Filosofía en español 
Filosofía en español


Ramiro de Maeztu

El valor de la Hispanidad

El espíritu misionero

No hay en la Historia universal obra comparable a la realizada por España. Hemos incorporado a la civilización cristiana a cuantas razas estuvieron bajo nuestra influencia. En estos dos siglos de enajenación, se había desvanecido la significación de nuestra historia. Los pueblos se expresan en sus hechos, y de haber sabido apreciar nuestros actos, no habríamos pasado por la ignominia de suponernos, durante tanto tiempo, una raza incapaz y secundaria. En el siglo XVII, en cambio, nos dábamos plena cuenta de la trascendencia de nuestra obra. Así lo prueban estas palabras de Solórzano en su Política indiana:

«Si, según sentencia de Aristóteles, sólo el hallar o descubrir algún arte, ya liberal o mecánica, o alguna piedra, planta u otra cosa que pueda ser de uso y servicio a los hombres, les debe granjear alabanza, ¿de qué gloria no serán dignos los que han descubierto un mundo en que se hallan y encierran tan innumerable grandezas? Y no es menos estimable el beneficio de este mismo descubrimiento habido respecto al propio mundo nuevo, sino antes de muchos mayores quilates, pues a más de la luz de la fe que [226] dimos a sus habitantes, de que luego diré, les hemos puesto en vida sociable y política, desterrando su barbarismo, trocando en humanas sus costumbres felinas y comunicándoles tantas cosas tan provechosas y necesarias como se les han llevado de nuestro orbe, y enseñándoles la verdadera cultura de la tierra, edificar casas, juntarse en pueblos, leer y escribir y otras muchas artes de que antes totalmente estaban ajenos.»

Todavía hicimos más, y no ya sólo España, porque su obra ha sido continuada por todos los pueblos que constituyen la Hispanidad. No sólo hemos llevado la civilización a otras razas, sino algo superior: la conciencia de su unidad moral con nosotros, es decir, de la unidad moral del género humano, gracias a la cual ha sido posible que todos o casi todos los pueblos hispánicos de América hayan tenido por gobernantes, por caudillos, por poetas, por directores a algunos hombres de color o mestizos. No es eso sólo. Un brasileño eminente, como Oliveira Lima, cree que en los pueblos hispánicos se está formando una unidad de raza: «gracias a una fusión, en la que los elementos inferiores acabarán bien pronto por desaparecer absorbidos por el elemento superior».

Y así ha podido encararse con los ciudadanos de la Estados Unidos para decirles que: «Cuando entre nosotros ya no haya mestizos, cuando la sangre negra o india se haya diluido en la sangre europea, que en tiempos pasados y no muy distantes, fuerza es recordarlo, recibió contingentes bereberes, númidas, tártaros y de otras procedencias, vosotros no dejaréis de conservar indefinidamente dentro de vuestras fronteras grupos de población irreductible, de color diverso y hostiles de sentimientos.» No garantizamos el acierto de Oliveira Lima en esta profecía etnográfica. Es posible que se produzca la unidad de las razas y es posible que no. Lo fundamental es que se ha creado la unidad del espíritu. Y esta es la obra de España, en general, y de sus órdenes religiosas particularmente, mejor dicho, es la obra conjunta de España, de sus reyes y obispos, legisladores y magistrados, soldados y encomenderos, sacerdotes y seglares, pero en la que el puesto de honor corresponde a las órdenes religiosas.

