La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto Filosofía en español
Fondo auxiliar de Symploké (1997)

Alberto Luque
¿Secularización o ilusión?


Alberto Luque (España) es profesor de Matemáticas en un Instituto de Bachillerato en Igualada (Barcelona, España). Licenciado en Historia del Arte por la Universidad de Barcelona. Actualmente doctorando en Estética en esa misma Universidad, con una tesis doctoral dirigida por José Enrique Monterde titulada Estética de lo volátil: Secularización y reencantamiento en la cultura y el arte modernos, de próxima lectura. Es también coordinador de la lista de discusión Estética del Proyecto Filosofía en Español. ¿Secularización o ilusión? es un texto inédito (corresponde al segundo epígrafe del capítulo IV de la mencionada tesis doctoral del autor).

Resumen: según Daniel Bell existe una «contradicción» entre la austera racionalidad económica del capitalismo y la irracionalidad de la cultura artística y la ética hedonista que este régimen ha generado. La idea de tal «contradicción» se deshace cuando se comprueba que el presunto proceso de desencanto del mundo, la «jaula de hierro» weberiana, no es sino un episodio institucional y marginal. Se habla hoy de rebrote de la religión, pero el escepticismo científico nunca logró realmente alcanzar el rango de visión hegemónica del mundo. Las quejas contra la «deshumanización» que conlleva esa ficticia secularización, y las llamadas a una vuelta al «sentimiento oceánico» de Rolland, a la «verdadera religión» o «religión del espíritu» (Gablik, Arnheim, Vattimo, Trías...), parten, por tanto, de un malentendido.

Todo aquel que ha vivido largo tiempo dentro de una determinada cultura y se ha planteado repetidamente el problema de cuáles fueron los orígenes y la trayectoria evolutiva de la misma, acaba por ceder también alguna vez a la tentación de orientar su mirada en sentido opuesto y preguntarse cuáles serán los destinos futuros de tal cultura y por qué avatares habrá aún de pasar. No tardamos, sin embargo, en advertir que ya el valor inicial de tal investigación queda considerablemente disminuido por la acción de varios factores. Ante todo, son muy pocas las personas capaces de una visión total de la actividad humana en sus múltiples modalidades. La inmensa mayoría de los hombres se ha visto obligada a limitarse a escasos sectores o incluso a uno solo. Y cuanto menos sabemos del pasado y del presente, tanto más inseguro habrá de ser nuestro juicio sobre el porvenir. Pero, además, precisamente en la formación de este juicio intervienen, en un grado muy difícil de precisar, las esperanzas subjetivas individuales, las cuales dependen, a su vez, de factores puramente personales, esto es, de la experiencia de cada uno y de su actitud más o menos optimista ante la vida, determinada por el temperamento, el éxito o el fracaso. Por último, ha de tenerse también en cuenta el hecho singular de que los hombres viven, en general, el presente con una cierta ingenuidad; esto es, sin poder llegar a valorar exactamente sus contenidos. Para ello tienen que considerarlo a distancia, lo cual supone que el presente ha de haberse convertido en pretérito para que podamos hallar en él puntos de apoyo en que basar un juicio sobre el porvenir.
Sigmund Freud, El porvenir de una ilusión

Para una historiografía de las preocupaciones posmodernas, creo que no sería desatinado poner el libro de Daniel Bell Las contradicciones culturales del capitalismo como indicativo de su origen. Esta obra de Bell es de las primeras donde se habla de sociedad postindustrial {1} y se advierte el malestar por un rumbo aparentemente descontrolado o imprevisto de la cultura modernista, y principalmente del arte. En su excelente antología de los escritos sobre teorías del arte contemporáneas, que con casi 1.200 páginas representa una loable ilusión de exhaustividad, Charles Harrison y Paul Wood han escogido muy acertadamente el prefacio a la segunda edición de esa obra de Bell como el primero, cronológicamente, de la serie que compone el capítulo final sobre el posmodernismo {2}. La linfluencia de ese libro es innegable, a pesar de que haya sido en general desaprobado, y quizá no bien leído, por ser su autor un «conservador» "aunque antes había sido marxista. En Apocalípticos e integrados, Umberto Eco {3} reconoció su penetración; también Habermas considera a Bell como el más brillante intérprete conservador de la posmodernidad {4}; e incluso un libro tan importante, aunque general, sobre el arte contemporáneo como El arte hoy, de Edward Lucie-Smith, le cita necesariamente {5}. Me parece conveniente, pues, tomar esta obra de Bell como vehículo apropiado de un análisis del sentido del desencanto del mundo y de las ideas modernas sobre tal desencanto, generadas a partir de Weber.

Aquellas «contradicciones culturales del capitalismo» que tan brillantemente analizó Daniel Bell en los años setenta, fijándose sobre todo en la sociedad norteamericana, se nos aparecen hoy a los europeos como el ilimitado reino de lo grotesco. Max Weber, que tan inteligente y casi apasionadamente se ocupó de los orígenes y el desarrollo de la cultura del capitalismo, no pudo evitar la tentación de columbrar el futuro de esa cultura. En las últimas páginas de La ética protestante y el espíritu del capitalismo se preguntaba con tono algo trágico y pesimista si el futuro no estaría reservado al triunfo de una racionalidad formal (Zweckrationalität), de una burocratización completa de los hábitos, de una mecanización de la vida, vaciada de espíritu; en fin, de un auténtico simulacro de perfección inhumana. El estado de la cuestión en la cultura contemporánea, incluyendo "sobre todo" a la cultura política, no sólo no desmiente la apocalíptica visión de Weber, sino que la confirma, la intensa y la pinta con colores vivos.
Tampoco Bell pudo resistir a la tentación de profetizar {6}, y así considera «primero los sucesos de los últimos 25 años y una proyección de los próximos 25» {7}. El análisis de Bell es sorprendentemente sagaz en el terreno de la crítica cultural. En cambio, es muy opinable en sus juicios socio-políticos. Aunque quiere atenerse al examen de «las corrientes profundas de la estructura social» {8}, es indudable que también se pierde en consideraciones de fenómenos contingentes. Así, entre otros posibles avatares, augura un indefinido «climaterio» de la economía y el poderío político internacional de los Estados Unidos {9}, «grandes avances técnicos en la modificación del clima, desde la siembra de nubes hasta el cambio en las corrientes oceánicas...» {10}, la consecución de un gran orden mundial, «la gran Oekumene... que los griegos habían previsto como límite del mundo civilizado» {11} y la «revolución de los títulos en ascenso» {12}.

Pero la mayor preocupación de Daniel Bell es la de encontrar una nueva filosofía política (filosofía pública) culturalmente cohesiva y eficaz, capaz de eliminar o reducir las tensiones que un hedonismo apocalíptico provoca en el sistema social y económico. Según Bell, el nihilismo desarrollado por el arte y la cultura de nuestro siglo socava el capitalismo. En esto mantiene una posición contraria a la de los intelectuales marxistas, que ven en el irracionalismo cultural "y particularmente en su componente individualista y hedonista" una consecuencia del orden capitalista de la vida económica. El objetivo de Bell es entonces la elaboración de un liberalismo purgado de todo componente hedonista o individualista a ultranza, una especie de liberalismo cuasicolectivista que dirija sus pesquisas a la solución de los problemas del «hogar público». El solo hecho de pensar que la remodelación político-económica del mundo se reduce a un problema fiscal puede ser fácilmente puesto en tela de juicio, por mucho que Bell cite en su favor las opiniones de algunos pensadores socialistas, pseudosocialistas y marxistas, como Rudolf Goldscheid, Joseph Schumpeter o James O'Connor. Una teoría liberal salpicada de principios socialistas "o «comunales», para utilizar lo que en Bell parece ser un eufemismo" no puede colocarse, en la práctica, en un terreno diferente al de la socialdemocracia del siglo XX, que añadió el consenso capitalista a una teoría socialista. Ambos eclecticismos, el del pragmatismo socialdemócrata que ya conocemos y el del liberalismo «comunal» que nos propone Bell, no parecen distinguirse más que en la repugnancia que este autor siente por la terminología marxista "repugnancia cuya explicación psicológica radicaría en la necesidad de subrayar el abandono del compromiso que él mismo mantuvo con el marxismo norteamericano. En definitiva, la preocupación por el consenso es una preocupación genuinamente burguesa, que vincula a Bell con Renan a través de las teorías políticas de la socialdemocracia europea. En todo ello hay, a mi juicio, una concepción idealista de la organización política, una ilusión: la de poder reducir toda la trama sociopolítica a una cuestión de ordenación fiscal, ilusión semejante a la abstracción reduccionista que sólo ve en la significación general de los hábitos culturales un problema de culto, que reduce la simploké cultural a religión, o a la carencia de religión {13}.

El motivo del interés que las ideas de Bell adquieren en el marco de este estudio no es la refutación de una tesis económica, y me limitaré a señalar que difícilmente una «filosofía» "pública o privada" podría cambiar los hábitos económicos, y mucho más difícilmente podría modificar las metas de la empresa orientada al consumo. Weber estaba en lo cierto cuando afirmó amargamente que la preocupación por la riqueza ya no pesaba «como un manto sutil que en cualquier momento se puede arrojar al suelo» "según decía Baxter {14}", sino como una coraza de acero. En cuanto al papel que en lo sucesivo jugaría el ascetismo protestante que había impulsado el desarrollo del capitalismo, Weber añadía: «En todo caso, el capitalismo victorioso no necesita ya de este apoyo religioso, puesto que descansa en fundamentos mecánicos» {15}, cosa que ya fue señalada por Marx en su célebre panfleto La cuestión judía. El nuevo mecanismo funciona perfectamente, es compatible con el irracionalismo, el hedonismo, el utopismo y la mentalidad apocalíptica, es compatible con el liberalismo económico y también con el «consenso» más o menos amplio entre éste y cierta tendencia a la política social, es compatible con el consumismo disparatado, con la burocracia, con la vocinglería contestataria y con las efusiones patrióticas. Es realmente compatible con casi todo; también se avendría sin fricciones con la puesta en práctica de la política de «hogar público» que Bell ansía...

