Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Celestino José Félix, S. J. (1810-1891) ]

variedades

Conferencias del Reverendo P. Félix, de la Compañía de Jesus, en la Santa Iglesia Metropolitana de Nuestra Señora de París durante la cuaresma del año actual. Cuarta conferencia.

La negación materialista, ante la psicología y la moral

Monseñor: La negación naturalista se da como el resultado general del conjunto de las ciencias, y negando la realidad sobrenatural, suprime la cumbre de la ciencia; es decir, la ciencia teológica propiamente dicha. Por su parte la negación panteísta, se da como la más alta expresión de la ciencia metafísica, y negando la relación natural entre el mundo y Dios, destruye y trastorna todas las nociones de la metafísica. Ya hemos demostrado en nuestra última conferencia cómo la negación atea, que pretende derramar la luz en todas las esferas del saber, no lleva en realidad más que las tinieblas, apagando con la idea misma de Dios la luz de las luces. Hay un ateísmo filosófico que suprime la filosofía; hay un ateísmo cosmológico que destruye la cosmología; hay un ateísmo psicológico que destruye la psicología; hay un ateísmo crítico, que destruye toda crítica; hay, por último, un ateísmo histórico que anonada la ciencia de la historia, hay en una palabra, un ateísmo científico, cuyo resultado necesario es dar muerte a la ciencia.

Así, asistimos a una obra de demolición y de oscurantismo, a propósito para hacer reflexionar a los hombres que elevan su mirada para distinguir la marcha de los espíritus. Una vez desprendidos del infinito por la ruptura de los lazos sobrenaturales que les unen a su elevación, los espíritus siguen un movimiento descendente que los aleja cada vez más de las regiones de la plena luz, y los conduce a la región de las tinieblas; que los separa del polo de las afirmaciones completas, y los lleva al polo extremo de las supremas negaciones.

Nada debe admirar menos que esta marcha de las inteligencias. Los errores se enlazan como los eslabones de una cadena: cuando un hombre o un siglo se apega a uno de estos eslabones, atrae toda la cadena, y así se va de error en error, del infinito hasta la nada. Ya hemos demostrado que la negación naturalista impulsa hacia el panteísmo, y la negación panteísta encamina hacia el ateísmo, marcando cada una de estas negaciones un progreso en las tinieblas y un progreso en la ruina.

Hay una cuarta negación, que es la consecuencia de las otras tres; es la negación materialista. Después de la negación de la realidad sobrenatural, después de la negación de las relaciones naturales entre Dios y el mundo, después de la negación explícita del mismo Dios, viene inevitablemente la negación del alma. El alma es en la creación el más bello reflejo de la naturaleza divina, es la grande imagen de Dios; y quien tema a Dios siente la necesidad de ocultarse a su imagen. También cuando el genio de la negación cree haber exterminado enteramente en la ciencia la noción de Dios, le importuna siempre una cosa: es la imagen de Dios resplandeciente hasta sobre la frente del hombre; y veis a los mismos demoledores impulsados por el mismo instinto y armados de los mismos sofismas, trabajar en desnaturalizar y después en exterminar enteramente, con el alma humana, el supremo vestigio de la divinidad, exclamando: «No más Dios, no más alma.»

Henos aún aquí en presencia de un triste asunto; el materialismo: hay en su misma naturaleza no sé qué de repente, que se necesita para mirarle hacerse a sí mismo una especie de violencia. Pero en la vía de las negaciones y sobre este camino de ruinas en que hemos entrado, fuerza nos es ir hasta el fin.

