El Imparcial. Diario liberal
Madrid, lunes 19 de noviembre de 1917
año LI, número 18.238
página 3: Los lunes de El Imparcial

Gabriel Alomar

El centenario de Cisneros

Con fiestas oficiales se ha celebrado hace unos días una conmemoración altamente, literaria: la del Cardenal Cisneros. No quiero pasar sin dedicarle un comentario.

La personalidad del Cardenal Cisneros, como tantas otras de su tiempo (Isabel la Católica, el Gran Capitán, Colón, Hernán Cortes) ha sido «transfigurada». Es este un grave inconveniente, muy común en la plasmación de los personajes históricos. En cuanto la biografía de uno de ellos es tratada apologéticamente, como tópico de amplificaciones más o menos declamatorias, se forma para la posteridad un mito patriótico, una especie de santidad intangible, ofrecida a la admiración de las descendencias y no a la crítica libre y desinteresada. En cuanto la historia degenera en panegírico se torna moraleja infantil y escolar para la educación de sumisas generaciones.

El Cardenal Cisneros resiste mal una libre y serena revisión. Su nombre señala un momento de intensidad en la crisis española del Renacimiento. Pero no es un nombre memorable en la evolución de nuestra cultura, porque a él se debió, muy al contrario, la privación de uno de los elementos más valiosos que hubiesen podido integrar nuestra psicología nacional: el gran yacimiento de la cultura musulmana.

Cisneros ¿fue hijo de su tiempo? A pesar de las apariencias nacidas de su figura política, Cisneros es todavía un hijo de la Edad Media. Compárese con los cardenales italianos de aquella gran época: también ellos, como Cisneros, se encontraron ante la rivalidad de una cultura gloriosa, extraña por completo al cristianismo. Pero su actitud fue muy diversa. La tierra itálica, como por virtud de una resurrección, hacía brotar los mármoles antiguos, los torsos erguidos sobre su mutilación, a manera de dioses retornados a su gloria. Nuestro Bartolomé de Torres Naharro iba a cantar, absorto, el grupo del Laocoón, recién descubierto. Garcilaso iba a renovar paganamente nuestro sentido poético, para morir joven, como todo «el que los dioses aman», después de una vida mixta de pastoral y heroica. Los Pontífices presidían, a un tiempo Mecenas y Augustos, esa segunda juventud de Apolo. Concedían indulgencias y protección espiritual a los descubridores de viejos textos; levantaban basílicas y palacios donde podía expandirse magníficamente el divino antropomorfismo de las escuelas pictóricas, alianza contubernial de paganismo y cristianismo. Y a su entorno pululaba una corte ubérrima, donde la púrpura era un jirón imperial y no ya un rastro de la sangre redentora. La propia investidura cardenalicia llegaba, a veces, a la escandalosa producción de un Bernardo Divizia, cardenal Bibiena, cuya «Calandria», más allá de Maquiavelo y Ariosto, excedía todos los libertinajes.

Cisneros representa una bien diversa tradición. No encarna tampoco, a pesar de su hábito, la tradición franciscana. Señala el término de la evolución que unificó el espíritu de las tradiciones franciscana y dominica, con el triunfo del fuerte dogmatismo intolerante de esta última. Cisneros no se aparta de la filiación ascética española, que va de Domingo de Guzmán a Iñigo de Loyola, tan diversa de la filiación mística, de cepa oriental.

Pero Cisneros fue un hombre de Estado. Su fama, como tal, es debida sobre todo al triunfo del espíritu que representó. En cambio, el fracaso de su gran predecesor D. Álvaro de Luna oscureció, para la Historia, la fama de este ministro, que, en verdad, no fue inferior a Cisneros. Entre Luna y Cisneros hay un vivo parentesco político. Toda la última mitad de la Edad Media puede sintetizarse así: lucha entre el Rey, apoyado en los Concejos, contra los nobles. A la muerte de Alfonso X, las dos causas están bien deslindadas: el Poder real se afirma en Sancho IV. Su hijo y, sobre todo, su nieto, Alfonso XI, acentúan esa representación. Pedro I la exagera hasta la barbarie. De ahí su «popularidad», en el recto sentido de la palabra. La dinastía de Trastámara representa un desquite de la nobleza. La leyenda atribuye a Enrique III un gesto de rebeldía contra su real miseria. En tiempo de Juan II la crisis es agudísima. Los dos bandos chocan con estrépito. Y junto a la figura deplorable del Rey, el ministro se yergue con gallardía; pero la ingratitud le obliga a sucumbir. Bajo Enrique IV, la postración de la Monarquía llega a la ignominia. Y después, sobre esa ruina, los Reyes Católicos afirman su férrea mano.

Fernando era el producto de una lucha análoga en Aragón. Después de Pedro IV, rudo Monarca, la consolidación del Poder real se atenúa en dos Reyes débiles y oscuros, decorado el último, D. Martín, con el sobrenombre honroso de Humano. La dinastía de Antequera fue siempre algo exótica en Aragón. Fernando I ofendió desmañadamente a los Concejos. Alfonso V fue un Rey napolitano. Juan II, Monarca brutal y sin escrúpulos, concitóse por primera vez a los «remensas» de Cataluña, a los siervos de la gleba (lo que llamaríamos «cuarto Estado») contra la omnipotencia de las instituciones comarcales. Y de ese Rey nació Fernando el Católico, que no desmiente su prosapia.