Al abordar el problema del desencantamiento del mundo, Ernest Gellner {16} parece corregir el sentido de la profecía weberiana. Según este autor, no sería exactamente aquella fría racionalidad formal, aquella burocratización a ultranza del mundo y la absoluta secularización de la cultura lo que se habría producido. La jaula de hierro existe efectivamente, pero no guarda en su interior más que a una porción ínfima de la sociedad, en tanto que todos los demás vivimos en lo que él propone llamar una «jaula de goma», un dominio mágico de seguridad, de «facilidad». Podemos manejar con suma facilidad y comodidad un automóvil, un televisor o un ordenador provisto de software adecuado, sin necesidad de tener ni la más remota idea de ingeniería mecánica, de electrónica o de arquitectura de ordenadores. Podríamos decir que vivimos en un mundo mágico, tanto o más que el Magic Kingdom de Disney World {17}, ya que podemos adquirir todos esos prodigios por dinero, y ese dinero lo podemos obtener realizando cualquier trabajo: vendiendo plátanos, pongamos por caso; de manera que la garantía de nuestra facultad de observar por una pantalla lo que ocurre en Sudáfrica vendría asegurada ¡por el negocio de los plátanos! Podríamos afirmar entonces que no se ha producido ningún desencantamiento del mundo, sino todo lo contrario. Pero la frialdad de una rígida mecánica mercantil rige en toda esa magia, y es como mínimo paradójica la convivencia de un comportamiento «racional respecto a fines» de las masas en algunos asuntos de la economía "por ejemplo, al comprar gasolina en estaciones que la venden dos pesetas más barata" junto a un comportamiento dionisíaco en otros muchos asuntos. Aunque ya Marx «acabó» con la falacia que basa la economía política en la presunta racionalidad del consumidor, a quien se atribuye implícitamente un conocimiento pericial de las mercancías, esa falacia sigue siendo el núcleo de las absurdísimas y matemáticamente formalizadísimas teorías económicas de la actualidad. Una habitual impresión de los estudiantes y recién licenciados de las facultades de economía es la de que todo cuanto han aprendido a calcular no explica en absoluto el comportamiento económico real de la gente. Incluso cuando este comportamiento parece estar dictado por un cálculo económico consciente se revela el fondo irracional de las motivaciones: pensemos tan sólo en esas colas que se forman para comprar en las épocas de «rebajas», que suponen una pérdida de tiempo "que, como decía Franklin, es también dinero" y un aumento de gastos no racionalmente previstos, o los que se desplazan a comprar gasolina en una estación que la vende una peseta más barata y en su cálculo prescinden del coste de ese mismo desplazamiento. La irracionalidad "o «hedonismo», como dice Bell" del consumismo de masas prueba diariamente que lo económico rige el mundo, pero no en función de su racionalidad ni de la de sus sujetos, sino en función de la generación de comportamientos bien dirigidos por medios irracionales e inconscientes.
Conviene tener presente que el referente real de las observaciones de Bell y de Gellner es la sociedad norteamericana, por lo que se hace necesario salvar algunas distancias. Ante todo, cabe hacer notar en primer lugar que sólo los intelectuales norteamericanos pueden hablar "como efectivamente hablan" tan resueltamente sobre los problemas sociopolíticos de orden mundial, y sólo ellos se atreven a sugerir vías de evolución o de control. Un país que tiene un peso decisivo en todos los aconteceres del orden político internacional es necesario que cuente con una «ciencia» capaz de reflejar dicho poderío. En contraste, los análisis de los sociólogos europeos pueden llegar a tener la profundidad filosófica y la brillantez intelectual que corresponden a una gran tradición cultural, pero carecen de aquel distintivo tono de «dominio», de sentido de dominio práctico, de optimismo; y muchas veces contienen un marcado acento de impotencia fáctica, o de humildad y escepticismo teóricos.
En segundo lugar, tanto Daniel Bell como Ernest Gellner desenvuelven sus especulaciones en el terreno del pensamiento liberal, que es un terreno fecundo, pero a veces limitado y no exento de ilusiones. Tomemos, por ejemplo, el tema de las necesidades y los deseos. Tanto Daniel Bell como Ernest Gellner {18} consideran que hay que distinguir entre ambos conceptos, y sobre todo coinciden en contemplar las necesidades como algo racionalmente limitado, en tanto que los deseos permanecerían esencialmente incircunscriptos. Bell es particularmente consciente de las implicaciones de una confusión de ambos conceptos. Asegura que el mal de la economía capitalista no está en el hecho de que sea una economía de mercado, sino en que es burguesa (i.e., individualista y hedonista) y en que, por tanto, «los fines de la producción no son comunes, sino individuales; ...[y] los motivos para la adquisición de bienes no son las necesidades, sino los deseos» {19}. El individualismo no es, según Bell, una característica necesaria de la economía de mercado, ya que economistas socialistas como Enrico Barone y Oskar Lange mantenían la posibilidad y necesidad de una economía de mercado en un orden socialista. Y en cuanto a la motivación puramente desiderativa de la adquisición de mercancías, es lo que una «filosofía» nueva del espíritu cívico vendría a corregir. Por lo que atañe al problema de la confusión entre necesidades y deseos, la postura de Bell es realista: «Los hombres "nos dice" redefinen constantemente las necesidades, de modo que los anteriores deseos se convierten en necesidades.» {20} Pero al oponer a la entronización de los deseos una postura racionalista basada en la contemplación de necesidades fundamentalmente sociales, no individuales, estos pensadores no sólo se mueven en el terreno liberal, sino que dan la espalda al problema de la fuerza arrolladora de los hechos: ¿acaso es posible imprimir un cambio de rumbo a la cultura hedonista del capitalismo parasitario y la economía consumista con sólo declarar que no es muy «racional»? Si bien el móvil económico son los deseos individuales, y no las necesidades reales "colectivas o individuales", es poco plausible que el deseo de una filosofía cívica y racional se realice de la misma manera. Y aun parece arriesgado esperar algo de una posible demostración teórica de su necesidad. Otros destacados economistas, como Schumacher y Galbraith han dado poderosas razones para apoyar políticamente lo público, aun en detrimento de la «competitividad» {21}. Es notorio en estos economistas su profundo sentido de la justicia social, pero ninguno de ellos ha sobrepasado el estadio idealista que se funda en las falsas expectativas de racionalidad política, ya sea de los gobernantes o de las masas, porque ninguno de ellos era partidario de acabar con el régimen capitalista "opción esta otra que también podría calificarse de idealista. Aun admitiendo la profundidad y «razonabilidad» de sus propuestas y críticas, y aun el realismo pragmático muchas veces, creo que estos economistas han reproducido, por un lado, el malestar cultural por la degradación de la vida pública asociado al desarrollo del imperialismo, y por otro lado, la incapacidad de la antigua economía romántica para contemplar algo más que una ilusión verdaderamente onírica de redención. Sería fácil volver a «demostrar» la teoría marxista en lo tocante a la necesidad de eliminar la propiedad privada de los medios de producción "incluyendo la pequeña propiedad tan querida de los románticos, pues, como explicó Lenin, la pequeña propiedad genera gran propiedad"; pero a la luz de los estrepitosos fracasos de los regímenes socialistas, esa «demostración» sería verdaderamente ridícula, aunque no por las razones triviales y falsas que aducen los economistas capitalistas. Obviando toda discusión técnica sobre estos problemas, interesa resaltar que el fracaso del «socialismo real» no representa sólo el estrangulamiento de los principios marxistas por la burocratización stalinista, sino que representa también el fiasco de toda expectativa racionalista, de toda esperanza de salvación por lo público, por el espíritu republicano; representa un serio golpe al sentido de lo real que han tenido los racionalistas marxistas, y este fracaso no hace sino reforzar el poder que el sentido de lo fantástico proporciona al régimen capitalista. Pueden recuperarse y ponerse en práctica más o menos esporádicamente ciertos principios cívico-económicos comunes al socialismo y al liberalismo; pero nada de ello justifica ni la idea de un progreso, ni la posibilidad de una sociedad económicamente y políticamente equilibrada, llámese «comunismo», «hogar público», «Estado del bienestar» o cualquier otra utopía (pues el Estado del bienestar es tan inexistente y utópico como la sociedad comunista). Muy a su pesar, Joseph Schumpeter vaticinó tras la última gran conflagración mundial el fin del capitalismo y la inexorabilidad del socialismo {22}. Hoy nos puede parecer que sus temores eran infundados, pero en realidad Schumpeter hacía un análisis muy realista y muy racional. Es una paradoja frecuentemente repetida el hecho de que las teorías históricas más razonables y más «científicas» no suelen ir acompañadas de confirmaciones por los hechos, mientras que las teorías más absurdas, idealistas, dogmáticas o fantasiosas se ven diariamente confirmadas por la realidad de la evolución sociopolítica. Ahí tenemos, por ejemplo, la exitosa perduración de las monarquías parlamentarias y el fracaso de los intentos de ordenación socialista, o el contraste aún más asombroso de la generación de regímenes autoritarios y hasta antiigualitarios en el seno de las repúblicas populares formalmente basadas en principios marxistas, frente al triunfo de todo tipo de libertades individuales en los regímenes más puramente capitalistas y clasistas.
«Si el mundo natural está gobernado por el destino y el azar, y el mundo técnico por la racionalidad y la entropía, el mundo social sólo puede ser caracterizado como viviendo en el temor y el temblor.» {23} Es una sintética e interesante tesis de Bell. Aunque aparenta introducir una división espacial del mundo en tres ámbitos, se refiere en realidad a una división de la historia en tres eras sucesivas. Nótese la curiosa y eviterna tendencia a describir la evolución histórica con esquemas ternarios. Comte dividía la historia en tres estadios sucesivos: el teológico, el metafísico y el científico- positivo; Freud, igualmente, pensaba que las concepciones humanas habían pasado por tres fases: la animista, la religiosa y, finalmente, la científica; Morgan había propuesto también su trinomio: el estadio de salvajismo, la barbarie y la civilización. Los ejemplos podrían multiplicarse. Además de la forma ternaria, es común a todas estas descripciones el sentido de un progreso que desemboca, o casi, en nuestra sociedad moderna. Pero las paradojas socioculturales que dan pie al libro de Bell vienen más bien a desequilibrar estos esquemas. Según la visión belliana de la historia, la Humanidad habría ido de Homero a Kierkegaard, pasando por Clausius. Estas tres formas de pensamiento están vinculadas a tres tipos de «identidad por los que los individuos tratan de relacionarse con el mundo. Son la religión, el trabajo y la cultura.» {24} Desde tales coordenadas sociológicas, el mundo va de la religión a la cultura pasando por el trabajo, pero el último pasaje del trabajo a la «cultura» no sería un hecho objetivo sino una modificación de la visión del mundo, donde la «cultura» se identifica con la producción intelectual, con el arte, y éste con el juego. En suma, sería un proceso ideológico de enmascaramiento del hecho de que la base material del mundo sigue estando supeditada al trabajo, que éste no ha desaparecido sino porque es trabajo «ajeno», es decir trabajo esclavo "obviamente, no para todos", y que los esclavos no son ahora las máquinas, como había soñado Aristóteles, sino que siguen siéndolo los hombres. En el estadio de esa cultura hedonista en que ha desembocado el capitalismo postindustrial no parece haber más que contradicciones de todo género que cristalizan en diversas «crisis»: la caída de la credibilidad religiosa y política, la alienación juvenil {25}, el vacío de las vanguardias artísticas, etc. Todos estos rasgos conducen a la socava de la civitas {26}, lo cual pone a la sociedad en su conjunto en una grave situación de inestabilidad total. Lo sorprendente, sin embargo, es que, hoy en mayor medida aún que cuando escribía Bell, ese maremágnum aparentemente inestable de nihilismo cultural y espíritu aberrantemente anticívico e individualista no sólo no está socavando el orden social existente, sino que parece insuflarle nueva vida, o al menos parece haber una simbiosis perfecta entre irracionalidad cultural y parasitismo económico. (Si el capitalismo sigue intensando la actividad económica o está llegando a un estancamiento, es otra cuestión, que ya fue tratada, no muy desacertadamente, por Joseph Schumpeter, y que en el presente contexto es irrelevante.)

