Síntesis
Buenos Aires, noviembre de 1927
 
número 6
páginas 305-310

Miguel de Unamuno

Hispanidad

Digo Hispanidad y no Españolidad para atenerme al viejo concepto histórico-geográfico de Hispania, que abarca toda la Península Ibérica, la Iberia occidental –porque hubo otra, la oriental– el extremo Occidente, y que acaso por ello, pues los extremos se tocan, tocó al extremo Oriente. Recuérdese que los portugueses, los extremos occidentales de nuestro extremo Occidente, los que no han visto sino ponerse al sol sobre su mar nativo, se fueron, mar tenebroso adelante, a ver salir el sol sobre él, a crear un Imperio del Sol Naciente. Y tras ellos Colón, el judío, al servicio de Castilla, la de tierra adentro, se fue por el poniente a buscar la tierra del sol naciente. Y dio con las Indias Occidentales. ¿Occidentales?

Digo Hispanidad y no Españolidad para incluir a todos los linajes, a todas las razas espirituales, a las que ha hecho el alma terrena –terrosa sería acaso mejor– y a la vez celeste de Hispania, de Hesperia, de la Península del Sol Poniente, entre ellos a nuestros orientales hispánicos, a los levantinos, a los de lengua catalana, a los que fueron cara al sol que nace, a la conquista del Ducado de Atenas.

Y quiero decir con Hispanidad una categoría histórica, por lo tanto espiritual, que ha hecho, en unidad, el alma de un territorio con sus contrastes y contradicciones interiores. Porque no hay unidad viva si no encierra contraposiciones íntimas, luchas intestinas. Y la única guerra fecunda es la guerra civil, la de Caín y Abel, la de Esaú y Jacob, la guerra no ya hermanal sino mellizal.

Un territorio tiene un alma, un alma que se hizo por los hombres que dio a luz del cielo. Y cuando un territorio como es el de Hispania está fraguado de íntimas contraposiciones, obra de Dios, sus hijos son hijos de contraposición. Tienen el alma de Job.

En pocos pueblos la tierra, la divina tierra –o, si se quiere, demoníaca; es lo mismo– ha dejado más hondo cuño que en los pueblos que ha fraguado Hispania. Waldo Frank{1} dice, hablando de Aragón, que «todo es polvo, salvo el pueblo, que es barro; barro tostado al sol». Así fue, según la  leyenda bíblica, Adán. Y no ya el aragonés, el español central, estepario o serrano o ribereño, es de lo más terrenal. El mismo Frank observa que es más geológico que vegetal o animal. Es rocoso. Otros hispánicos, habiéndonos hecho en tierra más vieja, más deshecha, más vegetalizada, como nos pasa a los vascos, hemos cambiado de hebra. Hay en las Soledades de Góngora un verso estupendo, hablando de esta tierra en que escribo, y es el que dice:

del Pirineo la ceniza verde.

Más en esta verde ceniza del Pirineo vasco, donde nací y me hice niñez y mocedad, hueso del alma, recuerdo mis treinta y dos años –casi la mitad de mi vida– de rocosa Castilla, en la cuenca del Duero, al que va el Tormes, donde se me secó y endureció ese hueso del alma para mantenerla bien erguida frente a Dios.

Térrea, rocosa, sí, la España interior. Sus pueblos bautizados en polvo –o en arena– como otros en nieblas y en mar, según decía el Apóstol Pablo (I, Corintios, X, 2), el apóstol que pensó venir a España (Romanos, XV, 24-28). La llamaba el alma de la tierra de las contradicciones. Y aquí sí que hubiera comprendido todo lo que dijo al decir: «¿y miserable hombre de mí, quién me librará de este cuerpo de muerte!» (Romanos, VII,24). ¿Del cuerpo? ¿Pero es que el cuerpo no es alma?

En esa alma matriz –y maternal– que es el centro de Hispania, las mesetas del Duero y del Tajo –espinazo Gredos– se ha fraguado un pueblo que siendo de la tierra se despega de ella. El campesino hispánico central fue un pastor, un pastor errante como aquel del Asia que interrogaba a la Luna por su destino de que cantó Leopardi, un pastor que al fin se ahincó. Pero siempre, aun sedentario, el alma trashumante. Hasta en la celda de una Cartuja vaga. Está acampado y vive más bajo el cielo que sobre la tierra. De donde el conquistador.

Los costeros, los que se hicieron en el regazo de la mar, los marinos, descubrieron o colonizaron un nuevo mundo, pero ¿conquistarlo? Conquistarlo, los de tierra adentro, los extremeños, los despegados de la tierra, los dueños y no siervos de ella. Lo mismo que fue con los dorios. Los jonios, los costeros, los gozadores de la vida que pasa, los hijos de la mar, criados a su vera, la temían; Ulises tenía el horror de la mar. Fueron los de tierra adentro, los que venían de las estepas y las sierras,  conquistando tierra, los que al llegar a la orilla se detuvieron y obligaron a los mareantes a que les pasaran más allá. A ningún hijo de la mar, a ningún costero, se le habría ocurrido, como se le ocurrió al extremeño Cortés, conquistador, quemar las naves.

