Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Juan Martínez Villergas ]

Socialismo

Don Circunstancias no es un aristócrata; pero tiene una afición decidida a las comodidades, y por esta razón se ha echado un doméstico que le ayude en sus grandes trabajos. Para el caso, lo primero que procuró D. Circunstancias, fue buscar un muchacho fiel, inteligente y liberal, tres condiciones indispensables en un hombre que debe llevar mucha parte del peso de la redacción, y no puede negarse que D. Circunstancias es hombre de suerte, como decía un distinguido literato, cuyo nombre no hace al caso. –“He tenido la fortuna de hallar un notable escribiente, decía este sujeto, un escribiente completo, uno de los pocos escribientes que hay en España: figúrense ustedes, añadía después de encarecer su mérito, figúrense ustedes si sabrá su obligación un hombre que escribe cuando con h.”– Lo mismo podría decir D. Circunstancias de su nuevo ayudante, el cual no tiene tan poca ortografía que escriba cuando con h; pero no le anda muy lejos, pues equivoca con mucha frecuencia el uso de la c, la z y la q, así como el de la v, y la b, y el de la g y la j. Lo debo advertir a mis amigos para que cuando reciban una carta mía tengan la bondad de disimularme si no entienden lo que les quiero decir; y a fin de que tengan una clave a propósito para interpretarme o traducirme, les advierto que donde diga jota,por regla general debe leerse gotay vice-versa: donde diga capato quiere decir, zapato y otras por el estilo.

En punto a fiel, mi doméstico no cede a nadie, es preciso hacerle justicia; y en cuanto a sus ideas políticas, no solo no cede ante mí, sino que me excede en mucho, porque para que ustedes se maravillen, el individuo es nada menos que socialista. Sí señores, tengo un sirviente socialista, aunque en honor de la verdad, no sabe lo que significa socialismo, pareciéndose en esto al Gran Tacaño cuando le preguntó el maestro de esgrima si pensaba venir a Madrid por camino recto o circunflejo : “Yo, dice Tacaño en su historia, no sabía lo que me preguntaba ni lo que debía contestar, pero para evitar cuestiones le dije que circunflejo.” Lo mismo puede decirse de mi amanuense: él no tiene gran conocimiento de lo que es la ciencia social, pero se conoce que le ha chocado la palabra y dice que no quiere entretener el tiempo malamente con los absolutistas, moderados, puritanos, progresistas y republicanos, porque él está más avanzado que todo eso, puesto que es socialista y muy socialista. Prescindiré yo ahora de si los partidarios del socialismo pueden jactarse con justicia de estar más avanzados que los demás. Se me figura, y sea dicho de paso, que los visionarios que se enamoran de sistemas irrealizables y los que aspiran adestruir la propiedad y la familia, son los retrógrados por excelencia, porque nada hay más perjudicial al progreso que la exageración, y nada más retrógrado que el tratar de encaminarnos a la disolución social, objeto predilecto de muchos hombres, que como mi criado, se aplican el epíteto de socialistas, cuando no solamente son anti-socialistas sino anti-sociales. Voy pues a hablar de mi camarada, que para que todos sepan su nombre y procedencia diré que es natural de Cangas de Tineo, en la Andalucía del poniente, hijo legítimo del Tío Antonio Lanas, segador excedente, aguador cesante y mozo de cordel al cabo de sus cuatro duros menos una peseta, que es su fórmula para expresar que tiene setenta y seis años. Este buen hombre dio a luz un muchacho, o por mejor decir, no fue él sino su mujer quien lo dio a luz, allá por el año 1820; y como el chico nació el día de S. Juan precisamente, y los padres no cayeron en el inconveniente que ofrecía la reunión del nombre del Santo con el apellido del chico, cometieron la imprudencia de ponerle Juan por nombre de pila, condenándole a ser toda la vida, no solo un pobre Juan, sino lo que es más sensible, un Juan Lanas. Tal es el nombre del individuo a quien acabo de admitir en mi casa, y con el cual paso ratos muy divertidos escuchando sus extrañas ideas de socialismo.

—Sí, señor, me decía hace pocos días, yo digo lo que Eugenio Sué: “nadie tiene derecho a lo supérfluo, mientras haya alguno que carezca de lo necesario.”

—En primer lugar, le pregunté yo: ¿qué entiendes tú por eso de supérfluo?

—Supérfluo es todo lo que no es necesario.

—En ese caso cuéntame por enemigo, porque en mi casa hay muchas cosas, que aunque supérfluas, según tu sistema, yo estoy dispuesto a no dejármelas arrebatar. Por ejemplo, yo tengo dos colchones en la cama, y tú dirás que con uno tengo bastante: tengo también dos camisas, y también me dirás que con una me basta, y si vamos analizándolo todo, veo que los socialistas no querrán dejarme más que una silla para sentarme, una cuchara para comer, &c. &c. Además, soy enemigo tuyo mientras creas que todos los individuos de la especie humana tienen derecho a lo necesario.

—Con que, según usted, ¿los que no tenemos que comer, debemos morirnos de hambre?

—No por cierto.

