Filosofía en español 
Filosofía en español


José Ignacio Bartolache

Avisos acerca del mal histérico, que llaman latido

Lamentis gemituque, & femineo ululatu
Tecta fremunt

Virgil., Aeneid., IV, v. 667.

«Triste plañido, y quejas de mujeres
Siempre se oyen.»

1. Siendo el bello sexo la una mitad de los individuos de nuestra especie aun se puede decir que sus enfermedades particulares y habituales hacen quizá las dos tercias partes de las plagas que afligen a la humanidad. Sexo débil por su misma constitución, achacoso y muy expuesto a contingencias por el destino que la providencia le dio, multado con la merecida pena de su prevaricación, acostumbrado al arreglo y delicadeza por nuestra ternura y por eso mismo melindroso y sensible a la menor cosa que le incomode: debía por todas razones considerarse digno de una muy particular atención por parte de los médicos. Sin embargo, no son muchos los autores que escribieron tratados propios acerca de las enfermedades de las mujeres, digo tratados apreciables por su doctrina y erudición; porque lo malo e inútil abunda respectivamente en éste como en todo género. Mercurial, Ballonio, nuestro español Mercado y el célebre Astruc, componen la lista de los que yo conozco por buenos escritores en la materia, añadiendo al Ramazzini que sólo trató muy concisamente de lo que toca a preservar, no de curar, a las religiosas consagradas a Dios en los conventos. Yo en este papel no me propongo seguir a ninguno de éstos (ni tampoco a quienes otros sigo) sino traer con mi acostumbrada y necesaria brevedad algunos dictámenes provechosos que deben considerarse como fruto de mi estudio y meditación y de mis observaciones. Los facultativos, a cuya censura me sujeto, juzgarán con imparcialidad si hay algo útil en el contenido de mi pliego. Pero en todo caso quisiera remitirme a la experiencia de las enfermas. Las experiencias bien hechas son siempre decisivas y no dejan aquellas dudas y sospechas que los raciocinios cuando no son matemáticamente justos.

2. Comenzando por buen orden por la descripción del mal histérico, entendemos ser éste en su principio acompañado de las siguientes condiciones. Siente la mujer en su estómago una modestísima debilidad o sensación de hambre y desfallecimiento, insuperable por medio de alimentos blandos líquidos pero si por otros acres y espirituosos, frío en las extremidades del cuerpo, zumbido en los oídos, aturdida la cabeza, anudada la garganta, ningún vigor ni aptitud para las acciones, propensión al sueño, perturbación de ideas, aprensiones de gravísimas enfermedades (cuantas se oyen contar de otros) y de muerte; en fin, otras manías, que según la duración del mal se va cada día empeorando. En el progreso y gravedad del histerismo se observan tremores convulsivos, dificultad de respirar, ansias, suspiros, lloros, dolor de cabeza agudo, que llaman clavo, deliquios de ánimo, contorsiones de miembros, saltos, gestos que parecen obra de encantamiento. Las histéricas, sin dejar de estar habitualmente indispuestas, padecen todavía fuertes accesiones de sus mal en ciertas ocasiones más que en otras e indefectiblemente siempre que hubiere alguna pasión de ánimo como ira, tristeza, etcétera. Determinadas especies de olor suave y aromático les incomodan infinito y el de ciertas frutas como la piña, el melón, el perón y otras. Hay no obstante, a quienes cause latido hasta lo que huele mal: y hablando por lo común, cuando están en ayunas, en las cuadraturas de luna y en los días inmediatos al flujo de meses lo pasan muy mal las pobres histéricas y es menester saberse entender con ellas y sobrellevar sus molestias.

3. Supuesta esta historia o descripción, deducida de fieles y constantes observaciones, parece que el mal histérico trayendo origen de alguna irritación de la matriz infesta el cerebro y nervios y también los músculos, primeramente aquellos que sirven a los movimientos vitales y luego en su progreso los que sirven a los movimientos voluntarios. Es, pues, una enfermedad grave, prolija y de difícil curación. Y aunque no hay país hasta ahora conocido, ni hubo tiempo desde la más remota antigüedad, en que no se observase (bien que con diferencias considerables) según consta de monumentos auténticos que nos dejaron los autores contando desde Hipócrates, me atrevo a decir que en nuestros días y aquí en América se ha hecho el más común esta plaga, especialmente entre personas de alta y mediana categoría nacidas y educadas en el regalo: de modo que va ganando terreno e inficionando casi a toda la más noble porción del sexo. Sin exageración se puede dar por hecha la cuanta que de diez personas seglares las cuatro, y de otras tantas religiosas apenas dos, se hallarán libres del mal histérico. En Puebla de los Ángeles y aquí en México merece llamarse mal endémico (que quiere decir propio de estos lugares) y lo es, al menos en el gran aparato de síntomas que le acompañan. Siendo pues por otra parte hereditario, según la razón y la experiencia demuestran todos los días naciendo de madres histéricas hijas semejantes, fácilmente se percibe cuánto deberá propagarse esta penosa enfermedad y cuán importante cosa sería el tratar de curarla y precaverla.

