Filosofía en español 
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Las ideas y los hechos

Joaquín Arrarás

Actualidad española

En un mismo día, 6 de diciembre, se pronunciaron dos conferencias: una de ellas acaparó los comentarios y los agasajos de la Prensa. La otra fue mirada con indiferencia y apenas sí mereció la atención de la crítica. El autor de la primera fue D. José Ortega y Gasset; el de la otra, D. Indalecio Prieto.

No obstante ocurrir como decimos, el interés político gravitó sobre el discurso del, por entonces, ministro de Hacienda.

El Sr. Ortega y Gasset pronunció una conferencia más, en la que el brillante atavío, las galas de un ropaje recargado encubrían un cuerpo deforme y raquítico. El profesor acostumbra a complacerse en esos fuegos de bengala, en esas fantasías de imágenes y metáforas, en abrir ante sus públicos los surtidores de adjetivos y de frases precisas. Dijérase que va entusiasmado por la floresta del diccionario en busca de la palabra, con la ilusión del entomólogo que anda a la caza de la mariposa, deslumbrado por el fascinante brillo de las alas.

Una vez en posesión del discurso completo, id apartando a un lado y otro en el tapiz de hierbas y florecillas, en busca de la vena de agua que promete tan pintada floración ; tratad de descubrir el pensamiento claro y coordinado, la fuerza espiritual que sostiene y vivifica aquella apariencia. ¡Qué desencanto! [167]

Este mismo D. José Ortega y Gasset, que ahora repugna el perfil de la República por triste y agrio, que hace pocos meses nos dijo que la República perdía gesto y se ofrecía peluda y desgreñada, es el que hace un año nos exaltaba en manifiestos, discursos y artículos la grandeza de los tiempos hacia los que íbamos; el que vaticinaba las excelencias del nuevo régimen con una alegría que resultaba impropia de un hombre de sus estudios y de su talento.

Por ahora hace un año, el Sr. Ortega y Gasset garantizaba a las gentes que le escuchaban la implantación de un régimen transparente y limpio, la encumbración de España hasta la plena altitud de los tiempos, la entrada de nuestra nación a toda máquina en el tiempo nuevo que se preparaba en el planeta.

A los tres meses de República, el profesar gesticula disgustado. A los ocho meses pronuncia el discurso que comentamos y que pudiera denominarse de las lamentaciones.

Él, como tantos otros, vio en las lejanías el temblor sugestivo del espejismo, y al avanzar se encontró desconsolado con la esterilidad de las dunas. El Sr. Ortega y Gasset, al iniciar el viaje, parecía desconocer, cosa imperdonable en él, que penetraba por parajes que ya muchos recorrieron y de los que volvieron rendidos y desilusionados. Por eso, lo que él encuentra paradójico y sorprendente, para otros muchos era un axioma. Y lo que contempla con extrañeza era considerado como inevitable por cuantos reflexionaron a tiempo que la incompetencia no puede dar la sabiduría, ni la confusión puede engendrar el orden, ni la tristeza puede ser el germen de la alegría.

El Sr. Ortega y Gasset ve a los españoles inclinados a la chabacanería; flojas las mentes, el albedrío sin tensión; observa que el balance de la República arroja pérdida; que no se han sumado nuevos quilates al entusiasmo republicano, sino que por el contrario les han sido restados; que han bastado siete meses para que empiece a cundir por el país desazón y descontento; en suma, tristeza. Que es preciso reclamar la nacionalización de la República, que la República cuente con todos y que todos se acojan a la República. Que ha resultado una República triste y agria cuyo perfil es preciso rectificar.

Para corregir y rectificar cuanto está pidiendo enmienda, el Sr. Ortega y Gasset propone la formación de un gran partido [168] nacional. Un nuevo partido, porque los males enumerados provienen en parte principal de la actuación de los partidos que gobiernan, tergiversando el sentido de la revolución; partidos que unas veces son grupos díscolos ejerciendo el chantaje o agrupaciones al servicio de unos programas envejecidos y sin substancia. El Sr. Ortega y Gasset desea un partido de gobierno frente a los otros que son de desgobierno, y nacional porque implícitamente se deduce del enunciado los otros son antinacionales.

