Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Juan Martínez Villergas ]

Ledru-Rollin y Luis Napoleón

He aquí los dos hombres que la Francia necesita. El uno tiene la confianza del pueblo francés, el otro sus simpatías. El primero resolverá las cuestiones políticas por la fuerza de su convicción y el poder de su ciencia; el segundo por el prestigio de un nombre que llena de entusiasmo todos los corazones. Los dos unidos salvarán a la República.

No creemos que sea ciencia en nosotros el privilegio que hemos tenido de adivinar gran parte de lo que actualmente sucede en Francia. Desde un principio dijimos que en las complicaciones que indudablemente surgirían en el país vecino, se necesitarían al frente del gobierno de la República hombres que llevasen una voluntad de hierro a la decisión de todas las cuestiones. Por eso reclamamos el triunfo del partido Rojo, sobre los partidos contemporizadores. Por eso auguramos la próxima rehabilitación de los partidos extremos que habían recibido un golpe terrible en las jornadas de Junio, no porque ellos las hubieran provocado, sino porque se les creía más próximos que los demás a apadrinar a sus fautores. El grande eco que ha tenido en Francia el último discurso de Ledru-Rollin, nos da a conocer demasiado la realización de ese cambio en la opinión que nosotros anunciamos. Pero no era ciencia en nosotros, repetimos aquí, el esperar ese resultado: era solo efecto del concepto en que tenemos al pueblo francés, el primero en nuestro sentir para salir por un golpe de audacia de los más grandes conflictos.

Otro de los acontecimientos que presagiamos no hace muchos días, fue la intención en que nosotros creíamos a Luis Napoleón de presentarse a la Francia como ciudadano de la República en vez de tratar de reivindicar sus supuestos derechos a la corona. Muchos periódicos, en vista del giro que habían tomado en algunos departamentos las demostraciones que con varios motivos se habían hecho en favor de Napoleón, auguraban que este tenía la ambición de presentarse como pretendiente a la corona de la Francia. «Han gritado viva el rey Luis Napoleón, decían, han añadido, abajo la República: los parciales de este príncipe quisieran pues hacerle rey.» No, dijimos nosotros en nuestro penúltimo número, los partidos realistas en Francia saben demasiado que la monarquía ha pasado allí para nunca más volver. No esperemos, pues, que se suiciden soñando con una restauración. Entre aquellos, el que menos motivos tiene para desearla es el napoleonista. Ama a Luis Napoleón, porque es el heredero de un gran nombre, pero no le quiere hacer imposible señalándole para reconstruir el trono que el pueblo de Febrero arrojó por las ventanas de las Tullerías. A lo único que aspira él y su jefe, es a una rehabilitación republicana.

Esto que nosotros decíamos hace pocos días, lo ha venido a confirmar la sesión de la Asamblea del 27. Luis Napoleón se presentó en ella a manifestar su adhesión sincera a la República y a prometer una cooperación activa en la obra de su reconstitución. Luego fue a sentarse en los bancos de la izquierda, donde le esperaba la oposición democrática pura.

¡Oh poder de la Francia! ¡Oh fuerza de la República! Hete ahí cómo van los príncipes a deponer a tus pies sus coronas, y cómo los derechos y las supremacías se resignan a tu ley. No has necesitado ser violenta para hacerte obedecer. En todas partes se ha aceptado y respetado tu obra, y nadie se ha atrevido a murmurar contra tu nombre. En el exterior todos han demandado tu amistad: los reyes absolutos, los autócratas, el papa, el sultán: en el interior los partidos más reaccionarios han tenido que decirse tus amigos para no quedar en la oscuridad de las cosas pasadas.