Entre la descripción brillante y pesimista que hace Bell del mundo hedonístico, nihilista y grotesco de la cultura modernista, y la racionalidad tácitamente admitida por él como base de la conducta política y económica, tanto de las masas como de los gobiernos, hay un abismo, por no decir una vergonzosa incongruencia. Cuando Bell analiza la incongruencia psicológica y filosófica del mundo cultural nos da la impresión de que la sociedad es un monstruo indómito. Sin embargo, cuando elabora su propuesta de filosofía cívica, da a entender que aún puede confiarse en la sensatez general. Su teoría del «hogar público» es filosóficamente optimista y políticamente socialista (socialista en sentido «ortodoxo», como diría Schumpeter, por oposición a «comunista»). Pero quizá, irónicamente, nuestra perplejidad ante esta auténtica contradicción ideológica se deba a que la contemplamos desde una óptica demasiado materialista. Si suponemos, como Bell, que una filosofía puede cambiar el rumbo económico y político de la historia, acaso como la doctrina de Cristo imprimió su sello a una civilización, o como las ideas de emancipación comunistas llevaron a Rusia a la revolución, si admitimos esa visión idealista de los hechos, entonces no parece haber contradicción... Naturalmente, persistirá la contradicción del propio Bell entre el enfoque realista en su crítica de la «cultura» y el enfoque idealista en sus propuestas políticas.
Es de todos modos digna de encomio la molestia que Bell se toma en la defensa de un racionalismo secular, y el entusiasmo que pone en la preconización de un sentido cívico, solidario, tolerante y realista a la vez. En particular, es casi conmovedor oír a un intelectual reivindicar el sentido de la vergüenza en medio de la repugnante orgía de teorías nihilistas que impone su sello cultural al final de nuestro siglo. Pero nuestra época es también hipercrítica, y ya he insinuado cómo el epíteto de «conservador» que se pone a Daniel Bell, sin ser falso, condiciona una lectura superficial, una desatención, una desestimación y una banal suspicacia hacia sus ideas. Hay que conceder que el logro de la conciencia de la libertad individual es un hecho irreversible "aunque elitista, pues no es compartido por las masas", y que por tanto es imposible la vuelta a cualquier tipo de sociedad teocrática. Si una sociedad alternativa al capitalismo y políticamente colectivista debe ser compatible con la libertad individual para no convertirse en la entronización infrahumana de una «insectolatría», en expresión de Panofsky, es meritorio el esfuerzo de Bell por buscar una base cívica para el liberalismo. La postura pesimista, en la que tiendo a caer y que de hecho forma el nervio de mi tesis sobre el reencantamiento del mundo, consiste en pensar que la acción del liberalismo hasta nuestros días ha socavado todo sentido de la realidad y todo deseo racional de una política social colectivista. Dos lumbreras de nuestro siglo han expresado de la forma más emotiva, lúcida y a la vez penetrantemente ingenua esa ilusión del humanismo racionalista: Sigmund Freud y Erwin Panofsky. Lo han expresado en muchos lugares, pero sobre todo, Freud, en El triunfo de una ilusión y en El malestar de la cultura, y Panofsky en su memorable artículo «La historia del arte en cuanto disciplina humanística». Es notorio que el aire prometeico que alienta a estos y otros muchos intelectuales constituye una ilusión tan ingenua como las ingenuidades y ficciones que ellos mismos descubren sagazmente en los dogmatismos que combaten. Su ingenuidad es esa que irónicamente anotó Lippmann: la de «creer en la filosofía», o en la ciencia, o en la literatura, o en la razón, o en el cine, o en la cultura... Exactamente, la ingenuidad no consiste en creer en la necesidad y potencia humanizadora y enriquecedora de la filosofía, sino en creer que la filosofía, o la literatura, etcétera... pueden ayudar a cambiar el mundo, como pensó Rimbaud.
Admitamos que el «hedonismo pop» o, para saber a todo lo que nos referimos, el arte vanguardista no sólo no es ninguna «contradicción cultural del capitalismo», sino que constituye su manifestación artística más genuina, la que contiene cristalinamente todas sus características «espirituales»: nihilismo, individualismo, epicureísmo romano, desdén por las restricciones lógicas, desenfreno dionisíaco, exaltación de las «libertades» de contenidos inconscientes, de la irresponsabilidad, del simulacro, del fraude... En cuanto al resquicio de lógica económica, no puede decirse que falte en el dominio artístico: también los cuadros de pintarrajos juegan un suculento papel en el mercado de valores, como ya advertía Mauclair a principios de este siglo, pero ya he anotado que el aspecto económico del vanguardismo no se limita a eso, sino que cubre literalmente todos los dominios de nuestra vida cotidiana.

¿Qué ha sido, por otro lado, del pujante espíritu científico y la tecnología? ¿No constituyen un bastión del racionalismo que sí contradice la pujanza vanguardista? A esta pregunta debe responderse «sí y no». Los componentes racionales del pensamiento científico en todas sus ramas, que sin duda progresan y permean toda la cultura moderna y la secularizan casi completamente desde mediados del siglo XIX, son innegables: son lo que permitió a Weber concluir que los Estados modernos ya no necesitaban del apoyo de la religión, y son también lo que permitió a Daniell Bell hablar de una contradicción con esa otra parte de la cultura moderna, esencialmente irracional, mejor representada por las artes plásticas. Pero, como ya he mostrado, en aquella parte secularizada de nuestra cultura que está presidida por la ciencia y la tecnología hay lugar para una amplia manifestación de lo fantástico y aun de lo irracional "en mucha mayor medida que los elementos racionales y realistas en la cultura artística, que también los hay, aunque este ensayo no vaya a ocuparse de ellos salvo para recalcar su relativo triunfo en la literatura y el cine. Lo que sucede, a mi entender, es una taumatúrgica inversión de funciones en la cultura contemporánea, parecida a la que la economía vulgar burguesa operaba en la concepción del valor de las mercancías y que Marx analizó tan genialmente {27}. Hasta nuestro siglo, arte y ciencia podían considerarse complementarios en un cierto sentido: el arte debía proveer a la existencia humana de todo aquello que traspasaba los límites reales de la experiencia, lo fantástico, lo hermoso, lo perfecto... en tanto que la ciencia debía ayudar a la propia existencia con su particular sentido de los hechos reales, con el a veces doloroso principio de realidad que, no obstante, preservaba del error y de la desgracia {28}. Además, esa división de objetivos podía darse como una cooperación no contradictoria: el dominio técnico y científico sobre la naturaleza podía servir para embellecer el mundo, y la sensibilidad artística podía sugerir fines humanos a lo tecnológico. Entre ambos polos de actividad intelectual, un tercero en concordia, la filosofía, podía bascular desde las preocupaciones sobre el mundo físico, generalmente realistas, hasta las de orden trascendente, metafísicas o morales. Así, por ejemplo, a una incipiente filosofía jónica (Tales, Anaximandro, Anaxímenes, Heráclito) preocupada por la composición física del universo, sucedió una cultura socrática (los sofistas, Platón, Aristóteles, Epicuro) vuelta hacia la condición humana (Epicuro fue quizá el más equilibrado, pues aunó en dosis muy apropiadas la preocupación moral y la filosofía de la naturaleza). El movimiento pendular de la filosofía continuó y continúa sin salirse demasiado de sus límites. En general, podría afirmarse que a las épocas de crisis social, de anomía, corresponden filosofías morales, y a las épocas de desarrollo, filosofías físicas. Pero he aquí que en nuestro siglo el arte y la reflexión estética abandonan los terrenos necesariamente metafísicos "lo que no quiere decir filosóficamente idealistas" en que se movieron antaño y reivindican una materialidad vulgar que, a falta de constreñimiento lógico, sólo puede derivar en la informe vaciedad de la vanguardia. Entre tanto, la ciencia abandona también el terreno firme y arduo de los hechos reales y empieza a remontarse por los etéreos cielos de las ensoñaciones místicas. Esto, por supuesto, no es sino una tendencia parcial, pero muy significativa. Fijémonos, por ejemplo, en las elaboraciones teóricas y los sutiles experimentos de la física cuántica. Pierre Thuillier, agudo observador crítico de las elaboraciones ideológicas de la ciencia, se preguntaba en un artículo si la mecánica cuántica pretendía «reencantar» de nuevo el mundo {29}. En 1989 se publicaron los dos libros que llamaron la atención de Thuillier: La science, le sens et l'évolution, de Basarab Nicolescu, físico teórico del CNRS, y La danse de l'esprit, de David Bohm, profesor del Birbeck College de Londres y reputado físico cuántico. Nicolescu reivindica al místico Jakob Böhme como «filósofo moderno». En el pasado, sólo personajes de tendencia descabelladamente idealista como Swedenborg, Hoëné Wronski, Alphonse Constant (éliphas Lévi), Maeterlinck o Breton se atrevían a vindicar la memoria intelectual de un Böhme o un Ruysbroek. Sin embargo, la corriente mística en la ciencia no es nueva. Recordemos de nuevo cómo en 1907 Sir Oliver Lodge escribía, en Ether and Reality, que el éter era «el instrumento primero del Pensamiento, el vehículo del Alma, la sede del Espíritu». Ya hemos visto con qué intensidad se ocuparon de demostrar la supervivencia tras la muerte científicos como Lombroso, James, Crookes, Flammarion, Wallace, Zöllner, Aksákov, Bútlerov... Los mismos escritos de Francis Bacon son prueba de la lacra mística que desde antiguo ha acompañado al pensamiento científico. Y ni siquiera el gran Newton se salva de las veleidades metafísicas o mágicas {30}. Pero sí puede decirse que en los últimos años se ha recrudecido esa tendencia. Además, como dice Pierre Thuillier, mientras que «Newton había ido de la alquimia a la ciencia», en la actualidad «el camino es el inverso...» {31} Ya he mencionado también el famoso Coloquio de Córdoba organizado en 1979 por France-Culture bajo el lema «Science et conscience», en el que participaron importantes científicos mundialmente conocidos que hablaron del alma de los electrones y asuntos por el estilo.
Jonathan Swift nos ha dejado uno de los cuadros más satíricos y exagerados de lo que podría representar la tendencia hacia lo caprichoso y lo fantástico en el terreno de la ciencia y la técnica. Me refiero a lo que encontró Gulliver en el tercero y para algunos el más aburrido de sus Viajes: la caterva de científicos y especuladores lunáticos que habitaban en la isla de Laputa {32}, y particularmente la famosa Academia de Lagado, la capital firme de aquella isla volátil. Allá encontró Gulliver sabios empeñados en volver comestible la mierda, extraer rayos de luz de los pepinos, utilizar a los cerdos para labrar los campos, construir las casas comenzando por los tejados como hacen las avispas, mecanizar completamente la composición de tratados científicos mediante máquinas que grabasen palabras al azar, o incluso reformar la lengua reduciendo todas las palabras a monosílabos, o suprimiendo completamente todas las palabras, lo cual era más económico, o sólo a substantivos, o mejor aún, adhiriendo todos los sustantivos a las cosas reales que designan. La época de Swift fue muy fecunda en adelantos científicos y matemáticos, por lo ha sido difícil explicar la motivación real de una sátira tan exagerada de los hombres de ciencia. Alfred North Whitehead decía que la época de Swift era «particularmente inadecuada para burlarse de la matemática contemporánea» {33}. Sin embargo, se ha probado que Swift tenía un buen conocimiento de los quehaceres científicos y matemáticos de su época, por su atenta lectura de las Transactions of the Royal Society {34}, donde aparecían las ideas más descabelladas, delirantes y mágicas junto a artículos de una sobriedad racionalista encomiable. Se ha destacado a veces que Swift era plagiario, y que para estos episodios pudo haberse basado en la Verdadera historia de Luciano de Samosata. Pero existen precedentes más cercanos a Swift en el terreno de los viajes fantásticos. Uno muy notable lo tenemos en Cyrano de Bergerac, si bien entre los seres imaginarios de su Viaje a la Luna y de su Historia cómica de los Estados e Imperios del Sol encontramos menos exageración y más equilibrio entre lo racional y lo absurdo, en proporción adecuada y aproximadamente equivalente a como se encuentran en la sociedad real. Ese tipo de literatura fantástica que traduce casi isomórficamente, aunque en clave de disparate, las características más remarcables de la cultura real tuvo después una interesante versión en el bidimensional mundo Flatland del reverendo Abbott {35}, y en cuanto a la presentación de posibilidades físicas con una base racional, aunque en realidad descabelladas, Julio Verne es sin duda el mayor exponente de esa connivencia moderna entre lo científico y lo fantástico (sobre todo en Héctor Servadac, pero también en El secreto de Maston y, bajo la égida de Poe, en La Esfinge de los hielos). Anteriormente, destaca el siglo XVI: en Gerolamo Cardano, que indudablemente influyó a Cyrano, tenemos otro ejemplo de visionario u hombre talentoso que mezcla acríticamente lo fantástico con lo racional. Hay algo común en todos estos ejemplos de «viajes fantásticos» de autores de diversas épocas, y es el hecho de que la cultura de tales épocas en cuestión sufra ella misma esa mezcla viva de racionalismo y de credulidad. En la época de Luciano eso es particularmente evidente. Más tenue es esa contrastada coexistencia en la época de Cyrano o de Münchhausen y Raspe. A finales del siglo XIX y principios del XX ese contraste es evidentísimo, como he intentado describir en capítulos anteriores.