Es menester que sepáis, y no lo podéis dudar, a dónde pretenden conducirnos a nombre de la ciencia todos esos orgullosos discípulos de la negación que se reconocen en su conspiración contra la luz como la posteridad legítima del príncipe de las tinieblas. Voy a demostrar que hay entre vosotros hombres que dicen: «No tenéis alma: como sustancia distinta de vuestro cuerpo, vuestra alma no es más que una quimera; es la quimera humana, como el Dios distinto del mundo es la quimera divina.» Probaré además que estos sistemas que alteran el alma o la suprimen, reducen la organización humana a las proporciones de un simple mecanismo, donde el fatalismo más absoluto toma la plaza de vuestro libre albedrío, y aquí aún, fiel al plan que nos hemos trazado, mostraremos las ruinas que estas teorías, horriblemente degradantes y anti-científicas, hacen en el imperio del conocimiento: veremos cómo el materialismo, negando el espíritu, destruye toda la psicología, y cómo negando la libertad, destruye toda la moral.

Inútil es, señores, repetir, que yo me refiero a las ideas y no a las personas, y que me siento dispuesto a abrazar con el corazón a todos aquellos a quienes me veo forzado a combatir por la palabra.

El materialismo acabamos de ver que suprime la ciencia psicológica, porque es la negación del espíritu. Pero el materialismo va más lejos; suprime la ciencia moral, porque él es la negación de la libertad.

La libertad es esencialmente un atributo del espíritu. Toda materia, tan impalpable, tan etérea, tan sutil como se la suponga, es esclava de las leyes que la gobiernan, está apegada al yugo de la fatalidad. Reducir todo el hombre a la materialidad, equivale a despojar de su vida la gloria de su libertad; porque todo materialismo engendra el fatalismo. Más o menos declarado por su padre, el fatalismo lleva la marca de su descendencia y dice al demostrarse: Yo soy el hijo mayor del materialismo. En vano ciertos materialistas, ruborizados por su propia degradación, rechazan al fatalismo y reivindican el honor de la libertad; la libertad que ellos ponen en su palabra, muere pulverizada por la violencia de la materia, que forma toda la vida.

Así, este materialismo de escuela de que hablábamos poco há, es llamado a explicarse sobre esta sencilla cuestión que toca a la esencia de la libertad. ¿El hombre que ha querido una cosa, habría podido en el mismo momento querer otra? Sí, responde el fisiólogo. «Pero por la actividad preponderante de tal o cual función cerebral, distinta de la que le ha determinado.» Ya lo veis, la preponderancia de tal función cerebral, es decir, de tal presión de la fuerza material, es la suprema razón de nuestra elección. Y ved ahí el libro albedrío que el materialismo deja subsistir sobre las ruinas del alma, en el reino absoluto de la materia.

Pero en vano se cubre el materialismo con una máscara de libertad; esta máscara no puede conservarse; debe caer tarde o temprano por la fuerza misma de las cosas, y he aquí que un materialismo se ha presentado ante nosotros más atrevido, más sincero, más lógico, y este materialismo se proclama él mismo como el reino absoluto de la fatalidad; es el fatalismo doctrinal, el más completo y el más brutalmente sincero que jamás ha podido verse.

El materialismo de que hablo se identifica con el ateísmo filosófico de que hablamos en nuestra última conferencia. Toma para su punto de partida estas fórmulas audaces que consagran el imperio absoluto de la fatalidad, y no dejan ni aún en el orden moral, un lugar a la libertad: «el mundo es una jerarquía de necesidades, es un mecanismo universal.» «El universo se sostiene por una fuerza interior y apremiante que sumerge en el corazón de toda cosa viviente, las tenazas de acero de la necesidad.»

Estas fórmulas prodigiosas de audacia son el resultado verídico y la abreviación sincera de todo un sistema filosófico del mundo material, animal, humano, religioso y social, en el que la libertad del hombre muere bajo el ángulo de hierro y en las tenazas de acero de esta necesidad, que está en todas partes y que solo explica el origen, la razón, la marcha y el movimiento de todo. Es en el sentido más riguroso, el mecanismo aplicado a los movimientos de todos los seres. Hablaba hace poco de un materialismo de salón y de un materialismo de escuela, materialismo artístico y fisiológico: he aquí lo que yo llamo un materialismo de taller: es a la letra el materialismo mecánico, poniendo el mecanismo en todo y la libertad en nada.

