Filosofía en español 
Filosofía en español


Ramiro de Maeztu

El valor de la Hispanidad

I
Estoicismo y trascendentalismo

Empieza Ganivet su Idearium Español sentando la tesis de que: «Cuando se examina la constitución ideal de España, el elemento moral y, en cierto modo, religioso más profundo que en ella se descubre, como sirviéndole de cimiento, es el estoicismo; no el estoicismo vital y heroico de Catón, ni el estoicismo sereno y majestuoso de Marco Aurelio, ni el estoicismo rígido y extremado de Epicteto, sino el estoicismo natural y humano de Séneca. Séneca no es español, hijo de España por azar: es español por esencia; y no andaluz, porque cuando nació aún no habían venido a España los vándalos; que a nacer más tarde, en la Edad Media quizás, no naciera en Andalucía, sino en Castilla. Toda la doctrina de Séneca se condensa en esta enseñanza: "No te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu; piensa en medio de los accidentes de la vida, que tienes dentro de tí una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino, [562] alrededor del cual giran los hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir; y sean cuales fueran los sucesos que sobre tí caigan, sean de los que llamamos prósperos, o de los que llamamos adversos, o de los que parecen envilecernos con su contacto, mantente de tal modo firme y erguido, que al menos se pueda decir siempre de ti que eres un hombre.»

Estas palabras son merecedoras de reflexión y análisis, y no lo serían si no dijeran de nuestro espíritu algo importante, que la intuición de nosotros mismos y los ejemplos de la Historia nos aseguran ser ciertísimo. Y lo que en ellas hay de cierto e importante, es que, en efecto, cuando cae sobre los españoles un suceso adverso, como perder una guerra, por ejemplo, no adoptamos aptitudes exageradas, como la de suponer que la justicia del Universo se ha violado, porque la suerte de las batallas nos haya sido contraria o que toda la civilización se encuentra en decadencia, porque se hayan frustrado nuestros planes, sino que nos conducimos de tal modo que «siempre se puede decir de nosotros que somos hombres», porque ni nos abate la desgracia, ni perdemos nunca, como pueblo, el sentido de nuestro valor relativo en la totalidad de los pueblos del mundo. Por esta condición o por este hábito, ha podido decir de nosotros Gabriela Mistral, en memorable poesía, que somos buenos perdedores. Ni juramos odio eterno al vencedor, ni nos humillamos ante su éxito, al punto de considerarle como de madera superior a la nuestra. Argentina es la tesis de que: «La victoria no concede derechos», pero su abolengo es netamente hispánico, porque nosotros no creemos que los pueblos o los hombres sean mejores por haber vencido. Y no es que menospreciemos el valor de la victoria y la equiparemos a la derrota. La victoria nos parece buena, pero creemos que el vencedor no la debe a intrínseca superioridad sobre el vencido, sino a estar mejor preparado o a que las circunstancias le han sido favorables. Y en torno de esta distinción, que me parece fundamental, ha de elaborarse el ideal hispánico.

Lo que no hacemos los españoles, y en esto se engañaba Ganivet, es suponer que tenemos «dentro de nosotros una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como en eje diamantino». Esto lo creyeron los estoicos, pero el estoicismo o sentimiento del propio respeto es persuasión aristocrática que abrigaron algunos [563] hombres superiores, pero tan convencidos de su propia excelencia que no lo creían asequible al común de los mortales, y aunque en España se hayan producido y se sigan produciendo hombres de este tipo, su sentimiento no se ha podido difundir, ni la nación ha parafraseado a San Agustín, para decirse, como Ganivet: «Noli foras ire: in interiori Hispaniae habitat veritas.» Esto no lo hemos creído nunca los hispanos –y esta palabra la uso en su más amplio sentido– y espero que jamás lo creeremos, porque nuestra tradición nos hace incapaces de suponer que la verdad habite exclusivamente en el interior de España o en el de ningún otro pueblo. Lo que hemos creído y creemos es que la verdad no puede pertenecer a nadie, en clase de propiedad intransferible. Por la creencia de que no es ningún monopolio geográfico o racial y de que todos los hombres pueden alcanzarla, por ser trascendental, universal y eterna, hemos peleado los españoles en los mejores momentos de nuestra historia. Y lo que ha sentido siempre nuestro pueblo, en las horas de fe y en las de escepticismo, es su igualdad esencial con todos los otros pueblos de la tierra.