La ciencia actual no se ha secularizado tampoco por completo, como los ejemplos citados de Basarab Nicolescu, David Bohm y los congresistas de Science et conscience demuestran "y por no incluir de nuevo a los científicos de principios de nuestro siglo, que de todas formas se consideran habitualmente como exponentes acabados de secularismo. Desde la física de partículas hasta la astronomía, con sus efectos EPR, su doble localización, su entusiástica «indeterminación», sus agujeros negros y otras hipótesis verdaderamente lindas, desde la biología molecular hasta la ecología planetaria, con sus aspiraciones genetistas, sus agujeros en la capa de Ozono, su efecto invernadero, o su hipótesis Gaia... sin necesidad de llegar al patético caso del «alma de los electrones», la ciencia moderna está plagada de elementos fantásticos difícilmente separables de los elementos racionales. Es un hecho innegable que los más brillantes científicos se complacen en que así sea, se complacen en que las disciplinas científicas parezcan o incluso sean poéticamente equívocas o fantásticas. El notable físico teórico Roger Penrose alaba en Newton su instinto «milagroso» {36} sobre la forma de operar de la Naturaleza, y admira «su creencia en las profundidades de los misterios de la Naturaleza» {37}; se congratula Penrose de que la Naturaleza sea «absurda» {38} y de que la teoría de la naturaleza de la luz que Newton sostenía, con su mezcla «casi absurda» de propiedades corpusculares y ondulatorias, fuese «absurda en el sentido de que se acerca a los sinsentidos de la moderna teoría cuántica» {39}. Por supuesto, tanto Penrose como otros científicos de primera línea, realizan sus investigaciones bajo los más estrictos cauces del rigor metodológico y lógico, y son inequívocamente escépticos en materia de religión; sin embargo, sus descripciones divulgativas se recrean en la apariencia fantástica de sus resultados, lo cual no hace sino dar pábulo a quienes creen aún en los espíritus.
Las voces de alerta contra el peligro de desencantamiento que entrañaba el racionalismo newtoniano no se apagaron tras el brote romántico. Además, como muestra Meyer Howard Abrams, muchos poetas y teóricos románticos, como Wordsworth o incluso Hazlitt, no compartían la abominación de Keats por la ciencia, ni su opinión de que fuesen esencialmente incompatibles la ciencia y la poesía. El ejemplo más notable y penetrante de racionalismo romántico que conozco es el del capítulo «Esto matará a aquello» en Nuestra Señora de París de Victor Hugo. Esto matará a aquello, el libro matará a la catedral, la ciencia matará a la iglesia, la democracia matará a la teocracia: en los temores del arcediano de Notre Dame refleja Hugo su lúcida y a la vez poética visión de un proceso irreversible de secularización cultural que hundía sus raíces en la Baja Edad Media. Pero aquellos temores del arcediano de Notre Dame se han ido reproduciendo casi constantemente hasta la actualidad. En su apología A Propos of Lady Chatterley's Lover {40}, Lawrence expresó aún más explícitamente que en la célebre novela su disgusto porque el mundo industrializado acabase con toda noción de belleza y de poesía:

El «conocimiento» ha dado muerte al sol, haciendo de él una bola de gas con manchas; el conocimiento ha dado muerte a la luna... ¿Cómo hemos de conseguir que retornen Apolo y Attis, Deméter, Perséfone y los atrios de Dios?

Abrams ha descrito el error filosófico de Keats como la falacia «de que la descripción científica desacredita los fenómenos que ésta... ha de explicar» {41}. Abrams representa a esa corriente culta de la modernidad que, como Victor Hugo o Wordsworth, o como Freud y Panofsky, no ve peligro alguno en la humanización por la ciencia y por el arte, y que implícitamente desdeña toda preocupación por una posible secularización de la cultura. Pero es bien palmario que existe otra parte de la cultura moderna interesada en reencantar el mundo con contenidos fantásticos. Esa otra parte no desea simplemente que se aprecien los factores emotivos de la percepción común y de la experiencia estética, sino que, como Keats, considera la emoción poética incompatible con el sentido de los hechos reales y de las explicaciones científicas. Esa otra parte de nuestra cultura se empeña en introducir lo fantástico en los contenidos mismos del razonar científico. En su célebre poema Lamia, Keats se quejaba de que la ciencia (la filosofía) destejería el arco iris y despoblaría el aire de espíritus. La reducción del arco iris a los colores del prisma, y la noción de un espacio «vacío», paradigmas que parecen condensar el espíritu reduccionista del materialismo científico, son constantemente resistidos incluso por muchos científicos que, como Oliver Lodge, que concebía el «éter» como un espíritu, pretenden atribuir alma a los electrones, o al planeta mismo, como sucede en las derivaciones no muy ilógicas de la «hipótesis Gaia» de James Lovelock. Por cierto, resulta casi cómico que una ciencia desarrollada en el siglo XIX, la microbiología, volviese a «poblar» el espacio, pero no exactamente de «espíritus», o al menos no de espíritus angelicales, sino de gérmenes nocivos e igualmente invisibles; también resulta gracioso que uno de los aprovechamientos o sugestiones del éxito de la hipótesis Gaia haya sido una serie televisiva de dibujos animados de carácter entre ecologista y supermanista y un poco la readaptación de Los cuatro fantásticos. El misticismo espiritualista es el sustrato del «ecologismo» que permea muchos otros relatos recientes, y ha dado pie a una justa reacción por parte de muchos intelectuales y científicos de todo el mundo, como ya señalé al principio de este capítulo.
La inversión de funciones intelectuales en la ciencia y el arte que he indicado (que, para sintetizar, podemos referir como «materización» del arte y «angelización» de la ciencia) revela dos movimientos culturales complementarios: por un lado, el ataque a la lógica materialista lleva a los científicos al terreno del platonismo {42}, y por otro lado, el ataque a los hábitos racionalistas lleva a los artistas al terreno del materialismo amorfo y vulgar. Pierre Thuillier ha advertido algo similar, según se desprende del siguiente comentario irónico sobre la ciencia vanguardista:

A falta de una palabra más exacta, muchos observadores calificaron de «místico» este movimiento general de reflexión. En agosto de 1979 Newsweek informaba sobre el tema bajo el título de «Física y misticismo». Este artículo citaba una declaración del físico Jean-Paul Sirag, miembro de un grupo de San Francisco que trabajaba sobre «Física y conciencia»: «Si lo que conocemos del mundo es función de la estructura del espíritu, entonces resulta que cuando hacemos física fundamental estamos elucidando la estructura del espíritu.» éste es uno de los problemas filosóficos más clásicos; un cierto Immanuel Kant (1724-1804), entre otros, lo exploró larga y minuciosamente en unas célebres páginas. Pero es un problema difícil que sigue suscitando discusiones. Es interesante ver cómo los físicos, a medida que van avanzando hacia lo impalpable e invisible, reinventan las ideas de los filósofos llamados «idealistas». Encontramos de paso una cierta paradoja: mientras que Kant, excelente técnico de la filosofía, trataba de «tejer» un discurso lo más racional posible, los físicos que espiritualizan los electrones y los cuantos no retroceden ante las imágenes más atrevidas y las especulaciones más desenfrenadas. {43}

