Filosofía en español 
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[ Juan Martínez Villergas ]

El príncipe Luis Napoleón

Según el resultado de los escrutinios que traían los periódicos franceses de ayer, el príncipe Luis Napoleón va a salir electo por el departamento del Sena. Este nuevo triunfo alcanzado por el pretendiente en el mismo corazón de la Francia, no deja de tener significación. Es ya la cuarta o quinta vez que los electores quieren enviarle al seno de la asamblea, a pesar de las protestas que de parte de esta misma han salido contra su elección. Vamos a examinar este hecho y a darle las proporciones que debe tener.

Que el príncipe Luis Napoleón tiene un partido en Francia, es cosa que no se puede negar. Que este partido no es insignificante, lo prueban el resultado de las repetidas elecciones. Aquí, sin embargo, se presentan dos cuestiones. ¿Cómo quiere ese partido a Luis Napoleón? ¿Le quiere para ensayar con él una restauración real, o bien para darle la supremacía en el seno de la República? ¿Piensa hacerlo rey o presidente?

¡Rey! La Francia conoce lo frágil que es el cetro en un pueblo que, como aquel, sabe hacer revoluciones. Lo ha ensayado todo para hacer aceptar la realeza al pueblo francés, sin que lo haya conseguido. Bajo Napoleón el brillo de la espada y de la gloria; bajo Luis XVIII y Carlos X el prestigio de los antiguos nombres y dinastías; bajo Luis Felipe, la consagración popular. Todo ha sido infructuoso: la opinión ha tenido que romper por esa valla que se le oponía a su curso: reina del mundo, no ha podido ver frente a frente otro poder al que no le era dable imponer sus leyes: por eso le ha destronado, quedándose ella como única señora.

Los gobiernos republicanos son los gobiernos de la opinión. Sin esos fundamentos seculares que parecían la fuerza de los otros gobiernos cuando no eran más que su ruina la República planta su tienda de hoy en el campo que acaban de abrir las ideas, dispuesta a trasladarla mañana a donde vayan los ejércitos de la inteligencia y del trabajo que son a los que promete abrigo. La República no se cree más segura porque se abran en su rededor anchos fosos o se levanten fuertes empalizadas: antes, por el contrario, ella deja abiertos todos sus flancos, segura de que no ha de haber nadie que quiera suicidarse asesinándola a ella. No hace como los legisladores de los antiguos pueblos, que para imponer la inmutabilidad de sus leyes, o se iban a viajar a lejanas tierras, a donde no podían llegar las reclamaciones de los que querían enmendar su obra, o se mataban para santificar por este medio su doctrina: la República es una senda abierta al progreso, en la cual se van desarrollando los pueblos en una continua metamorfosis de alma e inteligencia. Por eso es la institución del porvenir porque conforme el hombre reivindica sus derechos, se constituye en una independencia que se hallaría mal con las trabas de esas instituciones seculares que fundan todo su mérito en la inmovilidad. La República no impone a nadie la ley: le deja en libertad de entenderse con los demás hombres, para producir en común la ley que ha de regir a todos: cuando esta es estrecha, está en las manos del mismo que la produjo el dejarla a un lado, abriendo así el paso a las nuevas necesidades de la opinión.

Difícil es, por todo lo que llevamos dicho, que en Francia se piense seriamente en una restauración monárquica. Los mismos legitimistas más intolerantes han tenido que pedir ¡una república con un rey a la cabeza!

Si esto es así ¿cómo debe esperarse de los partidarios del príncipe Napoleón mayor fe monarquista? ¿Acaso es este príncipe miembro de alguna familia de reyes que se haya acostumbrado a mirar a la Francia como una propiedad? ¿Creerán sus parciales que no dándole un trono no le pueden dar nada digno de su jerarquía? ¡Oh! imposible: el nombre de Napoleón ha engendrado muchas simpatías en el pueblo francés pero no en calidad de rey ni de soberano, sino como padre del pueblo y como su redentor. Ahora aman a su descendencia porque quieren pagar ese tributo a su nombre, pero no porque fíen en ella su salvación.

El partido napoleonista quiere pues a Luis Napoleón, pero aunque no sentiría hacerle rey si pudiera, se dará por muy satisfecho con lograrle la presidencia de la República. A esto tienden ahora todos los manejos que pone en juego, y a esto los reiterados esfuerzos que hace en las urnas electorales como para presentarle fuerte en la opinión del país.

Nosotros hemos dicho que es indudable que el príncipe Napoleón tiene un partido en Francia; hemos añadido que este partido aspira a presentar a su jefe como candidato a la presidencia; pero ahora nos resta decir, que si el gobierno francés supiera gobernarse, ese partido perdería muy pronto en el país toda su fuerza.

Cuanto ha hecho el gobierno republicano hasta el día ha contribuido solo a aumentar las simpatías que inspira ese vástago de la familia imperial. Cuando el resultado de las elecciones le ha presentado como miembro de la Asamblea, ha aparentado aquel temer su presencia en el seno de la Francia, como si detrás de él viniese la guerra civil. Así le ha interdicho su presentación en la Asamblea, manifestándose dispuesta a reiterar las anteriores medidas de extrañación. De este modo engrandecía a su perseguido y se achicaba él.

