cedido el puesto al Estado-servicio, habrá desaparecido todo lo que hay de egoísta y miserable en el celo de la soberanía, para que no quede sino el espíritu de emulación, que no será ya obstáculo para [346] que se entienda y reconozca la profunda unidad de los pueblos hispánicos, ni para que esa unidad encuentre la fórmula jurídica con que se exprese ante los demás pueblos, porque ya se habrá desvanecido el temor a que el Gobierno de otro pueblo hispánico nos imponga tributos, y la misma soberanía habrá dejado de ser un privilegio, para convertirse en una obligación.

En la hora actual, no parece que exista poder alguno capaz de sobreponerse al del Estado. La demagogia y el sufragio universal conducen a la absorción creciente de las fuerzas sociales por el Poder público. Pero no es muy probable que los pueblos cristianos se dejen aplastar por sus Estados, ni parece posible que éstos sobrevivan a su excesivo crecimiento, porque se desharán por sí mismos, cuando no puedan los pueblos continuar sosteniendo sus ejércitos de funcionarios. Desde ahora mismo debieran prepararse las minorías educadas para aprovechar la primera ocasión favorable, a fin de sujetar al monstruo y reducir las funciones del Estado a lo que debe ser: la justicia que armonice los intereses de las distintas clases, la defensa nacional, la paz, el buen ejemplo y la inspección de la cultura superior. Porque ese Estado de las democracias, pagador de electores y proveedor de empleos, no es sino barbarie, y hay que buscarle sucesor desde ahora.

Ramiro de Maeztu