¿Por qué programa se regirá este partido que planea el profesor? Pretende agrupar a su alrededor capitalistas, intelectuales, productores y obreros, para trabajar –son sus palabras– en la plenificación de España. La nación debe ser el punto de vista en el cual quede integrada la vida colectiva por encima de todos los intereses parciales de clase, de grupo o de individuo. El bien, vago y genérico de la patria sobre todos los otros bienes e intereses.

Pero eso, nos decimos, es el postulado de todos los partidos, con excepción de los descastados que reniegan sin escrúpulo de la patria o de los vándalos que anhelan sus ruinas. Es el lema que utilizan todos los partidos para reclutar a sus adeptos.

¿Qué garantías nos ofrece el Sr. Ortega y Gasset, para que con un mismo ideario y con idénticos métodos vayamos a parar a resultados distintos? Y ahí está el profesor frente al gran vacío que no puede, que no podrá nunca llenar con palabras, por bellas que sean.

Figurémonos que ya están agrupados en gran orquesta los elementos que ha reclamado, y que sólo esperan la orden del maestro. Y he aquí la incertidumbre y la sorpresa. El maestro se ha olvidado de redactar la partitura.

* * *

En el mismo momento en que el Sr. Ortega y Gasset se lamentaba de la tristeza de la República, D. Indalecio Prieto daba una explicación categórica a lo que el profesor no había sabido justificar.

«Yo no tengo inconveniente en sentar aquí –decía el Sr. Prieto– una afirmación, repitiendo la que ya hice en Córdoba, a saber: que la reacción española, que no la podemos considerar [169] disuelta, aniquilada, destruida, la reacción española es más fuerte que los partidos republicanos españoles…»

«El porvenir político –añadía el ministro socialista– a mi juicio es éste: la reacción, que ha necesitado muy poco tiempo para rehacerse, que está envalentonada, jactanciosa, retadora y desafiante, habrá de acrecer posiblemente y en fecha muy próxima su fuerza, y aquí se habrá de plantear dentro de muy poco tiempo la gran batalla con una nitidez asombrosa: los elementos reaccionarios y clericales contra el partido socialista, y cuando llegue esa gran batalla, habrán desaparecido, se habrán esfumado, se habrán diluido los actuales partidos republicanos.»

La reacción española, confiesa el Sr. Prieto, es más fuerte que los partidos republicanos. ¿Qué extraño, pues, que la República sea un régimen triste, cuando los propios que la gobiernan confiesan su debilidad? ¿Y cómo, reconocida esta flaqueza, parecernos raro que hayan tratado de vigorizarla con savia socialista y que reemplazaran con ideas y hombres del socialismo lo que no podían facilitar los grupos republicanos?

Situadas así las cosas, los pronósticos del Sr. Prieto no parecen equivocados sino en la denominación de las fuerzas que han de dirimir la batalla.

El partido socialista acusa retroceso en todo el mundo: repetidos fracasos en sus experiencias le han restado masas considerables que se han ido hacía otros partidos extremistas buscando el poder por la revolución con los menores contactos posibles con el capitalismo. Las masas proletariadas, aleccionadas por el socialismo para la conquista de las cimas dominantes de la sociedad no se detienen en los linderos que señalan las conveniencias de los jefes, sino que siguen adelante. Esas fuerzas de la revolución que intervendrán en la batalla decisiva de que habla el Sr. Prieto, procederán del socialismo, pero no se llamarán socialistas.

Por otra parte, las que el mismo orador denomina en tono de mofa fuerzas clericales, concentrarán a todos los elementos que no han perdido el instinto de conservación y que se aprestan a defender principios y evidencias que son las piedras angulares de nuestra civilización.