El estoico se ve a sí mismo como la roca impávida en que se estrellan, olas del mar, las circunstancias y las pasiones. Esta imagen es atractiva para los españoles, porque la piedra es símbolo de perseverancia y de firmeza, y estas son las virtudes que el pueblo español ha tenido que desplegar para las grandes obras de su historia: la Reconquista, la Contrarreforma y la civilización de América; y también, porque los españoles deseamos para nuestras obras y para nuestra vida la firmeza y perseverancia de la roca, pero cuando nos preguntamos: ¿qué es la vida? o, si me perdona el pleonasmo: ¿cuál es la esencia de la vida?, lejos de hallar dentro de nosotros un eje diamantino, nos decimos, con Manrique: «Nuestras vidas son los ríos – que van a dar a la mar», o con el autor de la Epístola Moral: «¿qué más que el heno, – a la mañana verde, seco a la tarde?» No hay en la lírica española pensamiento tan repetidamente expresado, ni con tanta belleza, como éste de la insustancialidad de la vida y de sus triunfos.

Campoamor lo dirá, con su humorismo: «Humo las glorias de la vida son.» Espronceda, con su ímpetu: «Pasad, pasad en óptica ilusoria… Nacaradas imágenes de gloria, – Coronas de oro [564] y de laurel, pasad.» Y todos nuestros grandes líricos verán en la vida, como Mira de Mescua: «Breve bien, fácil viento, leve espuma.»

El humanismo español

Y, sin embargo, no se engañaba Ganivet al afirmar que en la constitución ideal de España, tal como en la historia se revela, hay una fuerza madre, un eje diamantino, algo poderoso, si no indestructible, que imprime carácter a todo lo español. En vano nos diremos que la vida es sueño. En labios españoles significa esta frase lo contrario de lo que significaría en los de un oriental. Al decirla, cierra los ojos el budista a la vida circundante, para sentarse en cuclillas y consolarse de la opresión de los deseos con el sueño del Nirvana. El español, por el contrario, desearía que la vida tuviera la eternidad que en estos siglos se solía atribuir a la materia. Y hasta cuando dice, con Calderón:

¿Que es la vida? Un frenesí.
¿Que es la vida? Una ilusión,
Una sombra, una ficción,
Que el mayor bien es pequeño
Y toda la vida es sueño,
Y los sueños, sueños son…

no está haciendo teorías ni definiendo la esencia de la vida, sino condoliéndose desesperadamente de que la vida y sus glorias no sean fuertes y perennes, lo mismo que una roca. Y en este anhelo inagotable de eternidad y de poder, hemos de encontrar una de las categorías de esa fuerza madre, de que nos habla Ganivet, pero no como un tesoro, que guardáramos avaramente dentro de nuestras arcas, sino como un imán, que desde fuera nos atrae.

Los españoles nos dolemos de que las cosas que más queremos: las amistades, los amores, las honras y los placeres, sean pasajeras e insustanciales. Las rosas se marchitan: la roca, en cambio, que es perenne, sólo nos ofrece su dureza e insensibilidad. La vida se nos presenta en un dilema insoportable: lo que vale no dura; lo que no vale se eterniza. Encerrados en esta alternativa, como Segismundo en su prisión, buscamos una eternidad que nos sea propicia, una roca amorosa, un «eje diamantino». [565] En los grandes momentos de nuestra historia nos lanzamos a realizar el bien en la tierra, buscando la realidad perenne en la verdad y en la virtud. Otras veces, cuando a los períodos épicos siguen los de cansancio, nos recogemos en nuestra fe, y, como Segismundo, nos decimos:

Acudamos a lo eterno
que es la fama vividora,
donde ni duermen las dichas
ni las grandezas reposan.

Pero no siempre logramos mantener nuestra creencia de que son eternos la verdad y el bien, porque no somos ángeles. A veces, el ímpetu de nuestras pasiones o la melancolía que nos inspira la transitoriedad de nuestros bienes, nos hace negar que haya otra eternidad, si acaso, que la de la materia. Y entonces, como en un último reducto, nos refugiamos en lo que podrá llamarse algún día, «el humanismo español», y que sentimos igualmente cuando los sucesos nos son prósperos, que en la adversidad.

