Filosofía en español 
Filosofía en español


Blanca de los Ríos

Menéndez y Pelayo, revelador de la conciencia nacional

I

Acaban de cumplirse veinte años de la muerte del gran polígrafo, y para el vulgo, mayoría inmensa en toda colectividad humana, Menéndez y Pelayo sigue siendo un insaciable sorbedor de lectura dotado de una memoria casi milagrosa, en suma, un inmenso almacén de sabiduría arcaica y anacrónica con nuestro vivir actual. Pero nada hubo tan opuesto al concepto de sabio hirsuto y egoístamente abismado en el goce de saber por saber, como aquél hombre extraordinario, que se dio todo a todos, que quemó su vida como incienso ante el altar de la Patria, que hizo más por la Patria que todos los ejércitos y que todas las bibliotecas juntas; más que todos los ejércitos, porque él solo, sin otras armas que su saber y su recia voluntad, rehabilitó a la Patria de las calumnias que dos siglos de envidia y de ignorancia habían amontonado sobre ella; más que todas las bibliotecas, porque en las bibliotecas estábanse las ricas venas del saber como los yacimientos de oro en las minas, entre polvo, moho, polilla y [562] fárrago tenebroso, desafiando a la pereza española, y él fue el titánico minero que hurtando sus horas a las solicitaciones de la vida, consagró sus años mozos a romper la dura entraña que ocultaba avara el tesoro de nuestro ayer, a buscar por los yermos de lo pasado, no los vestigios de los hechos materiales, sino el curso luminoso y guiador de las ideas, los relámpagos de luz creadora del arte, y así en su mente de sabio y de poeta se operó el milagro de la reedificación de la historia y de la resurrección de la conciencia de todo un pueblo. Hora es ya de que la obra de Menéndez y Pelayo deje de ser patrimonio de unos pocos, y, si no en su inmenso contenido, en su alta significación de evangelio patriótico pertenezca al pueblo, como al pueblo pertenecen los héroes, los santos y los poetas, cuantos alcanzan a convertirse en representantes de una nacionalidad o en símbolos de una raza.

Apena oír al maestro lamentarse en plena producción, con el sol de las cumbres bañándole la frente, al cerrar su soberana Introducción a las «Ideas Estéticas» del «silencio e indiferencia de la crítica», de la ausencia de lectores que le obligaba a resignarse a «un perpetuo monólogo»: soledad y aislamiento que él estoicamente aprovechaba para hacer, como él mismo dice, su propia educación intelectual, por el procedimiento más seguro de todos, el de escribir un libro cuya elaboración dure años. Y como el silencio de la crítica no se ha interrumpido desde su muerte sino en graves solemnidades académicas, cuyos ecos no llegan a las muchedumbres, yo creo que es hora de que Menéndez y Pelayo deje de vivir en lo celado del templo del saber como deidad inaccesible al pueblo, secuestrada por el egoísmo de los iniciados. Por eso he querido evocar sus grandes reconstrucciones, que eran, a la vez, grandes síntesis que abarcando geográficamente el vastísimo Imperio Hispano, abarcaban cronológicamente toda nuestra historia, pero no entendida al viejo modo «como tejido de batallas, negociaciones diplomáticas y árboles genealógicos», sino al modo verdadero: integrando nuestras dos realidades, recogiendo los ecos y vislumbres de nuestro más alto vivir, siguiendo, más que el rastro de los hechos, la trayectoria astral de las ideas, trazando la semblanza de los iniciadores, de los poetas, de los precursores y maestros y el juicio de sus espíritus, mucho más que el inventario de sus obras.

Y esta maravillosa historia de almas él la trazó, no [563] encerrándose en su antro teatral de sabio, no envolviéndose en la clámide histriónica de su vanidad, como los ignaros que no tienen otra cosa que ostentar ante el vulgo; esa historia de almas, Menéndez y Pelayo la trazó humildemente, ejemplarmente, deslumbrado ante sus propios hallazgos, maravillado ante sus propias resurrecciones y abriéndonos los caminos, iniciándonos en sus métodos, mostrándonos con efusiva caridad intelectual cómo él mismo se educa, se forma, se modifica, se corrige y aún se arrepiente y confiesa, se renueva, crece, y se depura, en una asombrosa superación de sí mismo, a lo largo de su enorme obra.