Desde la hora primera aparecen los frailes en América. Ya en 1510 nos encontramos en la isla Española a los padres dominicos Pedro de Córdoba, Antonio de Montesinos y Bernardo de Santo Domingo pronunciando sermones en los que protestan de que los [227] encomenderos se hayan repartido los indios y les hagan trabajar en las minas sin pagarles debidamente su trabajo. En los siglos de la dominación española no cesan de ser las órdenes religiosas los abogados de los indios. A ellas les cumple recordar una vez y otra a las autoridades civiles y militares que en el Testamento de Isabel se ha dicho que el principal fin e intención de los Reyes Católicos al pacificar y poblar las Indias fue convertir a los naturales a la fe católica y que sean bien tratados en sus personas y bienes, así como la Bula de Alejandro VI, por la que no se concede a los Monarcas españoles el señorío de las tierras descubiertas al Occidente y Mediodía sino con la condición de instruir a los naturales en la fe y buenas costumbres, y fue la acción de las órdenes religiosas la que redujo a límites de justicia lo mismo la codicia de los encomenderos que la prepotencia de los virreyes y altos funcionarios. La piedad y compasión de los frailes encendieron el corazón del padre Bartolomé de las Casas, haciéndole profesar en la orden de Santo Domingo y convertirle en defensor de los indios, con espíritu de caridad tan arrebatada, que no reparó en abultar, exagerar y agrandar las crueldades de la conquista, así como en ponderar sobre medida las bondades y dulzuras y excelencias de sus defendidos, con grave daño para la verdad histórica y el prestigio de España en el mundo, al fin de lograr, como lo consiguió, que se modificaran las Leyes de Indias, hasta convertirse en el Monumento de caridad y de prudencia que ahora tienen que admirar cuantos las hayan estudiado.

Al realizar esta función no hacían las órdenes religiosas sino cumplir los deseos y las órdenes de los reyes de España. Cuando sale D. Pedro de Mendoza para el Río de la Plata le encarga Carlos V en 1534 que lleve «las personas religiosas o eclesiásticas que por Nos serán señaladas» para instruir a los indios, «con cuyo parecer, y no sin ellos habéis de hacer la conquista, descubrimiento y población de la dicha tierra» y encarece repetidamente en la Capitulación que, si no se cuida del buen trato y conversión de los indios: «no seamos obligados a vos guardar y cumplir lo susodicho», cuyos conceptos los repiten los reyes españoles en cuantas Capitulaciones referentes a las Indias se conceden, lo mismo por los Felipes, que por Carlos II y Felipe V y Fernando VI, hasta que en los tiempos de Carlos III cambia el carácter de la acción española. Una consulta del Consejo de Indias en 1596 descubre [228] que ya entonces eran varios los mestizos y criollos ordenados de sacerdotes, y que se los consideraba los más útiles por su perfecto conocimiento de las dos lenguas. Sucesivas reales cédulas prescriben la participación de los mismos encomenderos en la obra de catequesis, porque fueron obligados a reunir a los indios a la caída de la tarde, bajo la cruz del pueblo, para rezar e instruirles en la fe. Las órdenes religiosas y los Protectores de indios velaban por el cumplimiento de las ordenanzas de los reyes.

La eficacia de la acción civilizadora de España dependía de la perfecta compenetración de los poderes espiritual y temporal. El militar español de América tenía conciencia de que su misión era esencial e indispensable y aún primera, en el orden del tiempo, aunque en el orden valorativo no fuera sino instrumental y secundaria, porque «el principal fin e intento» de todo era la conversión de los naturales. El religioso, a su vez, persuadido de que los poderes temporales no perseguían otros fines que los suyos, se identificaba con su política y la servía con sus propios medios, que eran grandes. No he de hablar de la inmensa labor científica de las órdenes religiosas. Ellas fueron las que primero penetraron en los idiomas de los aborígenes, en sus costumbres, las que mejor estudiaron su ambiente geográfico y la manera de combatir las enfermedades habituales. El padre Astrain, en su magnífica Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España dice: «Al lado de Hernán Cortés, de Pizarro y de todos los capitanes de cuenta, iba el sacerdote católico, ordinariamente religioso, para convertir al Evangelio los infieles, que el militar subyugaba a España, y cuando los bárbaros atentaban contra la vida del misionero, allí estaba el capitán español para defenderle y para escarmentar a los agresores.» Y el padre Vélez, agustino, en su libro sobre Fray Luis de León, nos dice: «Para justificar y valorar adecuadamente la Inquisición española, hay que tener en cuenta, ante todo, las propiedades de su carácter nacional, especialmente la unión íntima de la Iglesia y del Estado en España durante los siglos XVI y XVII, hasta el punto de ser un estado teocrático, siendo la ortodoxia deber y ley de todo ciudadano, como otra cualquiera prescripción civil.»