Este humanismo es una fe profunda en la igualdad esencial de los hombres, en medio de las diferencias de valor de las distintas posiciones que ocupan y de las obras que hacen, y lo característico de los españoles es que afirmamos esa igualdad esencial de los hombres en las circunstancias más adecuadas para mantener su desigualdad y que ello lo hacemos sin negar el valor de sus diferencias, y aún al tiempo mismo de reconocerlo y ponderarlo. A los ojos del español, todo hombre, sea cualquiera su posición social, su saber, su carácter, su nación o su raza, es siempre un hombre; por bajo que se muestre, el Rey de la Creación; por alto que se halle, una criatura pecadora y débil. No hay pecador que no pueda redimirse, ni justo que no esté al borde del abismo. Si hay en el alma española un «eje diamantino» es por la capacidad que tiene, y de que nos damos plena cuenta, de convertirse y dar la vuelta, como Raimundo Lulio o Don Juan de Mañara. Pero el español se santigua espantado cuando otro hombre proclama su superioridad o la de su nación, porque sabe instintivamente que los pecados máximos son los que comete el engreído, que se cree incapaz de pecado y de error. [566]

Este humanismo español es de origen religioso. Es la doctrina del hombre que enseña la Iglesia Católica. Pero ha penetrado tan profundamente en las conciencias españolas, que la aceptan, con ligeras variantes, hasta las menos religiosas. No hay nación más reacia que la nuestra a admitir la superioridad de unos pueblos sobre los otros o de unas clases sociales sobre otras. Todo español cree que lo que hace otro hombre lo puede hacer él. Ramón y Cajal se sintió molesto, de estudiante, al ver que no había nombres españoles en los textos de medicina. Y, sin encomendarse a Dios, ni al diablo, se agarró a un microscopio y no lo soltó de la mano hasta que los textos tuvieron que contarle entre los grandes investigadores. Y el caso de Cajal es representativo, porque en el momento mismo de su humillación y derrota, cuando los estadistas extranjeros contaban a España entre las naciones moribundas, los españoles se proclamaron unos a otros el Evangelio de la regeneración. En vez de parafrasear a San Agustín y decirse que la verdad habita en el interior de España, se fueron por los países extranjeros para averiguar en qué consiste su superioridad, y ya no cabe duda, de que el convencimiento de que podemos hacer lo que otros pueblos, nos tendrá que regenerar, ya que la admiración incondicional, abyecta, de todo lo extranjero no sobrevivirá al fracaso, ya casi evidente, de cuantos principios religiosos, morales y políticos, contrarios a nuestra tradición, ha tremolado el mundo en estos siglos.

Esto lo venían haciendo los españoles, sin que les estimulara, por el momento, gran exaltación de religiosidad, y al solo propósito de mostrarse a sí mismos que pueden hacer lo que otros hombres. Pero al profundizar en la historia y preguntarse por el secreto de la grandeza de otros pueblos, tienen que interrogarse también acerca de las causas de su propia grandeza pasada, y como en todos los países los tiempos de auge son los de fe, y de decadencia los de escepticismo, ha de hacérseles evidente que la hora de su pujanza máxima fue también la de su máxima religiosidad. Y lo curioso es que en aquella hora de la suprema religiosidad y el poder máximo, los españoles no se halagaban a sí mismos con la idea de estar más cerca de Dios que los demás hombres, sino que, al contrario, se echaban sobre sí el encargo de llevar a otros pueblos el mensaje de que Dios los llama y de que [567] a todos los hombres se dirigen las palabras solemnes: «Ecce sto ad ostium et pulso; si quis… aperuit mihi januam intrabo at illum…» (Estoy en el umbral y llamo; si alguien me abriese la puerta, entraré), por lo que, también, la religión nos vuelve al peculiarísimo humanismo de los españoles.

El humanismo moderno

Este sentido nuestro del hombre se parece muy poco a lo que se llama humanismo en la historia moderna, y que se originó en los tiempos del Renacimiento, cuando, al descubrirse los manuscritos griegos, encontraron los eruditos en las Vidas Paralelas, de Plutarco, unos tipos de hombres que les parecieron más dignos de servir de modelo a los demás que los santos del Año Cristiano. Como así se humanizaba el ideal, el humanismo significó esencialmente la resurrección del criterio de Protágoras, según el cual, el hombre es la medida de todas las cosas. Bueno es lo que al hombre le parece bueno; verdadero, lo que cree verdadero. Bueno es lo que nos gusta; verdadero, lo que nos satisface plenamente. La verdad y el bien abandonan su condición de esencias trascendentales para trocarse en relatividades. Sólo existen con relación al hombre. Humanismo y relativismo son palabras sinónimas.