Otra conducta hubiese conducido a otros resultados. El príncipe Luis Napoleón ha sido siempre visto de lejos y visto en la desgracia. Doble prisma que enaltece a los hombres y a las causas. Que la monarquía débil como era temiese la presentación de un candidato real, se concibe muy bien. Entonces no se hubiera hecho más que pasar de un hombre a otro. Pero después de haber conquistado la Francia unas instituciones que aseguran su desarrollo por la libertad, no se concibe que se haya temido a un hombre. Por esto, pues, la República debía haber dejado volver a Francia al ídolo imperial. Que le hubieran paseado en triunfo por las poblaciones, que le hubieran ofrecido banquetes, que hubieran gastado en obsequiarle lo que ahora invierten en hacerle prosélitos, todo eso hubiera pasado con el incienso y el humo del día. Desvanecido este hubiese quedado en el seno de la Asamblea un hombre que difícilmente hubiera podido salir de los apuros oratorios y parlamentarios con una de las muchas calaveradas que han señalado su vida. Allí al frente de tantos hombres eminentes por su prestigio y por su ciencia el príncipe Luis hubiera quedado bien pronto oscurecido. Los pueblos cuando sufren tienen siempre que hacerse la ilusión de creer en un libertador. Pues bien, supongamos, lo que no es cierto, que la Francia tomase por su libertador al príncipe Luis. Apenas le hubiera visto en el seno de la Asamblea hubiera exigido de él medidas salvadoras. ¿Por qué no habla, por qué no pide por el pueblo que sufre, hubieran dicho los que ahora son sus más acalorados parciales? ¿Dónde está la elocuencia que creíamos en él y que iba a ejercer un prestigio mágico sobre los corazones? ¿Dónde los grandes problemas sociales que ha resuelto por su palabra? ¿Qué nos promete, qué medios propone para realizar sus planes, que ofrezcan por la novedad alguna esperanza? ¿No toca los mismos resortes gastados ya por el contacto de tantas manos? ¡Ah! ¡desilusión! ¡desencanto! ¡El príncipe Napoleón, que creíamos un Dios, no es más que un hombre!

Tales o muy parecidas a estas serían las reflexiones que se harían los parciales del príncipe Luis cuando viesen a este arrinconado en la Asamblea. Lejos ahora de su país, con el prestigio que le da la persecución, aumenta y crece su influencia: cerca de los que habían de juzgarle, y entregado a su impotencia todos podrían verle tan pequeño como es.

Reputaciones más grandes que la suya se han eclipsado y se eclipsan en momentos. Si en los primeros días del gobierno provisional se hubiera votado la presidencia, Lamartine hubiera salido presidente de la República por un voto general. En el día Lamartine conserva apenas algunas simpatías entre los hombres que a despecho de sus errores como hombre político, saben apreciar en él al orador más elocuente y al poeta más inspirado de la Francia.

Si Lamartine se ha gastado con la fuerza y el prestigio de su palabra que sabía desvanecer tantas tempestades, ¿qué no sucedería con la reputación del príncipe Luis, levantada en la arena?

¡Oh! lo repetimos. El príncipe Luis debe ser admitido en la Asamblea. Si realmente vale y sabe conservar su prestigio por la fuerza de sus hechos y de sus talentos, se le debe dejar libre el paso del primer puesto de la nación. Nadie puede monopolizar ese puesto. Se debe al prestigio y al mérito, y el que lo reúna debe ser el elegido.

Pero si, como sus antecedentes dan lugar a esperar, el príncipe Luis viene a comprometer con un exabrupto de su genio esa popularidad que debe a su nombre, entonces sin trabajo ninguno la república ha destruido un enemigo.

Así, y solo así la República debe proceder con los que quieran hacerse sus jefes. Páselos por su crisol, y vea lo que dejan, si escoria u oro.

Por lo demás, ya dijimos en un principio que el partido de Luis Napoleón no puede ser un partido monárquico. Ofrece al príncipe lo que puede ofrecer una república: la presidencia; pero no quiere comprometer su causa intentando una restauración. Donde las instituciones son lo más, los hombres no pueden decidir de la suerte de las cosas. Así antes las revoluciones tenían todas un carácter personal, mientras que ahora ofrecen todas un carácter de generalidad que le imprimen los principios.

No tema la República al príncipe Luis ni a los demás pretendientes. Es superior a todos los que la combaten, porque ninguno de ellos puede darle lo que ella ha dado a la Francia. Ninguno como ella podrá hacer a todos los hombres iguales por la virtud y por la inteligencia, libres por el trabajo, y fraternalmente unidos por la solidaridad común. Esa es la fuerza de la República.

Cualquier poder personal que quiera levantarse, tendrá que hacerlo violentando estos principios. Si se tiraniza, se violenta la libertad; si se crean castas o privilegios, la igualdad; si se basa el poder en la fuerza de las parcialidades, la fraternidad. Ya se ve a costa de qué sacrificios la Francia puede darse un amo.

¿Se puede creer que entre hombres inteligentes sucederá esto? La Francia sería la primera en la civilización para llegar a este punto de criminal abnegación? ¿Renunciaría a tantas cosas por un hombre? ¿Qué hombre se puede hallar que valga lo que todas esas instituciones? ¡Ah! debe fundirse aun con la sabiduría de Platón la virtud de Sócrates, la intrepidez de Alejandro, la fortuna de César y la popularidad de Napoleón.

El príncipe Luis, ¿es ese hombre?

¿Lo es el duque de Burdeos?

¿Lo es el conde de París?

¿Lo es el duque de Joinville?

¡Ay! con todos estos pequeños pretendientes no se podría hacer ni uno solo de esos hombres que hemos nombrado, cuanto menos reunir las virtudes de todos.

Renunciad, pues, oh pretendientes, a gobernar la Francia. Su cetro abrumaría vuestras manos y su corona sofocaría vuestra cabeza. Habéis nacido más pequeños que sus destinos.