La adecuación ideológica (superestructural) de una ciencia mística y un arte rastreramente «matérico» (vacío de significados) con un régimen social capitalista o postcapitalista es innegable. Para gentes como Daniel Bell cabe suponer que la hegemonía de unos hábitos de pensamiento racionalistas repercutiría en la demanda social de ordenaciones económicas y culturales de sentido anticapitalista. Pocos intelectuales europeos albergan ese tipo de ilusiones políticas. En general, creo que nos embarga el mismo radical pesimismo que a Freud en materia de perfectibilidad social. «No acierto a ver la conexión "escribía Freud" entre la realidad psíquica de nuestras ideas de perfección y la fe en su existencia material» {44}. O para decirlo en términos paradójicos, creo que a la intelectualidad racionalista le es casi imposible apartar de sí el cáliz del pesimismo, y que sólo pueden quedarle dos credos: 1) creer en la Lógica, y 2) creer que la Lógica no sirve para nada real. Michel Foucault es, quizá, el más brillante exponente de este sentimiento de desamparo racional. Es posible que el optimismo progresista de los intelectuales norteamericanos dependa de la riqueza relativa de su nación, y aun así es muy frecuente también entre ellos el intelectual crítico y pesimista.
Recalquemos, por último, el contenido de miedo a la mortalidad que se esconde tras el cientifismo místico y tras la desfiguración vanguardista. En el primer caso es bien patente. La espiritualización de los electrones apunta, como el espiritismo, al refuerzo de la creencia en la inmortalidad. El mecanicismo científico a lo Monod y a lo Changeux pone fin a la creencia en la inmortalidad del alma, ni más ni menos que lo hacía el atomismo de Demócrito. Si el alma está vinculada al movimiento de la materia, o incluso "como sostienen los materialistas monistas como Dennett o Armstrong {45}" si es ese mismo movimiento y su organización, desaparece en cuanto el cuerpo se desorganiza. Ahora bien, si se postula que cada partícula atómica o subatómica posee esa entidad metafísica que llamamos alma, la inmortalidad está a salvo, y poco importa, para la tranquilidad espiritual, que se trate de una inmortalidad vicaria, transfundida en una especie de Unidad cósmica impersonal. O dicho de otro modo: si los electrones tienen alma, nuestra propia alma es inmortal, aunque sea en la forma disgregada de electrones. En general, toda interpretación espiritualista de los fenómenos físicos se dirige, como el espiritismo y la religión, a la demostración de la inmortalidad del alma o a alguna otra idea equivalente. Freud tenía toda la razón cuando advertía no sólo el hecho de que el Dios de los filósofos nada tiene que ver con el Dios de los creyentes, sino que resulta contraproducente seguir llamando Dios a esa abstracción, porque esa pertinacia verbal actúa en favor de una resistencia a la racionalización, al desencanto.
Más difícil es identificar el ansia de inmortalidad en el arte de vanguardia. Ese arte puede «expresar» nihilismo, angustia, desesperación, cinismo, brutalidad, vacuidad intelectual o idiotismo "rasgos que no necesariamente deben ser considerados como reproches o insultos, pues su aparente carga peyorativa es una de las asunciones provocativas que la vanguardia misma ha convertido en lema. Los partidarios y los adversarios de ese arte lo han interpretado así en diversos momentos. También puede expresar misticismo, aunque sólo sea por el hecho de que nada místico (ni el primitivismo Zen ni el Yin y el Yang) requiere la prueba de una economía lógica. A falta de contenido en las propias obras de arte vanguardistas, hemos de fijarnos en las teorías estéticas en defensa de la vanguardia. Invariablemente encontraremos la renitencia al racionalismo y la vindicación de las libertades más irreales. Incluso filósofos aparentemente libres de todo compromiso con la vanguardia artística, pero no hostiles, como por ejemplo Eugenio Trías, son buenos para para ejemplificar esa corriente: sus orientaciones ideológicas corresponden por entero a un neorromanticismo que se conjuga bastante bien con el misticismo científico antes comentado. Las referencias al infinito, e incluso a Dios, a todo lo trascendente, no indican sino aquella natural resistencia "que Freud señaló insistentemente" a abandonar nuestras primitivas creencias sobrenaturales.

Weber, que se equivocó en su profecía de secularización "igual que Freud en El porvenir de una ilusión", pensó que, en todo caso, el monstruo capitalista engendrado era un mecanismo poderoso y autónomo que podía ya prescindir del apoyo de lo sobrenatural. Esto no es estrictamente cierto. La presunta secularización acaecida en la sociedad capitalista moderna se reduce al hecho de que los ideólogos, por ejemplo los críticos de arte, ya no hablan de la armonía de la composición o de la emotividad de las representaciones, sino que hablan del carácter demiúrgico, demoníaco o místico-cósmico de la creación artística. La misma tesis de Pedro Azara sobre la fealdad se reduce en su mejor parte al hecho de que, al no poder imitar a Dios, ser todopoderoso creador, los artistas imitan al Diablo, ser bastante poderoso destructor. Con esta hipótesis, aun tomándola como metáfora de una caracterización psicológica, no salimos del dominio de la mediación sobrenatural. Conviene hacer notar, por otra parte, que la idea no es absolutamente original. Ya Keats había declarado explícitamente que un artista es siempre el servidor de Mammon {46}. Samuel Butler realizó un irónico comentario del mensaje de San Pablo a los Corintios (el célebre capítulo 13 de la segunda epístola) en esa magnífica descripción satírica de la sociedad victoriana que es Erewhon Revisited: «Maldición a los que dicen: No servirás a Dios y a Mammon. Pues todo el deber del hombre consiste en saber poner de acuerdo las exigencias contradictorias de esas dos divinidades.» Y Weber, en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, constató cómo precisamente esa conciliación, operada por el luteranismo contra la doctrina de San Pablo, hizo posible el desarrollo de la sociedad capitalista moderna. Pese al desdén de Azara por la sociología, resulta evidente que el satanismo que él advierte en la «tarea demiúrgica» de los artistas modernos se corresponde con la preocupación por la riqueza que según Baxter debía pesar sólo como un ligero manto que en cualquier momento podía arrojarse al suelo. Y al igual que Weber advirtió con pesimismo que el ligero manto se había convertido en una coraza de hierro, y que la maquinaria burocrático-capitalista había adquirido inercia irrefragable, también la conversión del arte en un bien escaso, en una facultad demiúrgica (ni más ni menos que la de convertir en dinero contante y sonante los chorros informes de pintura) pesa hoy sobre nuestra cultura como una jaula de hierro que aprisiona toda posibilidad de desarrollo inteligente de la fantasía.

