Filosofía en español 
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Figuras del día

Karl Kautsky, Liebknecht, Etienne Lamy

Kautsky

La revolución de Berlín ha hecho ministro a este doctor alemán, que, como tal, gasta anteojos, que tiene una verdadera figura de mono, con sus ojos pequeños y su barba blanca.

Kautsky no es tan conocido en el extranjero como lo fue Bebel o como ahora lo son Ebert, Liebknecht, o el mismo Scheidemann, que tan complaciente se mostró con la voluntad imperial. Pero desde hace treinta años figura en primera línea en los consejos del socialismo prusiano y su autoridad es incontestable. Es el gran teólogo del partido, el doctor angélicus de la escuela. Ha retorcido hasta exprimirlos los versículos del evangelio marxista, pero cuando la social-democracia, en interés del partido, ha necesitado apartarse algo de los dogmas soñados por Max y Engels, se encomendó a Kautsky el encontrar la fórmula doctrinaria y solemne que conciliara el principio y el hecho.

Desde el Comité director de la social-democracia y desde los oficinas del periódico Neue Zeit, del cual es redactor-jefe, su influencia y su autoridad se extienden a toda la Internacional y a todos los partidos socialistas extranjeros que desde hace veinticinco años han aceptado con tanta benevolencia la hegemonía del socialismo alemán.

En el Congreso internacional de París de 1909, fue Kautsky quien hizo adoptar la moción que reprobaba la política reformista seguida por algún número de socialistas franceses y [297] condenó la entrada de Millerand en el Gabinete de Waldeck-Rousseau.

Fue también Kautsky quien en el Congreso de Amsterdan en 1904 propuso e hizo votar la moción imponiendo a los socialistas franceses la unificación sobre las bases del socialismo marxista.

Aunque Kautsky no es diputado, el grupo parlamentario de la social-democracia se ha inspirado siempre en sus consejos y los ha solicitado en las más solemnes y grandes circunstancias. Así tomó parte en la reunión del grupo cuando éste decidió en 3 de Agosto de 1914 votar los créditos de guerra.

Como todos sus correligionarios, también Kautsky no cesó de mostrarse hostil a la restitución de Alsacia-Lorena. En un artículo publicado en el Leipziger Volkszeitung, en Junio de 1915, consideraba la restitución como una amputación de Alemania y añadió que las poblaciones de Alsacia y Lorena no debían esperar su libertad “de fuera”, sino del desenvolvimiento interior de una Alemania que voluntariamente consintiera, lo que entonces equivalía a decir que dependía de la voluntad de Guillermo II.

Kautsky es partidario de la anexión del Austria alemana a Alemania. En 1902 escribió ya en un periódico socialista francés, Le Mouvement Socialiste: “Explicando la social-democracia, no hay quien piense en Alemania en reunir toda la nación alemana en un organismo unitario.” Lo cual, en el fondo, era el programa del pangermanismo.

En efecto, como su maestro Karl-Marx, como Bismarck y como Guillermo II, es Kautsky un pangermanista. No hay que olvidar, pues, que es el teórico incontestable de la revolución de Berlín.

Liebknecht

Los que lo han asesinado se excusan diciendo que era una fiera peligrosa y venenosa.

No hay tal. No era iracundo ni sanguinario. [298] Era como Lenine y Trotsky, un soñador, un fanático sentimental. En esto estribaba su fuerza.

Su historia es muy conocida. Se hizo famoso como periodista batallador del socialismo y por haber defendido como abogado causas muy populares. Su oratoria, que no era de gran brillantez, era, sin embargo, persuasiva. Tenía sólo cuarenta y tres años y fue movilizado al principio de la guerra, después que se negó en el Parlamento alemán a votar los créditos de la guerra. No transigía con nada ni por nada. Desde que figuró en el partido de la social-democracia constituyó su izquierda más radical. Condenó la guerra desde el primer instante y sus discursos de Agosto de 1914, haciendo frente a todas las tempestades parlamentarias, se han hecho tan famosos como los de su padre Guillermo Liebknecht en 1870. Su campaña proseguida en tal sentido le acarreó en 1915 un proceso por alta traición, cuyo resultado fue que le condenaran a cinco años de prisión. En ella estaba cuando estalló la revolución de Noviembre último en Alemania, que le dio la libertad al igual que a Rosa Luxemburgo. Pero a diferencia de ésta, Liebknecht no era anarquista al entrar en el presidio. Sus lecturas en la prisión, su estudio de la revolución rusa le habían inclinado a seguir la misma dirección que los bolchevikis rusos. Por eso, con gran parte de los socialistas minoritarios y con los elementos anarquistas constituyó el grupo Spartacus, el positivamente rojo, que quiere emular las tristes glorias de los terroristas rusos.