De esa inmensa obra, que es toda ella ejemplario vivo, magisterio perenne, cátedra de historia y de alma nacional abierta a todos, reedificación de la conciencia nacional, preparación de una era reivindicadora y reconstructiva, cuyo advenimiento impiden tercamente los negadores y los iconoclastas, quisiera yo hablaros, sintéticamente para revivir con vosotros y, si fuera posible, con el pueblo, con el pueblo todo de las dos Españas que él abarcaba en sus magnas síntesis, la colosal reconstrucción de reconstrucciones que fue la obra de Menéndez y Pelayo.

Y al pasar a las márgenes de la inmensa producción, quisiera yo anotar las amables confidencias del maestro que nos abren las puertas de su santuario interior, donde él fue reconstruyendo, con la historia externa, la íntima, la del espíritu, la del genio nacional.

Porque a partir de esa ingente reconstrucción, fue cuando España, que vivía en olvido, en ignorancia y menosprecio de sí misma, en vergonzosa almoneda de su milenario patrimonio espiritual y artístico, mendigándolo todo servilmente a los extranjeros, desde el teatro que los franceses imitaron del nuestro y nosotros remedábamos simiescamente de sus imitaciones, hasta las calumnias de Guizot, que osó afirmar que la civilización podía historiarse prescindiendo de nuestra Patria, fue cuando España, ante la ciclópea reconstrucción del maestro, se vio, se reconoció, se midió en toda su extensión y altitud y se levantó en su conciencia a la altura de su Historia.

«Antes de él nos ignorábamos», dijo D. Juan Valera, y esta frase es el mejor comentario, el solo monumento digno de la obra del gran revelador del alma nacional.

Su labor ingente, que es una cosa misma con el cumplimiento [564] de su misión providencial, arranca de su sabia adolescencia. Diríase que también por alta predestinación cursó sus estudios, sucesivamente, en Santander, Barcelona, Valladolid y Madrid, como para ir recogiendo el alma histórica de las regiones que él, como nadie, acertó a fundir en la gran síntesis hispánica que fue su obra.

En Barcelona donde comenzó su infatigable caza del libro viejo, empezó a educarse el gran polígrafo, en aquella Universidad que tenía, según él dice, «una vida espiritual propia, aunque modesta», y allí recibió como de reflejo las enseñanzas de Llorens, uno de los más beneméritos representantes de la escuela escocesa entre nosotros, y directa y ávidamente las de Milá y Fontanals que «hasta físicamente parecía en sus últimos años un venerable viejo de Cantar de gesta», un aedo redivivo; y de él recibió su iniciación en los estudios medioevales de Cataluña y de Provenza y de la Epopeya castellana, de él aprendió cómo se revive la historia literaria al soplo resurreccional de la poesía; así como al encontrar en Valladolid a su otro amado maestro Laverde, despertaron juntamente en él la vocación filosófica y el heroico espíritu de vindicación nacional.

En su breve cuanto fructuosa estancia en Barcelona, adueñóse Menéndez y Pelayo de la lengua, de la cultura y del espíritu de la región catalana, que le tuvo por suyo y le lloró como a hijo y aquella fuerte transfusión de sangre levantina por sus venas de cántabro influyó en alto modo en la formación de su personalidad ingente, predestinada a sorber y a sintetizar la enorme y múltiple vida nacional.

De Milá, imbuido en la lírica horaciana y entusiasta de la de Fray Luis y a la vez amante de la ruda y espontánea poesía popular, cuanto tibio en la admiración de los Quintanas y Gallegos, parecen derivar muchas tendencias, devociones y antipatías de Menéndez, tan apasionado de Horacio y del Maestro León, como poco amigo de la poesía enfática y grandilocuente; y de Milá parece haber heredado Menéndez su amor a la austera moderación del estilo y su odio a la erudición confusa y a la retórica baldía.

