Filosofía en español 
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Democracia: Estructura y Ontología

[ 827 ]

Democracia formal / Democracia material

La distinción democracia formal (o forma de la democracia) / democracia material (o contenido de la forma democrática) puede cruzarse con otra distinción (que también consideramos ineludible cuando hablamos de democracia en general): la distinción entre democracia ideal / democracias realmente existentes. [854]

Cuando oponemos la democracia formal a la democracia material, podemos hacerlo en dos planos muy distintos, aunque susceptibles de ser intersectados: un plano específico (y entonces la forma democrática va referida precisamente a la sociedad política, al Estado) y un plano genérico, y entonces la forma democrática desborda el campo estricto de la sociedad política y corta otras esferas sociales que a veces son de escala menor que la de las sociedades políticas (como pueda serlo un concejo aldeano, una sociedad anónima o un grupo de excursionistas), y otras veces lo son de escala mayor (por ejemplo, una federación de Estados, o la Organización de las Naciones Unidas). […]

Lo que la forma democrática significa desde la perspectiva genérica equivale, prácticamente, a lo que venimos llamando democracia procedimental [880], que no es otra cosa sino un método para acordar o consensuar decisiones siguiendo las reglas de la mayoría […]. [881-882]

La democracia formal (la forma democrática), en su sentido específico de “forma de una sociedad política”, presupone también la distinción entre una forma y una materia.

La distinción, en la teoría política, entre una forma y una materia fue una distinción común entre los escolásticos, que analizaban la sociedad política por medio de la doctrina de las cuatro causas […]. La clasificación ternaria aristotélica de las sociedades políticas en monarquías, aristocracias y democracias solía interpretarse como una clasificación de la sociedad que atendía más a la forma de la estructura del poder político que a su materia; la democracia quedaba allí concebida como una de las formas del poder político (definida por Aristóteles porque en ella “mandaban todos o los muchos”).

Ahora bien, distinción escolástica, en la sociedad política, entre una forma y una materia podía ser interpretada de muchas maneras. En general, la forma de la sociedad democrática podría decirse que ha de contener el principio de igualdad, en cuanto al voto, de los ciudadanos, es decir, de las personas individuales que constituyen el “cuerpo electoral”. Una igualdad política que abstrae, en principio, otras determinaciones diferenciales entre los ciudadanos (“los votos no se pesan, se cuenta”). Es obvio que la forma de la democracia política, así entendida, no prejuzga con precisión la materia del cuerpo electoral, materia que vendrá delimitada como una parte de la sociedad real. En la democracia ateniense de Pericles [829-830], el cuerpo electoral se constituía como conjunto de ciudadanos individuales libres; pero la sociedad ateniense contenía también a las mujeres, a los metecos y a los esclavos.

Solo a partir de la Revolución Francesa, con la doctrina del sufragio universal, el cuerpo electoral se identifica con el conjunto de los individuos de la sociedad real (teóricamente al menos: las restricciones censitarias, de sexo, de edad, etc., a esta igualdad tardaron en eliminarse casi un siglo).

La teoría del sufragio universal se estableció bajo el supuesto de la igualdad formal [848], por holización [733], de todos los individuos de la sociedad concreta, en cuanto a tales individuos (denominados ciudadanos), sin discriminación de renta, de sexo, etc. Esta forma moderna de igualdad democrática es, por supuesto, ideal, y su correlato real no constituye ningún déficit de la democracia, sino que pertenece a su propia estructura. De hecho, hay que agregar nuevos requisitos, por ejemplo, tener un mínimo de renta, estar en posesión de las “facultades mentales”, saber leer y escribir; requisitos más o menos convencionales (¿qué significa saber leer y escribir, y en qué idioma?). La igualdad democrática, en rigor, es una ficción [833] hipotética cuyo fundamento real tiene que ver, sin duda, con la neutralización estadística, similar a la que se produce, por ejemplo, entre las partículas de un gas encerrado en un recinto, tal como lo estudia la teoría cinética de los gases.

Entre las interpretaciones más influyentes de la distinción entre forma y materia en la democracia, debemos referirnos a la interpretación dada por Hans Kelsen (Esencia y valor de la democracia, 2ª edición, 1929).

La teoría de la democracia de Kelsen podría considerarse, en gran medida, como la presentación de una alternativa a la autocracia totalitaria de la Unión Soviética, y, pocos años después, a la del Tercer Reich.

Por lo demás, la distinción binaria de Kelsen no hacía otra cosa sino “seleccionar” dos de los cuatro componentes causales que los escolásticos distinguían en toda sociedad política, en cuanto proceso temporal –histórico– susceptible de ser analizado según la doctrina aristotélica de las cuatro causas: la causa material (la multitud, el pueblo), la causa formal (la autoridad, el gobierno), la causa eficiente (Dios, según la fórmula de San Pablo, non est potestas nisi a Deo) y la causa final (el bien común). Kelsen, se diría, dejaba de lado, sin duda por su carácter metafísico, a las llamadas causas extrínsecas (eficiente y final) de la sociedad política democrática, y se atenía, con espíritu más positivo, a las causas intrínsecas, la formal y la material.

Kelsen entendió la democracia como una forma o método de creación de orden social según una determinada forma de Estado. Un Estado en el que el pueblo, a través de los partidos políticos, está representado en el Parlamento que se atiene, en la formación de las leyes, a la regla de las mayorías no precisamente absolutas, sino también relativas: minorías mayoritarias, reconocimiento de las minorías no mayoritarias, etc. Y aquí Kelsen aproxima la forma democrática, delimitada ya históricamente en una sociedad dada o Estado, a la forma procedimental, cuidando de subrayar que esta forma no habría que entenderla tanto desde la categoría de la igualdad económica, es decir, de la justicia (propia de una democracia social que puede llevarse a efecto desde una dictadura no democrática, como la dictadura del proletariado), sino desde la categoría de la libertad, que no implica esa igualdad. Ni siquiera la “ley de la mayoría” implica la igualdad, por cuanto se tiene en cuenta la minoría.

