Filosofía en español 
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La cuestión del cinematógrafo y la de la moral de la calle

[ Cipriano Montoliu Togores ]

Contestación al cuestionario sobre la moral del Cinematógrafo

Sr. Director de la revista Cataluña.

Muy señor mío:

Aunque hubiera deseado poder contestar antes a su atenta invitación, tal vez, en resumidas cuentas, resulte ventajosa mi involuntaria tardanza, pues la verdad es que al leer la nutrida y variada información que bajo el título “La Cuestión de la Moral Pública” ha venido insertando su revista, casi me parece que todo lo que hay por decir queda dicho en aquellos interesantes escritos.

Sorprende en ellos agradablemente la unidad de su tono y la gran paridad en la apreciación de los hechos, tratándose como se trata de plumas que militan en los bandos más opuestos, nueva señal de los tiempos que no es la primera vez que anoto y que hace concebir halagüeñas esperanzas a los que tanto ha que laboramos por obtener una mayor cohesión entre nuestros elementos sociales.

En lo que a la apreciación de los hechos se refiere, paréceme decisiva la interesante exposición estadística del Sr. Mercader{1}, que demuestra palpablemente la profunda gravedad que ha alcanzado nuestra dolencia colectiva al amparo de principios que, parodiando un famoso lema, podrían sintetizarse en el grito: ¡Sálvense las instituciones y húndanse las costumbres!

En cuanto a las causas inmediatas y a los remedios oportunos hay que agradecer al Sr. Maragall{2} el feliz levantamiento de la cuestión particular planteada en el interrogatorio a una cima superior que nos muestra en forma panorámica el estrecho enlace de aquel caso concreto con las más graves cuestiones en que se agita la conciencia moderna. Venga en buena hora la revisión de valores de que tanto en arte, como en ciencia, como en moral, como en política, empiezan a ser vivamente objeto los principios más fundamentales que el siglo XIX parecía haber consagrado. Tal es precisamente mi actitud con respecto a los mismos, y por satisfecho me tendría aunque otra cosa no se lograra con ello que suscitar una inconmovible falange de conscientes cuestionadores (el polo opuesto de los antiguos sofistas) ante toda imposición mental, sea de la categoría que sea y venga de donde venga.

Parecerá tal vez contradictorio, ser yo un socialista convencido, (socialista, entiéndase bien, en el sentido de creyente en el devenir de la identidad social; aunque no en dogmatismo alguno con el cual, quien sabe cuan oportunamente, se pretende apresurarlo); parecerá digo, tal vez contradictorio, que yo intervencionista en principio me oponga a toda intervención de la Autoridad en los graves abusos contra la moral pública que con razón se denuncian. Pera basta observar cuan lejos está hoy entre nosotros la autoridad de representar el espíritu colectivo –condición indispensable para que lo sea de verdad– para comprender los recelos con que veo, hoy por hoy, todo acto emanado de la misma, cuanto mas aquellos que afectan a nuestro fuero interno. ¡Aplicaos, cada cual en el dominio de su conciencia, a ser una verdadera e inexorable autoridad, señores conservadores, y veréis como el “principio de autoridad”, de cuya decrepitud tanto os doléis, se levantará y se impondrá por sí solo, haciéndoos gracia de vuestros indispensables muletas!

Y lo que digo de la autoridad en general, no hay para qué multiplicarlo, tratándose del Maestro. ¿Será por ventura el Maestro algún super hombre a cuya conciencia y diligencia impecables sea preciso desde luego confiar las funciones policíacas abandonadas por los agentes gubernativos y judiciales? Dejemos en paz el Maestro en su escuela, que bastante tiene que hacer en ella, y cuide él de la policía escolar, como la autoridad civil debe de hacerlo con la urbana.

¿Cómo y dentro de que límites deberá ejercer esta sus funciones? He aquí la cuestión. Cuestión, como todas las de su género, muy fácil y muy difícil de contestar. Aplíquese la ley, dirá el espíritu superficial, y si esta es deficiente enmiéndese en lo menester. Pero, volviendo sobre lo indicado, lo cierto es, que de poco o nada servirá la mejor legislación si no se apoya en el dictado de la conciencia individual. Robustecer el carácter, levantar el espíritu, iluminar la conciencia de todos y de cada uno, he aquí lo necesario.

¿De qué modo? Ahora sí que entra el papel del Maestro, como también el de predicador y el escritor, el poeta y el artista, todos los que como aquél, por la naturaleza de sus ministerios tienen cura de almas. Aquí, sobre todo, el papel de aquella heroica falange que hay que suscitar a toda costa. Y perdóneme, en este punto el maestro Maragall, que con el mayor respeto salga al encuentro de ciertas apreciaciones suyas con que pretende combatir a los instrumentos modernos de nuestra desmoralización. Sea el que fuere el juicio que el fonógrafo, el cinematógrafo, el telégrafo, la prensa, y cuanto otro chisme se quiera añadir, nos merezca a tí o a mí particularmente, es, a mi parecer, pura pérdida el tiempo y el esfuerzo que se gaste en maldecirlos. Soy en este punto concreto el Ruskiniano de siempre y con esto queda expresado el concepto que particularmente me merecen. Pero, si bien es cierto según dijo un escritor anglo-sajón que, aunque muchos de sus paisanos y no paisanos parezcan olvidarlo, “se puede ser un salvaje y usar del teléfono”, no es menos cierto que todos estos instrumentos de progreso o de regreso, tómese como se quiera, son hoy día realidades incuestionables, al mismo título que el lenguaje lo sería para el hombre primitivo o la cola prensil para el mono. Dúdese cuanto se quiera de su eficacia para los altos fines de la humanidad, pero no concibo con que título pueden despreciarse como instrumentos accidentales de relación humana. ¿Abominaremos acaso del aire que respiramos porque es impuro? No, antes bien aprovechemos el tiempo y purifiquémoslo. Es esto tan evidente, que hasta parece tiempo perdido el afirmarlo; tan cierto es que la fuerza irresistible de los hechos no puede contrarrestarse con palabras, pues que al que tal se atreva sus actos mismos le desmentirán cada paso. Si tanto desconfía él de la prensa, ¿podrá decirnos por qué se sirve de ella aunque sólo sea para censurarla?

