Filosofía en español 
Filosofía en español


Ramiro de Maeztu

El valor de la Hispanidad

Libertad, igualdad, fraternidad

Ganivet nos dice que el «eje diamantino» de la vida española es un principio senequista: «Mantente de tal modo firme y erguido, que al menos se pueda decir siempre de tí que eres un hombre.» He leído algunos libros de Séneca, en busca del pasaje de donde pudo sacar esa enseñanza. No lo he encontrado. Hasta se me figura que no podrá encontrarse, porque lo que viene a decir Séneca es algo que se le parece a primera vista, pero que en el fondo es muy distinto, y es que el sabio, el cuerdo, el prudente, el filósofo estoico se conduce de tal suerte, sean cuales fueren las circunstancias, que se tiene que decir de él que es todo un hombre. Se sobrentiende en Séneca, pero no en Ganivet, que los demás hombres, los que no son sabios, se dejan, en cambio, llevar de sus pasiones o de las circunstancias.

Para los estoicos, en efecto, había dos clases de hombres: los sabios y el vulgo. Los sabios se conducen como deben; los otros, en rigor, no se conducen, sino que son conducidos por los sucesos. Y esta distinción explica la esterilidad del estoicismo. Los estoicos creían que todos los hombres son hermanos, como hijos del mismo Dios, y se proclamaban ciudadanos del mundo, pero esta ciudadanía y la conciencia de la paternidad de Dios era patrimonio exclusivo de una aristocracia espiritual, aunque a ella perteneciera un esclavo, como Epicteto, y esta fue la razón de que no se lanzaran a la predicación para que el común de los hombres [10] se alzase del polvo. Cleanthes pidió a Zeus, en su himno, que salvase a los hombres de su desgraciado egoísmo. Y es que, a juicio de los estoicos, sólo Zeus lo puede hacer, si esa es su voluntad. La idea de que ellos mismos lo hagan no es estoica, sino católica. Ganivet no la saca de Séneca, sino del catecismo. El autor del Idearium español ha atribuido a los estoicos una idea que ha recibido, sin darse cuenta de ello, de su mundo familiar y local, trabajado secularmente por las doctrinas de la Iglesia.

Es un hecho, sin embargo, que los pueblos hispánicos tienen un sentido del hombre común a los espíritus creyentes y a los incrédulos. Más aún. Anteriormente hemos reconocido que los incrédulos suelen ser más hostiles que los católicos al espíritu racista de los países protestantes. Los expedientes de limpieza de sangre, por cuya virtud no se habilitaba en pasados siglos, para ciertas dignidades y cargos, sino a los que podían demostrar que no descendían de moros o judíos, parecen indicar un sentido racista no muy diferente del que tan fácilmente prevalece en los pueblos del Norte. Sólo teniendo en cuenta el espíritu misionero de la Monarquía española y la relativa facilidad y frecuencia con que los judíos conversos llegaban en España a ocupar sedes episcopales, se advertirá que la exigencia de la limpieza de sangre no procedía del orgullo de raza, sino del deseo de asegurar en lo posible la fidelidad del servicio mediante la pureza de la fe, en vista del gran número de conversos insinceros que había. Un pueblo que libraba, como la España de los siglos XVI y XVII, tan general batalla contra la infidelidad y la herejía, necesitaba asegurarse la sincera adhesión de sus agentes. Era natural, de otra parte, que los españoles se envanecieran de su obra imperial y universal. De esta vanidad y de la desconfianza respecto de la buena fe de los conversos surgió el lamentable menosprecio de los «cristianos nuevos», lamentable por ser injusto, en muchos casos, pero sobre todo, porque contradecía el propósito misionero de nuestra historia, ya que no parece muy congruente que un pueblo se consagre a convertir infieles, empujado por un convencimiento previo de igualdad potencial de hombres y razas, si luego ha de colocar a los conversos en situación de inferioridad respecto de los «cristianos viejos». Lo que puede decirse en atenuación de este yerro es: Primero, que todas las aristocracias del mundo hacen pasar antesala a las clases sociales que desean incorporarse a ellas; [11] segundo, que la España católica venía a constituir una especie de gran aristocracia respecto de los judíos y moriscos; tercero, que los hombres no tienen el don de leer en los corazones para poder distinguir a los conversos sinceros de los insinceros; cuarto, que había necesidad de distinguirlos; quinto, que no hay ley concebida para provecho general que no resulte injusta en algunos casos; y sexto, que el mero hecho de que los expedientes de limpieza de sangre contradijeran, en cierto aspecto, el fundamental propósito misionero de España, no ha de hacernos olvidar este propósito, ni la especial repugnancia que los españoles han sentido siempre contra cualquier intento de vincular la Divina gracia en estirpes o progenies determinadas.