Pero, añade, Kelsen, la forma democrática del Estado no da respuesta a la cuestión más importante, que es, según él, la del contenido (o materia) del orden estatal. Quedarse únicamente en la forma democrática constituiría un formalismo que Kelsen denomina “democratismo” (y que rechaza, de modo paralelo a como Max Scheler había rechazado, unos años antes, refiriéndose a la ética más que a la política, el formalismo kantiano) [451].

Desde la perspectiva de la distinción escolástica entre forma y materia de la sociedad política, Kelsen plantea así “la verdadera cuestión”: “¿Qué contenido debe dar el pueblo a las leyes por él creadas?”

Sin duda, dice Kelsen, este contenido tendrá mucho que ver con el bien y con la verdad. Pero, ¿cómo conocerlos y cómo demostrarlos? Kelsen distingue dos tipos de respuestas, que nos permitirán distinguir la autocracia de la democracia.

Si un grupo, una iglesia, un partido político, creer estar en posesión de la verdad y de los valores absolutos (del bien), entonces propiciaría una concepción autocrática de la sociedad política, como la que en el Antiguo Régimen propiciaba el Estado teocrático, o, en el presente, el fascismo, que lleva al límite la forma de gestión mediante un partido único, la sociedad burguesa, o el comunismo soviético, que lleva al límite, bajo la dirección del Partido Comunista, los intereses del proletariado, mediante la dictadura, en una primera fase de toma del poder, y mediante la república popular (Dimitrov) en la fase de asentamiento del poder ya conquistado.

Solo cuando ningún grupo o partido crea estar en posesión de la verdad o del bien absoluto, dice Kelsen, será posible que cada grupo o partido tome en consideración las opiniones ajenas, incluso las contrarias. Y de aquí concluye Kelsen (en una línea muy próxima a la que seguiría Popper) que el relativismo (la actitud crítico-relativista, colindante con el escepticismo) ha de ser considerado como la concepción del mundo que está a la base de la democracia.

En cuanto a las relaciones entre la forma democrática y la materia o contenido de esas formas (de las leyes), nos parece fuera de lugar la disyuntiva, que propone Kelsen, entre el absolutismo (entendido como dogmatismo sobre el bien y la verdad política) y el relativismo (lindante con el escepticismo). Pues no hay tal dicotomía entre una posición absolutista y una posición escéptica en cuanto a decisiones prácticas, por la sencilla razón de que las decisiones prácticas hay que ponerlas a veces en términos absolutos (según la ley del todo o nada), sin perjuicio de que no se tenga la seguridad absoluta en la “verdad” especulativa, respecto de la decisión tomada. La decisión puede ser totalmente dogmática, desde el punto de vista prudencial, aunque ella esté dispuesta a rectificarse en una ocasión futura. El origen de las dificultades que surgen cuando se plantea la cuestión de “determinar la materia o contenido de la forma democrática”, hay que ponerlo en el mismo planteamiento (metafísico, sustantivado) [4] de quienes, como Kelsen, comienzan hablando de una forma democrática previa a la que habría que dotar de una materia o contenido. Pues la situación es la inversa: la materia de la democracia no se agrega a una forma previamente dada, sino que es la forma democrática la que brota de la materia.

El punto de partida es la materia de la democracia, no su forma ideal. Hay que partir de una materia dada, históricamente dada, por tanto, sin fingir que esta materia está dada in illo témpore en la sociedad primitiva de Rousseau o de Rawls [889]. Es decir, de una determinada disposición material de la sociedad política (determinación ofrecida por la Antropología y por la Historia, que rechazan de plano la doctrina del pacto social roussoniano), para poder entender cómo desde ella brota la forma democrática de esa sociedad.

En conclusión: el hecho de que una sociedad política asuma, por motivos internos, y no por motivos de imposición externa (que solo dan lugar a democracias formales), procedimientos democráticos en aspectos esenciales de su curso requiere que lo expliquemos a partir de la evolución de la propia estructura material de esa sociedad política; evolución que no se reduce al resultado de meras decisiones voluntaristas (“España decidió en 1978 darse a sí misma las reglas de juego en una Constitución democrática”) que habría que considerar como una contingencia o formalidad sobreañadida a la estructura material misma. En una sociedad democrática no hay propiamente reglas de juego arbitrarias, sino determinadas por intereses y fuerzas objetivas; el procedimiento ha de poder ser visto como un efecto de su estructura material y no como una formalidad procedimental sobreañadida a esa estructura.

Una democracia material es una sociedad política que, en función de la estructura de su propia materia, es decir, en función de su constitución material (systasis), asume, desde dentro, y en virtud de la codeterminación de sus partes, la estructura democrática; y una de las cuestiones más importantes que tenemos que debatir será la determinación de las circunstancias materiales por las que una sociedad política ya dada evoluciona hacia la estructura democrática […].

En resolución, buscamos las razones por las que una determinada sociedad política ya preexistente (presuponemos, por tanto, que una democracia no brota directamente de las sociedades animales, sino de sociedades humanas no democráticas) evoluciona en su estructura material de tal suerte que se vea determinada a asumir la estructura formal de una democracia.

{ZPA 274-278, 280-281 / EC77 / PCDRE 86-87, 91}

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