Muy fuerte eres, oh República, cuando así humillas a tus más enconados enemigos. Les infundes pavor con tu gesto, les metes miedo con tu palabra. ¿Qué sería, pues, si de una vez te presentases en la robusta desnudez de tus verdaderas formas? ¿A dónde irían a ocultar su vergüenza? Los girones de la monarquía que llevas aun sobre tus hombros, el andar ceremonioso que has tomado de los usos de las antiguas cortes, rebajan tu dignidad natural y no te dejan aparecer tal como eres. Aun hay muchos, que al oírte usar el lenguaje de los antiguos palaciegos, se hacen la ilusión de creer que has de degenerar en monarquía. Otros no te aman con el fervor entusiasta que les inspirarías a presentarte con un símbolo propio y a ser lo que tus apóstoles han anunciado. Así, pues, con tu ambigua conducta dejas todavía criminales esperanzas en tus enemigos, y tibios los corazones que más te habían de amar. Y sin embargo eres fuerte ¡oh República! ¿Qué hay, pues, en tí que imponga ese respeto que hace callar tantas ambiciones? ¿Dónde reside tu fuerza? No has ido a Reims a consagrarte, ni a Roma a recibir del papa el bofetón con que se hacían los emperadores. No has nacido de un pacto entre los soberanos, ni te ha producido la conquista. Y a pesar de esto todos te respetan y nadie te niega tu derecho a existir. Intrigan contra tí, porque conocen la guerra que les haces aun cuando te estás quieta, pero nadie protesta contra tu instauración. Otros tiempos hubieran sido en que un papa te hubiese excomulgado, y unos cuantos soberanos se hubieran reunido en congreso para estigmatizar tu advenimiento al mundo. Ahora se contentan con tenerte mala voluntad, y lo que hablan contra tí lo dicen de modo que no lo oigan ni aun sus mismos pueblos.

¡Oh! lo repetimos, eres muy fuerte, República. Has aparecido mansa, y a pesar de eso tiemblan ante tí. Has dicho que venías de paz, y sin embargo todos se preparan como si les amagases con la guerra.

Así que, lo único que debes temer es tu propia conducta. Obsérvalo bien: ninguna institución cae por la virtud de su principio, sino por la degeneración de este. Estudiemos las metamorfosis de los gobiernos y de las instituciones sociales, y las veremos a todas prepararse a caer por medio de la adulteración que los acontecimientos infiltraron en ellas. Los gobiernos deben penetrarse profundamente de su misión, y prepararse a cumplirla. No que atropellen los obstáculos abriéndose paso por la violencia; pero es necesario que trabajen siempre con un fin de que nada ha de ser bastante poderoso para distraerles. Pues bien, la República ¿qué debe significar? ¿qué debe querer? Debe significar la rehabilitación del hombre delante de la sociedad y delante de su conciencia. Delante de la sociedad, por la libertad y por la igualdad; delante de su conciencia, por la fraternidad que hace aparecer a todos los hombres como individuos de una gran familia que se deben entre sí el amor y el respecto de hermanos. Fuera, pues, trabas y privilegios que coartan los desarrollos del individuo: fuera odios y rencores que amenguan su valor moral.

Este debe ser el fin de la República: en su símbolo está escrito todo su programa: Libertad, Igualdad, Fraternidad; he aquí las condiciones bajo las cuales los pueblos pueden levantarse a la perfectibilidad.

Para cumplir este programa se necesita energía. Hay hondas preocupaciones en el corazón de los estados, inveteradas costumbres, reacios intereses, que son otras tantas trabas a la acción de los gobiernos reformadores. Los que transigen con estos abusos caen para provocar reacciones. Los que los desarraigan como fístulas asquerosas, curan el cuerpo social y le dan la vida y la salud.

De modo que en la actualidad la República francesa se halla en la alternativa de consagrarse a su obra con fe y calor, o de provocar con su irresolución continuos trastornos y desvirtuarse. Hemos visto que con solo pronunciar su nombre ha estremecido hasta lo más hondo el corazón de la vieja Europa; pero ahora, para conservar ese prestigio y esa fuerza, es preciso que sea algo más que un nombre, que sea una realidad. Esto no lo logrará más que consagrándose al desenvolvimiento de los grandes principios sobre los que se ha asentado.

