Filosofía en español 
Filosofía en español


Miguel Herrero García

Actividades culturales

Una crónica de la cultura es en España, a la hora presente, algo muy difícil de pergeñar. Nunca, ciertamente, fue nuestro medio muy fértil en hechos de los que tienen entrada en una crónica de este género; pero los días que corren son, culturalmente hablando, por extremos estériles. La cultura, a más de otras causas específicas que dificultan su fecundidad, sufre del mal general que siempre y en dondequiera la ha aquejado. La prosperidad material del país, el «dulce otium» de sus hombres de letras, el aliento moral de la nación, modulan las alzas y bajas de la cultura en calidad y en extensión. El lector juzgará hasta qué punto hay ahora en España prosperidad, aliento y «dulce otium».

Sin embargo, la vitalidad española puja por superar las circunstancias y, al lado de hechos baladíes o deplorables, descubre otros con pleno derecho a que se escriba de ellos.

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En el mundillo académico, el más almidonado de nuestros medios literarios, ha entrado el Sr. Alcalá Zamora.

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En el mundo universitario no hay que celebrar ningún alta; pero sí tenemos que lamentar una baja: la del Sr. Terradas, en la Facultad de Ciencias de Madrid. Terradas, una de las contadas personalidades científicas que han saltado las fronteras y pesan en la ciencia matemática universal, ha sido despojado de su [82] cátedra de la Central. ¿Razón? Pues que faltaba un papel en su expediente: faltaba el acta en que la Facultad de Ciencias expresaba al ministro su deseo de que Terradas ocupase tal cátedra, de nueva creación, acta en que el ministro basó el nombramiento. Claro que, a falta del papelito, existía la Facultad de Ciencias, que recordaba perfectamente sus acuerdos y gestiones para que el eminente matemático viniese a la Universidad. No fue bastante. Había un defecto de forma en el expediente y se anuló el nombramiento. La cátedra ha salido nuevamente a oposición, y podemos adelantar que Terradas se presentará a opositar y la Universidad recuperará un prestigio científico de que la política ha querido privarla.

El hecho último en el tiempo, no el último en valor, es la Asamblea del Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, que se ha celebrado en Madrid. El ilustre investigador de la literatura española D. Miguel Artigas, expresó en la sesión inaugural el sentido de la Asamblea y el espíritu de los asambleístas.

«Hace ya muchos años –dijo– que vivimos una íntima tragedia. Tenemos conciencia de lo que podemos y debemos hacer; sabemos lo que hacen y cómo lo hacen nuestros colegas de otras naciones, y por vicios y errores de nuestra organización, por inveterada incuria del Estado, es lo cierto que apenas hemos podido ni intentar lo que queríamos hacer. He aquí nuestro problema suscitado todos los días en todos nuestros establecimientos.

El año 1923 intentamos plantear a la luz del día este conflicto; pero determinadas circunstancias internas y externas pudieron más que nuestros deseos, y fracasó aquella tentativa. Ahora el propósito ha sido fácilmente viable y estamos dispuestos a estudiar y elaborar conclusiones con la esperanza de que nuestra aspiración no quede incumplida.»

¡Magnífica entrada! La Asamblea acometió la discusión de una ponencia estructurada en seis temas, que trataban del ingreso en el Cuerpo facultativo, de la división de éste en secciones, del régimen de concursos y traslados y de la organización de la junta y la Inspección técnica del Cuerpo. Una ponencia sensata, moderna y viable, se presentó avalada por firmas tan respetables como las de Artigas y Álvarez Osorio. Pero una Asamblea es siempre lo contrario de esas cualidades resaltantes [83] de la ponencia; se discutió, se peroró, se cayó en la censura latina tot capita quot sententiae, y al cerrar esta crónica la ponencia no conservaba hueso sano. Los procedimientos democráticos dan los mismos resultados en todas partes.

Algo más que esto, que es bien poco, podemos escribir; pero ello ha tenido lugar fuera de los muros de la cultura oficial. Dos hechos principales, el uno de carácter científico, el otro artístico, bastan para nutrir con creces estas páginas.