4. Este es el asunto que hoy me propongo. Pero considerando la infinita variedad de sujetos por su temperamento, edad, género de vida, por su estado, por la complicación de otras enfermedades y por las demás circunstancias que sólo con la presencia del enfermo se determinan bien y en aquel solo individuo valen para hacerse juicio de los remedios que conviene aplicar, me atendré, ya que otra cosa no se puede, a reducir los puntos generales o máximas que sirvan de gobierno a todas las enfermas histéricas sin excepción; dejando lo demás a la prudencia, discreción y buena conducta de sus médicos. La consideración de las causas antecedentes del mal histérico dará mucha luz para la invención de los remedios; y sin aquel previo conocimiento por más empeño que se tome en impedir los efectos, consecuencias y malas resultas, siempre queda semilla y raíz que convendría sofocar o extirpar. Mas sucede, por desdicha, en ésta como en muchas otras enfermedades (donde no se necesita tanta medicina como se cree) que se pongan como de concierto a porfiar al médico y el enfermo, a manera de dos hombres que tiran de los cabos de una misma cuerda en sentido contrario sin ceder ninguno por su parte hasta que se rompe después de haberla mantenido tirante. Tira el médico a curar y tira el paciente a enfermar y frustrarle sus intenciones. Aquél, según su ciencia y prudencia y las reglas del arte, prescribe dieta y aplica las medicinas que juzgó útiles, no siéndolo ninguna sino en la ocasión y con dependencia de muchas condiciones. El otro, creyendo que la medicina lo puede todo y que en casa del boticario destilan de los alambiques quintas esencias de salud, no cuida de tomarse ninguna precaución ni de arreglarse en nada. Hace cuanto se le antoja y aun lo disimula, ¿pero que es disimular?, aun también lo niega. De suerte que no es raro hallar gente cuya maliciosa habilidad se ejercita, con cierta especie de pretexto político, en engañar diestramente a un médico o a dos si se ofrecen a la par. La mala fe y las mentiras que llaman oficiosas son muchas veces los cumplimientos con que nos reciben en sus casas los asistentes e interesados; y sin embargo nosotros quedamos responsables a cualquier mal suceso. Que haya tenido la culpa una vieja o el entremetido o el boticario o el Preste Juan, nadie cata en examinar menudencias; sólo se pregunta ¿qué médico le asistió al enfermo? Se supone bonitamente que con la medicina murió aquel pobre, estando entretanto suspensas por milagro todas las demás causas libres y necesarias, infinitas en número y especie, que pudieron influir en ello. Sirva esta reflexión por primer aviso, aunque es trascendental a toda enfermedad.

5. Yo, después de mucho estudio en los mejores libros, después de meditar y observar con sumo cuidado cantidad de cosas y bastante número de enfermas histéricas, hallo que este mal, habiendo degenerado y variado considerablemente de lo que era en otro tiempo y es ahora en otras regiones, debe atribuirse entre nosotros a tres causas principales. La primera es el abuso del dulce y del chocolate. La segunda el vestido ajustado, supuesta la inacción o falta de ejercicio. La tercera, la perversa costumbre de recogerse a dormir y levantarse tarde. Las causas menos principales y que son comunes a otros países donde no se padece tanto de afecciones histéricas, pueden encerrarse en dos: la una es estar nuestra atmósfera más expuesta a alteraciones y variedades, quizá por su ligereza y menor ámbito, quedando este suelo en una enorme altura sobre el nivel del mar. De donde es también que el aire oprime menos nuestros cuerpos y no causa tan fuerte reacción de los sólidos contra los humores. La otra es que siendo México una ciudad populosísima, abunda sobre manera en inmundicias y malos vapores que hacen el aire mal sano y corrompido. Todo esto que aquí se establece consta de hecho y basta para deducir fácilmente la explicación de los fenómenos que ocurren en el asunto. Lo que yo no haré por dar el lugar que resta a los avisos prometidos.