He aquí en pocas palabras una abreviación de este sistema condensado así, pero tan imparcial como es posible. En la economía general del mundo y en el orden universal de las cosas, las sustancias y las causas no son más que entidades quiméricas que la imaginación crea detrás de los hechos y después de los fenómenos. No hay en la realidad más que hechos enlazados con relaciones necesarias, y todos estos hechos se producen en virtud de la necesidad que los gobierna.

Colocad en presencia uno de otro dos hechos ligados por una relación: es menester que el uno produzca la otra: así el calor, puesto en relación con el hierro, causa la dilatación de este: así otros fenómenos, así operaciones y funciones de la vida misma. La vida es el fin, las operaciones son los medios. La vida necesita las operaciones, como una definición necesita sus consecuencias. Os ahorro la explicación de detalles.

Así en todo, el análisis conduce a este mismo resultado, a este mismo descubrimiento.

El secreto supremo del mundo, organizado o no, es una sucesión de hechos enlazados por relaciones necesarias.

Si este sistema que reduce la universalidad de las cosas a una sucesión de fenómenos y a una jerarquía de hechos enlazados por la cadena de la necesidad, se detuviera en el mundo puramente material, tal vez pudierais no ver, más que una terminología bizarra, una especie de fantasía del lenguaje filosófico. Pero el sistema va más lejos, lleva sus tenazas de acero y su necesidad apremiante hasta el corazón de todos los seres vivientes, comprendido el hombre; se aplica al mundo moral como al mundo físico. Son los mismos autores de la teoría que tienen cuidado de proclamar: sí, «esta jerarquía de necesidad, que es la esencia de todas las cosas, gobierna al mundo moral, lo mismo que al mundo físico. La sola diferencia que separa los problemas morales de los problemas físicos es que las medidas y las direcciones de las fuerzas no se dejan evaluar y precisar en los primeros como en los segundos. Una necesidad moral, una facultad moral, son cantidades capaces de grados, como un peso y una presión; pero estas cantidades no son mesurables como la presión y el peso. Los medios de relación no son los mismos.

Pero de una y otra parte, la materia es igual, las fuerzas, las direcciones, los tamaños , las cantidades; y en los unos y en las otras, en lo moral como en lo físico, el efecto final se produce según la misma regla; es decir, en virtud de una necesidad inevitable.»

Es difícil imaginar errores más monstruosos expresados con una seguridad más aterradora; y es un fenómeno tan curioso como desconsolador, ver instalarse semejante sistema sin inconveniente alguno en medio de un siglo que solo se habla de libertad, como la ironía más picante y más amarga de nuestras aspiraciones liberales y de nuestros ensueños de independencia.

Con esta teoría despótica, que tiene a la humanidad cautiva en una red de necesidades, adivináis ya en lo que han de venir a parar todas esas grandes cosas que llamamos un hombre, un escritor, un héroe, un pueblo, una literatura, una civilización, una historia. El hombre es un teorema que marcha. Un escritor, para hablar el mismo idioma es un silogismo que se mueve; y un héroe no es más que un mecanismo que se defiende. Sus acciones extremas sólo son las grandes tensiones de la máquina; y para comprenderla solo hay que mirar la máquina, la manera con que circula su sangre y cómo vibran sus nervios.

¿Qué es una literatura? Es un grupo de fenómenos intelectuales, determinables por el análisis y reductibles a una ley.

¿Qué es una historia? Nada más sencillo: es un problema de mecánica aplicado a la humanidad y a los sucesos humanos.

¿Qué es una civilización? Un resultado de fuerzas materiales: especialmente el resultado fatal de estas tres cosas: la raza, el centro, el movimiento. Estas tres fuerzas unidas engendran fatalmente todo un sistema de efectos que se llama una civilización.

¿Qué es el destino do un pueblo? Es el efecto combinado de las circunstancias, de sus facultades y de sus inclinaciones; efecto complejo pero irresistible: en otros términos es el resultado fatal de una combinación de hechos que no puede menos de ser.