Ahora bien; el gobierno francés actual, ¿puede consumar la obra de la República? ¡Ay! muchas veces hemos estado vacilantes acerca de lo que debíamos creer de su actual presidente. El general Cavaignac nos aparecía algunos momentos como un hombre prudente, que aplazaba por cortos instantes la realización de la obra revolucionaria. El tiempo, sin embargo, ha venido a presentarnos a este general en sus verdaderas proporciones. No es más que un hombre honrado, que se asusta ante la responsabilidad de los pasos que puede dar la República. Sabe que la Francia con mover un pié arrastra tras de sí a la Europa, y cree que la sangre que se vertiese en esa guerra general iría toda a caer sobre su cabeza. Poco confiado en las fuerzas de la República, porque no abraza toda la extensión de su principio, teme que un imprudente compromiso pudiera hacer sucumbir la causa revolucionaria por otro medio siglo, como sucedió en la guerra general empezada a fines del pasado. Así que, Cavaignac vacila y no debe esperarse de él que salga de esa perplejidad que compromete la suerte de la República.

Si Cavaignac cae, entre los hombres de más prestigio en el país se presentará indudablemente Luis Napoleón. Pero para que este candidato pueda oponerse al presidente actual es preciso que signifique algo aparte y distinto de lo que significa el general Cavaignac. Este ha sostenido la política de la moderación y de la tolerancia hasta el punto de hacer iguales a los amigos y a los enemigos de la República: el que le suceda ha de hacer por fuerza algo menos o algo más. Algo menos es imposible, porque sería una restauración: algo más es necesario, porque solo así se cumplirá la obra de la República.

Luis Napoleón tiene ambición, tiene parciales: si quiere, pues, llegar a la presidencia debe hacerse el representante de la República roja. Y según algunos periódicos, y a juzgar por su presentación, y el puesto que ha ocupado en la cámara, este es su sentir.

Al lado de Luis Bonaparte se levanta otro hombre de grande prestigio por su rectitud política, por la entereza de su carácter y por la elocuencia de su palabra y su vasto saber. Ledru-Rollin, en efecto, es el más genuino representante del partido republicano rojo, sin mezcla de socialismo, comunismo ni nada que huela a tal cosa. El discurso que últimamente ha pronunciado en el banquete de Chalet es una profesión de fe muy importante en los momentos de perplejidad porque ahora pasan los hombres políticos de la Francia. Él quiere en el interior todo lo que tienda a hacer accesible al pobre el camino de su rehabilitación, y en el exterior quiere sacar a la Francia con honor de los compromisos en que le ha puesto su revolución. Su gobierno indudablemente será un gobierno de propaganda. Nadie como M. Ledru-Rollin puede en Francia hacer que sea una verdad la República.

De modo que tenemos dos hombres que indudablemente serán los primeros en las candidaturas a la presidencia. Ahora bien; estos hombres, ¿no podían figurar juntos? Luis Bonaparte, ¿no podía ser presidente teniendo por jefe del gabinete a Ledru-Rollin? ¿No se lograrían reunir así las simpatías al nombre y la confianza en el hombre? Indudablemente ninguna combinación podría presentarse más a propósito para encaminar la República por las vías de la grandeza y la prosperidad.

Tenemos, pues, que la República francesa ha logrado hacerse temer aun antes de producirse con toda su fuerza: tenemos que para conservar ese prestigio necesita desenvolverse en las condiciones de su propia existencia; y tenemos, por último, que los dos hombres que pueden mayormente cumplir este propósito son Ledru-Rollin y Luis Napoleón.

Así se salvará la República y salvará con ella a los países que ha empeñado en la lucha contra sus tiranos por efecto de la propaganda que ha hecho cundir por las ideas y por el ejemplo: de otro modo no diremos que la República peligre, pero vendrán sobre la Europa graves trastornos, y la causa de la libertad aplazará por algún tiempo su triunfo.