—Pues entonces…

—Yo digo que no todos tienen derecho a lo necesario, porque si se realizara lo que tú deseas, no habría cosa como tendernos a la larga y no pensar en trabajar ni aprender ningún oficio, puesto que nada nos faltaría teniendo derecho a reclamar a la sociedad lo necesario. Permíteme, siquiera, hacer una enmienda a tu proposición, y di que nadie tiene derecho a lo supérfluo, entendiendo por supérfluo lo que realmente lo es, mientras alguno sea acreedor y carezca de lo necesario.

—Y según eso, ¿qué circunstancias deben concurrir en un sujeto para que se le considere acreedor a lo necesario?

—En mi opinión es acreedor a lo necesario el que sabe trabajar y no es holgazán; porque no te creo capaz de confundir a los hombres aplicados con los holgazanes. Los que tienen amor al trabajo y saben un oficio, son realmente acreedores a que se les proporcionen los medios de subsistir y no más que ellos, pues ya sabes que nadie está libre de la penitencia que nos impuso el padre Adán: “ganarás el pan con el sudor de tu frente.”

—En efecto, señor, no me acordaba yo de lo que dijo nuestro padre Adán. Ya se ve, como hace tanto tiempo que lo dijo!!!

—Lo que yo puedo hacer en tu obsequio es poner una enmienda a lo que dijo el padre Adán, ya que me he tomado la libertad de hacer adiciones a los socialistas. Yo creo que hay en la sociedad individuos que no deben carecer de lo necesario aunque no trabajen, y estos son los que no se hallan en disposición ni en edad a propósito, como los enfermos, los tullidos, los que han perdido sus piernas o sus brazos, los niños, &c. &c. &c. &c. ¿Qué te parece, amigo Juan?

—Muy bien; pero no haga usted lo que ese Mr. Marrast, que era antes de los más acérrimos partidarios de la reforma, y dicen que ahora se ha hecho uno de los primeros adalides de la reacción.

—¡Qué disparate!

—¿Cómo? ¿No cree usted que Marrast es un apóstata?

—No hombre, no; lo que es Mr. Marrast, uno de los verdaderos socialistas; uno de los socialistas que no quieren engañar al pueblo prometiéndole más de lo que pueden cumplir, y si no mira tú el dictamen que ha leído en la Asamblea sobre el proyecto de Constitución.

—Veamos, señor, veamos. “Ciudadanos representantes: las largas y profundas discusiones…

—No, más vale que leas lo que dice relación al trabajo; lee desde aquí.

—¿Desde este párrafo?

—Sí, y si no escúchame tú, porque me temo que no vas a saberlo leer; dice así:

«Decimos, pues, que cuando un ciudadano, cuyo trabajo, es la vida, se ofrece a trabajar para alimentar a su mujer, a sus hijos, a su anciano padre, a toda una familia, en fin, si la sociedad impasible le vuelve el rostro diciéndole: –No tengo que ver con tu trabajo; busca o muere: morid tú y tus hijos– esta sociedad no tiene entrañas ni virtudes, ni moralidad, ni seguridad; ultraja la justicia, insulta la humanidad, y obra conculcando todos los principios proclamados por la república. En nombre de estos principios consignamos en la Constitución el derecho de vivir por el trabajo, el derecho al trabajo.

Semejante fórmula pareció equívoca o peligrosa, creyéndose que sería una pensión ofrecida a la holgazanería y al desarreglo de costumbres, y que dando a este derecho una extensión que no tiene, se armarían legiones de trabajadores con él, como bandera de insurrección. A estas importantes objeciones se agrega otra de mayor consideración, si el estado se obliga a proporcionar trabajo a los que carezcan de él por una causa o por otra, deberá dar a cada cual la ocupación para que sea a propósito. Entonces el estado será fabricante y mercader, grande y pequeño productor, y monopolizará todas las industrias por lo mismo que toma a su cargo todas las necesidades.

Tales son los obstáculos que se han notado en nuestra fórmula del derecho al trabajo, y puesto que puede prestarse a interpretaciones contrarias a nuestro pensamiento, hemos querido dar a este mayor claridad y precisión, reemplazando el derecho individual con el derecho impuesto a la sociedad.

Hay variación en la forma, pero la esencia es la misma.

No; jamás fue nuestro ánimo que la Constitución alentara al trabajador perezoso o inmoral a que desertase del taller a fin de pedir al estado una ocupación más fácil, ni que el Estado hiciera oposición homicida a las industrias particulares. Nos acusaríamos como de un crimen, a la sola idea de que apareciésemos partidarios de esas doctrinas absurdas, cuya primera palabra es la destrucción de la libertad, y la última, la ruina del orden social.

¿Pero no se encuentra por ventura un camino seguro entre la crueldad del egoísmo y los abismos de la demencia? ¿No puede ensayar nada la sociedad para elevar la población laboriosa en la escala de la instrucción, de la moralidad y del bien estar, so pena de arrojarse en el desorden?