Por su lado, Trías busca lo siniestro en todas partes y lo encuentra siempre en un «más allá» (en un cuadro no pintado de Botticelli, en un espacio infinito evocado por una plaza barroca o en la infinitud mística de Dios), o bien busca el Ser en los «límites», llegando finalmente a una especie de redescubrimiento de la religión "como, por vías no muy distantes, han hecho Vattimo, Arnheim o Gablik. Ni el mundo material ni la cultura se han «desencantado», y si la religión tradicional no es ya necesaria al sistema capitalista, otra religión ha tomado su lugar: pues las fantasías espiritualistas de los físicos teóricos no son sino ideas religiosas, y el trascendentalismo neorromántico de los teóricos vanguardistas no es sino religión encubierta (verkappte Religion), para usar la célebre expresión de Christian Bry en su reflexión sobre las ilusiones colectivas. Sin necesidad de insistir demasiado, diré cuán erróneo me parece el enfoque que Suzi Gablik ha dado a lo que ella ha llamado «secularismo» en el arte moderno {47}. Siguiendo a Weber más en la letra que en el espíritu, Gablik opina que el arte contemporáneo es una expresión depurada del descreimiento absoluto y de la absoluta falta de ideas trascendentes y valores morales. Al contrario que Freud, Gablik lamenta esa supuesta desaparición de las creencias religiosas. Pero si bien el arte, como en general toda la cultura moderna, parece haber abandonado el terreno de las creencias cristianas, no por ello ha abandonado toda ilusión religiosa. Adviértase que, ya desde la segunda mitad del siglo pasado, el ocaso de la fe católica y de otras confesiones cristianas ha ido acompañado del resurgir de nuevas filosofías idealistas y del interés particular de los artistas por las religiones orientales y primitivas, o por el espiritismo. Adviértase también que la coherente idiferencia moral del arte y la cultura modernas están acordes en todo con el ineluctable desarrollo material de la coraza de hierro, cuyo peso hace ya imposible arrojarla al suelo. Adviértase, en fin, que eso no indica tanto una ausencia de valores como la substitución de unos valores basados más en la comunión por otros de contenido más individualista; y nótese, en fin, que ese individualismo tampoco está en contradicción con la uniformación absoluta de los modos de vida y de pensamiento ni con la falta real de autonomía crítica. El arte contemporáneo tiene su fundamento ideológico en otra gran ilusión, diferente a la ilusión religiosa sobre todo en que es autorreferencial: la ilusión basada en la creencia en algo volátil o trascendente y la identificación de ese algo trascendente con el propio contenido o esencia del arte, es decir, con esa misma creencia, cuando no "para colmo de sinrazones" con la propia inmanencia «matérica» de las obras... Feuerbach pudo mostrar con toda claridad que las religiones eran enmascaramientos de algo real, la trasposición «en la cabeza de los hombres» de sus condiciones reales de vida. El arte moderno juega el mismo papel que una religión, pese a los lamentos de Gablik, si bien se trata ahora de una máscara que no esconde ningún rostro, sino a sí misma.
Como ya he indicado en otro lugar, los lamentos de Sedlmayr, un tanto superficialmente desestimados por Eco como «paranoicos», o las últimas quejas espiritualistas de Rudolf Arnheim tienen el mismo sentido: se cree erróneamente que el malestar de la cultura moderna lo provoca la secularización y el materialismo "como si alguna vez el escepticismo científico hubiese llegado a permear nuestra cultura realmente", se ignora que la ausencia de valores espirituales y humanistas se corresponde no con el presunto triunfo social del pensamiento científico, sino más bien con las ilusiones extracientíficas de progreso indefinido que aún alimenta el capitalismo, y se procede a reivindicar un pasado glorioso donde a un humanista podía embargarle aún el «sentimiento oceánico» de que hablara Romain Rolland, o la «verdadera religión» que es para Trías su nueva «religión del espíritu». El escepticismo o desencanto completo a que lleva la persuasión del racionalismo científico es un hecho intelectualmente irrenunciable y moralmente opaco. Ninguna culpa tiene la ciencia de haber descubierto que el aire no estaba poblado de espíritus, que el arco iris no era magia celestial o que las estrellas son masas de gas incandescentes. Los hombres no se harán peores por saber a qué atenerse en materia de creencias fantásticas, ni tampoco se harán mejores. La estratagema del idealismo y de la religión es una astucia ilícita: el mundo es ahora infeliz porque ya no tiene dioses, nos dicen. Pero esto no es una idea que sólo tenga cabida en mentes ignorantes, como aún creen algunos ingenuos picados de ideas volterianas, sino una ilusión de muchos hombres cultos, pues incluso muchos que han admitido la necesidad y dignidad del escepticismo racionalista sucumben ante la tentación de un fácil vaticinio al lamentar que ese escepticismo haya sido la causa de la deshumanización {48}. La honestidad intelectual consiste en no engañar y en no engañarse a sí mismo, en abandonar toda ilusión, toda mentira, por encantadora que resulte. El hombre está sólo en el universo, y no puede seguir fingiendo que le acompañan dioses y ángeles, ni el espíritu de la Tierra, ni el de los antepasados, ni la sangre o la nación. Esto obliga a encarar de nuevo las vías de conseguir la felicidad, siguiendo más a Epicuro que a Cristo, más a Demócrito que a Teilhard de Chardin... ¡Es tan fácil decir que la culpa de la deshumanización la tiene el maquinismo, la técnica! Es como ese popular echar la culpa de todo a los curas. Creo haber demostrado cómo esa superficialidad, que encontramos ya en Ortega, encubre un ideal aristocrático y clasista. La degradación del trato entre los hombres es producto de su cultura y de su organización socioeconómica, como lo es la técnica misma. Muchos brillantes científicos sueñan con el día en que se pueda fabricar una máquina inteligente. La sociedad entera tiembla ante tal posibilidad, porque ve peligrar la personalidad humana, ahora que la «personalidad» ya no es sino una quimera vacía. El «complejo Frankenstein» de que habló Asimov, el miedo a que las máquinas usurpen el dominio de la Tierra y esclavicen a los hombres, que representan tantas historias de ciencia ficción, no es sino una inconsciente meditación sobre el carácter esclavista de la sociedad humana. Una máquina inteligente se conduciría probablemente conforme a principios de ética universal en que ya nadie cree; sería más humanitaria que cualquier ser humano. La irracional vesania que demuestra la abyección de nuestro sistema social es un producto de los hombres, que no se comportan según principios racionales. Entonces, el «complejo Frankenstein» revela en realidad miedo al lupus que es el hombre, proyección de lo inhumano de nuestra propia cultura. Las máquinas mismas no tendrían ni motivos ni condicciones para ser inhumanas. El lamento típico por una deshumanización pretendidamente derivada de la tecnología es ignorancia de lo que significa el escepticismo. Es ese lamento absurdo el que caracteriza la ideología dominante, y no necesariamente en el sentido de que representa a los ignorantes, que forman legión, sino también a todos esos hombres cultos e inteligentes que lamentan el desencanto sin comprender la raíz socioeconómica y no «tecnológica» de los desequilibrios. Pero, en fin, es obvio también que nuestro mundo es un mundo encantado, como indica esa misma aguda resistencia al escepticismo. Quizá no se crea ya en Dios, pero quien no cree en Dios cree en los veladores giratorios o en los extraterrestres, y quien no cree en el Tarot cree en el Estado de derecho o en las garantías democráticas, y quien no cree en eso cree en la potencia palingenésica de la nueva sensibilidad ecologista, y quien no cree en eso cree en el mejoramiento de la «calidad de vida» y en la educación de las masas... Sustituimos unas creencias religiosas gratuitas pero llenas de sentido por otras igualmente infundadas pero que tienen la consistencia efímera de una canción de verano. El mundo se hace volátil, pero su misma volatilidad es ahora tan eficazmente cohesiva como antaño lo era la religión.

Notas

{1} Daniel Bell inició sus preocupaciones sobre el tema en un libro anterior, del cual Las contradicciones... puede considerarse una continuación y que lleva por título precisamente El advenimiento de la sociedad postindustrial (The coming of post-industrial society: A venture in social forecasting, Nueva York, Basic Books, 1973; ed. esp.: Madrid, Alianza, 1991). Como señalé en una nota anterior (v. el apartado de «Método, nociones, términos», p. 86, n. 107), ya en 1959 Charles Wright Mills tenía en cuenta, en La imaginación sociológica, no sólo la problemática sociológica de la posmodernidad, sino el mismo término «posmoderno», aunque él prefería hablar de «Cuarta época». Aunque fue Toynbee quien mayor impulso dio al uso de la expresión «edad posmoderna» "que él utilizaba ya en los años 40, en los últimos volúmenes de su monumental Estudio de la historia", está claro que este historiador no se refería a la misma cosa que Bell, sino a ciertos aspectos cambiantes de la cultura de finales del siglo XIX que distan aún mucho del vanguardismo. {volver}

{2} Charles Harrison y Paul Wood (eds.), Art in Theory, 1900-1990: An Anthology of Changing Ideas, Oxford (Inglaterra)-Cambridge (Massachusetts), Blackwell Publishers Ltd., 1993, cap. VIII, «Ideas of the Postmodern», pp. 993 y ss. {volver}

{3} Umberto Eco, «Cultura de masas y niveles de cultura», en Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas, Barcelona, Lumen, 1973, pp. 41 y ss., passim. {volver}

{4} Jürgen Habermas, «La modernidad, un proyecto inacabado», en Forsten Hall et al., La postmodernidad, Barcelona, Kairós, 1985, pp. 23 y s. (también: «La modernidad inconclusaa», en El Viejo Topo, núm. 62, noviembre de 1981, pp. 46 y s.). {volver}

{5} Edward Lucie-Smith, El arte hoy: Del expresionismo al arte abstracto, Madrid, Cátedra, 1983, p. 486. {volver}

{6} Aunque hace «una distinción "arbitraria, sin duda" entre predicción y pronóstico» (Daniel Bell, Las contradicciones culturales del capitalismo, Madrid, Alianza, 1977, p. 195). {volver}

{7} Daniel Bell, op. cit., p.170. En la página 188 nos ofrece una profecía «sencilla»: «Cuando se "carga" al orden político con una cantidad cada vez mayor de problemas políticos, cuando la vivienda, la salud, la educación, etc., se convierten en temas políticos, las tensiones se combinan. La sencilla predicción que hice por primera vez en el informe de la comisión sobre el Año 2000 (1967) fue que en los próximos años habrá cada vez más conflictos grupales en la sociedad.» En efecto, estamos asistiendo a la intensificación de los conflictos colectivos, pero, al mismo tiempo, vemos cómo el contenido de tales conflictos es cada vez menos ideológico, menos político "en un sentido clásico", y más administrativo o de orden irracional (nacionalismos, etc.), lo cual debilita el éxito de la predicción de Bell, que habla de problemas de vivienda, salud y educación. {volver}

{8} Ibíd., p. 183. «Todo examen significativo de una sociedad debe tratar de identificar los elementos más profundos y persistentes, que son las fuerzas que dan forma a la sociedad. Estas se dan en tres ámbitos: los valores,... la cultura,... y la estructura social...» {volver}

{9} Ibíd., pp. 196 y ss. {volver}

{10} Ibíd., p. 201. En este punto recuerda poderosamente aquel entusiasmo de Francis Bacon al que ya me referí en el primer capítulo. {volver}

{11} Ibíd. {volver}

{12} Ibíd., p. 220 y ss. {volver}

{13} Presintiendo el reproche de idealismo, Daniel Bell se adelanta a justificarse: «Walter Lippmann "nos dice" ha observado sarcásticamente que existen quienes dirían... que la ilusión característica de los seres sensibles es creer en la filosofía. Pero el valor de la filosofía es que formula una norma racional, da coherencia a las aplicaciones para que las acciones no sean arbitrarias o caprichosas, y establece una justificación normativa que satisface el sentido de justicia de los hombres. Sólo sobre esta base son posibles algunos principios consensuales de la vida política; sin ellos, sólo existe el poder descarnado. La gente obedece al poder, pero respeta y acepta voluntariamente el derecho» (op. cit., p. 237). Sentimos que esa justificación es sólo una torpe disculpa, más que una defensa coherente de sus principios. Incluso en su preclaro lenguaje, Daniel Bell nos recuerda a Renan. Lamento que, al no poder creer en esas cándidas ilusiones, se me pueda llamar cínico; sigo a Maquiavelo en la certeza de que, en la práctica, la política está reñida con la ética, y esto es una circunstancia de la que sólo la realidad tiene la culpa, no yo. Embellecer la realidad con la filosofía es una actitud que carece de cinismo, pero no por ello más deseable, ni razonable. {volver}

{14} Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Barcelona, Orbis, 1985, p. 258. {volver}

{15} Ibíd., p. 259. {volver}

{16} Ernest Gellner, «La jaula de goma: desencanto con el desencanto», en Cultura, identidad y política: El nacionalismo y los nuevos cambios sociales, Barcelona, Gedisa, 1989, pp. 164-177. {volver}

{17} Los reclamos publicitarios de la réplica europea (Euro Disney Resort) rezan: «El sueño ya es realidad». Por supuesto, pero nos da la impresión de que afuera también. {volver}

{18} Ernest Gellner, op. cit., p. 115. {volver}

{19} Daniel Bell, op. cit., p. 212. {volver}

{20} Ibíd., p. 239. {volver}

{21} Véanse, por ejemplo: Ernst Friedrich Schumacher, Lo pequeño es hermoso, Barcelona, Herman Blume, 1978, y John Kenneth Galbraith, La Cultura de la Satisfacción: Los impuestos, ¿para qué? ¿Quiénes son los beneficiarios?, Barcelona, Ariel, 1992. {volver}

