Filosofía en español 
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Ramiro de Maeztu

La Hispanidad en crisis

Las dos Américas

André Siegfried, en su obra sobre Los Estados Unidos de hoy, ha pintado de un trazo los esfuerzos de la gran República norteamericana durante la post-guerra definiéndolos como «la reacción activa del elemento viejo-americano contra la insidiosa conquista del elemento de sangre extranjera». El pueblo norteamericano se siente internamente en peligro y «procura su salud buscando su fortaleza en las fuentes mismas de su vitalidad». Amenazado en lo físico, porque las estadísticas le dicen que el antiguo elemento anglosajón no sólo disminuye relativamente a otros, sino de un modo absoluto, por la gran proporción que no se casa, más un 13 por 100 de matrimonios estériles y un 18 que no tienen más que un hijo, hasta hace poco tiempo podía consolarse con la esperanza de asimilar a sus ideas a las multitudes inmigrantes. Esa esperanza se ha desvanecido. Los norteamericanos han llegado a la conclusión de que no pueden inculcar su manera de ser sino entre los europeos nórdicos de religión protestante: ingleses, escoceses, escandinavos, holandeses y alemanes. Y como los nórdicos católicos, irlandeses o canadienses, los europeos mediterránicos, los españoles e hispanoamericanos, los eslavos y los judíos se resisten a dejarse asimilar, los norteamericanos, con las nuevas leyes de inmigración, les han cerrado el acceso a su país, a pesar de que, ya en los comienzos del siglo XVI, el padre Vitoria consideraba atentatorio al derecho de gentes prohibir a los extranjeros viajar por un territorio o habitarlo permanentemente.

El viejo-americano está contento consigo mismo. Se cree [454] seguro del éxito, de la victoria, de la libertad, de su sabiduría política, de su capacidad industrial. Se halla convencido de que lo mejor que puede suceder a los pueblos inmigrantes es dejarse dirigir por el antiguo elemento puritano de América. Por eso creyó antes que con un régimen de libertad y de igualdad se los asimilaría sin esfuerzo. Pero puesto que no es así, hay que mantener a toda costa «los derechos casi ilimitados del cuerpo social, en su defensa contra los elementos extranjeros o los fermentos de disolución que amenazan su integridad». El norteamericano no quiere mestizajes. Gracias a su política de desdén y exclusión respecto de los negros, se jacta de que su patria no llegará a ser en lo futuro «un segundo Brasil». El ideal sería que prevaleciese eternamente «el puritano de tradición inglesa, satisfecho y seguro de sus excelentes relaciones con Dios». Con ello no dice M. Siegfried cosa nueva a los lectores informados, pero los periódicos franceses, al ver en la guerra que el Ejército norteamericano prefirió establecer sus bases en San Nazario y en Burdeos y no en los puertos del Canal de la Mancha, donde tenían las suyas los ingleses, imaginaron que ingleses y norteamericanos se detestaban. M. Siegfried hace bien en decirles que en los Estados Unidos hay una tradición no escrita, por cuya virtud «la ascendencia angloescocesa es casi necesaria para ocupar los altos cargos»; lo aristocrático, en la América del Norte, es lo de origen angloescocés, y la razón de que los Estados Unidos entraran en la guerra «fue el mantenimiento de la hegemonía anglosajona, común a los ingleses y norteamericanos», aunque M. Siegfried ha podido añadir que ingleses y norteamericanos se la disputan entre sí desde hace más de un siglo.

Esta es la verdadera relación de los Estados Unidos e Inglaterra: rivalidad recíproca y solidaridad profunda, en momentos de peligro, frente al resto del mundo. ¿Y no es ésta una relación admirable y que debiera servir de ejemplo a los pueblos de Hispanoamérica y de España? Sólo que éste es obviamente un modelo que no podemos imitar. Ni españoles ni hispanoamericanos nos creemos superiores a los demás pueblos, ni nos lo creíamos jamás, ni siquiera cuando teníamos la certidumbre de estar librando «las batallas de Dios», porque una cosa es creer en la excelencia de nuestra causa y otra distinta envanecerse de la propia [455] excelencia. Nunca pensamos que Dios hubiera venido al mundo para nosotros solos, sino que peleamos precisamente por la creencia, vieja como la Iglesia, pero olvidada, desconocida o negada por las sectas, de que Dios quiso que todos los hombres fuesen salvos. Y aunque también los españoles y todos los pueblos hispánicos supimos enorgullecernos de ser campeones y defensores del Catolicismo, no por ello nos imaginamos nunca que éramos, «por decirlo así», como escribe Menéndez y Pelayo en su estudio sobre Calderón: «el pueblo elegido por Dios, llamado por El para ser brazo y espada suya, como lo fue el pueblo de los judíos», sino que preferimos pensar que éramos nosotros los que, de propia iniciativa, habíamos elegido la defensa de la causa de Dios. En el primer caso, de habernos sentido ser pueblo elegido, habría reinado entre los pueblos hispánicos la misma rivalidad y solidaridad que entre los anglosajones: rivalidad por mostrar que era cada uno de nosotros el más elegido entre los elegidos, y solidaridad frente al tumulto de los demás pueblos no favorecidos. Pero lo que nosotros sentimos no fue la superioridad de seres escogidos, sino la de la causa que habíamos abrazado y era lógico que al desengañarnos o resfriarnos o fatigarnos de la común empresa, cada uno de nuestros pueblos se fuera por su lado.

