Filosofía en español 
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Consideraciones sobre el estado moral y político de Europa

Artículo 1

¿Por qué se prueba hoy la propiedad, y ha menester de abogados elocuentes la familia? ¿Por qué el orden social, habitualmente respetado, se defiende ya en las calles y en las plazas por batallas iguales a las que en otro tiempo decidían de la suerte de los imperios? ¿Qué nuevos bárbaros son estos que repentinamente ha lanzado sobre Europa, no ya las desoladas llanuras de Gobi, ni las heladas regiones del polo, sino el seno de una sociedad civilizada hasta el exceso? ¿Tan pendientes estaban de un hilo los bienes de esa ponderada civilización, que ha bastado la voz de algunos sofistas para arrastrar en pos suyo las masas, y comprometer hasta la existencia de la sociedad, abriendo a sus pies el abismo de la barbarie? ¡Y todo esto cuando Europa se cruzaba de caminos de hierro, y el Océano con sus tempestades se veía dominado por el vapor; cuando las ciencias y las artes apenas dejaban pasar día en que no proclamasen algún descubrimiento importante, alguna invención útil; cuando los gobiernos a porfía, bajo los auspicios de una profunda paz, mejoraban la legislación, robustecían la administración, y pugnaban por alcanzar con sus pueblos el premio de la industria y del comercio! ¡Raza humana! ¿Es esta la estabilidad de tus obras? Mentida filosofía, tú que te gloriabas de haber cortado el nudo que por siglos ligaba el cielo con la tierra, y que después de haber extinguido todo terror religioso en el pecho del hombre, te habías dicho: «Yo te conduciré sin Dios desde la cuna hasta el sepulcro, y haré brotar bajo tus pies flores y espigas cuando antes solo te nacían espinas»; ¿de qué modo has cumplido tus promesas, que así nos abandonas en medio del peligro, y por todo refugio en desatada tormenta nos dejas las profesión de fe del Vicario de Saboya?

Ello es lo cierto, que la sociedad francesa, tal cual la han parado las revoluciones de medio siglo, está hoy basada sobre la filosofía, y que el Diccionario filosófico y el Pacto social han llenado durante todo este tiempo el arsenal de donde se han provisto de doctrinas y costumbres las clases medias y su gobierno, bajo cuyo reinado se ha vuelto descreído el pueblo, y ha sustituido sus antiguas creencias, o sean supersticiones, con la exclusiva preocupación del egoísmo.

No hay que decir que esas pretendidas supersticiones hayan entrado para nada en la reorganización de esta sociedad. Ellas habían perdido todo su prestigio bajo los epigramas de Voltaire y los discursos de los enciclopedistas, auxiliados eficazmente por los poco edificantes ejemplos de un clero rico y los abusos introducidos a la sombra del altar. La revolución francesa, en vez de podar la quina seca, cortó el árbol por el pie. Sobre este suelo, un momento cubierto de escombros, el genio de Napoleón alzó el edificio que ha cobijado a las nuevas generaciones, abriendo sus cimientos, no en la roca de la fe, sino en el movedizo terreno del interés, y apuntalándolo en último análisis con la fuerza material para defender la nación por fuera; con la fuerza de mil combinaciones artísticas, para contener a la sociedad por dentro; la fuerza material por todas partes; la fuerza moral en ninguna; porque desterrada la fe y sus nobles inspiraciones de todo género como perjudiciales consejeros en el gobierno, se erigió en sistema que el hombre solo podía ser llevado por el cebo del propio interés, solo contenido por el temor siempre presente de la pena física.

Vuestra es pues toda la culpa, si la sociedad se ve hoy forzada a estar constantemente en la brecha para defenderse de los bárbaros de la civilización, que sin desmayar por la derrota la combaten con renaciente encarnizamiento. Preciso es que confeséis vuestra impotencia para proseguir en un camino cada vez más erizado de peligros. Preciso es reconocer que sin Dios no puede conducirse al hombre.