{22} «La tesis que he de esforzarme por fundamentar es la de que las realizaciones presentes y futuras del sistema capitalista son de tal naturaleza que rechazan la idea de su derrumbamiento bajo el peso de la quiebra económica, pero que el mismo éxito del capitalismo mina las instituciones sociales que lo protegen y crea, «inevitablemente», las condiciones en que no le será posible vivir y que señalan claramente al socialismo como su heredero legítimo. Por consiguiente, mi conclusión final no difiere, por mucho que pueda diferir mi argumentación, de aquella a que llegan la mayoría de los escritores socialistas y, en particular, todos los marxistas. Pero para aceptarla no es necesario ser socialista. La prognosis no implica nada acerca de la deseabilidad del curso de los acontecimientos que se predicen. Si un médico predice que su paciente morirá en breve ello no quiere decir que lo desee. Se puede odiar al socialismo o, por lo menos, mirarlo con una fría crítica, y, no obstante, prever su advenimiento. Muchos conservadores lo han previsto y lo prevén.
«Tampoco se necesita aceptar esta conclusión para calificarse de socialista. Se puede querer el socialismo y creer ardientemente en su superioridad económica, cultural y ética, y, no obstante, creer al mismo tiempo que la sociedad capitalista no alberga ninguna tendencia hacia su autodestrucción. Hay, efectivamente, socialistas que creen que el orden capitalista recupera la fuerza y se estabiliza a medida que transcurre el tiempo, por lo que es quimérico esperar su derrumbamiento.» (Joseph Alois Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia, Barcelona, Orbis, 1983, t. I, pp. 95 y s.).
{volver}

{23} Ibíd., p. 150. {volver}

{24} Ibíd., p. 151. Y más adelante (p. 156) Bell asegura que «hay tres fundamentos para toda investigación: la naturaleza, la historia y la religión.» Hay también un abuso de dialéctica... y de una especie de lógica ternaria. {volver}

{25} Es importante advertir el uso exactamente psiquiátrico, y no sociológico, que Daniel Bell hace del término alienación: cuando habla de la «alienación de la juventud» se está realmente refiriendo a un enloquecimiento visible en la conducta de los jóvenes, derivado de una saga interminable de experiencias frustratorias (guerra de Vietnam, inquietud competitiva, etc.), con unas claras manifestaciones sociales (delincuencia, disturbios racistas, radicalismo político, desenfreno sexual...). {volver}

{26} A propósito, es muy interesante el análisis que Frank D. McConnell hizo del cine como expresión artística de la tensión entre lo primitivo y lo urbano "y como expresión, por añadidura, genuinamente romántica de tal tensión", en su libro El cine y la imaginación romántica (Barcelona, Gustavo Gili, 1977). En comparación con el libro de Bell, que es de la misma época, podemos percibir en McConnell una similar inquietud por la amenaza de lo «irracional», si bien McConnell participa en la confianza más o menos plácida en que el maremágnum cultural es bueno. Es curioso, por ejemplo, notar que una de las palabras más frecuentes de este libro de McConnell es la palabra «peligroso», referida a tal o cual característica psicocultural de la producción cinematográfica o literaria, pero que, sin embargo, su discurso no expresa ni queja ni temor de la vanguardia, como el de Bell. Ello es natural, por el hecho de que el cine es esencialmente antivanguardista, en el sentido de «antiformalista», como sostiene con razón McConnell. El cine es verdaderamente la encarnación de lo puramente literario, y aun de lo literario en sentido esencialmente romántico; como tal, puede reflejar el estado de una disgregación o «contradicción» cultural, sin ser él mismo parte activa de tal disgregación. La imagen cinematográfica de una sociedad amanazadoramente incívica, de una disgregación de los principios que fundan la ciudad frente a la barbarie, es paradigmáticamente presentada en Solo ante al peligro, pero se presentaba ya en ¡Qué bello es vivir!, como agudamente hace notar McConnell (p. 175). Este autor percibe bien el reflejo de una disgregación de la moralidad cívica en el comportamiento egoísta, perturbado y cobarde de los habitantes de una ciudad (en el western, por ejemplo, la Warlock de El hombre de las pistolas de oro), pero olvida apuntar el mensaje subliminal que deriva de la coherencia casi física del universo representado, y aun del happy ending y de otros factores secundarios más o menos edificantes: con ¡Qué bello es vivir!, Capra demuestra que el dinero lo soluciona todo. Es el dinero, o sea, el capitalismo mecánico que ya no necesita de apoyos religiosos, lo que salva a la cultura de la disgregación y la barbarie; pero, casi por una inadvertencia, o por inconsciente revelación de lo verdadero, es imposible distinguir entre el grado de causalidad de la intervención sobrenatural del ángel y el de la colecta de amigos; y lo más verdadero de todo es la ilusión burguesa del propio Capra, que nos presenta la amistad y generosidad emotiva de los conciudadanos como inútil sin la mediación del dinero. {volver}

{27} Cf. Karl Marx, El Capital: Crítica de la economía política, Bogotá, F.C.E, 1959, t. I, capítulo I, 4 («El fetichismo de la mercancía, y su secreto»), pp. 36-47. {volver}

{28} Jamás podré sustraerme al influjo de la evocatoria metáfora con que Frazer concluía su irrepetible obra La rama dorada. En ella trenzaba elegantemente tres hilos: el de la religión, el de la ciencia y el de la magia. Con toda la versatilidad que ofrecen las grandes metáforas, podemos igualmente concebirlos como los hilos de la ciencia, la religión y el arte: «Sin remontarnos a un futuro tan lejano, podemos ilustrar el camino que el pensamiento ha andado hasta aquí asemejando a una tela tejida con tres hilos distintos, el hilo negro de la magia, el hilo rojo de la religión y el hilo blanco de la ciencia, si bajo el nombre de ciencia podemos incluir esas simples verdades, deducidas de la observación de la naturaleza, de las que los hombres de todas las épocas han tenido provisión. Si pudiéramos examinar entonces este tejido del pensamiento desde el principio, probablemente nos parecería a primera vista un escaqueado blanco y negro, hecho de retazos de nociones falsas y verdaderas, apenas teñido aún por el hilo rojo de la religión. Pero mirando más lejos, encontraríamos que el escaqueado de cuadros blancos y negros tiene en la parte media de la tela, donde la religión ha penetrado más profundamente en su trama, una mancha de rojo obscuro que va aclarando insensiblemente cada vez más a medida que el hilo blanco de la ciencia va predominando en el tejido. Podemos comparar el estado del pensamiento moderno, con sus metas divergentes y sus tendencias en conflicto, a una tela cuadriculada y maculada, tejida de este modo con hilos de diversos colores pero cambiando gradualmente de matiz conforme va desenvolviéndose. ¿Se seguirá en el futuro cercano aquel gran movimiento que durante siglos ha estado alterando lentamente el carácter del pensamiento, o sobrevendrá una reacción que pueda detener el progreso y aun deshacer mucho de lo ya logrado? Siguiendo con nuestra imagen, ¿de qué color será el tejido que las Parcas están hilando en el telar incansable del tiempo? ¿Blanco o rojo? No podemos saberlo. Una luz débil y vacilante ilumina a lo lejos el principio del tejido. Nubes y tinieblas ocultan la otra extremidad.» (James George Frazer, La rama dorada, México, F.C.E., 1951, pp. 798 y s.) Es innegable la racionalización evolucionista que, en esta obra de Frazer, alentaba un sentimiento antipapista. Pese a todos los reproches y errores, es para mí una obra hermosa y verdadera; yo también debo conciliar mis contradicciones: un indeleble ateísmo, un catolicismo temperamental y un ramalazo contenido de anticlerical. {volver}

{29} Pierre Thuillier, «¿Volverá la mecánica cuántica a reencantar el mundo?», en Mundo Científico, Barcelona, núm. 98, enero de 1990, pp. 88-94. {volver}

{30} Cf. el interesante artículo de Pierre Thuillier, «Isaac Newton: Un alquimista distinto de los demás», en Mundo Científico, Barcelona, núm. 95, octubre de 1989, pp. 944-957. Y quizá la célebre polémica romántica sobre si el prisma acababa o no con la poesía del arcoiris (cf. Meyer Howard Abrams, El espejo y la lámpara: Teoría romántica y tradición crítica, Barcelona, Barral, 1975, pp. 535-551) no esté tan alejada de las preocupaciones del propio Newton por preservar lo celestial de la amenaza del escepticismo materialista. {volver}

{31} Pierre Thuillier, «¿Volverá la mecánica cuántica a reencantar el mundo?», loc. cit., p. 98. {volver}

{32} La indecorosa cacofonía que ese nombre produce en los oídos españoles ha sido a veces esquivada mediante una transposición de las vocales; así, por ejemplo, el traductor Juan G. de Luaces pone «Lupata» en lugar de «Laputa», lo cual es un acierto lingüístico y no meramente una prueba de pudor mogigato, pues es obvio que Swift no habría adoptado una reunión fonética que a los ingleses les resultase desagradablemente evocadora. {volver}

{33} Alfred North Whitehead, An Introduction to Mathematics, Nueva York-Londres, H. Holt and Company/Thornton Butterworth Ltd., 1911, p. 3. {volver}

{34} Cf. Marjorie Hope Nicolson y Nora M. Mohler, «Swift's flying island in the voyage to Laputa», en Annals of Science, Londres, t. II, núm. 4, octubre de 1937, pp. 405-430. Aunque en su Seudociencia e ideología Mario Bunge puso la Academia de Lagado como ejemplo literario de un quehacer disparatado y pseudocientífico, es un hecho innegable que la ciencia oficial de la épocca de Swift se parecía en parte a los disparates de Lagado "pero también la ciencia oficial actual. Refiriéndose al caso de Swift, y siguiendo a Nicolson y Mohler, el célebre matemático James R. Newman ha resumido así este hecho innegable: «Las Transactions eran una mezcla notable de insensateces e ideas soberbias; de magia, matemáticas, fantasía, hechos experimentales, tontería, lógica y pedantería. Swift examinaba las aportaciones con una visión crítica y humorística, y con el deliberado propósito de reunir material para sus esccritos. Estudiosos diligentes e ingeniosos han remontado [sic] casi toda Laputa a la ciencia contemporánea y a ciertas reacciones populares existentes ante las doctrinas y descubrimientos científicos. En las Transactions había estudios sobre cometas y viajes extraños; la analogía entre música y matemáticas era estudiada por el famoso matemático inglés John Wallis (1616-1703) y por uno de los virtuosos, el reverendo T. Salmon, en un escrito titulado La teoría de la música reducida a progresiones aritméticas y geométricas. Creo que T. Salmon era inglés, pero sus preocupaciones eran, evidentemente, idénticas a las de los sabios de Laputa. El temor laputiano del Sol y de los cometas también se había extendido en el siglo XVIII. Los hombres, que habían comenzado aceptando el universo de relojería de Newton, estaban obsesionados por el temor de que el aparato de relojería pudiera estropearse. Halley había pronosticado el retorno de su cometa en 1758; nadie podía estar seguro de que no se equivocara, y mucho menos de que no pudiera sucumbir a una ruda fantasía y chocar contra la Tierra. La comprensión de que la estabilidad de la órbita terrestre dependía de un precioso equilibrio entre la velocidad con que la Tierra cae hacia el Sol y su velocidad tangencial perpendicular a esa caída, no turbó indebidamente al puñado de astrónomos y matemáticos que comprendían lo que significaba este equilibrio. Pero había muchos otros, con menor fe en la aritmética y la geometría, que habrían preferido una distribución menos precaria. La Gran Academia de la metrópoli de Lagado se ha identificado con el Gresham College de Londres, donde la Royal Society celebró sus reuniones y tuvo su librería y museo durante muchos años. Los proyectistas de la Academia dominaban su nación, del mismo modo que los miembros de la Royal Society dominaban Inglaterra. Podrían darse muchos más ejemplos de la derivación de Laputa de circunstancias del escenario científico del siglo XVIII, así como de obras de fantasía anteriores.» (James R. Newman, «La Isla de Laputa», en Sigma: El mundo de las matemáticas, Barcelona, Grijalbo, 1969, t. VI, pp. 150 y s.). {volver}