Es posible que a ello haya contribuido la dispersión geográfica de los pueblos hispánicos y que hubieran conservado mayor unidad espiritual, tanto entre sí como con la metrópoli, de haber formado un todo contiguo, como el de los Estados Unidos, pero si las condiciones geográficas pueden ser obstáculo para las relaciones económicas, no lo son para la comunidad de la fe. Aquí hay que afirmar en absoluto la primacía de lo espiritual. El Imperio hispánico se sostuvo más de dos siglos después de haber perdido Felipe II, en 1588, el dominio del mar, que en lo material lo aseguraba, y se hubiera mantenido indefinidamente, aun después de llegados a su mayoría de edad las naciones americanas y afirmado su independencia como Estados, si se juzgaba conveniente, de haber conservado el ideal común que las unía entre sí y con España. Porque la solidaridad racial que une a los ingleses, a sus colonos y a los norteamericanos no se afirma sino en tiempos de bonanza, que justifican la creencia en la propia superioridad. La solidaridad en el ideal resiste, en cambio, a la [456] derrota, y por ello pudo soportar, sin quebrantarse, el Imperio español las paces de Wesphalia y de los Pirineos, de Lisboa y de Aquisgrán, y todas las otras que fueron señalando el declive de España en Europa. En la guerra de Sucesión, durante los quince años primeros del siglo XVIII, se halló España invadida por tropas extranjeras, sin que nadie, en América o en Filipinas, pensara en sublevarse. Pero perdimos la unidad de la fe en el curso del siglo enciclopédico. Los mismos funcionarios españoles lo pregonaron en los países hispanoamericanos, con lo que se la hicieron perder a ellos. Y entonces, a la primera crisis grave, cada uno de nuestros pueblos se fue por su camino: unos a buscar inmigrantes que los europeizaran; otros, a seguir a los caudillos que les salieron de entre las patas de los caballos, según la frase de Vallenilla Lanz; otros, a soñar con la teocracia; otros, a imaginarse la restauración de los incas o de los aztecas. Y aún estamos en ello.

El desorientado siglo XIX

Lo peor no fue, sin embargo, que cada pueblo hispano-americano se fuera por su lado, sino que, apenas se sintieron independientes, se dieran a pelear consigo mismos, con tanta falta de sentido que, a las décadas de confusión y lucha, no se encontraba otra salida que otras décadas de dictadura y de silencio; y como esta alternativa de tiranía y caos parece ser fatal a los pueblos hispánicos, los escritores políticos de la América española no han cesado de preguntarse durante un siglo si no tiene la culpa de todo ello la herencia española o la sangre india.

Es evidente, en efecto, que los pueblos de Hispano-América no han sabido ajustar su vida a los patrones de Montesquieu o de Rousseau. Pero en vez de preguntarse si hay algún pueblo que lo haya conseguido y si la misma Francia debe tanto su estructura política a la revolución del siglo XVIII como a su Monarquía milenaria, numerosos publicistas hispanoamericanos han preferido cortarse las venas de su sangre española y olvidarse para la formación de su cultura hasta de que ha existido España. Excusado es decir que el ejemplo de nuestras guerras civiles del [457] pasado siglo y la perplejidad e incertidumbre de nuestros Gobiernos ante los grandes problemas del mundo, no hacían sino echar leña al fuego del antiespañolismo. Y aunque en los últimos treinta años ha habido pensadores que, como el uruguayo Herrera o el argentino Arrayagaray, han visto claro que el culto de la revolución francesa ha sido funesto para sus compatriotas, todavía se mantiene en América la tradición antiespañola –las Universidades suelen alimentar este fuego profano– y se sigue pensando, aunque no ya por los mejores, que civilizar es desespañolizar y que la culpa de que no se viva más a menudo con arreglo a derecho, la tienen los españoles o los indios, o entrambos combinados.

La historia, en cambio, nos dice que en América se vivió, durante siglos, en paz y en gracia de Dios, los mismos siglos que en España, con la diferencia de que América progresaba todo el tiempo y tan de prisa, que sus pueblos se hacían grandes y mayores, quizás antes de su hora, mientras que a la Metrópoli no la dejaban levantar cabeza las vicisitudes de la política europea. La razón de aquella prosperidad es que los pueblos hispánicos estaban unidos por un ideal común universalmente acatado, como era la empresa de civilización católica que estaban realizando con las razas indígenas, y que vivían bajo una autoridad también común y por todos respetada, como era el rey de España. Estas fueron las dos condiciones de la prosperidad de los pueblos hispánicos: el ideal y la autoridad comunes, y la más importante de las dos fue el ideal. Ello se pudo ver en los quince años de la guerra de Sucesión. Faltó el Rey, pero los americanos y los filipinos dejaron que los españoles decidieran si había de ser Carlos de Austria o Felipe de Borbón, y siguieron obedeciendo a la idea platónica de un Rey inexistente, en cuyo nombre gobernaban los virreyes y hacían justicia las audiencias. En 1810, en cambio, no sólo faltó el rey, sino la unidad del ideal, y los pueblos de América creyeron llegada la hora de hacer cada hombre lo que le viniera en ganas. Los mismos llaneros venezolanos que primero pelearon con Boves por el rey de España y contra Bolívar, se batieron después con el mismo ardimiento por la independencia americana a las órdenes de Páez.