¿De dónde viene el desarrollo y el progreso de una nación? Viene del empleo de su facultad superior. ¿Y esta facultad superior, de dónde procede? de la estructura original del cráneo y de la naturaleza del clima.

Así, pues, ved una filosofía de la historia tan cómoda como nueva. ¿Habéis descubierto el rasgo pronunciado del carácter de un pueblo? ¿Habéis, sobre todo, encontrado la forma auténtica, del cráneo de los antepasados? Pues entonces para vosotros ya está hecha la historia; podéis desde luego profetizarla, y vuestra profecía vendrá a ser la verídica historia. Tito Livio, para escribir la historia del pueblo-rey, no tenía necesidad de otra cosa: una vez encontrada la fórmula, la historia surge por sí misma como una geometría procede de sus axiomas. ¿Por qué Roma conquistó el universo? Porque era necesidad. ¿Y por qué era necesario? Porque la necesidad lo había escrito sobre la estructura del cráneo de los primeros romanos.

La Providencia y la libertad nada tenían que hacer en ella absolutamente. La historia del pueblo-rey, deducida de la forma encefálica de los antepasados, y profetizada por los cronólogos o los fisiólogos de la Roma antigua, hubiera sido mil veces más infalible que todos los vaticinios de los oráculos sibilíticos. Y lo que se dice del pueblo romano debe decirse de todos los pueblos, como es menester decirlo de todos los hombres. En una palabra, todos los sucesos de la vida de un pueblo, como todos los actos de la vida de un hombre, están sujetos de antemano a esta cadena de diamante que enlaza de un extremo a otro el conjunto de las cosas en esta inmensa jerarquía de necesidades construida por el genio del materialismo mecánico.

Tal es, señores, el resumen imparcial de este materialismo que se confiesa, y si puede decirlo, que se alaba y se cuadra en su misma grosería; y es tal la impresión que nos deja, que después de haber leído y releído, se pregunta uno si no es víctima de una pesadilla o de una mistificación. No esperéis que yo os demuestro aquí, cómo, bajo el punto de vista de la filosofía, aun la más vulgar en el fondo, en la cima y en la sima de este sistema, el absurdo encadena al absurdo. Esta jerarquía de necesidades que todo lo abrevia, no es más que una jerarquía de mentiras que nos engaña; sobre todo, es una máquina de la que cada rueda es un error.

No necesito decir todo lo quo hay de insensato en este fatalismo universal y sistemático, que confunde, a fuerza de cerrar los ojos, estos dos mundos eternamente separados por la naturaleza misma de las cosas, y cuya separación profunda se ha revelado al genio de toda la humanidad, al mundo de las fuerzas libres, y al de las fuerzas mecánicas; en otros términos, al mundo moral y al mundo físico.

En vano confundís las cosas para obligarles a su pesar a entrar en el cuadro de vuestros sistemas geométricos; en vano queréis arrastrarnos con nuestras libres voluntades, por ese rodaje de vuestro mecanismo fatal; la humanidad existe con una elasticidad invencible a esas brutales coacciones. Nuestra persona humana, fija en voluntad soberana, desde lo alto de su dignidad real, se ríe con soberbio desdén, de esas tentativas de aplanamiento que pretenden reducir la potencia y la majestad del hombre a las proporciones de la fuerza maquinal.

¡Ah! vosotros olvidáis que las fuerzas libres que constituyen la grandeza del hombre se escapan por su naturaleza misma de las leyes de la mecánica: olvidáis que nuestra vida moral tiene delicadeza, espontaneidad, sobresaltos y deseos insaciables a las opresiones de la fatalidad, y que resiste a la pujanza de la máquina y al rigorismo del cálculo por el imperio del libre arbitrio y por el poder de la imprevisión.

Allí donde se posa la personalidad humana en la plenitud de su vida y la posesión de sus facultades, no tratéis de aplicar la teoría de las fuerzas mecánicas: la libertad descompondrá esas teorías angulosas de una vida esencialmente espontánea: romperá por medio de su misma espontaneidad la grosera red en que intentáis enredar sus movimientos: y vuestra ciencia fatalista y vuestra filosofía mecánica quedarán para siempre expulsadas por la verdadera filosofía y por la verdadera ciencia de nuestra vida.