¿Qué papel desempeñarán las fuerzas republicanas en esta lucha? El Sr. Prieto responde con las siguientes palabras:

«Todo lo que haya de vigoroso en los partidos republicanos [170] habremos de atraerlo a las filas socialistas, y lo que pueda agregarse a las viejas o a las nuevas organizaciones republicanas de los detritus y escorias del viejo caciquismo se irá al otro lado o desaparecerá del campo de combate, pero que la gran batalla estará entre el socialismo genuino, profunda, honradamente republicano y el clericalismo, que no se resigna a perder su dominio de siglos sobre España.»

Es decir, que la República española será una república socialista o no será nada.

* * *

La crisis que motivó la salida del Gobierno del Sr. Nicolau D'Olwer y los ministros radicales, puso de manifiesto que siguen en vigor los procedimientos de vieja política tan abominados y combatidos por los mismos hombres que hoy los restauran y usan, ampliados en lo que aquellos tenían de más deleznable y falso.

Se resolvió la crisis bajo el signo de los partidos. En el desarrollo de la gestión política, la preocupación máxima la procuró el hallazgo de la fórmula que satisficiera a los grupos políticos que más inquietaban y se removían. Era la única inspiración para orientarse en el camino. El interés de España parecía ausente en las negociaciones y en los compromisos que se concertaban.

El resultado no ha podido ser más mediocre. ¿Cuántas veces los mismos que han participado como protagonistas en esta crisis han censurado y satirizado el trasiego de carteras y el salto de un Ministerio a otro simplemente por acomodarse a las exigencias, del partido? Ahora se repitió el caso con todas las agravantes. Hombres cuya labor al frente de un Ministerio ha sido ruinosa y deplorable para la nación, han pasado a otro Ministerio para proseguir su obra, como si no fuera bastante ejemplar la experiencia, ni lo suficiente grave el escarmiento, ni claras y terminantes las razones que pedían su alejamiento del Gobierno.

Pero era obligado que continuaran porque los sostenía un partido, un bloque de diputados que de no saberse cerca del timón de la nave del Estado, para maniobrar por turno a su antojo, [171] hubiéranse declarado en hostilidad para impedir la navegación que no les resultara provechosa, o la hubieran asaltado en abordaje de piratas.

Esta sordidez de los grupos políticos descubierta sin rebozos, en aquellas jornadas de la crisis, fue sancionada en la Prensa con rara unanimidad, de la que es forzoso excluir aquellos periódicos afines a la situación o que hinchan sus velas al soplo favorable del momento.

fue, en suma, una crisis más que no descubrió ni modos, ni hombres nuevos. Que siguió los trámites que antes desacreditaron con gran tesón los mismos que ahora los utilizaron. Cuando el jefe del Gobierno refería al Parlamento, por menudo, el curso de sus gestiones para formar Gobierno, daba la impresión de que estaba refiriendo viejas historias de vecindad, pláticas de plazuela; política mohosa y desteñida que a los que pensaran en las fantasmagorías de no hace muchos meses, les dejarían boquiabiertos.

* * *

En un vuelo magnífico y preciso, el capitán Rodríguez y el teniente Haya, han establecido el enlace entre Sevilla y Bata, recorriendo 4.800 kilómetros a una velocidad media de 155 por hora. El vuelo ha sido una bella demostración de que en las fuerzas de la Aviación española, quedan todavía elementos –hombres y aparatos– para realizar proezas.

No es impropio que extrañemos esto, recordando las palabras del jefe del Gobierno y ministro de la Guerra, de que España, militarmente, no dispone de nada. Ni cañones, ni fusiles, ni aviones…

Nada de nada. Con esa falta absoluta de elementos se ha conseguido, hace pocos días, organizar un desfile de 7.000 hombres perfectamente dotados, que mereció el elogio de los hombres de Gobierno y de cuantos lo presenciaron. Con la misma carencia de todo, un aeroplano sale disparado del aeródromo de Tablada, y va a clavarse, en la Guinea española. ¿Qué clase de hombres son estos del Ejército español, que triturados y anulados hasta lo inverosímil, antes y ahora, realizan esas proezas aviatorias que parecen reservadas a los pueblos grandes y fuertes?

Joaquín Arrarás