Y es que la unidad del ideal se había roto. Los indios se echaron [458] a dormir y los criollos se dijeron: «Si no hay Dios, todo es en vano. ¿Qué queda entonces? Caprichos de poder o caprichos de placer, y lo esencial no es tanto el objeto del capricho como satisfacerlo en el instante.» De ahí la preferencia de la política sobre el trabajo, y de la revolución sobre la propaganda. Los varones graves protestaban. Sarmiento y Alberdi hubieran querido que los argentinos fuesen belgas o daneses. Alberdi pedía que se poblase artificialmente la Argentina de europeos del Norte, porque la inmigración del Sur: españoles, italianos, eslavos, etcétera, le parecía incapaz de educarse «en la libertad, en la paz y en la industria». Pero flamencos y escandinavos son pacíficos mientras viven en sus tierras estrechas, donde la subsistencia de sus poblaciones excesivas tienen por base el orden. Los holandeses trasplantados al Africa del Sur tienen muy poco de pacíficos, y los pueblos de Australia y Nueva Zelanda no son, en conjunto, superiores a los de Chile y la Argentina. Los varones graves de la América hispana se desesperaban al advertir que sus países no sentían los ideales de riqueza, cultura e higiene con la misma reverencia que la religión en otros tiempos. Pero sus pueblos, al oírles, se preguntaban: ¿Para qué?

Al morir Simón Bolívar, exclamó: «¡Los tres más grandes majaderos de la Historia hemos sido Jesucristo, Don Quijote… y yo!» Y comenta finamente Teófilo Ortega que ello demuestra que Bolívar había conseguido sus fines: «Nadie pensaba que lo que perseguía era eso. Esto no era aquello. Y aquello no llegará jamás.» Bolívar se encontró con el desengaño inevitable a todo el que quiere lo relativo con el amor que se debe a lo absoluto. Ya lo dijo un francés: «¡Era tan hermosa la República en tiempos del Imperio!» Hace cuarenta años tropecé yo con un cubano a quien se le subían de pura admiración las lágrimas a los ojos cuando hablaba de los hoteles de Nueva York y de sus ascensores, y de cómo oprimiendo un botón entraba en el cuarto una criada con un vaso de agua helada y cómo tocando otro botón salía por un grifo el agua hirviendo. Y desde Madrid hemos presenciado todo un cuarto de siglo el espectáculo de un hispanoamericano de gran talento y que no creía en nada, como Gómez Carrillo, pero que diariamente doblaba la rodilla ante los placeres, las perversidades y «El alma encantadora de París». En todo el [459] siglo XIX y en el comienzo del XX, menudearon en la Hispanidad las almas que se enamoraban de minucias, con amor digno de mejor causa, los pueblos enteros se tendían en la tierra por falta de ideal y los próceres se enfurecían con sus pueblos y les lanzaban venablos y centellas por no entusiasmarse con sus ideales de escuela y de despensa.

Sólo que su postrera exclamación demuestra que Bolívar, hombre de más corazón que entendimiento, no se dio cuenta clara de que Don Quijote no es un personaje de la Historia, ni de que Jesucristo no sintió, ni en la cruz, el desengaño de su ideal. Ello lo explicó San Pablo cuando decía de la caridad que es paciente y benigna, no envidiosa, ni ligera, ni soberbia, ni ambiciosa, ni aprovechada, ni mal pensada, ni iracunda: «Todo lo sobrelleva, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.» El espíritu inflamado por genuinos ideales absolutos no se desencanta por que los otros hombres no sean santos. Sabe que está en el mundo para poner a los demás hombres en el camino de su santificación, que es también el de su deificación, y sabe igualmente que para esta empresa infinita tendrá que echar mano de todos los instrumentos aprovechables: la escuela y la despensa, los caminos, la higiene y la cultura. Todo lo relativo se ordenará en la dirección de lo absoluto, todos los medios hallarán su justificación en función de los fines. Pero si falta lo absoluto, lo relativo pierde su valor. Y para los pueblos que han conocido los ideales supremos escribió Dostoiewsky su dilema: «O el valor absoluto o la nada absoluta», que es la razón de que los próceres de América no debieran avergonzarse de sus indios, por haber preferido la ociosidad y la miseria a la tentación de los salarios elevados, desde el día funesto en que dejaron de oír aquella voz del Evangelio que los estaba levantando, no sólo en lo moral, sino también en lo económico.

Pero de estas incertidumbres hispanoamericanas del siglo XIX tiene la culpa el escepticismo español del siglo XVIII.

Ramiro de Maeztu

(Continuará)