Pues este Estado teocrático fue el que consiguió incorporar las razas de color a su propia civilización cristiana. Ningún otro pueblo lo ha logrado. Ni Inglaterra con sus «hindus», ni Francia con [229] sus bereberes, ni Holanda con sus malayos, ni los Estados Unidos con sus aborígenes y negros, como no sea para confinarlos en reservados, o en un «status» de inferioridad. Y es que en los demás pueblos colonizadores no se ha producido la misma compenetración que entre nosotros de los poderes espiritual y temporal, por la falta de un ideal común. Pero si el género humano ha de llegar a constituir una sola familia, como estamos en la obligación de procurar, será preciso que en este ideal vuelvan a compenetrarse los poderes espiritual y temporal de los Estados y que los países del Norte se curen de vanidades raciales para contribuir a que las multitudes asiáticas se rediman de la abyección de su miseria y todos los pueblos gobernantes se unan en un propósito católico de universal mejoramiento. El ejemplo clásico de España no ha de considerarse como agua pasada, sino como guía e inspiración del porvenir.

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El 26 de octubre de 1546 debería considerarse como la fecha en que el espíritu español alcanzó su expresión más elevada. Fue el día en que Diego Laínez, teólogo del Papa y futuro general de los jesuítas, cuyos restos fueron destruidos en los incendios del 11 de mayo, pronunció en Trento su discurso sobre la justificación, el único discurso que mereció el honor de ser incluido, palabra por palabra, en las Actas del Concilio. Ahora podemos ver que lo que realmente se debatía era la unidad moral del género humano. De haber prevalecido la teoría de una doble justificación se habría producido en los países latinos una división radical entre hombres superiores, o que tal se suponen, y hombres inferiores, parecida tal vez a la que existe entre las diversas clases sociales de los países del Norte y entre sus pueblos y los latinos, llamados despectivamente «dagoes» por ingleses y norteamericanos.

Cuando se estaba llegando a un acuerdo sobre la doctrina de la justificación propuso Jerónimo Seripando si, además de nuestra justicia, no sería necesario que, para ser absueltos en el tribunal de Dios, se nos imputase los méritos de la pasión y muerte de Cristo, al objeto de suplir los defectos de nuestra justicia, siempre deficiente. Lutero había dicho que los hombres se justifican [230] por la fe sola y que la fe es un don libre de Dios. La Iglesia había mantenido siempre que la justificación se hace por la fe y las obras. La fe sin obras es la de los demonios, que creen y tiemblan, o la de Simón Mago, que también había creído al oír predicar al apóstol Felipe. Santiago el Menor había dicho en su Epístola: «¿No veis cómo por las obras es justificado el hombre, y no por la fe solamente?» (II, 24.) La doctrina de Seripando no satisfacía a nadie, pero se trataba de un varón muy santo y de un teólogo sutilísimo, cuyo saber no encontraba rivales.

Entonces acudió Lainez a la perplejidades del Concilio con su maravillosa alegoría de los tres súbditos de un rey, que desean ganar una joya ofrecida como premio al que salga vencedor en el torneo. El hijo del rey dice a uno de ellos: «Para ganar la joya te bastará con creer en mí. Fíate en mí con toda tu alma, y yo haré que te sea dado el premio.» Al segundo le dice: «Te daré para tu lucha un caballo no muy bueno y armas mediocres. Pero al final de la batalla intervendré en tu favor.» Al tercero, finalmente, le pregunta: «¿Quieres luchar de veras? Te daré buenas armas y mejor caballo, pero tú tendrás que pelear con toda tu alma.» En el primer ejemplo se nos describe la justificación al modo protestante: todo es obra exclusiva de Cristo; en el tercero, al modo católico: Cristo con su redención y la Iglesia, con sus sacramentos, nos dan las armas adecuadas para la victoria. El segundo caso parece representar exactamente la opinión de Seripando. En apariencia encumbra los méritos de Jesucristo; en realidad deprime el valor redentor de su pasión y muerte.