Los españoles no creyentes, por lo menos desde la conversión de los godos arrianos, se han manifestado siempre opuestos a la aceptación de supremacías raciales. En algunos de ellos no tiene nada de extraño, porque son «resentidos», hostiles a toda nuestra civilización, cuyos instintos les empujan a combatir a sangre y fuego nuestras aristocracias naturales y de sangre, no por espíritu igualitario y de justicia, sino sencillamente porque las jerarquías son el baluarte de las sociedades. Pero hay otros incrédulos, y éstos son los interesantes, que no han perdido con la fe la esperanza y el anhelo de que se haga justicia a todos los hombres, de que se les infunda la confianza en sí mismos, de que se les coloque en condiciones de poder desarrollar sus aptitudes, de que se les proteja contra cualquier intento de explotación o de opresión. De los espíritus que así sienten puede decirse que su concepto del hombre es idéntico al de los creyentes y al tradicional de España. Ello es gran fortuna, en medio de todo. Certeramente ha dicho el Sr. Sáinz Rodríguez que la división de nuestras clases educadas es la razón permanente de nuestras desdichas. En los Evangelios puede leerse que: «Todo reino dividido consigo mismo será asolado» (Lucas, II, 17). Las desmembraciones e invasiones y guerras civiles que hemos padecido, desde que surgió en el siglo XVIII la división de nuestras clases educadas en creyentes y racionalistas, atestiguan el rigor de la sentencia. Pero creo más fácil restablecer la unidad espiritual entre los creyentes españoles y los descreídos que entre los católicos y los protestantes de otros pueblos. El que siga creyendo en la capacidad de los demás hombres para enmendarse, mejorar y perfeccionarse y en su [12] propio deber de persuadirles a que lo hagan, de no estorbarles en la realización de ese fin y de organizar la sociedad de tal manera que les estimule a ello, conserva, a mi juicio, más esencias de la fe verdadera que aquella pastora evangélica, Sharon Falconer, de la novela de Sinclair Lewis Elmer Gantry, que marchaba con la cruz en la mano por entre las llamas de su tabernáculo incendiado, en la seguridad de que el fuego no podía alcanzarla, porque ella, en su insano orgullo, símbolo del protestantismo y del libre examen, se creía por encima del bien y del mal y de la muerte. A poco que nuestros incrédulos de buena voluntad mediten sobre el origen de su espíritu de justicia y de humanidad, advertirán que sus principios proceden de los nuestros. A los otros descreídos, a los que no manejan los conceptos de libertad y de justicia sino con fines subversivos, sería inocente tratar de convencerles, pero a los que de buena fe se proponen con ellos dignificar y levantar al hombre, y se imaginan que la religión es un estorbo para sus ideales, no es imposible hacerles ver que su credo es de origen religioso, que sin la religión no puede mantenerse, y que sólo por la inspiración religiosa podrá realizarse.

En el «eje diamantino», de Ganivet, en el sentido del hombre de los pueblos hispánicos, podemos encontrar igualmente cuanto hay en los principios de libertad, igualdad y fraternidad, que no se contradiga mutuamente y pueda servirnos de norma y de ideal. Para que un hombre se conduzca de tal modo que siempre se pueda decir de él que se ha portado como un hombre, será indispensable que sea libre, lo que implica desde luego su libertad moral o metafísica. Pero, además, será preciso que no se le estorbe la acción exteriormente, lo que supone la libertad política, por lo menos la libertad de hacer el bien. Para ello, habrá que construir la sociedad de tal manera que no impida a los hombres la práctica del bien. El respeto a la libertad metafísica nos llevará a un sistema político, en que la autoridad pueda (y acaso deba) coartar la libertad del hombre para el mal, pero no deberá impedirle que haga el bien, porque esto es lo que quiere Ganivet cuando prescribe que el hombre debe portarse como un hombre, pues si portarse como un hombre no quisiera decir portarse bien, no nos estaría diciendo cosa alguna, ya que es sabido que los hombres se conducen como hombres y los burros como burros, &c. Pero en esta capacidad metafísica de que el hombre haga el bien [13] libremente y en este deber político de respetarle esta capacidad, todos los hombres son iguales y deben ser iguales, de lo que se deduce el principio de igualdad, en cuanto practicable y efectivo, así como el de fraternidad se deriva del hecho de que todos los hombres se hermanan en la capacidad de hacer el bien y en el ideal de una sociedad en que la práctica del bien a todos los enlace y los hermane.