Tal es el mal que hoy aqueja a la sociedad francesa, fuente y modelo de la europea: el amortiguamiento de la vida espiritual, condenada a pasarse sin una de sus más copiosas y puras fuentes, sin la fe, y reducida por todo sustento a las producciones frecuentemente malsanas de la filosofía y de la ciencia. De aquí la falta de vigor y consistencia en los actos y funciones de esa sociedad, y el que en un momento crítico hayan titubeado sus pies, y casi venido al suelo, bajo el peso mismo de la material prosperidad de que con general envidia gozaba. De aquí su volubilidad política, y la perpetua movilidad de sus instituciones; de aquí su gran ligereza y esa parte cómica que se descubre aún en los actos más serios de la vida nacional e individual; pues todos se consideran allí en escena, todos necesitan de las emociones del teatro para escribir o para obrar; siendo cosa bien sabida que nada como la religión da rectitud y fijeza a las miras, gravedad y firmeza al carácter.

La incredulidad es con efecto el vicio dominante de la época y del carácter nacional. Las costumbres de las clases medias y los actos del gobierno, de sesenta años a esta parte, trascienden a incredulidad, y es imposible que esta corrupción haya podido contenerse en las regiones elevadas de la sociedad, y que el pueblo se haya mantenido libre del contagio. El primer aspecto público ya desde luego dice mucho en este particular. Un domingo no es ya cosa edificante en Francia, y si os viene en mientes visitar los teatros, recorrer los paseos, registrar las tiendas y almacenes, no halláis motivos serios para mudar de opinión. Ella se robustece al fijar vuestras miradas en las producciones de la prensa, y particularmente si seguís el hilo de las aventaras del folletín, y allí reconocéis el detestable alimento en que tanto se deleitan el corazón y la inteligencia de la multitud.

Pues si penetráis en los colegios donde al fin se forma el hombre que ha de gobernar la nave del Estado, o que en una de tantas profesiones ha de ejercer en derredor suyo la influencia del saber, adquiriréis la triste convicción de que el principio religioso se halla proscrito de aquel recinto, y solo entra en él como una fórmula vana de sentido, propia para contentar la piadosa expectativa de algunos padres, llenando un vacío del programa, pero que en realidad no es otra cosa que la piedra de escándalo de la juventud estudiosa. Más aún, cuando el colegio estuviese fundado sobre el principio religioso, todavía esta educación del corazón reñiría con la instrucción que en él se propone a la inteligencia; instrucción basada exclusivamente sobre el principio filosófico, y no aquel que produce una sana filosofía, sino el que está en guerra abierta con la religión. Leed, si os place, las infinitas obras que sirven de texto, y hallaréis la prueba de que a la instrucción preside allí el principio anti-cristiano, y que tan sorprendente como es el espectáculo de una sociedad que a inmenso coste se complace en prestar armas contra sí misma, debe serlo el de hombres puestos en la necesidad de olvidar lo que con tanto afán aprendieron en el colegio, a fin de poder vivir mejor y manejarse rectamente en sus relaciones públicas y privadas.

Si queréis luego levantar una parle del velo que cubre la vida íntima de la familia, y de la sociedad, recorred las páginas de la crónica judicial, y descubriréis una criminalidad siempre creciente y cada vez mas impura en sus orígenes, mas abominable en la elección de los medios; como si la instrucción que a puñados arroja el gobierno sobre la sociedad, estuviese destinada a conventirse en cómplice de la maldad.

En fin, penetrad, si podéis, en el dédalo de los códigos y de los actos de la administración, y decidme si no se pone estudio en rechazar en los unos el espíritu de la religión como contrario al de la ilustración filosófica, y en mantener alejada por los otros a la iglesia no solo de toda mano en el gobierno civil, pero aún de aquel contacto y legítima influencia que debe ejercer en derredor suyo, principalmente respecto de la juventud estudiosa y de la familia.

¿Y extrañaréis después que el pueblo sea incrédulo y haya perdido todo freno, cuando con tanto estudio habéis procurado robar el tesoro de la fe, que encerraba al propio tiempo el secreto de todo su saber y de toda su moralidad? Tendríais motivo de quejaros, si la mitad siquiera de los esfuerzos que habéis prodigado a la impiedad, la hubieseis consagrado a la conservación de tan precioso depósito.