El eminente físico D. Julio Palacios, catedrático de Termología en la Universidad Central y profesor del Instituto Rockefeller, ha dado en el Laboratorio Matemático dos conferencias de alto valor científico. Su tema fue la determinación de forma y tamaño de las partículas submicroscópicas. Empezó afirmando el Sr. Palacios cómo el relativamente reciente, pero ya clásico, experimento realizado por Laue, Friedrich y Knipping en 1912, puso de manifiesto de modo indudable que los rayos Roentgen, cuya naturaleza parecía misteriosa, eran idénticos a la luz ordinaria, en el sentido de que unos y otra podían describirse como un movimiento ondulatorio en un fluido imponderable, pues poseían la propiedad de interferir, que es característica de tales movimientos. Es sabido que, para obtener efectos intensos de difracción con la luz ordinaria, es preciso emplear un sistema en el que los elementos difractores se reproduzcan periódicamente, con intervalos que sean del mismo orden de magnitud que la longitud de onda empleada. El fracaso de todas las tentativas anteriores a la de Laue se debe a que, por ser sumamente pequeña la longitud de onda de los rayos Roentgen, resultaban inadecuados todos los sistemas difractores construidos artificialmente. La idea genial de Laue consiste en haber pensado que, de ser ciertas las teorías de los cristalógrafos, la misma naturaleza nos brindaba en los cuerpos cristalinos sistemas cuya periodicidad era la conveniente para que en ellos se produjese la difracción de los rayos Roentgen. La experiencia confirmó rotundamente esta predicción, y con ello nacieron dos nuevas y fecundas ramas de las ciencias naturales: la espectrografía de rayos Roentgen y el estudio de estructuras cristalinas, que han alcanzado ya completo grado de desarrollo, son objeto de múltiples aplicaciones y han contribuido a abrir nuevos horizontes a la investigación. En la luz ordinaria se estudia generalmente la difracción [84] utilizando los rayados de Rowland, en los que sólo existe periodicidad en una dirección. En los cristales, en cambio, la periodicidad se manifiesta en tres direcciones (los tres ejes cristalográficos, por ejemplo). De aquí que la teoría de la difracción en retículos de tres dimensiones, que fue desarrollada por Laue, conduzca a una imagen mental bastante complicada.

Se debe a Ewald una interpretación de estos fenómenos mucho más intuitiva y que se hace imprescindible cuando se quiere abarcar el conjunto variadísimo de métodos de trabajo que se utilizan actualmente. Hace corresponder Ewald al retículo cristalino real otro retículo ficticio, el retículo recíproco, en el que, en líneas generales, los períodos son recíprocos de los correspondientes al retículo real. En estas condiciones, el problema de averiguar las direcciones en que se producen los máximos de difracción queda reducido a buscar los nudos del retículo recíproco, que coinciden con la esfera cuyo radio es igual a la inversa de la longitud de onda.

Del mismo modo que un rayado de Rowland daría máximos de luz perfectamente netos si fuera indefinido, así también un cristal daría máximos de Laue completamente definidos si los períodos de identidad se repitieran indefinidamente. De no cumplirse esta circunstancia, es decir, cuando el cristal tiene dimensiones muy pequeñas, la radiación correspondiente a un máximo no se propaga en una sola dirección, sino que ocupa un intervalo angular más o menos considerable. En otros términos: la menor o mayor anchura de los máximos de difracción dependerá del tamaño de los sistemas difractores. Esta idea sirvió de base a Scherrer para echar las bases de un método experimental que sirviera para medir el tamaño de partículas tan pequeñas que resultasen inaccesibles a los métodos ordinarios de observación. Laue desarrolló en 1928 una teoría más completa, cuya exposición ha constituido el objeto principal de estas conferencias, gracias a la cual se puede determinar el tamaño y la forma de partículas cuyas dimensiones se hallan comprendidas entre 20 y 600 cienmillonésimas de centímetro.

Este nuevo recurso experimental ha de prestar, indudablemente, servicios de gran importancia. De los resultados ya obtenidos merecen citarse especialmente los hallados en la celulosa y en el caucho por el Dr. Hengstenberg, de Ludwigshafen, que [85] actualmente colabora con el conferenciante en la cátedra Cajal, del Instituto Nacional de Física y Química. Demostró el doctor Hengstenberg que tanto las fibras de celulosa natural como las de seda artificial, están formadas por micelas o pequeños cristales orientados en la dirección del eje de la fibra. En ambos casos, la sección transversal es un rombo de igual tamaño. En cambio, la dimensión longitudinal en la celulosa natural es, cuando menos, dos o tres veces mayor que en la artificial.

También se ha demostrado la naturaleza cristalina del caucho. Por tratamientos adecuados se consigue orientar los cristalitos o micelas, y así pudo Hengstenberg averiguar que son a modo de tabletas aplastadas cuya dimensión longitudinal es mucho mayor que las transversales.

La modestia de verdadero sabio del Sr. Palacios ocultó constantemente en sus doctas explicaciones la parte activa y personal que él toma en estos descubrimientos y experiencias.

Formando juego con estas abstrusas especulaciones, el Círculo de Bellas Artes exponía al público las pinturas que el maestro Ortiz de Echagüe acaba de trabajar sobre tipos musulmanes de Marruecos.