¡Ah! esta monstruosa jerarquía de la necesidad que resume todos los misterios del mundo y de la vida: esa madeja de fuerzas opresoras que confunde en una fatalidad idéntica todas las espontaneidades de nuestra existencia: en una palabra, esta generalización de la fuerza mecánica que no deja lugar alguno a esa suprema gloria de nuestra vida que se llama la libertad, ¡ah! tiene algo tan contradictorio con el sentido el más íntimo de la humanidad, ha sido de tal modo desmentida por toda la historia del género humano, que como hipótesis que toma su semejanza, no merece siquiera el honor de ser discutida delante de la razón y del buen sentido!

La razón y el buen sentido dicen aquí lo mismo dentro de la gran alma del pueblo, que dentro de la de los filósofos, sublevando contra esos atentados a nuestra dignidad y generosos impulsos. ¡Atrás esos sistemas que me deshonran, que me prosternan con un oprobio supremo! ¡Qué! exclama la humanidad herida en su gloria y en su majestad, ¿no basta que me despedacéis el alma y me hagáis rodar de las sublimidades del espíritu en vuestras categorías zoológicas? ¿Es necesario, por ventura, que caiga también como la última molécula de la creación bajo la ley de la mecánica? Qué ¿no basta a vuestro deseo el convertirme en un animal, en un simple animal humano, desprovisto de honra y rival en ciencia del orangután? ¿No basta a vuestra necesidad humillar de ese modo toda la raza humana, que necesitáis arrojarme de la fuerza animal a la mecánica?

Sí; de caída en caída, de degradación en degradación, a mí, la reina de la creación, vedme, lanzada del espíritu a la irracionalidad, y de esta a la mecánica: en fin, tales sistemas no se discuten en presencia de hombres a quienes se pretende honrar, esos sistemas se miran desde toda la altura del desprecio y se les cubre con el manto de la piedad, si no con el de desdén, y se dejan pasar.

Pero, señores, si la aplicación de este sistema de fuerzas mecánicas en todos los movimientos de la vida, racionalmente no se puede discutir, hay una cosa en él, sin embargo, que es preciso tomar en consideración; esta es su comportamiento moral. He aquí, pues, el comportamiento moral: la supresión de todo lo moral: la destrucción absoluta de todo un orden de conocimientos que se llama la ciencia de las costumbres. La vida, en sus detalles como en su conjunto, estando reducida a la fatalidad que gobierna el mecanismo, obstruye desde luego la insondable sima que separa al mundo moral del mundo físico. No hay, pues, en ella, por lo tanto, ciencia de costumbres, ni puede tenerla por ello. Del mismo modo que suprimiendo directamente el espíritu, el materialismo fisiológico suprime la psicología o la ciencia del alma, el materialismo mecánico, al suprimir directamente el libre arbitrio, suprime toda la moralidad de los actos humanos.

Yo podría citar aquí, con los grandes moralistas todos los manantiales de donde la ciencia moral hace brotar la moralidad de los actos humanos, y mostraros cómo el materialismo de que os hablo cierra y obstruye de un solo golpe todos esos manantiales a la vez. Yo me concreto a este solo punto: la libertad es la soberana condición, la suprema ley de la vida moral. La moralidad comienza y concluye con la libertad, y toda la moral agoniza y muere con ella.

Vosotros, pues, acabáis de verlo; el sistema de las fuerzas mecánicas suprime el funcionarismo de las fuerzas libres. El hombre, con todos sus actos, es un resultado de las fuerzas fatales; no tiene más que una rotación particular en la máquina universal, y su motor no es más que una fuerza libre: así pues, sentado este sistema radical, la fuerza libre implica una contradicción; no hay más que fuerzas fatales.

