Filosofía en español 
Filosofía en español


Del progreso

¿De cuál progreso me habláis? —¿Es del que realizan los pueblos cuando a la voz de sus tribunos marchan sobre sus gobiernos, hollando a su paso las leyes e instituciones antiguas, dejando cual otra Medea el camino que recorre sembrado de los miembros palpitantes de los hijos de sus entrañas, la autoridad, la religión, el respeto a lo pasado, la tal cual felicidad presente, la confianza en el porvenir? ¿Es del progreso francés bajo Mirabeau o Ledru-Rollin, del romano bajo Mazzini, del Piamontés bajo Gioberti? ¿De ese progreso, que se cifra en derechos para el pobre pueblo, y se resume y termina en poder sin límites para la muchedumbre, o para los Clodios y Robespierres que en su nombre mandan, porque la muchedumbre, cuando una vez ha olfateado la sangre o el incienso, es un monstruo que solo reconoce por amo a los que personifican sus vicios brutales y sus instintos de destrucción?

Lo tengo por un decidido retroceso, por un paso de gigante dado en la ruta de la perdición. Y no sirva decir no, no proclamamos el imperio de los perversos sobre los buenos, el de la ignorancia sobre la inteligencia, el de la fuerza sobre el derecho, el imperio de la ciega fatalidad y del capricho de los acontecimientos en las cosas humanas; nos horrorizamos de Catilina, como de Marat y de Proudhon. Si lo decís de buena fe, es una inocentada; si abrigáis un pensamiento de ruina, es una miserable hipocresía. Los principios son más fuertes que vuestras declamaciones, y sus consecuencias, cual torrente, arrastran a los ilusos como a los malvados, como a los imprudentes, como a los generosos que osaron desde luego combatirlos. Si en el cimiento del nuevo edificio social, si por su piedra angular colocáis el desprecio de lo antiguo, la usurpación de la soberanía social que no está en manos del hombre, el apoteosis del yo humano y del momento presente, tras de ese principio, no lo dudéis, vendrá con tanta seguridad la anarquía, es decir, el imperio de todos y de ninguno, la dominación brutal de la muchedumbre, y a su sombra de los más viciosos de entre ella, de los más intrigantes y perversos, como puede tener el que planta espinos, de no coger rosas, y el que siembra vientos de cosechar tempestades. Tras de Mirabeau, Robespierre: tras de un 24 de febrero, un 21 de junio.

La autoridad, base del orden civil, es una cosa santa; Dios no la ha dejado a la merced de los hombres; se la ha reservado, para marcar con el sello de sacrílegos a los que la violan, ola profanan, o de cualquier modo trafican con ella; existe encarnada en un orden de cosas, si este orden se halla estatuido por la ley y apoyado por la costumbre, y si es de restaurarse orefundirse, lo que, pocas veces sucede, se refugia en la visible intervención de la Providencia, que cuando ha decretado la ruina de los imperios, los abandona a su ceguera, y suscita razas nuevas u hombres nuevos, destinados a servir de núcleo al nuevo orden de cosas.

El paganismo dejaba pesar sobre el corazón de la humanidad el plomo de la fatalidad, y a las sociedades que progresaban un poco como no había depositado en su seno la vida de una moral eterna superior a la victoria y a la desgracia, las abandonaba sin remedio a los ataques alevosos de una desenfrenada corrupción y de una prematura decrepitud. La sociedad cristiana vive y vivirá eternamente, porque siente en sus entrañas el soplo de Dios que la ha llamado la vida; su palabra, que la asegura de que se encontrará a su lado hasta el fin de los siglos, y de que llevará en sus manos las riendas de su supremo gobierno: per me reges regnant et legum conditores justa decerment. Proclamar en medio de esta brillante verdad la soberanía popular, e interpretarla como la filosofía moderna, haciendo de ella el alfa y el omega de la política, es proclamar la noche en medio de un claro día; es evocar el paganismo, ha ya tantos siglos sepultado. La moderna sociedad no vive solo de libertad, que vive de organización, y sobre todo, de organización cristiana.