Y de Laverde recibió su batalladora juventud el impulso que le arrojó a la lucha filosófico-religiosa, y ya advierte Bonilla que el influjo de Laverde sobre su gran discípulo fue tan largo y [565] poderoso, que «desde 1874 hasta 1890 Menéndez y Pelayo es casi únicamente un humanista y un historiador de la filosofía». En efecto, exposición de ideas y doctrinas filosóficas son gran parte de las obras del Maestro, singularmente las concebidas en este período: La Ciencia Española, La Historia de las Ideas Estéticas, De las vicisitudes de la filosofía platónica en España y De los orígenes del criticismo y del escepticismo, &c., &c. Y tan sumergido vivió Menéndez y Pelayo en los estudios filosóficos, que aspiró por entonces al lauro de ser el primer historiador de nuestra filosofía nacional. De gran provecho fue para la obra capital de Menéndez el dominio filosófico, porque, como él mismo dijo: «Hasta hoy no se ha entendido bien la historia de nuestra literatura por no haberse estudiado a nuestros filósofos {1. La Ciencia Española, 2-10. [N. del a.]}»; y porque como escribió su gran discípulo: «sólo la filosofía da el hábito de buscar las ocultas causas de los hechos y el sentido orgánico de la evolución de las formas {2. M. y P. Bonilla, 157. [N. del a.]}».

Muerto Laverde, Menéndez y Pelayo se entregó entero a nuestra historia literaria, y pareció renacer en él el espíritu de Milá, y «aquella rara aptitud –que Menéndez señalaba en Milá y que él poseyó en grado máximo– para descubrir el alma poética de las cosas, para interpretar la naturaleza y la historia bajo razón y especie de poesía».

Así, de sus dos maestros, a quienes él excedió con tantas creces, recibió los impulsos primeros el curso magnífico de la producción de Menéndez y Pelayo.

De Laverde, «alma llena de virtud y patriotismo», recibió Menéndez y Pelayo el casi temerario, impulso que, con el primer bozo en el labio, le arrojó a la candente arena de la polémica filosófico-religiosa, cuando con ímpetus de paladín de la patria y de la fe, escribió las nerviosas y ardientes páginas de aquellas siete cartas «improvisadas ex abundantia cordis», como dijo Laverde, que constituyeron aquél heroico esfuerzo de La Ciencia Española, agrandado por el ingente inventario que –según Vázquez de Mella– «completaba la obra de Nicolás Antonio», el índice prodigioso de la inmensa producción de la España antigua. Aquella valentísima afirmación de la Ciencia Española, si no demostró [566] –como dijo D. Juan Valera– que nuestros filósofos Lull, Sabunde, Vives, Fox Morcillo y otros superaran a San Anselmo, a Alberto Magno, Rogerio Bacón, San Buenaventura, Santo Tomás y Escoto, si no probó que en la Edad Moderna superasen en esfuerzo y saber (no en la posesión de la verdad, sino en esfuerzo para buscarla) nuestros pensadores a los Descartes, Malebranche, Leibniz, Kant, Fitche y Hegel; ni menos pudo probar que en ciencias exactas y naturales produjera España hombres que superaran a Galileo, Copérnico, Newton, Keplero, Linneo, Franklin y Edison, nadie negará que aquel casi sobrenatural esfuerzo en un mozo de veinte años constituye por sí solo una gloria para la mentalidad nacional, y aquél libro quedará siempre en pie como afirmación alentadora del pensamiento español, de la opulenta aportación española al acervo de la ciencia universal.

A la edad en que todos los hombres derrochan la vida a los cuatro vientos de la ilusión, del placer y de la loca frivolidad, a los veinte años, cargado de laureles universitarios, sorbido ya un mundo de lectura, trazado el plan de sus tres gigantescas obras: La Ciencia Española, Los Heterodoxos y Las Ideas Estéticas, cada una de las cuales hubiera agobiado las espaldas a un Atlante intelectual, emprendió el juvenil polígrafo su peregrinación por Europa, bebiendo la esencia de todas las bibliotecas, removiendo los yacimientos colosales de treinta siglos de cultura, saludando con un grito de júbilo cada soterrado vestigio del arte o del saber hispano que él, con mente creadora reconstituía e incorporaba a su reedificación titánica.

En Santander, de vuelta de Lisboa, donde comenzó a iniciarse ávidamente en la cultura portuguesa, soñando ya en nuestra integración hispana, y antes de salir para Roma, mientras acababa su «Horacio en España», su amor al poeta latino inspiróle la «Epístola a Horacio», cuyos viriles versos parecen el alma visible de aquél humanista de veinte años, que ansiaba respirar en las sacras ruinas de Roma, el gran soplo clásico que transformó el alma de Goethe, porque su ensueño era revivir entera nuestra historia desde sus fuentes latinas, suscitar en su patria un nuevo renacimiento, y ese Renacimiento él lo realizó solo en su obra ingentísima.