Pero ¡oh hombres! ¡cuál será el invisible testigo que la conciencia os traiga para volveros a la realidad de vuestra fuerza libre, a pesar de la armonía de tanta voz, cuyos ecos perdidos, atravesando montones de siglos, dicen ¡libertad, libertad!: es preciso tomar vuestro partido, porque así lo decreta el materialismo: vosotros sois esclavos de la fatalidad, esclavos de la máquina, sí; porque vosotros mismos no sois más que máquinas impotentes para resistir el despotismo de la necesidad: la nueva esencia lo anuncia, el materialismo triunfa, la libertad es vencida; ¡Oh libertad, libertad!

En vano nuestra razón te invoca, en vano nuestra dignidad se reivindica, en vano el mundo entero te glorifica y te sublima, en vano nuestra alma se siente henchida de tu aliento; el materialismo lo quiere y lo manda; ¡tú no eres más que un nombre!… Y tú, hombre esclavo de la necesidad que te tiene sujeto con tenazas de acero, avergüénzate enredado por una mano fatal en el mecanismo universal, toda vez que has hecho lo que debías hacer y no podías dejar de hacerlo, todos tus movimientos y tus actos, todas tus operaciones físicas, intelectuales y morales, estaban escritas por el dedo de la necesidad sobre inmutable bronce, y por más profundos y escondidos que estén para tí los resortes, por medio de los cuales la fatalidad hace mover tu vida, cualesquiera que sean las apariencias de libertad de que se lisonjee tu orgullo de rey de la creación; para tí no hay más que una cosa antes que todo, la necesidad; una cosa en todo, la necesidad; pero tu libertad es un fantasma, tu libertad es un espectro, tu libertad es un nombre, nada más que un nombre!

¡Ah! y siendo esto así, no podría yo preguntar con razón ¿pero ese nombre de dónde viene? Si dentro de nosotros no hay más que la necesidad, ¿cómo ha entrado en todas las voces humanas la palabra libertad? Y sobre todo, ¿cómo es que sale tan universal y necesariamente de la conciencia de la humanidad?

Pero, señores, una vez ahogada la libertad por la opresora mano del fatalismo, solo nos resta que recurrir a los demás problemas de la vida moral: ¿qué significan esas célebres palabras que tienen en todas partes intérpretes inmortales? ¿Quién podrá en adelante atribuir a esas palabras que parece que encierran en sus ecos la vida y la muerte de la humanidad, y cómo apoyar en esas palabras vacías la ciencia real de la verdad moral?

Y después, ¿qué hay que hacer con esas dos famosas palabras, el bien y el mal moral? La fatalidad ciega el abismo que separa el uno del otro. Si dentro y fuera del nombre la fuerza mecánica impera en toda su soberanía, ¿para qué son el bien ni el mal? Sí cada poder es impulsado a su función, y cada función a su resultado por una fuerza que oprime y triunfa fatalmente, ¿qué diréis entonces del bien y el mal?

Todo lo que es, es todo lo que debe ser, y todo lo que debe ser es bien, y no puede ser otra cosa. Si la eterna línea trazada en el fondo del alma es un límite inmóvil entre el bien y el mal, esta línea se borra, desaparece bajo la huella de ese monstruo del error que arroja el negro manto de la noche sobre las brillantes luces del mundo moral.

¿Y estas dos palabras que son como las anteriores, ecos distintos, el vicio y la virtud, ¿que serán en adelante en boca del pueblo? Vicio y Virtud, dos estatuas eternamente elevadas en el fondo de la conciencia humana, como las imágenes expresivas de la fealdad y la hermosura moral: la primera llevando sobre su frente la corona del honor, la segunda la diadema del oprobio: la una iluminada por los resplandores de Dios, la otra por los rayos de Satanás: la una comunicando en alas de la gloria, la otra hundida bajo el anatema del desprecio. Pues bien; esos dos tipos inmortales de la fealdad y de la belleza moral, esas dos figuras de la humanidad que se distinguen bajo un día tan brillante de las fulgurosas horas de la vida, ¿sabéis lo que vienen a ser, gracias a nuestro materialismo mecánico, en el orden moral donde tanta celebridad han adquirido? Frutos animales parecidos a los vegetales y minerales explotados por la industria.