Dice Frank hablando de los montañeses del Alto Aragón que tienen «virtudes minerales» y que cuando marchan «su lento y desgarbado porte produce la impresión de que son piedras que andan». Al ciego de nacimiento a quien curó el Cristo, le parecían los hombres como árboles que se paseaban (Marcos, VIII, 24). Pero en esa roca y de su desgaste se cría tierra que da alguna yerba. Pobre yerba, pero la precisa para sentarse un momento, mientras pasa la hora, a oír la Palabra. En el Cuarto Evangelio, donde se nos cuenta cómo Jesús mandó que se sentara a la turba que le seguía, añade el Evangelista: «había mucha yerba en el lugar» (Juan VI, 10). Yerba fresca en primavera, alfombra para la hora de oír el pan del cielo, y gozar de Dios que es luz (I, Juan I, 5). Y aquellos llaneros y serranos del corazón rocoso de Hispania pasaron la mar para ir a conquistar, a pelear, a llevar allende el océano sus guerras civiles, pero también e sentarse sobre la yerba virgen de la pampa y oír, bajo la Cruz del Sur, cantar otras estrellas.

Esta tierra bajo el cielo, esta tierra llena de cielo, esta tierra que siendo un cuerpo, y por serlo, es un alma, esta tierra hizo, con el latín, unos lenguajes, unos romances. Hizo el catalán, y el aragonés, y el leonés, y el bable, y el castellano, y el gallego, y el portugués. De ellos salieron los idiomas literarios y oficiales. Y esos lenguajes son las razas. Raza, palabra castellana –raza es como raya o línea (de éste linaje) y se dice en Castilla «una raza de sol» y se le llama raza a cada hebra de un tejido– palabra castellana que ha pasado a casi todas las lenguas europeas. Pero más que raza de sangre, más que línea de sangre, raza de lenguaje.

Y un lenguaje es un pensamiento, es un sentimiento común, es una filosofía, hasta una metafísica. No anduvo tan descaminado el que dijo que el cartesianismo es la lengua francesa pensando el universo, y el hegelianismo la lengua alemana en análoga función. ¿Y la lengua castellana? ¿Es que no ha pensado –y al pensar sentido– el universo? No hace mucho leí una historia de la filosofía en cuanto ésta busca la verdad, de un alemán, y en ella –creo que por primera vez– figuraban pensadores, filósofos, si se quiere metafísicos españoles. ¿Quiénes? Loyola, Cervantes, Calderón, por encima del P. Suárez, el granadino que escribió en latín. Y si nuestros místicos no suelen figurar en las historias de la filosofía –más que de la filosofía, de los sistemas filosóficos– es porque los historiadores no saben entenderlos inmediatamente, sin traducirlos al álgebra filosófica, en su propia lengua. Pero esto va pasando y va viniendo nuestra hora.

Y hay una filosofía catalana, costera oriental, la del isleño Ramón Llull (Raimundo Lulio) y Ausías March, y hay una filosofía galaico-portuguesa, costera occidental, la de Bernardim Ribeiro y la de Antero de Quental. Filosofías hispánicas también.

Y ¿hay un lazo que une estas contraposiciones y contradicciones íntimas hispánicas? ¿Hay un alma –un alma de contradicción– que hace la unidad, la hispanidad? Un alma de contradicción, es un alma profética. El profeta que siente dentro de sí la contradicción de su destino se yergue frente a Dios y le interroga a Dios, le escudriña, le enjuicia, le somete a enquisa. Y a esto es a lo que he llamado en otra parte el sentimiento trágico de la vida. El profeta, el pueblo profético, sienten la responsabilidad de Dios. Y sienten la justicia.

Justicia es, dicen, dar a cada uno lo suyo, suum cuique tribuere, lo que supone el suum, el suyo, lo posesivo, y el quisque, el cada uno, el individuo consciente de sí mismo, la persona. Justicia social apenas tiene sentido; toda justicia es individual. Y para un pueblo, como para un hombre, profético, justiciero, Dios es un Quisque, un individuo, y un individuo responsable. Y por eso el profeta puede preguntarle a Dios: «¿Por  qué me has abandonado?», puede pedirle cuentas.

La hispanidad ansiosa de justicia absoluta, se vertió allende el océano, en busca de su destino, buscándose a sí misma, y dio con otra alma de tierra, con otro cuerpo que era alma, con la americanidad. Que busca también su propio destino. Y lo busca con justicia. ¿En el conocimiento? No, sino en la posesión. O mejor, en el conocimiento en cuanto es posesión. Posesión de poseedor y no de poseído. Porque hay que ser dueños de la verdad y no siervos de ella.

Los otros pueblos, los que apedrean a los profetas, los de la ciencia y las normas objetivas, los de la civilización que va contra la barbarie, oponen a la justicia el orden. Ahora que siendo los grandes definidores, no han sabido definirnos el orden. Acaso sea el binomio de Newton con sus potencias ascendentes y descendentes.

Más de esto de justicia y orden otra vez.

Y bien, a fin de cuentas, ¿qué es la Hispanidad? Ah, sí yo la supiera… Aunque no, mejor es que no la sepa, sino que la anhele, y la añore, y la busque, y la presienta, porque es el modo de hacerla en mí. Y aquí, en este rincón de mi terruño nativo, sentado sobre la yerba que me da del Pirineo «la ceniza verde», frente a la mar materna, bajo el cielo del Carro, busco en el hondón de mi raza, en mi corazón milenario, al Dios hispánico que me ha de responder de mi destino.

Hendaya, 18 de agosto de 1927

{1} Virgin Spain: Scenes from the Spiritual Drama of a Great People, London, Jonathan Cape, 1926.

[Texto tomado de la versión mecanográfica de este artículo conservada en la Casa Museo Unamuno de Salamanca.]
[El primero de agosto de 1938 se publicó en francés en París –Hispanité– traducido por Robert Ricard.]

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