6. El primero, y al que ya se reducen en sustancia todos, es a encargar que se eviten, de las causas expuestas aquí arriba, las que son evitables y lo serán puntualmente las tres directas y principales. Poco cuesta hacer la experiencia por algún tiempo para ver si me cogen en falso. Úsese con gran moderación del chocolate y con mucha más del dulce. El quemar el cacao lo tengo por una simple moda introducida contra el gusto y contra la salud.

7. Observo que algunas gentes de mediana esfera y todos los pobres lo pasan mucho peor, pues nunca lograrán un uso saludable y moderado de esta bebida. Por consultar a su comodidad en el precio se compran tablillas de pésima calidad, con la superchería de tener mezcladas ciertas drogas e ingredientes sumamente perjudiciales a la salud. Lo cual parece que necesitaba de una seria providencia del gobierno, siempre vigilante, atento y celoso del bien común, si constare por informe de sujetos hábiles y doctos de nuestra facultad que esto es digno de reparo.

8. En cuanto al ejercicio me ocurre a favor de las personas religiosas un medio, discurrido por el señor marqués de Ariza, padre del excelentísimo, ilustrísimo y venerable señor don Juan de Palafox y que se halla en un manuscrito que me acuerdo haber leído, donde trata aquel caballero español de ciertas máximas para conservar la salud. Aconseja pues, que se tome por la mañana, estando en ayunas, alguna ropa no muy ligera y conteniendo la respiración se sacuda unas cuantas veces. Así se agita el pulmón y casi todos los músculos y se acelera el movimiento de la sangre por venas y arterias, que es el fin del ejercicio corporal. Las damas seglares no necesitan este suplemento, pudiendo salir de sus casas e irse a ejercitar hasta con diversión donde gustaren.

9. En los conventos se procurará que los dormitorios, donde los hubiere de comunidad, queden con algunos resquicios en sus ventanas para que tengan la necesaria ventilación durante toda la noche. No hay que temer daño alguno de esta práctica; de la contraria se siguen muchos. Si cada cuerpo despide por sus poros en el tiempo del sueño algunas onzas de humor en exhalaciones (los médicos saben que en esto hay algo más), es cierto que a la mañana habría muchas libras de vapor encerrado en aquella pieza, infestando el aire que allí se respira. Sobre capítulo de aseo y limpieza en lo demás no hay para qué detenernos: toda va bien entre estas señoras.

10. Hablemos desengañadamente: contra el mal histérico poco pueden las purgas, vomitorios, sangrías, píldoras, ni otras recetas. Los licores preparados con drogas antihistéricas, dado que los haya verdaderamente tales, suelen en lo pronto obrar algo bueno; pero continuadas agravan la enfermedad. Otros calmantes y sedativos necesitan usarse de por vida y siempre ir en aumento la dosis: en fin nada de esto va contra la causa, ni hiere en la dificultad y eso basta para desconfiar de semejantes auxilios. Mejor estoy con los baños, cuyo uso frecuente se ha perdido por desgracia, sin que jamás se haya dicho mal de ellos.

11. Las enfermas, como no tienen ni deben tener buenas ideas de lo que a ellas no les toca saber, siempre creen que la supresión de sus meses y disminución es la causa del mal histérico y otras muchas enfermedades. Pero los médicos saben que, si no siempre al menos por la mayor parte, se ha de entender eso al contrario: quiero decir, que dicha supresión o disminución se considere como un efecto de otra enfermedad que convendrá inquirirse y curarse. Por lo cual no se ha de poner todo el empeño en procurar esta importante evacuación, omitiendo el ir contra las causas que la impidan y deban destruirse.

12. A las damas seglares quisiera ponderar cuán mal hacen en abandonarse en sus preñados y partos a la indiscreción de las parteras, sus comadres, cuya maniobra no tiene nada que ver con las licencias y facultades que esa gente se toma de ordinario no sin grave daño de las pacientes. He notado en esto infinitos abusos de mucha consecuencia. Las personas que repugnarían un medicamento prescrito por un médico docto toman los brebajes más absurdos y desatinados como sea de orden y mano de sus comadronas. ¿Qué diremos de los sacudimientos para poner la criatura en su lugar? Porque no hablo ahora del misterioso baño que toman las paridas, maestreando las ceremonias una viejecilla ignorante y ridículamente supersticiosa. Esto es cosa de risa. Hablemos claro, señoras: mientras no aprendieren estas mujeres el arte de partear, escrita y perfeccionada hoy por hombres muy hábiles, es disparate fiarse de las comadres para otra cosa que para recibir y bañar la criatura y mudar ropa limpia a la parida.