Estos principios de libertad, igualdad, fraternidad, son los que proclamó la revolución francesa y aún sigue proclamando la revolución, en general. Francia los ha esculpido en sus edificios públicos. Es extraño que la revolución española no los haya reivindicado para sí. ¿Los habrá sentido incompatibles con su propio espíritu? ¿Sospechará vagamente que, en cuanto realizables y legítimos, son principios cristianos y católicos?

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Mantenemos nosotros la libertad, porque el hombre está constituido de tal modo que, por grandes que sean sus pecados, le es siempre posible convertirse, enmendarse, mejorar y salvarse. También puede seguir pecando hasta perderse, pero lo que se dice con ello es que la libertad es intrínseca a su ser y a su bondad. No será bueno sino cuando libremente obre o desee el bien. Y por esta libertad metafísica, que le es inherente, le debemos respeto. Al extraviado podremos indicarle el buen camino, pero sólo con sus propios ojos podrá cerciorarse de que es el bueno; al hijo pródigo le abriremos las puertas de la casa paterna, pero él será quien por su propio pie regrese a ella; al equivocado le señalaremos el error, pero el anhelo de la verdad tendrá que surgir de su propia alma. Esto por lo que atañe a la libertad moral. La libertad externa o política procede del reconocimiento común de esta libertad íntima o moral. Como el hombre no puede hacer el bien si no actúa libremente, debemos respetar su libertad en todo lo posible. Si tuviéramos que confrontarnos con el hombre natural, tal como salió de las manos del Creador, el gobernante no necesitaría más que explicarle sus deberes. Pero como, según San Anselmo, la persona corrompió la naturaleza, y después la naturaleza corrompida corrompió la persona, por lo que nosotros y [14] cuantos nos rodean somos hombres caídos y débiles, tenemos que organizar las sociedades de tal modo que se precavan contra las pasiones y maldades de los hombres, al mismo tiempo que los induzcan a obrar bien. El problema es, en parte, insoluble, porque con hombres malos no podemos construir sociedades tan excelentes que premien siempre la virtud y castiguen el vicio. Pero es un hecho, que todas las sociedades, por instinto de conservación, tienen que estimular a los individuos a que las sirvan y disuadirles de que las dañen y traicionen, y, de otra parte, también es un hecho que nuestra religión infunde a los hombres y a las colectividades un espíritu generoso de servicio universal, en el que acaban de limpiarse los humanos del pecado de origen. Este es el sentido de la libertad cristiana. Pero ¿hay alguna idea moderna de libertad que no se funde en el espíritu cristiano?

Bertrand Russell pasa en Inglaterra por ser «el filósofo del liberalismo». A principio de siglo escribió un ensayo: «La adoración de un hombre libre», que terminaba con un párrafo que causó sensación:

«Breve e impotente es la vida del hombre: el destino lento y seguro cae despiadada y tenebrosamente sobre él y su raza. Ciega al bien y al mal, implacablemente destructora, la materia todopoderosa rueda por su camino inexorable. Al hombre, condenado hoy a perder los seres que más ama, mañana a cruzar el portal de las sombras, no le queda sino acariciar, antes que el golpe caiga, los pensamientos elevados que ennoblecen su efímero día; desdeñando los cobardes terrores del esclavo del destino, adorar en el santuario que sus propias manos han construido; sin asustarse del imperio del azar, conservar el espíritu libre de la arbitraria tiranía que rige su vida externa; desafiando orgulloso las fuerzas irresistibles que toleran por algún tiempo su saber y su condenación, sostener por sí solo, Atlas cansado e inflexible, el mundo que sus propios ideales han moldeado, a despecho de la marcha pisoteadora del poder inconsciente.»

