Filosofía en español 
Filosofía en español


Jaime Balmes

Equivocaciones que sobre la situación de España padecen nacionales y extranjeros

A pesar de los graves y nunca interrumpidos infortunios que están afligiendo a la nación de diez años a esta parte; a pesar de la desastrosa confusión en que nos hundimos a la muerte del Rey, y de la cual no hemos podido salir aún; a pesar del cuadro desconsolador que con tanta frecuencia han presentado los incesantes levantamientos de las diferentes provincias, declarándose en pugna entre sí o contra el gobierno; a pesar de la esterilidad de todos los sistemas, del mal resultado de todos los ensayos, del descrédito de todos los hombres que en distintas épocas empuñaron las riendas del Estado, no hemos llegado a desesperar jamás de que le estuviese reservado a nuestro país un porvenir lisonjero en días no muy remotos; no hemos podido creer, ni que la revolución hubiese echado en nuestro suelo hondas raíces, ni que existiesen otras causas que hiciesen imposible para en adelante el establecimiento de un gobierno cual cumple a una nación civilizada; no se ha rendido nuestro corazón a aquel desaliento que a no pocos hace exclamar: «En este país es imposible el gobierno; el poder murió para no resucitar: el desgobierno y la anarquía se han aclimatado en España; ya no servimos sino para objeto de lástima y escarnio a los ojos de la culta Europa.»

Siempre hemos creído lo que en el Prospecto indicamos, a saber: que la confusión que nos envolvía no era el verdadero caos; que solo había una densa niebla, cuya espesura no dejaba ver los objetos tales como son en sí, pero que no los destruía, ni siquiera los alteraba, en lo tocante a su íntima naturaleza. Intima decimos, para que se entienda que no desconocemos la huella que por necesidad habrá dejado en nuestro país la planta de la revolución, ni el conjunto de funestas circunstancias que se han opuesto por espacio de largos años, y se oponen aún en la actualidad, a la unión y armonía de los buenos elementos de que abunda la España, tanto quizás como otra cualquiera de las naciones que más se distinguen por su bienestar, prosperidad y poderío.

Nada extraño es que la Europa se haya equivocado sobre nuestra situación interior, que nos [2] haya considerado en un estado social lamentable, que nos haya juzgado indignos de pertenecer a su comunión, y que los gobiernos nos hayan ofrecido a sus pueblos como ejemplar de tremendo escarmiento, a fin de que estos no prestasen oídos a los apóstoles de funestas teorías. Es muy saludable que las naciones como los individuos procuren escarmentar en cabeza ajena, que los brindados a beber de la copa fatal asistan al doloroso espectáculo de las convulsiones y angustiosas ansias de quien antes probara del peligroso licor; pero la Europa se equivoca si cree que ha penetrado hasta el fondo de la sociedad lo que hasta ahora no pasa de la superficie; si piensa que el desquiciamiento político corre parejas con el social; si se imagina que el edificio ha venido al suelo porque ha visto desplomarse su cúpula y sus torres.

Repetimos que no es extraño semejante error; mas diremos, miradas las cosas desde lejos apenas era posible verlas de otra manera. Quien se haya apartado alguna vez del teatro de los acontecimientos, durante la época de turbulencias que andamos atravesando, habrá podido formarse idea de lo que debe de haberles sucedido a los extranjeros cuando se hayan propuesto estudiar la situación de España. Viviendo en uno de esos países de Europa donde el gobierno es pronta y exactamente obedecido en cuanto prescribe; donde la administración, sometida a la más estricta regularidad, hace sentir su acción vigorosa desde las gradas del poder supremo hasta el más humilde empleado, desde el centro de la capital hasta el más insignificante y retirado confín; donde un desacato a una autoridad subalterna, o el más ligero asomo de perturbación del orden público, llama vivamente la atención de los gobernantes y excita su actividad y energía, apenas se concibe cómo es dable un estado de incesante agitación y asonadas, sin que se halle en espantosa combustión la sociedad entera; apenas es posible comprender cómo no estarán ardiendo las entrañas de una tierra de cuya superficie se levantan tan vivas llamaradas; cómo no abrigará formidables volcanes cuando a cada paso se tropieza con un cráter que arroja bocanadas de humo.