De seguro no lo creéis así, ciudadanos representantes, como lo indica cuanto habéis hecho en favor de los trabajadores. Persuadidos estamos de haber expresado vuestros sentimientos, cuando escribimos en la ley fundamental la obligación impuesta a los poderes públicos de desarrollar el trabajo por la instrucción primaria gratuita, por la educación profesional, por la igualdad de relaciones entre los maestros y los operarios, por las instituciones de seguros y de crédito, por el fomento dado a las asociaciones voluntarias y libres, y por la creación de los grandes trabajos en que pueden emplearse los brazos desocupados.

Así es como definimos y a esto circunscribimos las obligaciones impuestas a los nuevos poderes y los derechos de los ciudadanos.

Si hay peligros en extenderlos no lo hay menor en limitarlos. La República no debe limitar su acción a proteger la libertad, la propiedad y la familia, bienes imperecederos de la humanidad, no debe decir únicamente. “Tengo leyes contra los malos, gendarmes contra los malhechores y cañones contra los facciosos.”

Su fe le marca una misión más alta, cual es la de ser tutora activa y generosa de todos sus hijos, de no dejarlos vivir en la ignorancia y pervertirse en la miseria, y de no permanecer indiferente a las crisis industriales, que llevan ejércitos de trabajadores a las plazas públicas con la envidia en el corazón, el resentimiento y la blasfemia en la boca. Implacable contra la revolución, es compasiva, humana y previsora con la desgracia; recomienda y honra el trabajo, le ayuda con sus leyes y garantiza su libertad; pero cuando un acontecimiento imprevisto viene a paralizar este trabajo, no cierra su corazón, contentándose con exclamar ¡fatalidad! sino que emplea todos sus recursos para impedir el mal bajo el principio de la fraternidad.

¿Y dónde se encuentran estos recursos? se preguntará tal vez.

Ciudadanos representantes: Bien sabemos que no se improvisan, y que la República sucesora de la monarquía se halla hoy en la triste condición de no poder practicar sus principios y sus ideas como si fuera un cuerpo con sentimientos y facultades, pero sin órganos. Su deber por lo tanto consiste en crearlos.

¡Recursos! ¿Faltan quizás en un país, cuyos terrenos están incultos en una quinta parte al menos de su extensión? ¿Faltarán en una población tan activa e industriosa? ¿Faltarán a un Estado que tiene tantas tierras por desmontar, tantas aguas para fertilizarlas, tantos caminos, canales, edificios y monumentos que hacer? ¿Faltarán recursos cuando la agricultura reclama los brazos que le roba la industria, cuando las fuerzas y los agentes del trabajo están tan mal equilibrados que nuestras campiñas se mueren de debilidad y nuestras ciudades de plétora?

No, no son recursos los que faltan, sino voluntad, celo y deseos sinceros de dirigir en provecho común los medios productivos de que dispone el Estado. Lo que ha faltado es un ojo que vea las llagas sociales, una mano que las sondee y un pensamiento que se ocupe incesantemente de ellas.

La República podrá realizar esta obra capital, no en un día, sino después de continuos esfuerzos.

Fundada por el derecho, legitimada como expresión completa de la soberanía popular, debe buscar en este origen su tendencia y su dirección. Nosotros quisimos que la Constitución indicase cómo y con qué objeto marcaba su acción sobre la sociedad la mejora progresiva de la República; cómo debía sustituir la fraternidad al egoísmo, a un reducido número de intereses protegidos, la protección de todos los intereses sin excepción y sin privilegios; cómo debía dirigir el movimiento de los ánimos, asegurar el orden, regularizar el progreso y seguir la estrella polar que brilla hoy en el firmamento de toda la Europa y que comunica a su brújula un imán nuevo.

Para que la democracia realice sus votos y sus aspiraciones, creímos deber buscar los medios de dar a su voluntad agentes que la manifestasen, la protegiesen y que la aplicasen: esto fue lo que procuramos hacer en la organización de los poderes públicos.

Ciudadanos representantes. Ya conocéis esta organización, la habéis discutido y aprobado en su espíritu y en sus principales aplicaciones. Vuestra convicción está formada y el sentimiento público manifestado. Permítasenos, pues, pasar ligeramente por cuestiones largo tiempo controvertidas, porque nos parece inútil defender causas ganadas.»

—¿Qué te parece, Juan, de lo que has oído?

—Insisto en que ese Mr. Marrast, es un reaccionario, si señor, Mr. Marrast y todos los que no son partidarios acérrimos del furriel.

—¿Qué furriel?

—Ese escritor socialista que discurrió salvar a la humanidad por medio de falusterio.

—Ahí ya entiendo; del falansterio querrás decir; y ese que tu llamas furriel no es furriel, sino Fourier. No te negaré que ese apreciable autor no haya sabido estudiar el corazón humano y conocer las necesidades que aquejan a la sociedad; lo que te digo es que Mr. Marrast, no tiene nada de retrógrado, y que estoy más conforme con él que con los que asustan a los unos y halagan a los otros proponiendo proyectos capaces de ridiculizar la mejor de las causas.

—Por mi nombre, que no lo entiendo así.

—No es extraño que no lo entiendas así, y mucho menos que me lo jures por tu nombre, porque al cabo y al fin, me hago cargo de que te llamas Juan Lanas.