Hay una sociedad en que este paganismo político se ha ensayado en toda su pureza, y sin oposición de ningún género: el pacto social se ha encargado de regenerar una sociedad virgen, después de haberla denigrado en sus libros, y por la trompeta de sus oráculos. Oh inhumana filosofía, ¿qué has hecho de nuestras Américas? ¿Qué se hizo en tus manos de su edad de oro, no interrumpida por trescientos años, y que sin tu malhadada intervención, se habría trasformado naturalmente en una edad viril, digna de tan magnífico comenzamiento? Vedlos ahí a nuestros desgraciados hermanos de Ultramar que se disputan un miserable resto de vida, tendidos como gladiadores mutilados sobre la arena, empapados en su sangre, ante el concurso de las naciones cristianas, que solo tienen emociones que tributar a sus ayes moribundos! Y al avariento sajón que se goza de antemano en lo pingüe de los despojos, y al indio bravo que cual ave de rapiña se ceba en el corazón de Méjico, una vez hollada impunemente por él la frontera de la civilización, y a Europa que se cruza de brazos ante estos tremendos acaecimientos, como si esta desgracia fuese un rumor del otro mundo, como si el nuevo y el viejo continente no estuviesen en vísperas de unirse por el vapor y la electricidad, como si tratándose de la gran república cristiana, no debiesen estar ligados todos sus miembros por la divina electricidad de los corazones, la caridad, que constituye su fuerza y el elemento más puro de su vitalidad!

Si me habláis de ese progreso, lo detesto, lo abomino, y no solo en sus últimas consecuencias, si no en sus primeros pasos, cuando orladas las sienes de laurel, y llenas sus manos de los racimos engañosos de una figurada tierra prometida, convida a los pueblos a extraviarse con él en una senda sembrada de flores. ¡Ah! viles o ilusos seductores de nuestra primera inexperiencia, no os burléis de nuestra sencillez, dejadnos más bien el árido suelo de nuestra tierra natal, que según el designio de Dios, podemos fertilizar con el sudor de nuestras frentes, y en quecon una conciencia sumisa a las órdenes de su Providencia, nos sea dado gustar sin temblor lo dulce y lo amargo en la vida, y dormirnos finalmente tranquilos en sus inefables promesas!

Pero si me habláis de ese otro progreso que se cifra en eliminar abusos del régimen civil, en simplificarlo y perfeccionarlo de día en día, en hacer cada vez más sagrado el imperio de la ley, en dilatar por esfuerzos combinados del poder y de la sociedad los beneficios de la civilización, a fin de que a todos se distribuya el pan cotidiano, y sucesivamente sea llamado un número mayor al lleno de sus goces, ¡ah! en tal caso, contadme en vuestras filas, soy progresista, decidido amigo, sí, de un poder fuerte, pero enemigo nato de sus abusos, y que solicita de él que no lleve en vano, ni la espada, ni el cetro con que ha sido investido de lo alto, sino que vibre la primera para defensa de la sociedad, y extienda el segundo para procurarle aquel impulso hacia el bien que solo de él puede venir, aquella protección de los intereses generales, que es su deber prestar en todo momento.

Este progreso es la ley impuesta a la sociedad por el espíritu del cristianismo; nada más conforme a él que esta ascensión constante de las clases desvalidas a los goces de la civilización por la mano de la justicia y de la misericordia: nada más opuesto a sus principios que ese orgullo de razas y de riqueza que endiosa a las clases aristocráticas, y las hace vivir de una vida prestada en pugna con la humana condición. Precisamente el cristianismo encontró a los hombres murados dentro de clasificaciones absurdas, producto de la guerra y de la noche que el paganismo había extendido sobre la tierra; en la familia, la mujer y los hijos; en la ciudad, los esclavos y los forasteros; más allá de la frontera, los extranjeros, sinónimo de enemigos y de bárbaros: adversus hostes eterna auctoritas. Una reducida aristocracia compuesta solo de algunos miles de familias encumbradas por la guerra y las revueltas, chupaban en Roma y en Italia la sustancia del mundo romano, que millones de frentes humanas se encorvaban sobre la ingrata tierra para elaborar pensamientos, y vérsele en seguida arrebatar por bandidos coronados de los laureles del triunfo. ¿Qué era entonces de la plebe, de esa vil multitud que servía los oficios, que tiraba del arado, que llevaba la espada de sus opresores? ¿Quién se curaba de sus padecimientos y miserias, quién medicinaba sus almas? Si se alborotaba, se la diezmaba; si enfermaba o tocaba a los límites de la vida, se la echaba a morir al campo para que el aspecto de su miseria no enturbiase la satisfacción de los poderosos que se creían formados de distinto barro: los filósofos elaboraban sus máximas para los ociosos; los poetas solo cantaban para los privilegiados de la vida: no había otra cátedra de virtud para los muchos que la que se alzaba sobre los sangrientos trofeos del circo, o sobre las fiestas que celebraban los impúdicos misterios del paganismo.