{35} Edwin Abbott Abbott, Flatland: A romance of many dimensions, Londres, Seeley & Co., 1884. Este célebre relato de ficción se ha ido reeditando constantemente en los países de lengua inglesa; las más recientes y accesibles ediciones son las de Harper Perennial (1994) y Dover (1992), de Nueva York. Esta obra de Abbott se tiene como la más importante y casi la única donde se da la imaginación de un mundo bidimensional y su uso didáctico para ilustrar la posibilidad de mundos de más dimensiones (cf., por ejemplo, Walter R. Fuchs, El libro de la matemática moderna, Barcelona, Omega, 1968, pp. 217 y ss.; cf. también James R. Newman, Sigma: El mundo de las matemáticas, cit., t. VI, pp. 319 y ss., donde se reproduce un fragmento de Flatland). Pero en realidad el primero en tener esa idea fue Helmholtz, en una de sus Conferencias científicas populares, como justamente recuerda Arnheim (cf. Rudolf Arnheim, El pensamiento visual, Barcelona, Paidós, 1986, p. 303). Posteriormente, Sir Arthur Stanley Eddington volvió a la fantasía de un mundo bidimensional para ilustrar la relación que según la teoría de la relatividad existe entre la gravedad y la curvatura del espacio (Space, time and gravitation: An outline of the general relativity theory, Cambridge, Ingleterra, Cambridge University Press, 1920). {volver}

{36} Roger Penrose, «Newton, teoría cuántica y realidad», en Stephen W. Hawking y Roger Penrose, Cuestiones cuánticas y cosmológicas, Madrid, Alianza, 1993, pp. 235-278. {volver}

{37} Ibíd., p. 275. {volver}

{38} Ibíd., p. 245. {volver}

{39} Ibíd., p. 236. {volver}

{40} David Herber Lawrence, A propos of Lady Chatterley's lover, being an essay extended from «My skirmish with Jolly Roger», Nueva York, Haskell House, 1973 (reimpresión de la ed. original: Londres, Mandrake Press, 1930). {volver}

{41} Meyer Howard Abrams, op. cit., pp. 542 y 551. {volver}

{42} Roger Penrose, por ejemplo, confiesa adherir el realismo platónico, que en el terreno matemático suele tener, aunque no siempre, implicaciones idealistas (cf. La nueva mente del emperador, Madrid, Mondadori, 1991, pp. 153 y ss.). Es cierto que la mayoría de los matemáticos se apartan del constructivismo porque implica unas restricciones demasiado onerosas, o en otras palabras, porque el constructivismo elimina la mayor parte y la más valiosa de las contribuciones de la matemática moderna, pero ello no significa que la mayoría de los matemáticos desprecien el sentido materialista de lo real que anima al constructivismo. Una buena crítica del platonismo matemático es la que realizó el antropólogo Leslie A. White en su artículo «El lugar de la realidad matemática: una referencia antropológica» (recopilado en James R. Newman, op. cit., t. VI, pp. 282-298). White explicó brillantemente que la realidad matemática «existe» fuera del individuo, pero no fuera de la cultura; así se explica que sea cierta la existencia de las ideas matemáticas fuera de la conciencia, como creen los platonistas, puesto que tales cosas se aprenden o, a lo que parece, se «descubren»; pero esa existencia fuera de la conciencia individual es una existencia en la cultura a que pertenece el individuo en cuestión, y por tanto la idea matemática en sí es una «invención» de dicha cultura. Sin embargo, White destaca esa útil distinción a expensas de confundir o no discriminar otros elementos ontológicos; por ejemplo, pone al materialista Hertz entre quienes sostienen el platonismo, y al parecer no comprende que la existencia objetiva de las ideas matemáticas es para Hertz un reflejo, isomórfico, de los objetos y propiedades del mundo real. La filosofía matemática de James R. Newman tiene tendencias idealistas, como sostenía el malogrado matemático e ingeniero de caminos español Emilio Garbayo Martínez (Control ideológico de la invención matemática, ed. por el autor, que fue profesor en la E.T.S. de Ingenieros de Caminos de Barcelona, 1978, pp. 237 y ss.), pero no lo es absolutamente. Por ejemplo, en su interpretación de las consecuencias del Teorema de Gödel en lo referente a la mecanización del pensamiento, Newman y Nagel creyeron que podía concluirse a partir de aquel que la inteligencia artificial es imposible (Ernest Nagel y James R. Newman, El Teorema de Gödel, Madrid, Tecnos, 1994, pp. 119 y ss.). Douglas Hofstadter (Gödel, Escher, Bach: Un Eterno y Grácil Bucle, Barcelona, Tusquets, 1987) y otros han insistido en el componente espiritualista que contiene toda resistencia a tal posibilidad, y han probado que el Teorema de Gödel no la contradice. Sin embargo, Newman considera el artículo de Leslie A. White «equilibrado y persuasivo» (op. cit., t. VI, p. 248). Lo cierto es que, en el dominio de las matemáticas, la defensa de una postura «realista» en sentido platónico no supone necesariamente una oposición a una ontología materialista, ni tampoco a una psicología materialista. {volver}

{43} Pierre Thuillier, loc. cit., pp. 98 y s. {volver}

{44} Sigmund Freud, carta a James J. Putnam, del 8 de julio de 1915, en Epistolario, ed. cit., t. III, p. 346. {volver}

{45} Opino que el materialismo monista es un tipo de reduccionismo lógicamente insostenible. Aunque sus estrategias explicativas no carecen muchas veces de elegancia y de penetración, su rechazo casi apriorístico del «dualismo» que nos legó el pensamiento cristiano y su calificación del mismo como esencialmente idealista me parecen completamente erróneos. Algunas de las obras más interesantes en defensa del punto de vista materialista y monista en materia de teoría de la mente son: David Malet Armstrong, A Materialist Theory of the Mind, Londres-Nueva York, Routledge & Kegan Paul/Humanities Press, 1968; Daniel Clement Dennett, Content and Consciousness, Londres-Nueva York, Routledge & Kegan Paul/Humanities Press, 1969; John Jamieson Carswell Smart, Philosophy and Scientific Realism, Londres-Nueva York, Routledge & Kegan Paul/Humanities Press, 1963. Existen muchos otros enfoques materialistas de esa difícil cuestión que no incurren en el monismo, pero sí en alguna otra forma de reduccionismo. Ese reduccionismo habitual entre los científicos deriva, según creo, de que no conciben el problema de la «conscicncia» como un problema esencialmente sociológico o antropológico, sino meramente neurofisiológico, bioquímico o lógico- cibernético. Aunque las investigaciones científicas sobre la mente en diversos campos son útiles y arrojan luz sobre muchos hechos ciertos, están lejos de alcanzar jamás su objetivo, hallar los componentes y procesos físicos y fisiológicos últimos de la generación de la consciencia, porque la consciencia es una construcción social, no individual. Obviando ese sesgo o ceguera antropológica de tantos y tan interesantes estudios, son muy notables los siguientes: Alan Ross Anderson (ed.), Minds and Machines, Enflewood Cliffs (New Jersey), Prentice-Hall, 1964; Margaret Boden, Artificial Intelligence and Natural Man, Nueva York, Basic Books, 1977; Marvin L. Minsky (ed.), Semantic Information Processing, Cambridge (Massachusetts), MIT Press, 1968; Steven Rose, The Conscious Brain, Nueva York, Vintage Books, 1976; Dean Wooldridge, Mechanical Man: The Physical Basis of Intelligent Life, Nueva York, McGraw-Hill, 1968. Y, cómo olvidarlo, el citado libro de Douglas R. Hofstadter, Gödel, Escher, Bach: Un Eterno y Grácil Bucle. {volver}

{46} Carta a Shelley, del 10 de agosto de 1820. Se encuentra traducida al francés y comentada por Julien Green en su Journal (París, Plon, 1969, 2 vol., 29 de marzo de 1930). {volver}

{47} Suzi Gablik, ¿Ha muerto el arte moderno?, Madrid, Hermann Blume, 1987. {volver}

{48} Explicaré una anécdota reciente. En una conferencia sobre «Tragedia y Razón» que el profesor Sergio Givone dio en Barcelona en octubre de 1996, al abrirse un turno de preguntas para el público, una muchacha manifiestamente desinformada y que había comprendido poco del concepto de «desencanto» intervino para sugerir que si la técnica y la ciencia nos condenan al desencanto quizá «deberíamos (?) volver» a las cosas espirituales y buscar la felicidad lejos del materialismo. Su tono tenía un indisimulable aire religioso. El profesor Givone comprendió que debía explicar no tanto los problemas a que el desencanto nos enfrenta intelectualmente como el concepto mismo de desencanto, y habló entonces de la dignidad del pensamiento científico, explicó que el desencanto es «honestidad intelectual» y nada más. Lo realmente significativo de esta anécdota es que aquella muchacha representaba la ideología dominante de nuestra época, paradójicamente expresada como una queja, pero como una queja sesgada, inocua y encubridora. Aquella muchacha representaba el cegamiento, inconsciente o deliberado, de la cultura: se cree que es el racionalismo y el «maquinismo» lo que causa la infelicidad, ignorando la irracionalidad de las estructuras sociales y el idealismo indeleble que las anima. {volver}


Symploké
© 1997 Proyecto Filosofía en español