Los mismos españoles que conocen a fondo el estado de su patria, que han visto de cerca una y mil veces lo que es en España la revolución, y cómo se hacen los movimientos de más trascendentales consecuencias, al hallarse en el extranjero, y al pasar sus ojos por esas columnas atestadas de noticias de levantamientos, de proclamas, de declaraciones, de manifiestos, de juramentos y otras cosas por este tenor, habrán necesitado soltar de las manos el papel, y refrescar sus ideas, y avivar sus recuerdos, y pensar en lo que en otras ocasiones semejantes vieron y palparon, para no dejarse alucinar por vanas apariencias, para no dejarse fascinar con ostentosas escenas y aturdir con vanos clamores, tomando un ruido facticio y mezquino, por el bramido aterrador de formidable tormenta.

Claro es que lo propio, y con muchas creces, ha debido suceder a los extranjeros; y de aquí un error grave sobre nuestra verdadera situación, sobre las conjeturas relativas a nuestro porvenir. Mas el error por ser excusable no deja de ser error, y cumple al honor de la España, cumple a sus intereses, el desvanecerle con razones, y mas todavía con hechos.

En prueba de cuán poco se conoce en Europa nuestra verdadera situación, pueden aducirse dos razones a cual mas convincentes. Es la primera, los disparatados juicios y pronósticos que con frecuencia se permiten los periodistas, y hasta los más aventajados oradores parlamentarios; siendo la segunda, el proceder incierto e indeciso que se observa en los gabinetes, siempre que se trata de los negocios de la península. Esto último indica que la diplomacia europea está poco segura de sus luces en lo concerniente a España, y que temerosa de un yerro no se atreve a resolverse, prefiriendo una política neutral, de mera expectativa.

En este punto la conducta de la Francia y de la Inglaterra no ha sido la misma que la de las potencias del Norte, pues aquellas han arrostrado compromisos de que estas se han precavido con mucho cuidado; pero así unas como otras han manifestado lo mismo que acabamos de indicar, el poco conocimiento de nuestras cosas. En efecto, ¿cual ha sido la política de la Francia? ¿pueden gloriarse sus diplomáticos de haber seguido [3] siempre una marcha constante, sometida a principios fijos? Recuérdense las variadas fases de la política francesa desde la muerte de Fernando. «Pero las circunstancias cambiaban,» es cierto; mas esa inestabilidad de las situaciones debía entrar en vuestra previsión, para no exponeros a las sensibles alternativas que habéis tenido que sufrir. En cuanto a Inglaterra, menester es confesar que tampoco ha acreditado en esta parte su proverbial sagacidad. Para convencerse de esto basta considerar que se había ligado íntimamente con Espartero, lo que demuestra que se equivocaba lastimosamente, pues que a la influencia de una nación como la Gran Bretaña no puede serle útil la alianza con poderes muy transitorios y altamente impopulares. Se nos dirá que esa impopularidad no era bastante conocida en Inglaterra: así lo creemos, y hasta tenemos datos positivos de que en efecto era así; pero eso mismo confirma más y más nuestra opinión sobre la ignorancia de los extranjeros en lo tocante al estado de España. Las potencias del Norte han procedido con más timidez; han reconocido que la complicación era mucha, que los sucesos de mañana podían desvanecer las conjeturas de ayer, y han dicho: «aguardemos.» El curso de los acontecimientos ha manifestado que esa cautela no carecía de previsión: no lo negamos; pero también añadiremos que esa previsión no ha estado exenta de equivocaciones, y que a menudo, más bien que previsión debiera llamarse incertidumbre.