Dos generaciones de intelectuales ingleses de la izquierda se han aprendido de memoria este párrafo. A despecho de ello me atreveré a decir que ningún espíritu medianamente filosófico podrá ver en el más que retórica altisonante y cuidadosa, pero huera y [15] contradictoria. Porque es mucha verdad que el pensamiento del hombre, como dice en otro párrafo, es libre, «para examinar, criticar, saber y crear imaginariamente», mientras que sus actos exteriores, una vez ejecutados, entran en la rueda fatal de las causas y efectos. Que el hombre pueda criticar al mundo sólo prueba que, en cierto modo, se halla fuera y encima de él, lo que no significa, en buena lógica, sino que hay algo en el hombre que procede de algún poder consciente superior al mundo. Pero decir que el mundo es malo, porque es poder, y que hay que desecharlo con toda nuestra alma, y que el hombre es bueno, porque lo rechaza, y que su deber es conducirse como Prometeo y desafiar heroica y obstinadamente al mundo hostil, aunque por otra parte, tenga uno que resignarse a su tiranía inexorable, y que este credo de rebelión impotente haya parecido durante treinta años la base de una filosofía y una política, es tan incomprensible como el aserto de que la libertad del hombre no es sino el resultado de «la colocación accidental de los átomos». Es absurdo decirnos que la libertad surge de la fatalidad y del azar, como es igualmente contradictorio hacer salir nuestra conciencia de la inocencia de la naturaleza. Hay gentes para todo. Por los años en que Mr. Bertrand Russell escribía su parrafito se suicidó el poeta John Davison, persuadido de que, después de haber producido la danza de los átomos la conciencia del hombre y de su propia poesía, que era la conciencia de la conciencia, no le quedaba al universo más etapa que la de volver a la inconsciencia. Por eso se mató. Sólo que así como los cielos declaran la gloria de Dios y la faz de la tierra, transformada por la mano del hombre en tan inmensas extensiones, es prueba cierta de que ni siquiera para la acción externa necesita someterse el género humano a la fatalidad, porque la subyuga y domestica con su chispa divina.

En esa chispa, y no en ninguna clase de determinismos, está el origen de la libertad moral del hombre. Los incrédulos no aciertan a fundarla. Tampoco la libertad política. Stuart Mill mantenía el liberalismo para que pudieran producirse toda clase de caracteres en el mundo, y, sobre todo, para que la verdad tenga siempre ocasión de prevalecer sobre la falsedad, y no meramente contra la intolerancia de las autoridades, sino también contra la presión social, porque en Inglaterra, decía: «aunque el yugo de la ley es más ligero, el de la opinión es tal vez más pesado que en [16] otros países de Europa.» Revolviéndose sobre toda clase de «boycots», escribió Stuart Mill su célebre sentencia: «Si toda la humanidad menos uno fuese de la misma opinión, y sólo una persona de la contraria, la humanidad no tendría más derecho a silenciar a esa persona, que esa persona, si pudiera, a silenciar a la humanidad.» Stuart Mill pensaba todo el tiempo en los casos de Sócrates y Jesucristo, como si hubiera un Cristo o un Sócrates a la vuelta de cada esquina, a quienes el obscurantismo de los Gobiernos o de la sociedad no permiten difundir su idea salvadora, pero el verdadero problema lo constituía, ya entonces, aquella fórmula que consignó poco después Netchaieff en su Catecismo del Revolucionario, cuando decía: «Contra los cuerpos, la violencia; contra las almas, la mentira.» No es muy probable que la intolerancia logre silenciar a un Cristo o a un Sócrates. El daño que han de afrontar las sociedades modernas es la difusión de la mentira, de la calumnia, de la difamación, de la pornografía, de la inmoralidad de toda índole, por agitadores y fanáticos, pervertidos y ambiciosos que se escudan en Sócrates y en Cristo y en Stuart Mill y en todos los mártires de la intolerancia y abogados de la libertad para pregonar sus falsedades, como los malos artistas de estos años se amparan en la incomprensión de que en su día fueron víctimas Eduardo Manet y Ricardo Wagner para proclamar que sus esperpentos están por encima de las entendederas de las gentes. Vivimos bajo el régimen de la mentira. Las naciones se calumnian impunemente las unas a las otras, lo que las hace vivir en permanente guerra moral, pero no se creará, para remediarlo, un Tribunal Internacional de la Verdad, mientras no se reconozca que, en materia de información y crítica, hay cánones objetivos de la verdad y de los engaños, de lo lícito y de lo intolerable. En la vida interna se permite prosperar a una prensa que, en el caso mejor, no hace justicia más que a los extraños o a los enemigos, pero que se dedica a elevar a sus amigos o correligionarios, lo que por lo menos supone la desfiguración de las escalas de valores. No cabe, de otra parte, verdadera competencia entre las falsedades agradables, que halagan las pasiones populares, y las verdades desagradables, que en vano tratarán de combatirlas. Sobre este tema se pudieran escribir muchos capítulos, pero baste afirmar que la libertad del pensamiento tiene que conducir al triunfo de la falsedad y de la mentira. [17]

