Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Ángel Samblancat ]

Los tizones del incendio

Lanzóse el pueblo aquella mañana a la calle vociferando y dando saltos terribles, como león que al salir de su antro se excita a sí mismo rugiendo y haciendo piruetas y azotándose los flancos con la cola; como tigre que acaba de romper los barrotes de su jaula; el hierro de sus cadenas había crujido entre sus dientes como la cáscara de una nuez entre los dientes de un oso de la selva.

Los hombres alzaban aquel día en su mano “la copa del temblor que habrán de beber todas las naciones”, de que nos habla Carlyle. Unos habían dejado su casa murmurando aquellas palabras que pronunció Drovet en la tribuna de la Convención, en la sesión del 5 de Septiembre de 1793: “Ya que la moderación y la virtud y las ideas filosóficas no nos sirven para nada, seamos incendiarios, seamos bandidos.” Otros repetían con Voltaire: “Echemos al fuego el árbol del cristianismo y calentémonos en él las manos.” Otros regocijándose habían dicho: “Puesto que sois, oh católicos, unos bergantes, puesto que no conocéis más moral que el árbol que cría moras, puesto que vuestra Iglesia es un buey mudo que no hace más que bajarse hacia el forraje, preparaos, porque ha llegado la hora de vuestra perdición.”

Y las grandes y magníficas hogueras ardían. Barcelona le contaba al cielo con la elocuencia de un millón de lenguas rojas sus dolores. Barcelona encendía faroles en el túnel, linternas en el abismo. Barcelona celebraba su himeneo con la libertad, y las hachas nupciales hendían con el grito penetrante de su luz la oscuridad y el silencio de la noche horrible de España.

Ardían las grandes y magníficas y deslumbradoras hogueras. El firmamento resplandecía como el cielo de un horno. Las llamas parecían culebras de fuego que silbaban y se retorcían de pie y restallaban como látigos.

Ardían las dramáticas hogueras. Abrían unas bocas anchas, dentadas, devorantes que trituraban la piedra y el metal como tritura la boca de un caballo la alfalfa. Los brazos de los hombres les brindaban continuamente alimento: astillas sobre astillas, leñas sobre leñas, tizones sobre tizones, combustibles sobre combustibles. Los brazos de los hombres echaban a aquel fuego del infierno a la Iglesia. Los brazos fuertes de los hombres, los brazos infatigables.

Echaban al fuego el catolicismo inquisitorial del siglo XVI. Con su teología inflexible, con su derecho político egoísta. Con sus formidables tribunales, con sus atroces procedimientos, con sus aparatos de tortura. Con las audiencias de municiones, con la recorreción de registros, con la censura fiscal, con el tormento in caput propium et in caput alienum. Con sus mordazas, con sus potros, con sus garruchas, con sus ruedas, con sus embudos, con sus braseros, con sus carcanes, con sus grillos, con sus sambenitos, con sus corozas, con sus verdugos, con sus familiares, con sus dominicos, con sus cadalsos, con sus hogueras. Con su Exurge, domine, et judica cansam tuam. El catolicismo policiaco que imponía en el confesonario la delación como penitencia; el catolicismo cochino que procesaba al que se lavaba los pies; el catolicismo mojigato que consideraba nefandas frases como aquellas de Antonio Pérez: “Si Dios Padre se atravesara en medio, le quitara yo las narices, a trueque de vengarme”; el catolicismo idiota que prohibía recitar versos tristes en memoria de un difunto querido y quitarle el sebo o la grasa a la carne que había uno de comer; el catolicismo de Tomás de Torquemada, de Diego Deza, de Jiménez de Cisneros; el catolicismo que persiguió a Santa Teresa, a Fr. Luis de León, a Carranza, a Nebrija, a Juan de Mariana, a Arias Montano, a Francisco de Isla, a Meléndez Valdés, a Iriarte, a Samaniego, a Campomanes, a Macanaz, a Jovellanos, a Olavide y mil más; el catolicismo que quemó a 32.000 hombres en persona y a 18.000 en estatua y penitenció a otros 30.000.

Ardían las santas hogueras. Y los brazos fuertes de los hombres echaban al fuego el catolicismo vengativo de los Apostólicos y de la Sociedad del Ángel Exterminador; el catolicismo teocrático que denominó Argüelles “formidable máquina de opresión”; el catolicismo de Donoso Cortés, que llamaba como De Maistre satánica a la revolución y la veía correr el mundo como las Furias antiguas coronada de serpientes; el catolicismo de Aparisi, que decía que un ateo era una porción de materia organizada, no se sabe cómo, que a la vuelta de breve tiempo, sin saber tampoco cómo, se desorganiza y sirve para abonar un campo de patatas; el catolicismo de Manterola que abominaba del mal espíritu del Voltarianismo y del liberalismo; el de los defensores de la unidad católica que en Abril de 1869 decían arrogantemente por boca de Monescillo: “nosotros no venimos del campo del miedo”; el catolicismo enemigo del libre pensamiento que nos impuso la draconiana ley de imprenta de Nocedal, de aquel sacrílego Nocedal que iba a los prostíbulos a escupir en la boca de sus queridas las hostias consagradas con que comulgaba devotamente en las iglesias; el catolicismo de Santa Cruz, de Lorente, del cura de Flix y del Prior de la Calzada de Calatrava; el catolicismo de Caixal y Estradé, el Matatías catalán, que gobernaba a los curas de su diócesis a patadas y puñetazos.

Ardían las rojas y reverberantes hogueras. Y Barcelona arrojaba a ellas la pedagogía de Manjón y de Ruiz Amado; la filosofía del P. Zacarías Martínez, del P. Francisco de Barbéns y del P. Marcelino Arnaiz; la sociología del P. Vicent, del Padre Gerard y de Mosén Llordach; la literatura del P. Coloma y de Mosén Costa Llobera; la elocuencia del Padre Calpena y del Dr. Jardiel; la sotana galante y libertina de Mosén “Pollastre”; el modernismo de buen tono de Gandásegui, de Benllooh y de Antolín López Peláez; la ciencia cristiana de “Razón y Fe”, de “La Ciudad de Dios” y de “La Revista de Estudios Franciscanos”; las doctrinas y la enseñanza mundana de los profesores del Escorial y de Deusto que educan a nuestra “high life”.

Ardían, ardían las hogueras. Y para alimentar sus llamas les echaban los hombres la túnica blanca de la Iglesia y el corazón sangriento de Cristo.

Ángel Samblancat