Cuando estos jóvenes, salidos de la férula del colegio y del círculo de la atracción doméstica, comienzan a volar con sus alas, encuentran delante de sí un mundo que se les ofrece como premio de su habilidad y de su ambición. La riqueza como instrumento de todos los goces sensuales; el poder como medio de consideración y de predominio: he aquí los objetos que atraen la casi universalidad de las vocaciones. Es preciso enriquecerse a toda costa, es preciso mandar a sus semejantes; y el premio de este pugilato civil, en que solo se trata de vencer, caiga el que caiga, parece distribuirse con una ciega fatalidad por las caprichosas decisiones de la fortuna. ¿Por qué aquel joven aplicado lucha con un adverso destino, a pesar de un trabajo perseverante y de una conducta irreprensible, a pesar acaso de un gran talento? ¿Por qué este otro se le antepone erguido en la carrera, con escaso o ningún merecimiento? Porque el primero no supo agradar, y el agradar depende muchas veces de la mirada, o del gesto o del tono de la voz; si ya no es que la causa de su desventura estriba en un carácter independiente, o en una virtud inflexible; mientras que el segundo fue más abierto en la elección de medios, o halló una coyuntura propicia, o le salió al camino un Mecenas poderoso; que raras veces el genio, o la virtud, o el trabajo, se abrieron camino por sí solos.

Suponed, pues, como es la realidad, a un joven en lucha con su destino, y decidme si su virtud a lo Arístides o a lo Catón, cual el colegio se lo ha inspirado, o la que mamó con la leche de los labios de su madre, podrán sobrevivir a la fatiga de dos o tres años de tan rudo combate: decidme si tardará mucho en forjarse una moral utilitaria, adecuada a las circunstancias que le rodean, propia para adelantar en el mundo. Así el interés se convierte pronto en móvil universal, y un egoísmo frenético circula como activo veneno por las arterias de la sociedad, cuya vida más pura sólo puede alimentarse de la abnegación y sacrificios de sus hijos.

No quiero detenerme en la constitución de la familia en Francia, para lo que tendría que trazar un cuadro triste; que también en ella ha penetrado el soplo letal de la incredulidad, el poderoso disolvente del egoísmo; pero es un hecho incontestable su profunda debilidad, e incapacidad consiguiente para comunicar al joven, austeros hábitos de disciplina, o para sostener al hombre en el recio combate de la vida.

Y si tal se nos presenta la porción más escogida de la sociedad, aquella a quien se dispensan los cuidados mas exquisitos, ¿qué suerte se reserva para la gran masa de sus hijos, condenados a las penalidades de un incesante trabajo? ¿Cuál será su moralidad?

No hablo de aquellos a quienes el trabajo les imposibilita, o no alcanza a cubrir sus necesidades; muchedumbre condenada a vivir de privaciones: hablo tan solo de la gran masa de jornaleros, cuya mejor suerte está en no carecer de ése duro trabajo, aun mezquinamente recompensado.

Las relaciones que estos llevan con los primeros, por la acción de hombres o partidos interesados en explotar su desunión, se encuentran hoy día envenenadas.

El pobre y el rico se miran más que nunca con desconfianza: el brazo y la cabeza de la sociedad, que deberían proceder acordes, se hallan en escisión deplorable. La condición recíproca se ha empeorado con esto, y señaladamente se ha agravado la del pobre. El pobre ya no sobrelleva su pobreza: los sofistas le han robado la paciencia, que era su principal tesoro; su divisa es ya marchar a la conquista de los ricos. La sociedad, pues, mezcla armoniosa de ricos y pobres , de sabios y de ignorantes, de fuertes y de débiles, ya no funciona debidamente, desde que se han disgregado sus principales elementos, y se ve amagada de una total disolución. Solo Dios puede decir al pobre: «Sufre», y al rico: «Dá.»

En suma, la sociedad francesa, madre y maestra de la europea, vive hoy en una condición la más trabajada y crítica, debida a la desmoralización reinante, que ha aflojado o disuelto los vínculos que de antiguo la mantenían unida, al propio tiempo que la desmoralización reconoce por primera causa la incredulidad, que patronizada por la filosofía ha descendido de todas las eminencias sociales hasta contaminar al pueblo. Reconoce también otras que me detendré a examinar, así como sus estragos sobre las costumbres e instituciones.

L. M. R.