Al volver de su fructuoso viaje, ungido como los gladiadores al salir al estadio, con la fuerte esencia del saber, acabó [567] Menéndez una de sus hercúleas hazañas de reconstrucción y reivindicación patriótica, su Historia de los heterodoxos españoles, obra que, si no la más equilibrada y perfecta, es, sin duda, la más interesante respecto a su autor, por lo que contiene de su vida y de su espíritu en el momento en que la produjo, por el casi sobrehumano esfuerzo que significa en edad tan moza, por el ímpetu luchador y la impulsiva espontaneidad que hierve en sus páginas; y es, acaso, la más sugerente de sus obras, no sólo por el enorme caudal de erudición «bebida en las fuentes,» que puso en circulación, sino mucho más aún por la suma de historia de almas que contiene, por la revelación del entonces casi inexplorado mundo de las herejías y de las supersticiones en España; por los ríos de animadora vida que fluyen a través de aquella creadora reconstitución, por las vivientes semblanzas que nos resucitan al Arcediano Gundisalvo, vuelto desde este libro a la vida filosófica; al célebre médico de los Reyes de Aragón y de Sicilia, Arnaldo de Vilanova, a Erasmo y sus antagonistas, a Juan de Valdés y su cenáculo, y como de soslayo a la gentil Vittoria Colonna, a quien el maestro profesaba íntima devoción; al «audaz y originalísimo Miguel Servet», cuyo suplicio nos hace presenciar el autor en páginas de escalofriante dramatismo; y junto a los grandes, a los pequeños, a los extravagantes, a los ridículos, desde «la figura semiquijotesca de López de Estúñiga, empeñado en combatir a Erasmo con su fiero lanzón teológico» –que dice el insigne Gómez Restrepo–, hasta el asombroso retrato con que el Abate Marchena se vio honrado –como admira Farinelli– por generosidad del gran polígrafo. Y sobre su valor filosófico, sobre su valor histórico y su valor psicológico, tiene este libro el alto valor patriótico de haber hecho saltar en mil añicos el mentiroso, espantajo de nuestra leyenda negra, pues, como dice D. Juan Valera –que no compartía las fogosidades católicas de Menéndez y Pelayo– «prueba (esta obra) que la intolerancia o el fanatismo jamás ahogó entre nosotros el libre pensamiento…; patentiza que hemos tenido no menos grandes pensadores heterodoxos que ortodoxos y nos defiende, por último, de la injusta acusación de haber sofocado entre nosotros el pensamiento filosófico quitándole la libertad y hasta de haber destruido la civilización hispanosemítica (hebraica y arábiga) come> pretende Draper, por ignorancia o por malicia. Verdaderamente ocurrió todo lo contrario…» Y en efecto, [568] victoriosamente probado está y demostrado con clarísimos ejemplos por los maestros Rivera y Asín que España, lejos de haber destruido aquella cultura, se la asimiló, la hizo suya y de sus manos la recibió Europa. Y fue la Iglesia, fueron los Reyes los más asiduos en recoger la herencia musulmana: fue el Arzobispo don Raimundo ordenando la traducción «de toda la enciclopedia de Aristóteles, glosada o comentada por los filósofos del Islam», fue, sobre todo, Alfonso X, cuya cultura, como la inmensa obra por él promovida, procedían de fuentes, orientales o se hallaban influidas por ellas, Alfonso X que mandó traducir el Alcorán y los libros talmúdicos y cabalísticos y fundó en Sevilla una Universidad interconfesional –¡en pleno siglo XIII!–, el que, al fundir con nuestra civilización cristiana la oriental, comenzó a forjar la España magna educadora de pueblos.

Un mes después de publicado el tomo III de los Heterodoxos, por julio de 1882, escribía Menéndez y Pelayo, desde Santander, a Laverde: «¿creerás que a estas horas, ni en bien ni en mal, ha escrito nadie una letra sobre tal libro?…» Era la conjura del silencio, artero recurso de la envidia, tan recusable en las nobles luchas del pensamiento como los gases asfixiantes en las de las armas.

No contento con la magnitud de aquella obra, aún la agrandó el egregio polígrafo en la edición definitiva, convirtiendo las seis páginas que en la primera trataban de las religiones ibéricas, en las, 450 de los grandiosos Prolegómenos, que abarcan el «cuadro general de la vida religiosa en la Península antes de la predicación del Cristianismo», donde junto con tal cuadro –dice él maestro Mélida– «traza metódicamente el de la arqueología ibérica». Reedificación maravillosa, para la cual removió el autor un inmenso mundo bibliográfico y que constituye por el orden, claridad y método de su exposición, por la alteza y virtud sintética de la crítica y por la severa perfección de la forma, lino de los mayores esfuerzos de la ciencia histórica, con el cual puede decirse que entre las manos del maestro se integró la historia espiritual de la Península.

