Filosofía en español 
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[ Jorge Guillén ]

Desde París

El séptimo arte

Muere el cubismo –sentencian unos–. No ha nacido apenas –arguyen otros, cubistas teorizantes, más atentos al futuro que al pasado–. ¿Hasta ahora no fue sino una tentativa? Pictórico en sus fuentes, luego escultórico, musical, literario y coreográfico, se imbuye después hasta en la decoración tipográfica, mobiliaria, indumentaria. Infinitas son, pues, sus posibilidades. Con “El gabinete del doctor Caligari” se incorpora el cubismo al cinematógrafo. Nunca más feliz alianza. Ella sola justifica que una parisiense asociación de “cine” se intitule “El séptimo arte”. Que no protesten los discípulos de Croce. Yo creo, con el filósofo napolitano, en la unidad del arte. Pero creo también en esta realidad plural: las artes. Contaban los clásicos seis: arquitectura, escultura, pintura, literatura, música y coreografía. Nuestro cómputo moderno debe añadir una séptima: el cinematógrafo. En un principio sumisa a las demás, ya empieza a conquistar sus fueros –aun en este “Gabinete”, concorde con las formas de la pintura cubista; mas no se confunde su belleza con la que podría brindar un cuadro de ese estilo. Asemejase esta película a la narración misteriosa que da miedo. No es, sin embargo, un Edgard Poe. Ninguna narración suscitaría ante nosotros un ambiente de tal singular calidad. Es menester la expresión fotogénica para crear aquella urbe extraordinaria con sus extraordinarios íncolas.

El gabinete del doctor Caligari es alemán. (Porque las mejores obras, y, sobre todo, las más peculiarmente cinematográficas, en este arte del Gesto, nos vienen del Norte y no ha acudido todo París a aplaudirle; hoy ofrece uno de los temas obligados de conversación a los que se cuidan aún de que la conversación constituya el octavo arte de Francia. ¡Qué acierto en haber enlazado la estilización de los telones, inspirada en la estilización cubista, a los delirios de un orate! Porque la historia de Caligari se la cuenta en un manicomio uno de sus huéspedes a otro. Con esto se da la razón al gran público, que exclama siempre en las Exposiciones de esos artistas: “¡Cosas de locos!” Cosas de locos, en efecto, muy difíciles de aunar al conjunto de alucinaciones y espantos que era preciso evocar. En la mera superposición de los dos elementos –el enigma en la Naturaleza y el enigma en la aventura– se ocultaba el escollo. ¡Con qué tino le han sorteado los autores de “Caligari”! Ni “cine” falsamente pictórico, con ese intercambio de procedimientos y de asuntos que practicó el siglo XIX –Théophile Gautier y los parnasianos, verbigracia, semipoetas, semipintores; ¿pero hay algo más muerto en toda la poesía ochocentista que esos poemas anfibios?– Ni cinematógrafo novelesco. Hay aquí un linaje de hermosura que sólo se descubre en la pantalla.

Un demente refiere a otro la historia del doctor Caligari. El doctor Caligari va a una ciudad a instalar su barraca entre las de la feria. ¡Oh, ciudad maravillosa! Como un extravagante milagro surge en la equis inmaculada del lienzo. Primero es el cobertizo en caperuza del carrusel, ladeado en transverso al muy oblicua; después, como si este gran paraguas giratorio fuese engendrando todo lo que le circunda, van apareciendo alrededor de él, arbitrarias, estrambóticas, las otras casetas, y los transeúntes, no sometidos a deformación lineal, sí vagamente arcaicos, de una época inverosímil; y, no obstante provinciana, deliciosamente provinciana, dentro de ese remanso y ese recato de la vida reclusa en el paréntesis de las provincias: sombreros de copa, toscos capotes aldeanos junto a prendas y entre objetos de hoy, muy vulgares, que no perturban, pero sí despistan, acercando con todo a nuestra cotidianidad aquella inverosimilitud, y por ende, humanizándola; al fin, en el foro, una colina un poco ladeada también, con el minúsculo caserío de la ciudad, que va desparramándose y, cayéndose por las laderas, suspenso, ¿cómo?, en una inestabilidad prodigiosa. (¿Dónde hemos contemplado estos caseríos cúbicos? ¿En las acuarelas de André Lhote? Entonces, también en Cézanne.) En el foro, la ciudad; en los primeros términos, un espectáculo dilectísimo para las imaginaciones modernísimas: afueras, festejos de arrabal, turba foránea. Barracas, bausanes, órganos, cajas de música infantil, vociferaciones de los que en las puertas suplican a gritos la entrada. Todo eso suena en el aire silencioso y blanco –blanco de una luna supuesta–, a la luz de amanecer que hay a todas horas en aquellas calles, donde los sonámbulos pisarán sin levantar eco, como en calles insonoras, de tan albas, de tal albeadas por el alba. En los pasadizos angostos, graderías, y una farola en medio de la plazoleta, por donde cruzarán los dos amigos, aún medrosos y atónitos de haber escuchado en el barracón de Caligari a aquel “Cesare” cataléptico, el mortal augurio que se cumplirá. He ahí resultados artísticos que en balde se buscarían en las representaciones plásticas o literarias que se denominasen “El gabinete del doctor Caligari”. No es sólo el “interés” promovido por un “argumento” bien desarrollado. La incógnita está difusa por todo el panorama en que se yerguen aquellos callejones, aquellos personajes, aquellas peripecias, aquel “todo” indiviso, de indiviso enhechizamiento.

¿Quién dirá la infinitud de la visión fotogénica, en el mundo de lo imposible, de lo fantástico, de lo nunca visto? Aunque compuesta de fotografías, de reproducciones exactas de lo que en verdad se encuentra ante un aparato mecánico, ¿no va desembarazándose el cinematógrafo –ahí está Caligari– de los grilletes realistas que imponen en los orígenes los medios expresivos? ¿Pues qué mejor prueba de que es ya todo un séptimo arte?

Jorge Guillén