La escena ha cambiado totalmente: las naciones no se lanzan ya entre las naciones para arrebatarse su independencia, el espíritu de conquista y de pillaje, proscrito por el derecho público, tiende a curarse radicalmente, abierta a la ambición de los pueblos una noble arena en que pacíficamente se disputan la primacía: los gobiernos, antes distraídos en eternas contiendas exteriores, reconcentran sus fuerzas en el interior para hacer respetar el orden y mejorar la suerte de sus súbditos: las clases todas se tocan por mil puntos y se reconocen hermanas y solidarias en el trabajo social: las miserias sociales no se encuentran ya con miradas desdeñosas o indiferentes, sino con la voluntad de los gobiernos y de los particulares, celosos en concurrir a su remedio en lo posible: la ignorancia de las masas, una de las mayores plagas de sus almas, encuentra correctivo en la luz del Evangelio que se les difunde con profusión en la multitud de escuelas gratuitas abiertas a la infancia, y en mil otros medios con que cuenta la civilización para distribuir el pan de la ciencia: todos los esfuerzos se dirigen a suprimir la miseria, a elevar el común nivel de la inteligencia, a morigerar al pueblo: todos los días se adelanta la grande unidad del género humano.

¿Quién ha operado esta conversión? ¿Eres tú, oh filosofía? ¿Pero dónde estabas tú, te preguntaremos como Bossuet a la herejía, cuando la Iglesia hacía ya mil quinientos años que llevaba sola y de frente toda esta inmensa obra de regeneración social? ¿No eres tú, antes bien, el enemigo que vino de noche a sembrar la cizaña en el campo cultivado durante el día por el padre de familias? ¿No has sugerido tú los errores que han vuelto a soliviantar las pasiones de los ambiciosos y las pretensiones exageradas de las masas, introduciendo la discordia donde antes reinaba la paz? Ah! el verdadero progreso data de muy atrás, y ha recorrido glorioso y pacífico el campo de la historia cristiana, mientras que el falso es de ayer, y ya ha ensangrentado la Europa y la América toda: el verdadero progreso es cristiano.

Nunca se sintió como hoy por los pueblos la necesidad de volver a pisar la senda de este inmortal progreso. Ved lo que pasa en Francia, la nación revolucionaria. ¿Cuál es el secreto de la popularidad de su jefe, el talismán con que roba los corazones, y hace de su marcha por todo el país la más gloriosa ovación que jamás haya recibido triunfador? Cierto que ha hecho mucho por sus gobernados, y que en pocos meses ha trocado una situación desesperada en otra gloriosa y propicia; mas para operar estos milagros ha dejado el camino trillado por la revolución, ha tendido una mano fiel a la religión y abjurado el símbolo volteriano que más o menos habían profesado todos sus predecesores; el primero después de tanto tiempo, y aún más sinceramente que su tío, ha tenido el valor de cristianizar su gobierno, y de proclamarlo así ante una época y una nación no curadas de escepticismo, y he aquí que sin pensarlo ha hallado el camino que desemboca en el corazón del pueblo, en que por lo visto, bajo las cenizas se mantenía viva la chispa de la fe, que hoy ha producido ese incendio que ilumina a la Francia y al mundo entero.

Este progreso deseamos ardientemente para nuestra España, y es en el que invitamos a nuestro gobierno a insistir, seguros de que esta nación católica no quiere reconocer otro, y de que fuerte en su religión, suspira por ver realizadas esas mejoras y reformas que la revolución no ha hecho mas que prometer, y que solo puede cumplir un gobierno inspirado por la justicia y la beneficencia; es decir, por la quinta esencia del espíritu religioso y monárquico en que se siente toda ella empapada.

L. M. R.