También se defiende la libertad política con el argumento de que fomenta la diversidad de los caracteres y contribuye, por lo tanto, a su fortalecimiento. Era la tesis de Stuart Mill, al final de su ensayo De la libertad. Es la de Bertrand Russell, con su «Principio del Crecimiento». Dice Russell que los impulsos y deseos de hombres y mujeres, como tengan alguna importancia, proceden de un principio central de crecimiento, que los guía en una cierta dirección, como los árboles buscan la luz. Cada hombre tiende instintivamente a lo que le conviene mejor. Y hay que dejarle en libertad para ello, porque, en general, los impulsos y deseos dañinos proceden de haberse impedido el crecimiento normal de los hombres. De ahí, por ejemplo, la proverbial malignidad de los jorobados y de los impedidos. Los deseos no son sino impulsos contenidos. «Cuando no es satisfecho un impulso en el momento mismo de surgir, nace el deseo de las consecuencias esperadas de la satisfacción del impulso.» La vida ha de regirse principalmente por impulsos. Si se gobierna por deseos se agota y cansa al hombre, haciéndole indiferente a los mismos propósitos que había tratado de realizar. Pero los impulsos que se debe fomentar son los que tienden a dar vida y a producir arte y ciencia, es decir, a la creatividad en general.

Esta es la teoría. Mr. Russell no añade que se debe restringir, en cambio, los impulsos de envidia, destrucción, suicidio, etcétera, porque así refutaría su propia doctrina. Mr. Russell se contenta con decir que estos impulsos no proceden del principio central de crecimiento. No lo prueba. No puede probarlo. Un árbol extiende sus raíces a la tierra de otro árbol y se apropia sus savias. No puede demostrarse que los impulsos dañinos sean menos «centrales» que los benéficos. Tampoco que sea perjudicial la contención de los impulsos. Hay razas humanas desvitalizadas precisamente porque se entregan sin reserva a la satisfacción de sus impulsos sexuales. La doctrina de Russell no es sino tentativa de justificar científicamente la afirmación romántica de que el hombre es naturalmente bueno y está libre del pecado original. Pero el romanticismo tiene ya dos siglos de experiencia histórica. Hasta se ha ensayado en países nuevos, donde no coartaban su desarrollo los recuerdos y las tradiciones de la civilización cristiana, fundada precisamente en el dogma del pecado original. [18]

Las miradas del mundo, por ejemplo, están vueltas, en estos años, a los Estados Unidos de América. Nueva York es la ciudad fascinadora. Es verdad que los Estados Unidos fueron un tiempo puritanos y que sus costumbres, ya que no sus leyes, obligaban a sus ciudadanos a pertenecer a una confesión religiosa determinada. Pero el puritanismo ya pasó, por lo menos en las grandes ciudades; los neoyorquinos no están obligados a profesar religión alguna. Muchos no profesan ninguna. Son libres. La extensión del territorio les hace más libres de lo que los europeos pueden serlo en nuestros estrechos hogares nacionales. Y el resultado de todo ello es un índice de criminalidad el más alto del mundo, la disolución de la vida de familia y tan tremenda crisis económica y política que su militar de más prestigio, el general Pershing, ha podido proclamar recientemente, en medio de la atónita atención de las gentes, que los Estados Unidos no pueden encontrar su salvación más que en un régimen fascista y dictatorial, que restablezca la disciplina social con mano dura.

Sólo que ya no es necesaria apelar a las autoridades extranjeras. Ello lo dijo mejor que nadie en el Congreso, el 4 de enero de 1849, en plena revolución europea, nuestro Donoso:

«Señores, no hay más que dos represiones posibles: una interior y otra exterior, la religiosa y la política. Estas son de tal naturaleza, que cuando el termómetro religioso está subido el termómetro de la represión está bajo, y cuando el termómetro religioso está bajo, el termómetro político, la represión política, la tiranía, está alta. Esta es una ley de la humanidad, una ley de la historia.»

A la historia apeló Donoso Cortés para evidenciar la exactitud de su parábola. No era, sin embargo, necesario. En el pecho de cada hombre está escrito que la práctica del bien exige libertad, pero la del mal, cárceles y grilletes.

Ramiro de Maeztu