Los sucesos de Berlín y de otras capitales alemanas han probado que el pueblo alemán, horrorizado de lo que pasa en Rusia, no quiere caer en tan espantoso caos. Era ya difícil, después de esos días de sangre, que Liebknecht pudiese conseguir su objetivo. La Asamblea Nacional dará seguramente a Alemania una Cámara donde predominen los elementos de orden, y aunque continúe el proceso de su revolución no será ciertamente tomando a Rusia por modelo. [299]

Etienne Lamy

Charles Maurras publica en La Acción Francesa un estudio muy interesante acerca de Etienne Lamy, que acaba de morir.

De este estudio son los pasajes siguientes:

“Muchas ideas y muchas esperanzas que fueron jóvenes descienden a la tumba con Etienne Lamy.

Designémoslas por su verdadero nombre; es el testamento de Chateaubriand, ese curioso fragmento (a la vez secreto y público) de Las Memorias de ultratumba, primero insertado en el texto y luego relegado a los apéndices, pero mucho tiempo activo y eficaz, donde el legitimismo bretón vaticina la ruina fatal de los legitimistas, el acontecimiento fatal de las democracias para el mañana. El mañana, ya se sabe, se llama 1848 y fue seguido de un otro mañana nuevo y diferente que entregó el universo, ya a los regímenes de autoridad de monarquía reglada, caracterizadas por Disraeli y Bismarck, ya a la decadencia más cierta.

Se ha querido creer por un momento que la guerra de 1914, derrocando esa relación, destruiría la gran lección; ni el desorden ruso, ni el desorden alemán, hijos gemelos de la derrota, ni la preponderancia del poder británico e italiano, ni la singular dictadura americana, dejan mucha esperanza a los equívocos desgraciados del falso profeta Chateaubriand. En Francia misma apenas se plantea la cuestión. La resolverá el orden con todas sus consecuencias o sufriremos las convulsiones de la anarquía que debe evitar la salud, el vigor, la pureza de espíritu de un gran pueblo victorioso. M. Etienne Lamy sucumbe, pues, al mismo tiempo que las retaguardias de los sueños de su juventud.”

El lealismo republicano de Lamy no le impidió, sin embargo, el protestar cuando sus compañeros de lucha votaron leyes opresoras para las conciencias católicas, y esta actitud fue la que le costó la pérdida de su distrito. Este fracaso fue favorable para la literatura, a la cual se consagró M. Lamy. Dedicado a los trabajos literarios, Lamy se distinguió como [300] notable historiador, algunas veces muy profundo, en su estudio acerca del Segundo Imperio y la Commune, biógrafo y crítico en su Aimée de Coligny, defensor apasionado del porvenir nacional en sus Ensayos sobre la fecundidad de la raza y sobre el dominio francés en el Oriente latino en su obra La Francia del Levante. Su estilo, que algunas veces fue de violenta tensión, supo volver a la libertad e impregnarse de dulzura y de encanto. En sus obras, sin embargo, se respiraba cierta obscura melancolía, quizás adquirida al contacto de las decepciones de la experiencia.

Maurras termina su artículo citando una hermosa página de M. Lamy sobre la política exterior de la antigua monarquía francesa, página que él había dado en Kiel y en Tánger.

Por lo en ella expuesto se ve que la política exterior de la antigua monarquía no era una simple política de corte, sino que asociaba a su obra la opinión de todas las élites francesas: la Iglesia, tan influyente en Europa y fuera de Europa; la nobleza, elemento colonizador de primer orden, y la burguesía, en la cual “el alto comercio de Marsella”, por ejemplo, más antiguo y más poderoso aún que los armadores de la Mancha y del Océano, “dominaba todas las rutas del Mediterráneo y, asociado al poder del Estado, nombraba y pagaba todos los cónsules de Levante”.

La página termina así:

“Francia reunía sin precipitación todos los elementos de fortuna y esperaba, pronta y vigilante, el momento propicio para recoger los frutos que maduraban para ella. En esa hora la revolución destruyó el antiguo régimen y comenzó nuestra impotencia para establecer sólidamente otro.”

Esto, en un republicano como Lamy, testimonia una gran lucidez de espíritu.