A la muerte de Isabel, acaso la nobleza puso una esperanza en la figura efímera del Archiduque Felipe, consorte de la Reina Juana. La rígida contextura moral de Cisneros, nacido del pueblo, acostumbrado a la regla monástica y a la austeridad personal, acabó pronto con esas ilusiones. Cisneros representó el espíritu nacional, castizo, junto con la figura del Rey Fernando, mal avenido con resignarse a la posesión de su trono aragonés. El cardenal Adriano de Utrecht, cuya autoridad era rival de la de Cisneros, fue el apoyo de la nueva nobleza cortesana, nobleza flamenca y de importación, especie de clientela personal del Monarca extranjero. La célebre frase «Estos son mis poderes», histórica o no, sintetiza el espíritu y la obra del regente. Una milicia ciudadana, pagada con fondos públicos, completó la creación de los ejércitos permanentes («continos»), nueva fuerza que iba a contrarrestar en adelante la fuerza popular o «predemocrática» en que hasta entonces se habían apoyado las Reyes. El propio Carlos I, cuando vino a España, se sintió ya bastante fuerte para someter con brutal dureza las municipalidades en la guerra contra comuneros y agermanados y la espantosa represión que la siguió. Desde la batalla de Olmedo, en tiempos de Juan II, a la de Villalar, media la oposición absoluta de dos políticas.

Hay, pues, una fundamental analogía entre la significación fuertemente unitaria de Cisneros y la que posteriormente tuvo Richelieu, y aun la de Mazarino. En una historia de lo que podría llamarse la política de los cardenales, estos nombres, singularmente Richelieu, constituirían el núcleo vital; núcleo de energía bien diversa de las intrigas de antecámara a lo Alberoni o de la baja corrupción de un Dubois.

En cambio Cisneros, tan superior a la figura del cardenal duque de Lerma, tiene con él una desdichada nota común: el sectarismo contra la raza musulmana. Cisneros es uno de los más enérgicos fautores de esa unidad bárbaramente impuesta al espíritu nacional, para mí tan perniciosa, y cuyos rastros persisten todavía. Cisneros consumó la deslealtad para con los capitulados en Granada, completando con ello la odiosa medida de 1492 contra los judíos. Ese odio, puramente religioso, todavía en el cardenal Cisneros, llegó a ser un odio de raza en el cardenal de Lerma, que expulsó a los moriscos.

Sería muy halagüeño para los panegiristas de Cisneros poder apartar del recuerdo de su vida esos episodios: la coacción violenta y maquiavélica sobre la conciencia de los mahometanos, forzándolos al bautismo; la quema de los manuscritos árabes en la plaza de Bivarrambla, y, sobre todo, la memoria de las 3.564 victimas que hizo morir en la hoguera, como inquisidor general. –Amigo Miguel S. Oliver, ya ve usted cómo el «sentimentalismo» tradicionalista sabe absolver y disimular en Cisneros lo que abomina en Robespierre...–

Ese celo religioso, más que una visión política de imperio, fue lo que movió al cardenal-regente a continuar como conquista en África la terminada reconquista española. La campaña de Orán es un curioso aspecto de esa figura de prelado guerrero, todavía medioeval y bárbara. La campaña posterior contra Juan de Albret completa la maquiavélica absorción de Navarra, obra del perfecto maquiavélico Fernando el Católico, caro al postmaquiavélico Gracián.

Cisneros arrancó al alma española el sedimento oriental, que hubiese podido producir entre nosotros una metrópoli idealmente compleja, llena de insospechadas fecundidades; algo a la manera de aquella Alejandría de los Ptolomeos, donde se juntaron Oriente y Grecia, y donde las escuelas filosóficas y literarias tuvieron una segunda vitalidad, pletórica de sorpresas. Nuestro misticismo, individual, esporádico, es el rastro interrumpido del alma oriental, un eco nostálgico de cufíes, masoretas y cabalistas, mezclado con resonancias paganas y heréticas de trovadorismo bretón y provenzal.

La obra de cultura de Cisneros palidece considerablemente junto a su obra de destrucción. La Universidad Complutense, la «Biblia políglota», son excusas y rescates infructuosos de Bivarrambla y los autos de fe; pero no valores positivos, incontrastados. La «Biblia políglota», en las tres lenguas litúrgicas y muertas (hebreo, griego y latín), era un movimiento defensivo, muy natural en los momentos en que otro fraile, Lutero, iniciaba plenamente la divulgación léxica de las Escrituras. Este año mismo se cumple el cuarto centenario de la Protesta. Y si la obra editorial de Cisneros era una gallardía tipográfica que puede señalarse como fasto en la historia de nuestra cultura, también es verdad que no puede consignársela como inicio de tiempos nuevos, sino como coronamiento y apoteosis de los viejos. El gesto defensivo de una causa, a la inversa del que representó más tarde la traducción vulgar de la Escritura por Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, no superadas todavía, literariamente, en lengua castellana.

Gabriel Alomar

 


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Gabriel Alomar 1910-1919
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