Filosofía en español 
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La cuestión del cinematógrafo y la de la moral de la calle

Luis Zulueta

Contestación al cuestionario sobre la moral del Cinematógrafo

I. La Moral Pública

Señal de los tiempos. Una revista de Barcelona –Cataluña, revista semanal– que, en todos sus números y en sección fija, viene tratando “La cuestión de la moral pública”, ha abierto ahora una información sobre dos puntos de ética social muy discutibles y que interesa mucho ver discutidos: el primero, se refiere al Cinematógrafo, y el otro, a la moralidad en la calle.

Sí; es una señal de los tiempos. El siglo XIX murió impenitente en su positivismo, su historicismo, su naturalismo, su realismo. Pero nuestro siglo XX inicia una reacción en favor de la filosofía, a favor de lo racional contra lo histórico, en favor de lo cultural contra lo natural y de lo ideal contra lo real. Si al siglo pasado le interesaba lo que es, el presente vuelve a preocuparse por lo que debe ser. Para aquél, los problemas sociales y políticos eran fundamentalmente problemas económicos; para el siglo XX, son, en su esencia, problemas morales.

Un aspecto de esto es la atención que se consagra a todas esas delicadas cuestiones de la vida sexual. No sólo temas que pueden desenvolverse sin reparo, como el de la moralidad en los cines y el de la moralidad de calles y callejuelas, sino otros harto más escabrosos suscitan hoy la publicación de centenares de volúmenes y de millares de artículos. Solamente los libros consagrados, no sé si con acierto, pero si con la mejor intención, a explicar “lo que debe saber el niño” acerca de tan resbaladizos asuntos, formarían una verdadera biblioteca. Al silencio, un tanto convencional, de otros tiempos, ha sucedido el amplio estudio científico con todo lo que la ciencia tiene de desnudez y de libertad, pero también de casta y noble austeridad.

No puedo yo olvidar, sin embargo, lo que le pasó al Dante cuando, después de haber atravesado sin mancha ni dolor los sucesivos círculos del Purgatorio, llegó al séptimo y, último, donde se castiga el Pecado de la carne. De allí no puede pasar sin quemarse en un río de fuego. El poeta, que ha ido viendo de cerca todos los vicios, sin sufrir sus males, no consigue bordear incólume el río del círculo de la lujuria y ha de abrasarse, pobre mortal, en sus olas ardientes.

Pero, en fin, repitamos con San Pablo, que todo es puro para los puros.

Por lo que se refiere al Cinematógrafo, no veo que lleve en sí ninguna inmoralidad esencial e inevitable, aunque la revista a que antes me he referido recuerde que se le acusa de perturbar y disolver lentamente la conciencia moral del público, de excitar morbosamente el sistema nervioso de los asiduos espectadores, de envenenar el alma de los niños, infiltrándoles con alarmante persistencia sugestiones de índole sexual y criminal.

Cada cosa nueva, cada descubrimiento que haya permitido mayor intensidad en las emociones y más refinamiento en las costumbres, ha provocado al principio una reacción de protesta por parte de los moralistas tradicionales. Al otro lado del estrecho de Gibraltar, ulemas, jerifes, morabitos y demás doctores de la ética mogrebita, condenan por inmorales el automóvil o el telégrafo.

A propósito de ese problema del Cinematógrafo, hay escritor que ha defendido la tesis de que es esencialmente inmoral y no puede dejar de serlo. Lo mismo se dijo, en otras épocas del teatro. En España se trató de prohibir en absoluto los espectáculos teatrales, como se quiso prohibirlos en Inglaterra, cuando la reacción puritana, si no recuerdo mal. Si ese moralismo antiestético que, en oposición a la idealidad helénica, para la que belleza y virtud se confundían, y que trata de hermanar la virtud con la fealdad, hubiese triunfado en España y en Inglaterra, Calderón no podría ser representado en su patria ni Shakspeare en la suya.

Y ya que hablo del teatro, diré que, a mi juicio, lo que está desviando un tan admirable invento como el Cinematógrafo, es que va substituyendo la reproducción de las cosas vivas por la de las farsas teatrales. Escenas de la vida real en países remotos, actos importantes y que muy poca gente ha podido presenciar, movimientos sociales sorprendidos por la fotografía en sus fases de mayor interés, hombres célebres, cuadros de viaje, costumbres; todo eso va quedando relegado a segundo término, cediendo el sitio a unas cuantas mascaradas folletinescas, dispuestas y combinadas previamente para su presentación en el Cinematógrafo.

La tramoya ha suplantado a la vida. El “cine”, como decimos por aquí, o el “cinema”; que dicen más allá de los Pirineos, no ofrece a los espectadores fragmentos interesantes de la realidad, que no lograrían fácilmente conocer, sino que les divierte plebeyamente con dramones o payasadas, que podrían ver mejor en cualquier escenario.

Y cuando las generaciones venideras recojan como reliquias arqueológicas las películas de nuestros días buscando en ellas evocaciones históricas; no encontrarán los ademanes de los grandes hombres, ni los grandes hechos, sino las aventuras, venturas y desventuras del inagotable Tontolín.

Es una manifestación más de un mal general que podríamos llamar el “histrionismo”. Interesan más las tablas y las bambalinas que el mundo verdadero. La misma vida real atrae por lo que tiene de comedia: la política entretiene y apasiona por lo que representa de histrionismo...

Pero no moralicemos. Pongamos punto, y quédese para otro número el tema de la moral en la calle. No sea que con esos discursos de censor morum incurramos en el mismo defecto que combatimos. En Ética, como en todo, “la vida enseña”, y no los sermones.