Se ha creído en Europa que la España no era capaz de un gobierno semejante al que bajo diferentes formas disfrutan las demás naciones civilizadas, y esto se ha atribuido a varias causas. Suponen algunos que en nuestro país no hay vida intelectual ni moral; que este pueblo vegeta en la inacción y en la estupidez; que adolece de una especie de marasmo social y político; y que por lo mismo no es posible que brote de su seno un gobierno que reúna la inteligencia y la fuerza. Si así fuese, teniendo cierta semejanza con los pueblos asiáticos, preciso le sería optar entre el despotismo oriental o la anarquía perpetua, porque en tan triste alternativa está colocada la sociedad, cuando la falta de un pensamiento grandioso y común a todas las clases, no le permite alcanzar la verdadera nacionalidad, basa indispensable para establecer un gobierno digno de tal nombre.

Cuando una sociedad carece de razón pública, es decir, cuando no hay un conjunto de hombres respetables por su número, inteligencia y posición social, que tengan ideas claras y fijas sobre los intereses nacionales, y la manera con que estos deben ser conservados, protegidos y fomentados, entonces la sociedad no posee ningún pensamiento de gobierno, y así se halla precisada a resignarse, o bien a la disolución, o bien al despotismo mas completo. En no dominando la razón prevalece la voluntad; y la voluntad sin razón, constituye el despotismo. En tal caso, si por una u otra causa es dable reunir las fuerzas individuales formando una fuerza pública, y colocar esta en manos de un solo hombre o de una clase, resulta el despotismo asiático y el dominio de las castas; cuando no, la sociedad se fracciona en tribus, o se descompone en hordas y bandas, lo que al fin viene a parar a otro despotismo más terrible y estéril, cual es el ejercido por los jefes de familia, o los individuos más astutos y fuertes.

Bien claro es que en semejante estado no puede encontrarse la España, cuya civilización y cultura llevan largos siglos de duración; ni la Europa nos hace la injusticia de mirarnos como pueblos africanos, por más que el prurito de zaherir se exprese a veces con intolerable exageración y falsedad, afirmando que no termina la Europa en Gibraltar sino en los Pirineos. Sin embargo, como la escala en que pueden distribuirse los pueblos según los grados de su inteligencia y actividad es muy extensa, y el principio social que hemos establecido se verificará en proporción a la mayor o menor altura en que se hallen colocados en la misma, veamos hasta qué punto merece la España las inculpaciones que se le dirigen, explicando al propio tiempo la regularidad de las anomalías que han podido inducir a que se formasen sobre nuestra situación opiniones desmentidas por la razón y la experiencia.

Desde luego salta a los ojos la extrañeza de que pueda faltar en España un pensamiento grandioso y general a todas las clases, elemento de verdadera nacionalidad y basa de un gobierno justo, [4] ilustrado y estable. Un pueblo que reconquista su independencia peleando por espacio de ocho siglos bajo una misma enseña; un pueblo que reconstituye su unidad, inaugurándola con el descubrimiento de un Nuevo Mundo, con importantes adquisiciones en Europa y en todos los países del globo, y con un siglo tan brillante en ciencias, literatura y bellas artes; un pueblo que pudo hacer frente a la Europa entera, y aspirar a la monarquía universal; un pueblo que, después de larga temporada de abatimiento y postración, se levanta al grito de la patria como el soldado que, sorprendido por el enemigo, despierta a la voz de alarma y empuña el fusil con brío y valentía, este pueblo no puede carecer de ideas grandes, generales, que sirvan de lazo a todas las clases, que formen la verdadera nacionalidad, y sean a propósito para servir de basa al establecimiento de un gobierno.

Por desgracia es demasiado evidente que de mucho tiempo a esta parte no han prevalecido en la esfera política los elementos que dominan en la social, y que ha resultado de aquí una falta de armonía, de donde han dimanado nuestros males. Mas esto no prueba que la verdadera sociedad española carezca de lo necesario para cimentar y solidar un buen sistema político; y andan muy equivocados los que achacan a ignorancia y estupidez, lo que solo debe atribuirse a circunstancias excepcionales, en las que se ha combinado todo lo más funesto que imaginarse pueda para trastornar a las naciones.

