Filosofía en español 
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[ Álvaro Gil Sanz ]

La paz perpetua

Historia de esta idea

¡La paz perpetua! –¿Será cierto que, como dice un escritor célebre, la solución de este problema nos esté prometida con el tiempo? ¿Será más bien una de las infinitas locuras que aquejan a la inteligencia humana? –«Jamás ha existido un solo elemento que afiance, no la perpetuidad, sino la permanencia, por tiempo razonable, de la paz (exclaman con la sonrisa del desprecio muchos filósofos y políticos). En vano sueña con ella el hombre, nacido con irresistibles impulsos belicosos; el hombre que a falta de otros campos de batalla, mantiene en lo interior de su alma una lucha intestina, la de la razón y las pasiones. Las guerras son unos grandes medios providenciales de civilización y progreso: inútil es pues cansarnos en semejantes puerilidades, tan risibles como el empeño de hallar la piedra filosofal y el elixir de larga vida.» No es nuestro ánimo discutir en este artículo el pro ni el contra; queremos solo historiar brevemente el rastro que va dejando esa idea en el mundo científico, ya que en la actualidad se celebra el segundo congreso de la Paz. A nuestro juicio hay en todo una perfección ideal, hacia la que avanzamos continuamente al través de vaivenes y tormentas, pero que nunca conseguimos tocar porque solo se realiza en el seno de Dios. Sin embargo, las ideas nunca dejan de dar algún fruto. Oigamos a B. Constant: «Jamás ha sido retirada una idea puesta en movimiento; jamás ha dejado de imperar la revolución que se funda en ella, a menos de que fuese incompleta: la revolución entonces era solo un sistema precursor de crisis, y se perfecciona luego que completada la idea vuelve a la carga.» Y cuando el pensamiento ha caído del corazón de los sabios al corazón de los pueblos, ¿no será disculpable creer con L. Aimé Martin, que no está lejos el día en que el de la supresión de las guerras haga su carrera en el mundo civilizado? Por fin, si locura es digna de risa, riámonos aunque sus autores se llamen Enrique IV, Manuel Kant o Jeremías Bentham.

El hecho es que también el mundo se halla en esto más adelantado. Antiguamente la guerra era una condición de existencia para los pueblos; hoy solo la espera tal cual ranchería de salvajes; después se hicieron por espíritu de conquista; hoy ya no son posibles esas empresas: húbolas también por intereses dinásticos; hoy las dinastías se guarecen a la sombra de los principios: las guerras están reducidas a ser políticas o comerciales; ¡y cuánto tiemblan todos disparar el primer cañonazo! No cabe por tanto negar el progreso, ni afirmar que ha llegado ya a sus últimos términos.

Una especie de república federativa entre todos los estados europeos, tanteada ya, aunque con distintos caracteres en las confederaciones Germánica y Helvética, ha sido el proyecto que ocurrió siempre a los soñadores de la paz perpetua. En efecto, todas las grandes asociaciones se cimentan en un principio de paz: de pueblo a pueblo han existido las guerras, porque para terminar sus diferencias no había más tribunal que el de Dios, y ¡cosa rara! los juicios de Dios han ido a buscarse por los hombres en lo que tienen menos divino, en la fuerza. Antiguas son además las instituciones federativas; la historia nos recuerda la Amphictionia griega, y la Lucumsnias de Italia. Enrique IV, ornado con los laures de Yori y de Contrás, –émulo de la gloria del gran capitán Alejandro Farnesio,– se hallaba próximo a empezar la realización de sus proyectos, cuando el puñal de Rauaillac se interpuso en su camino. Aprovechando el cansancio y los celos que produjeron las continuas ambiciones de nuestra dinastía austríaca en su brillante principio; auxiliado por aquel Sully, modelo de ministros probos; y explotando los deseos e intereses de los potentados de Europa, los había hecho entrar en sus miras (cuyo alcance no comprendían), por medio de negociaciones conducidas con tanto tino como secreto. La organización europea iba a salir de una guerra última, santa por su objeto, y emprendida con recursos desde largo tiempo preparados.