El insigne paisano de Navarrete, el Mudo, se ratifica en estas telas en toda su audacia de colorista y en toda su penetración psicológica. Porque esto es, sobre todo, Ortiz de Echagüe, y esto salta a la vista, antes que nada, de los cuadros marroquíes que hemos contemplado. La realidad exterior y el tipismo pintoresco le abren camino para revelarnos el mundo psicológico que cae detrás de lo espectacular y cromático. Camilo Mauclair lo dijo, refiriéndose al cuadro de la «Cofradía de Attzara»: «Un pintor francés, encantado por los trajes y los accesorios, no se hubiera preocupado más que de poner de relieve lo pintoresco y hubiera entonado una fanfarria cromática.» El artista español pintó la fiesta de la Cofradía y dio la impresión de una asamblea de almas. Hasta sus jardines de Granada lloran de melancolía bajo la sonrisa de aquel sol andaluz, que los baña. La añoranza de la Alhambra, algo interior y espiritual, empapa estos cuadros, que tan plácidamente reciben el alegre abrazo del sol.

Esta poderosa penetración psicológica viene a poner una nota de ponderación y de autoridad en las telas, cargadas de irisaciones como nubes de ocaso; y esta facilidad de leer en el fondo de [86] seres tan diversos y de saber interpretar el gesto racial de gentes tan distanciadas material y espiritualmente, trae a la obra de Ortiz Echagüe una vitalidad sin igual en la actual pintura española. Pueril seria creer que pintura española es la que trata exclusivamente temas españoles. Es pintura española aquella que, con los mismos instrumentos de sentimiento y de técnica que ha interpretado los asuntos de España, acierta a interpretar la vida de otras latitudes. La «Villa de Médicis» no deja de ser pintura española porque el tema es italiano: basta que el pintor sea Velázquez. Los viejos pescadores de Java y de Sumatra, jubilados por la edad en un rincón plácido de Zelanda; las muchachas de Cerdeña, tocadas a su usanza, incontaminada por el internacionalismo prosaico de hoy día, son adquisiciones inapreciables de la pintura española debidas al genio de Ortiz de Echagüe. Hoy agranda su caudal con estas nuevas pinturas de almas musulmanas.

La técnica de Ortiz de Echagüe gana cada día más en su cualidad fundamental: la severidad de color. En este pintor no sirven las sobadas frases «orgía», «sinfonía», &c., sino para sus cuadros menos representativos: la serie, por ejemplo, de cortesanas marroquíes. Pero, de ordinario, Ortiz Echagüe da en cada uno de sus lienzos dos o tres notas, a lo sumo, y las sostiene con bizarría; dentro siempre de la misma tonalidad, ya ataca enérgicamente, ya cede en blandos desmayos, procurando no desdoblar los matices, sino mantenerse francamente en la posición adoptada. Si algún virtuosismo le seduce a veces, es el de la elementalidad cromática.

Por este camino, y como si le cansara oírse llamar sabio, maestro del color, Ortiz Echagüe ha acometido a veces empresas extremas; de un lado, ha invadido el dominio del gris y ha producido lienzos como aquel de «La señora del abanico», todo construido con blancos y negros, verdadero alarde de castidad colora que, a no estar manipulada por un pintor de su talla, sucumbiría irremediablemente. Pero, por otro lado, ha acometido violentas contraposiciones de colores, como en el famoso cuadro «Mercedes y su pintor», un verdadero duelo entre las carnes femeninas del modelo y el atezado rostro del viejo artista, entre el diván mágico y la negra chaqueta prosaica. Todas estas audacias reviven en los lienzos marroquíes, en esas mujeres azules sobre [87] fondo ocre, en esos chicuelos musulmanes que juegan a las bolas.

A la gravedad de paleta no acompaña la austeridad del pincel. Ortiz Echagüe escribe con brío, a veces con verdadera furia, pinceladas largas, toques de esos que dejan efecto de bajorrelieve; en las fisonomías endulza el ritmo y suaviza el pulso; pero cuanto sale de aquellos trozos en que la verdad exige tiento y delicadeza, los pinceles corren como caballos de sangre, dejando en fondos, en ropas y en encajes los surcos profundos de un paso rápido, majestuoso y seguro.

Un crítico ha profetizado, porque también los críticos son profetas, que Ortiz Echagüe «se dispone a ser el gran pintor académico de los años próximos, y dentro de esta especie artística pueden reconocérsele las cualidades más sólidas». Esto es, sencillamente, una injusticia y una irrealidad. El academismo es frialdad y mecanización, y este pintor cada día es más vivo, porque mira más hacia dentro; y esa familiarización con lo espiritual e interior le da más frescura, más desenfado que es lo contrario del academismo. Acabando de ver sus últimas producciones, nos vemos forzados a confesar que Ortiz Echagüe se aleja hasta del recuerdo de sus maestros, y que si anda hacia atrás, no es para meterse en el academismo, sino para buscar aquella categoría de los inmortales; el lugar de los clásicos.

Miguel Herrero García