Minoría, guerra de sucesión y revolución, son causas de las cuales basta una sola para conmover y dislocar un país; ¿qué había de acontecer en España, donde hemos tenido reunidas las tres, y complicadas de un modo inextricable? ¡Formidables son los caminos del Todopoderoso cuando se propone derramar sobre los reyes y los pueblos la copa de su indignación! La revolución estaba mordiendo el freno que le impusiera en España la irresistible pujanza de los dos principios religioso y monárquico; nada puede contra la mano que pesa sobre ella, y forzada a comprimir su voz y hasta su aliento, se mantiene silenciosa y quieta, sin atreverse a mirar a quien la sojuzga, fijos sobre la tierra sus ojos de llama. El Rey carece de sucesión, y el inmediato heredero de la corona es conocido por su profunda aversión a todo linaje de innovaciones peligrosas. Los hijos del Príncipe son en crecido número, la minoría es imposible. El heredero es un varón, sus hijos son varones también; no cabe pues pretexto para disputarles sus títulos de legitimidad; la guerra de sucesión es imposible. El orden está asegurado sobre firmes cimientos, el poder se hace cada día más fuerte, regularizando su acción y acostumbrándose más y más los pueblos al yugo de la obediencia; la revolución es imposible. ¡Vanos pensamientos! Amalia muere, el Monarca se enlaza con Cristina, nace una Princesa, y la minoría, la guerra de sucesión, la revolución, ya no son imposibles sino muy probables: el Rey enferma, y la imposibilidad se ha trocado en inminente peligro; el Rey muere, y lo que era imposible se ha hecho inevitable. ¡Cuántas imposibilidades a los ojos de la flaca humanidad, serán realidades a los ojos de aquel que tiene patentes a su vista los arcanos del porvenir! ¿No recordáis lo que sucediera en un reino vecino? Dejad a los políticos de Francia y de Europa que se abismen en combinaciones profundas; un momento después el Príncipe real, el heredero de la corona, el gallardo mozo que promete a la Francia un largo reinado, yace en el polvo, sin sentido, exánime: pasan breves horas, el duque de Orleáns ha muerto... el excesivo brío de un caballo ha cambiado la situación, destruyendo conjeturas, frustrando esperanzas, ofreciendo un porvenir oscuro y tempestuoso...

En octubre de 1833, no había mas que un medio para ahorrar a la nación torrentes de sangre y calamidades sin cuento: ahogar en su origen la cuestión dinástica creando una regencia sobre el supuesto de un futuro enlace. Entonces desaparecería la guerra de sucesión, no existía de hecho la minoría, y con esto se quitaban a la revolución el pábulo y sostén. Ni aun en ese caso nos lisonjeamos con la idea de que se hubieran evitado los disturbios; pero siempre habrían sido de menor gravedad y trascendencia. No alcanzamos cómo no se vieron a la sazón los poderosos motivos, las [5] altas consideraciones de interés de la nación y de la Real familia, que aconsejaban un arreglo amistoso; mal decimos, lo alcanzamos muy bien cuando recordamos la miseria y la nada del hombre, desde el rústico más necio hasta la elevada categoría de los consejeros de los reyes.