La idease extravió en su rumbo, pero no quedó perdida: Fenelon la recogió en el Telémaco; el abad de Saint-Pierre la hizo asunto de uno de sus trabajos predilectos. El equilibrio europeo es tal, pensaba Saint-Pierre, que ningún príncipe tiene suficiente poder para romperlo y subyugar a los otros, y este hecho indudable facilita el arreglo de una confederación sólida. Los soberanos deberían contratar alianza perpetua e irrevocable, nombrando plenipotenciarios que asistiesen a un congreso permanente, en el que, a manera de jueces árbitros, arreglasen todas las cuestiones que entre las partes asociadas se originaran. La confederación había de afianzar a los príncipes la posesión de sus estados con arreglo a las leyes fundamentales de los mismos; proclamaría el bando de la Europa contra el que infringiese el tratado; haría ejecutar sus juicios por la fuerza federal; y daría los reglamentos que creyese importantes al mayor bien de todos sus miembros. Hé aquí en resumen el plan sobre la paz perpetua. Rousseau lo calificó diciendo que si no se adoptaba era, no por ser malo, sino por ser muy bueno. «Es hermoso, concluía, pero consolémonos de no verle planteado, porque tendría que hacerse por medios violentos y terribles. No vemos establecer las ligas federativas más que por revoluciones; y bajo tal supuesto ¿quién se atreverá a decidir si la liga europea es de desear o de temer?»

Bentham, positivo hasta el extremo que marca su utilitarianismo, fue menos asustadizo que el filósofo de Ginebra. Imaginó también la paz perpetua estribada en un congreso general, que fuese el poder supremo de la Europa; añadía como requisitos necesarios la reducción de las fuerzas militares de mar y tierra, y la emancipación de las colonias.

«Tiempo vendrá (exclamaba el ilustre jurisconsulto) en que se necesiten pruebas muy auténticas para persuadir a generaciones más sabias, que en épocas pasadas hubo hombres obligados por módico salario a cometer todos los actos de pillaje, devastación y homicidio que se les encomendaran; y que aun se les juzgase por eso dignos de recompensas nacionales!!»

También a Kant le deslumbró la imagen de la paz y de la confederación europea; para formarla quería que todos los estados se rigiesen por una representación nacional, teniendo separados el poder legislativo y el ejecutivo. La unidad absoluta le parecía naturalmente despótica, ya fuese monárquica ya democrática: y acertaba además en creer que era indispensable la homogeneidad de los gobiernos confederados. Nunca puede asimilarse lo que se rechaza mutuamente.

He aquí el viaje científico de esa idea durante la edad moderna, que –como todas las de la humanidad– lleva en sí el germen de cosas que dejando tal vez de ser utopías, se realizarán en otros tiempos. Nada hemos querido decir de los proyectos socialistas: su escuela ha estado propagando hace años el pensamiento de un congreso universal permanente. Lo que no puede dejarse en silencio es que la idea que nos ocupa ha empezado a querer insinuarse en el terreno de la práctica. Cierto diputado de la asamblea francesa hizo ya, después de la revolución de febrero, una proposición cuya falta de oportunidad contribuyó a darle burlesca acogida: poco después se ha visto con respeto la celebración del Congreso de los amigos de la paz, que ahora se reproduce. ¿Será esta liga menos noble que la comercial de Cobden? Aun no se han olvidado los acentos de Víctor-Hugo, gigante literario no reducido a pigmeo político, por sus magníficos trabajos de parlamento. También hay poesía en la vida pública; también tienen en ella su puesto los poetas. Cuatro personajes ilustres se han ofrecido en holocausto al espíritu moderno; Chateaubriand, Lamenais, Lamartine y Víctor-Hugo. ¿Serían más grandes si se hubiesen quedado a retaguardia en la marcha de la humanidad?...

Esta es la historia: Dios solo sabe las aventuras que aun debe correr la idea. Parécenos que se limita mucho la esfera de esa aspiración sublime, presentándola de la manera que observamos. La paz es hija de la armonía de intereses; y la armonía ha de resultar del concurso de grandes reformas, que hoy solo vemos acaso confusamente bosquejadas. Dejemos obrar al tiempo, y no desconfiemos de ver salir elaboradas, –la paz del seno de la guerra,– el orden del seno de las revoluciones.

A. Gil Sanz.

Agosto, 1851.