Con razón dice Oliveira Martins que en el Concilio de Trento se salvó la voluntad, la actividad del hombre, sus resortes más íntimos, la vida del espíritu. De haber prevalecido en alguna forma la doctrina de la justificación por la sola gracia, la humanidad, habría caído en alguna forma de esclavitud trascendente. En Trento venció la doctrina española. Ya poseemos los medios necesarios para la victoria y sólo nos falta pelear por ella. Con esta confirmación solemne recibió nueva fuerza el impulso que ya nos llevaba a difundir por todo el mundo nuestras propias esperanzas, como si la doctrina directora de la Iglesia española fuera la sentada al final de su Epístola por Santiago el Menor cuando dijo: «El que hiciera a un pecador convertirse del error de su camino salvará su alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus pecados.» (V, 20.) [231] Puede decirse que toda España es misionera en el siglo XVI, lo mismo los reyes que los prelados, los seglares que los religiosos. En cambio, los protestantes no tuvieron misioneros en los siglos XVI y XVII, lo que suele atribuirse a que las naciones colonizadoras de aquellos tiempos eran España y Portugal, pero, en realidad, porque la doctrina de la justificación por los méritos de Cristo no ofrece al misionero el menor aliciente. Su propio sacrificio le tiene que parecer ineficaz.

La España del siglo XVI concibe más bien la religión como una milicia y como un combate, en que la victoria depende de su esfuerzo; Santa Teresa, como una fortaleza, en que los sacerdotes y los teólogos son los capitanes, mientras que sus monjitas de San José, libres de los cuidados del mundo, ayudan a los jefes con sus oraciones. De la santa son los versos que empiezan: «Todos los que militáis, –debajo de esta bandera, –ya no durmáis, ya no durmáis, –pues que no hay paz sobre la tierra.» La Compañía de Jesús se había fundado, como casi todas las órdenes religiosas, para perfeccionamiento de sus miembros y servicio de Dios y del prójimo, pero la obra evangelizadora parecía tan esencial entonces, que Rivadeneira dice: «Supuesto que el fin de la Compañía principal es reducir a los herejes y convertir a los gentiles a nuestra santísima fe.» El discurso de Laínez se pronunció en octubre del 46, pero ya a principio de 1540, y cuando apenas había logrado la aprobación de la Santa Sede para la Compañía de Jesús, San Ignacio destinó a San Francisco Javier para la misión de las Indias, y de lo que era para San Ignacio San Francisco Javier nos da idea en su Historia el padre Astrain, cuando lo llama: «varón incomparable, que acostumbramos colocar al lado de San Ignacio y al frente de la Compañía, como ponemos a San Pablo junto a San Pedro, al frente de la Iglesia universal.»

El propio padre Vitoria, tan enemigo de la guerra y tan amigo de los indios, que de ninguna manera admite que se les pueda hacer violencia para obligarles a aceptar la fe, dice expresamente que: «Es un sacrilegio el ir a los Sacramentos, y Misterios de Cristo por un temor servil», y después de mantener que, en caso de permitir los indios a los españoles predicar el Evangelio libremente, no hay derecho a hacerles la guerra, bajo ningún concepto, «tanto si reciben como si no reciben la fe», afirma, en cambio, que, en caso de impedir a los españoles anunciar libremente [232] el Evangelio, «los españoles, después de razonarlo bien, para evitar el escándalo y la brega, pueden predicarlo, a pesar de los mismos, y ponerse a la obra de conversión de dicha gente, y si para esta obra es indispensable comenzar a aceptar la guerra, podrán hacerla, en lo que sea necesario, para la oportunidad y seguridad en la predicación del Evangelio». La misma guerra era legitimada cuando no había otro medio de abrir camino a la verdad. Por eso puede decirse que toda España fue misión en sus dos grandes siglos, hasta con perjuicio del propio perfeccionamiento. Este descuido indudablemente fue nocivo. Acaso hubiera convenido dedicar una parte de nuestra gran energía misionera a preparar, por nuestro perfeccionamiento interior, las defensas que nos hubieran protegido contra la fascinación que, en siglos posteriores, ejercieron sobre nosotros las civilizaciones extranjeras. Pero cada día quiere su faena. Era el tiempo en que se había hecho la unidad física del mundo, gracias a los descubrimientos hispanoportugueses de las rutas marítimas de Oriente y Occidente y a la hazaña de Elcano, el primer circumnavegante. En Trento sellaba nuestro espíritu la unidad moral de los hombres. ¡Todos los hombres podían salvarse! No era la hora de pensar en uno mismo. Había que llevar la buena nueva, en lo posible, a todos los rincones de la tierra.

Ramiro de Maeztu