Con el comienzo de la guerra civil coincidió el desarrollo de la revolución, circunscrita a muy reducido ámbito, que jamás afectó a la masa del pueblo español, que si desplegó mas fuerza que en épocas anteriores fue porque se cobijaba a la sombra del trono, porque obraba en su nombre, porque una parte de los españoles la dejaban campear, opinando que no era menester combatirla de otra manera sino apoyando el triunfo del príncipe a quien creían legítimo, mirándole al propio tiempo como emblema de la Religión y de la monarquía. De aquí resultó una posición sumamente falsa: el trono llamaba en su auxilio a la revolución, es decir, a su enemigo natural y necesario; se ensayaban sistemas apellidados de mayorías, y una masa inmensa no reconocía otras urnas que los cañones; se hablaba de restablecimiento de las leyes antiguas, cuando los gobernantes estaban en una rápida pendiente que los conducía a innovar; se hacían impotentes esfuerzos para crear una especie de aristocracia, cuando los elementos en que se apoyaba el trono tendían al desbocamiento de la democracia en lo que tiene de más anárquico y exclusivo. ¿Qué debía resultar de semejante complicación? La nación mas bien constituida, ¿sería capaz de resistir a pruebas tan duras? No hay pues motivo para extrañar el desgobierno y la anarquía que nos han afligido durante los últimos diez años; lo que sí debemos admirar es que las catástrofes no hayan sido mayores. Los desastres de la revolución española no alcanzan ni de mucho a los que ofrecieron en las suyas la Inglaterra y la Francia, y no obstante, allí no hubo ni minoría ni guerra de sucesión. ¿Cuál es la causa de que con mayores elementos en el orden político, la revolución haya sido entre nosotros mucho menos terrible? La diferencia del estado social. En aquellos países la revolución era fuerte por sí misma, entre nosotros necesitaba mendigar el auxilio ajeno; allí se declaraba abiertamente contra el trono, aquí se escudaba con él; allí se proclamaba sin rebozo la ruina de la Iglesia, de toda sociedad religiosa; aquí, hasta en los tiempos más agitados, se hablaba de reformas, se mostraba un hipócrita respeto a las tradiciones antiguas, se renovaba la memoria de Carlos III, y se buscaba apoyo en los concilios de Toledo. La revolución era dueña del gobierno, y echaba mano de la astucia; esto indica que no se sentía con fuerza.

Deseamos que mediten sobre estas reflexiones los hombres que tanto se admiran de que no nos haya sido posible hasta ahora consolidar un gobierno; los que se adelantan a discurrir sobre nuestro estado social y se aventuran a infundadas aserciones, ateniéndose únicamente a lo que de sí arroja el turbulento espectáculo de la última década. ¿Pues qué? ¿No habéis leído la historia? ¿Tan fácilmente habéis olvidado sus lecciones? ¿Tan ligeramente habéis examinado la situación de España, que no hayáis alcanzado a distinguir entre lo regular y lo excepcional, entre lo permanente y lo transitorio, entre el fondo y la superficie, entre la realidad y las apariencias? Duélenos que tamañas equivocaciones se hayan extendido en los países extranjeros; pero todavía nos pesa mucho más cuando las vemos apoyadas por españoles; cuando notamos esa postración desesperante en que han caído personas respetables por sus conocimientos, cuando las oímos decir con énfasis: «eso no tiene remedio, no hay que esperar nada.» Y tienen razón hasta cierto punto; no hay que esperar nada mientras el trono, mientras las instituciones, mientras la sociedad hayan de ser consideradas con la mezquindad de miras que algunos llevan; mientras no se ensayen otros sistemas que los que ellos conocen; mientras una nación de quince millones haya de ser el patrimonio de dos mil personas; mientras se haya de continuar en esa costumbre de emplear un lenguaje de mentiras, que casi dejan de serlo por lo reconocidas y confesadas; mientras no se diga con libertad y llaneza todo lo que se piensa, todo lo que se manifiestan unos a otros hasta los hombres de diferentes opiniones y partidos, cuando hablan en conversación particular sobre las causas [6] y carácter de nuestros males, y el remedio que conviene aplicarles.

Como quiera, repetimos que la situación de España dista mucho de ser tan triste como creen algunos; insistimos en que importa no entregarse al desmayo; en que se reflexione que el daño no nace del estado social, sino de la complicación de las circunstancias políticas. Reasumiremos nuestras ideas, repitiendo aquí lo que dijimos en otro lugar.