Dispensad, señores, la trivialidad de mi lenguaje, traducción natural del groserismo de la grosería de las cosas, se ha explicado de este modo en propios términos: el vicio y la virtud son productos como el azúcar y el vitriolo: y he aquí lo que se deduce de esa ciencia moral que ha hecho la gloria y el honor de tantos genios: ¡la ciencia de los productos de la máquina humana en movimiento!

Así, pues, más vale el bien que el mal, más la virtud que el vicio en el verdadero sentido de las palabras; nosotros podremos añadir más justicia, más leyes…

Más justicia, y ¿por qué justicia? No hay otra justicia que el poder, ni otro derecho que la fuerza, lex justitiae nostra fortitudo est; la justicia no es ya una ecuación entre un acto libre y una regla inmutable, porque no hay ya ni lo uno ni lo otro: no hay más que fenómenos iguales y desiguales: no hay ya más que comparaciones entre fuerzas materiales y fuerzas mecánicas. Y desde entonces, ya lo veis, ya lo veis bien, mi justicia es todo lo que yo puedo hacer con los resortes de mi viviente máquina; mi propiedad es todo lo que puedo tomar; mi derecho lo que puedo hacer: y el límite de mi herencia no es más que la fuerza que me impele y la valla que me detiene.»

Más leyes: entiendo por leyes las que me obligan y sujetan una conciencia que ya no puede existir. ¿Y para qué esas leyes? os pregunto yo. ¿Para mandarme quizás lo que yo no soy libre de hacer? ¿Para prohibirme acaso lo que no puedo hacer? Vosotros mismos habéis dicho que el hombre es un animal que pasa la mayor parte del tiempo trabajando como un caballo o jugando como un mono: este animal, salvo algunas pequeñas particularidades, decís que es llevado a impulso de sus nervios, su sangre y sus instintos: la práctica añade además, que a fuerza de látigo el animal avanza: decís también que este hombre está loco, así como el cuerpo enfermo por naturaleza: y que la razón no es en él más que un resultado momentáneo y un bello accidente. ¿Y es para este hombre para el que hacéis las leyes? ¡Oh! no, basta de leyes, levantad barreras que contengan este loco cuya razón no es más que un bello accidente; basta de leyes, y procuraos unos cuantos gendarmes para conducir este animal a quien la necesidad azota con un látigo.

Más justicia; más leyes; añadamos ahora: más premios, más castigos.

¿Premios? ¿Para qué? ¿Para glorificar acciones, productos animales de una máquina de una actividad fatalísima? ¿Para ensalzar un heroísmo que no es más que la extrema tensión de mis fibras nerviosas? ¿Premios? ¿Para recompensar mis virtudes, es decir, para pagar el resultado necesario de mis pensamientos y de mis facultades dominantes? Tanto vale recompensar al animal que os surca la tierra, al árbol que os da sus frutos, a la máquina que os presta su industria. La recompensa sin el mérito es un contrasentido; y el mérito sin la libertad es una contradicción igual a la anterior: es el absurdo multiplicado por sí mismo. ¿Castigos? ¿Y qué pensáis castigar, os pregunto, en mis necesarios movimientos, en mis opresores impulsos, y mis operaciones fatales? ¿Qué significa mi culpabilidad y vuestra autoridad? ¿Mi violación de las leyes y vuestro derecho de castigar? ¡Palabras! ¡nada más que palabras! Mi delito es una irrisión; y vuestro derecho a castigar no es más que un sarcasmo, hijo de una mentira. No tengo ningún crimen de qué avergonzarme, vosotros no tenéis derecho de castigar.