II. La moralidad de la calle

“En nuestras calles se ejerce la libre propaganda de todos los vicios industrializados”...

No te asustes, discreto lector, que no es un sermón lo que te empiezo a transcribir. Déjame continuar... Pero, antes, permite que te cuente un sucedido.

Un buen señor alemán, pastor protestante, que ejerció cargo en la embajada de su país de esta corte, salía una tarde de paseo con su hijo. Le iba haciendo al muchacho graves reflexiones sobre la conducta que en determinado asunto debía seguir. El muchacho, que no pasaría aún de los diez años, iba como distraído, hasta que, de pronto, levantó la cabeza y dijo vivamente: –Pero ¿esto es verdad padre? yo creía que predicabas.

Conste que no predico, lector benévolo, y fíjate sólo en si lo que voy a decirte es o no es verdad. Sigo copiando:

“Desde la mujer pública, que libremente pasea a todas horas, hasta el anuncio de obscenidades escénicas, libremente expuesto en todas partes, pasando por una inacabable gradación de sugestiones, el ciudadano padece una verdadera coacción de inmoralidad. Si esta supremacía de excitaciones viciosas, proporcionadas siempre con fines lucrativos, es perjudicial para el adulto, es fatalísima para el niño, forzado a atravesar los dominios del vicio para acudir a la escuela.”

Así plantea el problema de la inmoralidad en la calle, la revista española a que me referí en otro artículo dedicado al Cinematógrafo. Ha abierto, como dije, una interesante información sobre estos temas, recibiendo contestaciones de personas que militan en bandos muy opuestos, y entre ellas, –otra señal de los tiempos– de algunas señoras.

Pero, ¿cómo moralizar la calle? ¿Cómo neutralizarla, por lo menos, desde el punto de vista del decoro público?

“Si nos fundamos en el hecho de que la inmoralidad de la calle corrompe a los niños y deshace o perturba la sacratísima labor educativa del maestro, ¿podríase legalmente conceder a éste jurisdicción sobre las calles que circundan su escuela para la limpieza moral de las misma?”

Por mi parte, dudo mucho que encontremos, hoy por hoy, una forma eficaz de realizar este pensamiento. Ni la jurisdicción única del maestro o mancomunada ni otras instituciones análogas, confío en que sirvieran para gran cosa en la práctica. Un poco más confío en los mismos niños, cuya candorosa indefensión les defiende mejor de lo que parece, contra tantas cosas equívocas como se reflejan en sus ojos claros y limpios.

Es, sin embargo, muy digna de ser subrayada esa nueva orientación. Hasta hoy, cuando se hablaba de perseguir la inmoralidad callejera, se pensaba en el policía: ahora se piensa en el maestro. La sustitución responde a un cambio en todo el sistema de las ideas. Al Estado-policía –l'Etat-gendarme– ha sucedido, en el espíritu moderno, el Estado-maestro. Parecía antes que la función esencial del Estado consistía en asegurar jurídicamente el orden público: hoy parece más bien que su misión primera es la educación.

Y la propuesta de esa nueva jurisdicción, de ese fuero de paz concedido al maestro, tiene otro aspecto igualmente interesante. Se tiende a que la acción del maestro salga fuera de la escuela. Tendencia general contemporánea que se manifiesta en multitud de obras e instituciones extraescolares.

Ya lo decía Peztalozzi: La cuchilla que separa la cabeza del tronco en el ajusticiado, no es tan cruel como esa separación entre la escuela y la vida. Resulta todavía en nuestro tiempos. La vida libre social es poco educadora: la escuela es poco social, poco libre, poco viva.

La escuela y la calle son dos mundos separados, antagónicos, defectuosos ambos. ¿Que pensará el niño? En la calle, la más triste inmoralidad; en la escuela, una moral sin aire de la calle, una moral de moralejas convencional, seca, también triste. Hablo en términos generales y con todas las salvedades que son de rigor. Si la acción de la escuela se desborda hasta la calle, ganará la calle, pero no ganará menos la escuela. Ya no basta que los maestros digan con el Maestro: “Dejad que los niños vengan a mi.” Nuestro siglo sale en busca de los niños.

Si cada uno de nosotros se pregunta lealmente: ¿Qué debo a la escuela, desde la de párvulos hasta el Doctorado? ¿Qué debo a la calle, a la vida libre, desde las faldas de mi madre hasta lo que ahora leo, oigo y veo en los periódicos, en el café o en el teatro? Creo que casi todos responderemos que las ideas más vivas, las preocupaciones más intensas, los sentimientos más consolidados en el carácter, no provienen de la escuela sino de la calle.

Si yo pudiera tener en mi mano derecha la dirección espiritual de todas las escuelas de España, y en mi mano izquierda la de todos los teatros y periódicos, mi primera mirada sería para la mano izquierda. ¿Por qué, pues, no atendemos a la calle, considerándola como un factor esencialísimo en el problema de la educación nacional?

Quizás la escuela del porvenir sea sólo una especie de laboratorio donde los muchachos adquieran los instrumentos del trabajo intelectual y aprendan a trabajar. Pero el trabajo propiamente dicho, la adquisición de la cultura, eso se hará en la calle.

¿Cómo habrá de ser la calle entonces? Pensad en teatros al aire libre, periódicos repartidos a todo el mundo, museos, jardines, campos de juego, organizaciones sociales, monumentos, actividad pública... Pensad en ciudades de las que sólo fuese un torpe atisbo aquella Atenas “baluarte de la Hélada,, muro divino coronado de violetas”, en cuyas columnatas de mármol los hombres hicieron de su propia vida una maravillosa obra de arte.

Luis Zulueta

De “Nuevo Mundo”, Madrid.