«¿Cómo hemos podido llegar a tamaño estado de desconcierto y desorden? ¿por qué no tenemos gobierno?» preguntan algunos; «¿cómo no hemos llegado todavía a un estado peor? ¿cómo hemos tenido ni sombra de gobierno» debiera preguntarse. Minoría, guerra de sucesión, revolución: cada uno de estos males basta por sí solo para trastornar una sociedad. ¿Qué no había de resultar de los tres reunidos?

La sola minoría de Carlos II llevó agitados los pacatos tiempos del último período de la dinastía austriaca; la sola guerra de sucesión inundó de sangre la Península al entronizarse la rama Borbónica; la sola revolución nos trajo la lucha civil y la invasión extranjera en 1823: nada pues más natural que los males sin cuento que hemos sufrido, ya que la Providencia quiso que se combinasen y obrasen a un tiempo sobre nuestra patria tres elementos, todos tan poderosos para trastornar.

En la minoría el trono está desocupado; bajo sus doseles está la regia cuna. Las funciones del monarca las ejercen otros, pero cabalmente la fuerza del poder monárquico está vinculada principalmente a la misma persona del monarca. El monarca es inamovible, la regencia no lo es; la monarquía es perpetua, la regencia es temporal; el monarca obra en nombre propio, la regencia en nombre ajeno. La autoridad es débil porque es emanada, no sale inmediatamente del origen; y la ambición no tiene cerradas las puertas porque hay eventualidad de cambio en el poder supremo, y por consiguiente existen esperanzas de usurparlo. Durante el funesto período, experimenta la nación los males de una monarquía electiva. La ley que en Francia acaba de declarar hereditaria la regencia, encierra un pensamiento de bien alta política.

La guerra de sucesión supone cuestionable el derecho, y encomienda la decisión a los trances de las armas. Mientras dura la sangrienta lid se levanta trono contra trono; no existe pues la unidad, está privada la monarquía de su carácter esencial, quedando en cierto modo aplazada su existencia para cuando se ha decidido la lucha.

La revolución ataca el principio mismo del gobierno, porque tiende a cambiar las formas políticas y la organización social. Por naturaleza es enemiga del poder, se esfuerza sin cesar en enflaquecerle, porque su fin es derribarle. Relaja todos los vínculos con que está formada la sociedad, porque son un obstáculo a sus designios; y el poder supremo es el objeto de sus iras, por el doble motivo de ser poder, y de servir de centro y nudo a la organización social que se intenta destruir.

En la última época la revolución hubiera sido impotente, como lo fue en las anteriores, a no haberla secundado la minoría y la guerra de sucesión. Siempre que se hubiese empeñado en una lucha contra el trono, cuerpo a cuerpo, habría sucumbido, porque el trono es nacional, la revolución no.

Cuando la revolución ha conocido sus verdaderos intereses y la debilidad de sus fuerzas, se ha colocado siempre a la sombra del trono. Necesitaba un escudo, y en este escudo esculpió los blasones de la monarquía.»

La minoría ha terminado; el derecho a la corona ya no es diputado en el campo de batalla; la revolución contempla con desconfianza el curso de los acontecimientos, y manifiesta altamente sus temores de perder sus conquistas y botín. ¿Cuál es la situación que resulta de este conjunto de circunstancias? ¿Qué necesidades se han de satisfacer? ¿Qué combinaciones se han de tantear para llevar a puerto seguro la nave del Estado? Esto es lo que vamos a examinar en lo sucesivo, analizando por separado los elementos que entran en la nueva situación, cuál es su respectiva fuerza, cuál el lugar y la influencia que les debe caber para que, subordinados a la unidad, vivan en paz [7] y armonía, sin perder nada cuanto entrañen de justo, de útil y de bello. Fieles a nuestro propósito, trabajaremos en presentar el pensamiento de la nación, haciendo notar lo que en él hay de claro, indicando lo que por razón de las circunstancias está oscuro, formulando y fijando con la posible precisión lo que anda disperso por la sociedad, revuelto con cien cosas incoherentes e inconexas, perdiendo así el concierto y unidad que las ideas nacionales han menester para erigirse en gobierno.

J. B.