Mi crimen proviene en efecto de un resorte que no anda y de una máquina que funciona, en cuyo caso vuestro derecho a castigar no es más que el resultado de la fuerza. Mi acción engendra la vuestra. Mi máquina impele la vuestra: sois más fuerte, aplastadme: pero no habléis más de crímenes que castigar ni de derechos que vindicar. Estas palabras no tienen ya lugar en el lenguaje humano, porque no tienen sentido en presencia de la razón. No hay más que una máquina, que vosotros rompéis de miedo de que se rompa ella misma: un perverso animal que matáis, para no ser devorados por él; un loco que encerráis por temor de que os contagie con su locura u os maltrate en la violencia de su frenesí.

Así todas estas grandes nociones primordiales que forman en el hombre el edificio del orden moral, se desploman unas tras de otras: todas esas antorchas luminosas que brillan en las profundidades de la vida humana para guiar a través de las sombras de esta triste vida el paso de la humanidad libre, todas esas antorchas se apagan y dejan al hombre arrastrarse como un animal.

Vegetar como una planta y moverse como una máquina en el seno de la pavorosa noche: noche más profunda y más horrible que todas las noches, en que se hunde el más criminal suicida, el que mata por sí mismo todo lo más grande hay en él, enterrando en su mismo sepulcro toda la ciencia moral, escribiendo en la lápida mortuoria de la misma este triste epitafio ¡el hombre-maquina!

Después de haber demostrado con el hombre la extinción de la vida moral bajo el soplo devorador del materialismo contemporáneo, hubiera deseado trasportar al orden social esa horrible doctrina, pero el tiempo se ha opuesto a ello, así como el objeto que me propuse. He contemplado ese gran teatro de la vida social, en todas sus agitaciones, en todas sus peripecias, en todas sus catástrofes: allí, entre otros fenómenos, he visto pasar esas tres cosas que dejan en la humanidad profundas huellas y sangriento rastro: las revoluciones, los desastres, los crímenes: revoluciones sociales, desastres populares, crímenes políticos.

Y yo me pregunto; bajo el punto de vista del materialismo de que hablamos, ¿qué debo pensar en adelante de esos crímenes que hieren la sociedad, de esas convulsiones que la agitan y muchas veces la hacen vacilar, de esos turbiones que la inundan y amenazan ahogarla en el mar de su propia sangre? He oído muchas veces a ese materialismo áspero, cruel y duro, responderme como la voz del destino: revoluciones sangrientas, necesarias: crímenes políticos, necesarios: desastres populares necesarios; hecatombes humanas, necesarias: asesinatos jurídicos, necesarios: catástrofes de pueblos y cataclismos de sociedades, necesarios. Y al oír estas palabras resonar en mi corazón como un canto fúnebre de la humanidad que lleva un cadáver en sus hombros, me digo ¡he comprendido hasta la última palabra del materialismo: anonadamiento del espíritu, extinción de la libertad, destrucción de la psicología, ruina de la moralidad, muerte, en fin, del corazón de la sociedad como del alma del hombre!

[ Tras la Noche de San Daniel, 10 de abril de 1865 ]

miscelánea universal

Vemos con dolor en el alma y con lágrimas en los ojos, el cuadro de nuestras pasiones que ha ofrecido Madrid en estos días de eterna memoria para el cristianismo.

En vez de visitar los templos y entregar el espíritu a la contemplación de los misterios religiosos; en vez del recogimiento propio del aniversario de la pasión y muerte del Salvador, la manifestación de los estudiantes, prolongada más allá de lo justo, explotada y avivada acaso por los enemigos del orden, ha dado margen a escenas poco edificantes, a lances sangrientos, que jamás debieron provocarse, siquiera por la alta consideración y respeto que merece la semana en que estamos, digna siempre de veneración.

Triste espectáculo también el de la prensa, aunque sin culpa suya, obligada a narrar hechos reprobados, a convertir en episodios sangrientos la lectura de sus columnas, en un tiempo en que el imperio es de la Iglesia; porque allí se reproduce el inmenso sacrificio del Hombre-Dios con todo su fúnebre acompañamiento de crueldades que la refinada maldad de los hombres agotaron en su santísima persona.