Obra también de la mocedad del gran polígrafo, y obra no escrita, improvisada con bríos y fogosidades de combate, fueron sus ocho conferencias acerca de Calderón y su teatro, pero esta obra, que acaso como ninguna nos ha conservado la fisonomía [569] moral de aquél cántabro de raza de inmortales en los días en que era campeón del catolicismo batallador y atlante de las letras españolas, pertenece a otra gran reedificación: la de nuestra dramática.

No cerrado el cielo de aquellas heroicas luchas y aquellas gigantes reconstrucciones, de 1876 a 1883, emprendió y realizó el joven polígrafo una obra ingentísima: La historia de las ideas estéticas, la que él pensó que sirviera de introducción y base colosal al monumento que pensaba erigir a nuestra literatura española. Una obra que es como ancho ventanal florido abierto sobre los espléndidos horizontes, de la belleza mundial, en cuyas remotas lejanías arden con místico fulgor como de luna, las claras, bienaventuradas ideas de Platón; un libro en que el autor nos revela con profética mente cuanto vislumbraron o adivinaron de la belleza los más altos filósofos y pensadores, y como a los enviados en quienes prende la llama celeste, a los místicos y a los creadores de arte se entregó la Belleza en vuelos y en raptos de los que levantan a los hombres a cumbres de inmortalidad.

El solo defecto que la crítica nota en este libro es su desproporción con respecto al plan primitivo del autor, que, proponiéndose historiar La Estética en España, historió La Estética en Europa; y esto es todo lo contrarío a defecto, exceso generoso, prodigalidad magnánima, creces gloriosas de la obra que se dilataba magnífica entre las manos del autor, y del autor que se formaba, se esculpía a sí mismo, se agrandaba al par de su obra, y se expandía triunfalmente, con ímpetu españolísimo, hasta mucho más allá del término fijado a su odisea, sin medir su avance victorioso, como iban por las selvas y los mares ignotos los gigantes de nuestra historia, embriagados, con la magnífica poesía de las conquistas y los descubrimientos. Así se escribieron las Ideas Estéticas, así procedía este asombroso autodidáctico, aprendiendo al par que enseñaba, creciendo al crecer de su obra. Pero no procedía inconscientemente; seguro de que juzgar es comparar, y empeñado en no aislar a España de la vida intelectual del mundo, más aún, resuelto a poner término a nuestro aislamiento suicida, se impuso el colosal esfuerzo de comparar nuestras ideas estéticas con las de todas las naciones cultas; y así realizó la historia de las ideas estéticas de Europa; el primero y el único libro de literatura y estética comparadas que existe en nuestra [570] lengua, y, sin duda, el más amplio, bello y sugerente de los que sobre tal materia existen en lengua alguna.

Y no contento con tal esfuerzo, como por añadidura «Colla bonomia, l'incurie é la prodigalita del genio» –dice Farinelli– le agregó la mejor historia de las ideas estéticas de Francia que hasta ahora se haya concebido.

La Historia de las ideas estéticas, realizada en la plenitud de la vida, en el hervor magnífico de la sangre y de la mente, al cerrarse el cielo de las heroicas polémicas, adquirido ya el dominio filosófico, al abrirse el período de serenidad magnánima que irradia la comprensión suprema, la posesión de la verdad que unge el alma en misericordia y tolerancia, es la obra en que más entero se puso el autor; ¡la más española por el propósito nobilísimo, la más europea por el contenido y por el hospitalario criterio abierto a todas las doctrinas, conceptos y apariciones de la belleza, la más atractiva, sugerente y varia por el inmenso mundo espiritual y geográfico que abarca, la más educadora para nosotros, la más reveladora para los extranjeros que tanto han aprendido en ella de nosotros y también de ellos mismos; la obra, en fin, que más España llevó a Europa y más Europa trajo a España; la que al poner nuestra producción y nuestras ideas estéticas frente a frente al concepto universal de la Belleza realizó la mejor semblanza y exaltación de nuestro genio indígena.

Blanca de los Ríos

(Continuará)