No ha mucho que hallándome en Bruselas, estudiando sus admirables instituciones sociales, visité su magnífica Casa del Pueblo. Había examinado atentamente una por una todas las múltiples y variadas secciones y dependencias de aquel poderoso y complicado organismo de positivo progreso, pero el alma de la Casa, me escapaba. No acertaba a comprender la fuerza íntima, la virtud inmanente que por necesidad debía infundir vida y carácter a todo aquel informe agregado de vagas iniciativas. Supe que allí funcionaba un teatro popular y una noche quise verlo. No valía la pena, me habían dicho: una velada ordinaria, cinematógrafo a diez céntimos butaca. Un gran gentío de hombres, mujeres y niños de la más humilde condición ocupaba la inmensa platea y las galerías superiores. Las películas, todo lo artísticas que el género permite, eran casi todas novelescas, pero de asunto moral y no dudo que, aun a los ojos más austeros, altamente edificantes. Confieso que al ver el desenlace pudibundo de un drama amoroso mi instintiva perversidad latina me hizo volver los ojos hacia los grupos obreros, esperando ver en sus labios la maliciosa sonrisa entre nosotros habitual en tales casos. El silencio era profundo, la atención absoluta, la aprobación se dibujaba en todos los semblantes y una salva de aplausos resonó en el teatro al terminar, la película. La experiencia se repitió a menudo aquella noche. Cuando se levantó la blanca pantalla en el primer intermedio una extraordinaria visión apareció en el fondo del escenario. Un rostro gigantesco de rasgos nobles y dulces, ajos de ensueño, boca piadosa y frente divina, parecía desde la tela en que estaba pintado dar una secreta bendición a la tosca asamblea. Era una cara de Jesús, según me dijo un muchacho vecino, obra de un socio aficionado que había hecho don de ella a la casa. Un Jesús socialista, el hijo del pueblo y el padre del pueblo, el hombre divino a simple fuerza de ser humano y a quien, por eso mismo, aquel pueblo incrédulo, tal vez ateo, seguía venerando instintivamente como un gran ídolo. Entonces sentí levantarse el velo que me impedía comprender la fuerza íntima, la virtud inmanente que sostenía aquel soberbio alcázar de los humildes. Y salí de él preguntándome: Fórmula, dogmatismo ¿qué importa? ¿No merece cuando menos tanto respeto esta nueva religión laica, como las que le han precedido y las que tal vez la sigan? Si la panacea del socialismo militante logra fundir en una aspiración superior y en un fraternal abrazo el alma popular descarriada y dispersa, ¿en méritos de qué principio verdaderamente religioso podrá condenarse?

Conclusión: En concreto, echaremos mano de todos los instrumentos a nuestro alcance para combatir la podredumbre moral que nos invade, principiando precisamente por aquellos que más se utilizan a tan bajos fines. Pensemos que su nobleza o bajeza positivas, no son en su mayor parte, más que un producto de las propias manos que los emplean. En general seamos humanos ante todo y tengamos fe en el corazón del hombre. Tengamos por sagrados sus ideales y no dudemos que, sean los que fueren, ellos constituyen el secreto impulso de toda vida y progreso. Fomentemos los que existan, y allí donde falten preocupémonos ante todo en sembrarlos. ¡Una fe, sea la que sea, no importa! Algo que saque al hombre de sus tristes casillas que le libre de la lóbrega prisión de su propio yo. He aquí el fundamento único e insustituible de toda virtud, sin el cual toda moral es palabra vana. Engancha tu carro a una estrella, decía Emerson.

Su muy affmo. amigo y s. s.

C. Montoliu.

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{1} Véase el número 210 de Cataluña.

{2} Véase el número 213 de Cataluña. Poco podría yo pensar, al escribir en Noviembre estas líneas, que no debían publicarse en vida del amigo y del maestro, por mí tan venerado. Duéleme especialmente esto en el alma, por cuanto, como verá luego el lector, se trata aquí de contestar a ciertas apreciaciones del maestro, que interesa a todos vivamente discutir. Y por eso, ya que en la esfera de la ideación, como diría él mismo, la muerte no existe, que, aun a riesgo de irreverencia, bien meditado el caso, he optado por mantener mi escrito en su integridad. Un nuevo motivo de duelo para el que escribe estas líneas, pensar que jamás recibirán la siempre atenta y luminosa atención de sus benignos y sonrientes ojos.