Pero si lo bueno sólo es bueno porque nos gusta, si la verdad sólo es verdadera porque nos satisface, ¿qué cosa son el bien y la verdad? Una de dos: reflejos y expresiones de la verdad y el bien del hombre o sombras sin substancia, palabras y ruidos sin sentido, como decían los nominalistas que son los conceptos universales. Ya en la Edad Media se discutía si lo bueno es bueno por que lo manda Dios o si Dios lo manda porque es bueno. La idea de Protágoras, de vivir en ella, sería probablemente que lo bueno es propiedad de ciertos hombres, y no de otros. En estos siglos últimos, este género de humanismo sugiere a algunas gentes, y hasta a pueblos enteros, o por lo menos a sus clases directivas, la creencia en que lo que ellas hacen tiene que ser bueno, por hacerlo ellas. El orgullo suele ser eso: lanzarse magníficamente a cometer lo que las demás gentes creen que es malo, con [568] la convicción sublime de que tiene que ser bueno, porque se desea con sinceridad. Y como con todo ello no se suprimen los malos instintos, ni las malas pasiones, el resultado inevitable de olvidarnos de la debilidad y falibilidad humanas, tiene que ser imaginarse que son buenos los malos instintos y las malas pasiones, con los que no tan sólo nos dejaremos llevar por ellos, sino que los presentaremos como buenos. El que crea que lo bueno no es bueno, sino por que lo hace el hombre superior, no sólo acabará por hacer lo malo creyéndolo bueno, sino que predicará lo malo. No sólo hará la bestia, creyendo hacer el ángel, sino que tratará de persuadir a los demás de que la bestia es el ángel.

La otra alternativa es concluir con lo bueno y con lo malo, suponiendo que no son sino palabras, con que sublimamos nuestras preferencias y nuestras repugnancias. No hay verdad ni mentira, porque cada impresión es verdadera, y más allá de la impresión no hay nada. No hay bien ni mal. La moral es sólo un arma en la lucha de clases. Lo bueno para el burgués es malo para el obrero, y viceversa. Nada es absoluto, todo es relativo. Esto es todavía humanismo, porque el hombre sigue siendo la medida de todas las cosas. Pero no hay ya medidas superiores, porque desaparecen los valores, y el hombre mismo, al reducir el bien y la verdad a la categoría de apetitos, parece como que se degrada y cae en la bestia, con lo que apenas es ya posible hablar de humanismo.

Ni este bajo humanismo materialista, ni el otro del orgullo y de las supuestas superioridades «a priori», han penetrado nunca profundamente en el pueblo español. Los españoles no han creído nunca que el hombre sea la medida de las cosas. Han creído siempre, y siguen creyendo, que el martirio por la justicia es bueno, aun en el caso de sentirse incapaces de sufrirlo. Nunca han pensado que la verdad se reduzca a la impresión. Al contemplar la fachada de una casa saben que otras gentes pueden estar mirando el patio y les es fácil corregir su perspectiva con un concepto, cuya verdad no depende de la soberanía de su pensamiento, consigo mismo, sino de su correspondencia con la realidad de la casa. Lo bueno es bueno y lo verdadero, verdadero, con independencia del parecer individual. El español cree en valores absolutos o deja de creer totalmente. Para nosotros se ha hecho el dilema de [569] Dostoievski: o el valor absoluto o la nada absoluta. Cuando dejamos de creer en la verdad, tendemos la capa en el suelo y nos hartamos de dormir. Pero aún entonces guardamos en el pecho la convicción de que la verdad existe y de que los hombres son, en potencia, iguales. Habremos dejado de creer en nosotros mismos, pero no en la verdad, ni en los otros hombres. El relativismo de Sancho se refiere a una aristocracia. Es posible que no haya habido nunca caballeros andantes, tal como se los imaginaba su señor Don Quijote. Pero en el bien y en la verdad no ha dejado de creer nunca el gobernador de Barataria.

El humanismo del orgullo

Estos conceptos del hombre no son puras ideas, sino descripciones de los grandes movimientos que actúan en el mundo y se disputan en el día de hoy su señorío. De una parte se nos aparecen grandes pueblos enteros, hasta enteras razas humanas, animadas por la convicción de que son mejores que las otras razas y que los otros pueblos, y que se confirman en esta idea de superioridad con la de sus recursos y medios de acción. Este credo de superioridad, de otra parte, puede contribuir a producirla. Hasta los musulmanes, actualmente abatidos, tuvieron su momento de esplendor, debido a esa misma persuasión. El día en que los árabes se creyeron el pueblo de Dios, conquistaron en dos generaciones un imperio más grande que el de Roma. No cabe duda de que la confianza en la propia excelencia es uno de los secretos del éxito, por lo menos, en las primeras etapas del camino.

En algunos pueblos modernos encontramos esa misma fe, pero expresada en distinto vocabulario. Recientemente definía Mr. Hoover el credo de su país como la convicción de que siguiendo éste los dictados de su corazón y de su conciencia avanzaría indefectiblemente por la senda del progreso. Es postulado del liberalismo, que si cada hombre obedece solamente sus propios mandatos desarrollará sus facultades hasta el máximo de sus posibilidades. Todos los pueblos de Occidente han procurado, en estos siglos, ajustar sus instituciones políticas a esta máxima, que, por lo mucho que se ha difundido, parece universal. Se funda en la [570] confianza romántica del hombre en sí mismo y en la desconfianza de todos los credos, salvo el propio. Supone que los credos van y vienen, que las ideas se ponen y se quitan como las prendas de vestir, pero que el hombre, cuando se sale con la suya, progresa. ¿Todos los hombres? Aquí está el problema. La Historia muestra también que esta libertad individualista no sienta a todos los pueblos de la misma manera. Hay, por lo visto, pueblos libres, pueblos semilibres y pueblos esclavos. Y así ha ocurrido que la bandera individualista, universal en sus comienzos, ha acabado por convertirse en la divisa de los pueblos que se creen superiores. Aún dentro del territorio de un mismo pueblo, el individualismo no quiere para todos los hombres sino la igualdad de oportunidades. Ya sabe por adelantado que unos las aprovechan y mejoran de posición: estos son los buenos, los selectos, los predestinados; otros, en cambio, las desaprovechan y bajan de nivel; y éstos son los malos, los rechazados, los condenados a la perdición. Es claro que no ha existido nunca una sociedad estrictamente individualista, porque los padres de familia no han podido creer en el postulado de que los hombres sólo progresan cuando se les deja en libertad. No hay un padre de familia con sentido común que deje hacer a sus hijos lo que les dé la gana. También los gobiernos y las sociedades hacen lo que los padres, en mayor o menor grado. Pero en la medida en que permiten que cada individuo siga sus inclinaciones, aparece en los pueblos el fondo irredento, casi irredimible, de los degenerados e incapaces de trabajo. La civilización individualista tiene que alzarse sobre un légamo de «boycoteados», de caídos y de exhombres.

Pero tampoco puede tener carácter universalista en el sentido de internacional. Como cree que los pueblos se dividen en libres, semilibres y esclavos, para que los últimos no pongan en peligro las instituciones de los primeros, les cierran la puerta con leyes de inmigración, que excluyen a sus hijos del territorio que habitan los hombres superiores. De esa manera se «congelan» naciones enteras, que no permiten que les entren las corrientes emigratorias de las razas y países que juzgan inferiores. Y con esa congelación provocan el resentimiento de los pueblos excluidos.

Menos mal si este humanismo garantizara el éxito de algunos países, aunque fuese a expensas de los otros. Pero, tampoco. [571] La creencia en la propia superioridad, siempre peligrosa y esencialmente falsa, es útil en aquellos primeros estadios de la vida de un pueblo, cuando esta superioridad se refiere a un bien trascendental, de que el orgulloso se proclama mensajero u obrero. Pero en cuanto se deja de ser el «ministro» de un bien transcendental, para erigirse en árbitro del bien y del mal, se cumple la sentencia pascalina de hacer la bestia porque se quiere hacer el ángel, y viene la Némesis inexorable, la caída de Satán, la derrota del orgulloso, en su conflicto con el Universo, que no puede soportar su tiranía. Y entonces el desmoronamiento es rápido, porque cuando el pueblo derrotado profesa el otro humanismo, el hispánico nuestro, la derrota no significa sino la falta de preparación en algún aspecto. En cambio, el humanismo del orgullo, el de la creencia en la propia superioridad, fundada en el éxito, con el éxito lo pierde todo, porque el resorte de su fuerza consistía precisamente en la confianza de que con sólo seguir la voz de su conciencia o de su instinto se mantendría en el camino del progreso.

Ramiro de Maeztu

(Continuará.)