Voltaire, Diccionario filosófico [1764]
Sempere, Valencia 1901
tomo 1
páginas 102-107

Alma
VIII

Supongo que hay en una isla una docena de filósofos buenos, y que en esa isla no han visto más que vegetales. Esta isla, y sobre todo los doce filósofos buenos, son difíciles de encontrar; pero permitidme esta ficción. Admiran la vida que circula por las fibras de las plantas, que parece que se pierde y se renueva en seguida; y no comprendiendo bien cómo las plantas nacen, [103] cómo se alimentan y crecen, llaman a estas operaciones alma vegetativa. «¿Qué entendéis por alma vegetativa? –Es una palabra, responden, que sirve para explicar el resorte desconocido que mueve la vida de las plantas. –¿Pero no comprendéis, les repica un mecánico, que ésta la desarrollan los pesos, las palancas, las ruedas y las poleas?– No, replicarán dichos filósofos; en su vegetación hay algo más que movimientos ordinarios; existe en todas las plantas el poder secreto de atraerse el zumo que las nutre: y ese poder, que no puede explicar ningún mecánico, es un don que Dios concedió a la materia, cuya naturaleza nos es desconocida».

Después de esa cuestión, los filósofos descubren los animales que hay en la isla, y luego de examinarlos atentamente, comprenden que hay otros seres organizados como los hombres. Esos seres es indudable que tienen memoria, que tienen conocimiento, que están dotados de las mismas pasiones que nosotros, que nos hacen comprender sus necesidades, y como nosotros, perpetúan su especie. Los filósofos disecan algunos animales, les encuentran corazón y cerebro, y exclaman: «¿El autor de esas máquinas, que no crea nada inútil, les hubiera concedido todos los órganos del sentimiento con el propósito de que no sintieran? Sería absurdo creerlo así. Encierran algo que llamaremos también alma, a falta de otra expresión más propia algo que experimenta sensaciones y que en cierta medida tiene ideas. ¿Pero qué es ese principio? ¿Es diferente de la materia? ¿Es espíritu puro? ¿Es un ser intermedio entre la materia, que apenas conocemos, y entre el espíritu puro, que nos es completamente desconocido? ¿Es una propiedad que Dios concedió a la materia orgánica?»

Los filósofos, para estudiar esa materia, hacen experimentos con los insectos y los gusanos; los cortan, dividiéndolos en muchas partes, y quedan sorprendidos al ver que al pasar algún tiempo nacen cabezas a las partes cortadas. El mismo animal se reproduce, y en su propia destrucción encuentra el medio de multiplicarse. Hay mucha almas que están esperando, para animar las partes reproducidas, que hayan cortado la cabeza al primer tronco. Se parecen a los árboles a los que se cortan las ramas y plantándolas se reproducen. ¿Esos árboles tienen muchas almas? No parece esto posible; luego es muy probable que el alma de las bestias sea de otra especie que las que llamamos alma vegetativa en las plantas, que sea una facultad de orden superior que Dios concedió a ciertas porciones de materia para darnos otra prueba de su poder y otro motivo para adorarle.

Si oyera ese raciocinio un hombre violento que argumentase más, les diría: «Sois unos malvados que mereceríais que os quemaran los cuerpos para salvar las almas, porque negáis la [104] inmortalidad del alma del hombre». Los filósofos, al oír esto, se mirarían unos a otros con sorpresa; y después, uno de ellos, contestaría con suavidad al hombre violento: ¿Por qué creéis que debíamos arder en una hoguera y qué os indujo a suponer que abriguemos nosotros el convencimiento de que es mortal vuestra alma cruel? –Porque abrigáis la creencia de que Dios concedió a los brutos, que están organizados como nosotros, la facultad de tener sentimientos e ideas; y como el alma de las bestias muere con sus cuerpos, creéis también que lo mismo muere el alma de los hombres. Uno de los filósofos le replicaría:

–No tenemos la seguridad de que lo que llamamos alma en los animales, perezca cuando éstos dejan de vivir; estamos persuadidos de que la materia no perece, y suponemos que Dios haya dotado los animales de algo que puede conservar, si esta es la voluntad divina, la facultad de tener ideas. No aseguramos que esto suceda, porque no es propio de hombres ser tan confiados; pero no nos atrevemos a poner límites al poder de Dios. Decimos sencillamente que es probable que las bestias, que son materia, hayan recibido de El algo de inteligencia. Descubrimos todos los días propiedades de la materia, que antes de descubrirlas no teníamos idea de que existieran. Empezamos definiendo la materia, diciendo que era una substancia que tenía extensión; luego reconocimos que también tenía solidez, y más tarde tuvimos que admitir que la materia posee una fuerza que llamamos fuerza de inercia, y últimamente nos sorprendió a nosotros mismos tener que confesar que la materia gravita. Al avanzar en nuestros estudios, nos vimos obligados a reconocer seres que se parecen en algo a la materia, y que, sin embargo, carecen de los atributos de que la materia está dotada. El fuego elemental, por ejemplo, obra sobre nuestros sentidos como los demás cuerpos; pero no tiende a un centro común como éstos; por el contrario, se escapa del centro en líneas rectas por todas partes; y no parece que obedezca a las leyes de atracción y de gravitación como los otros cuerpos. La óptica tiene misterios que sólo podemos explicarlos atreviéndonos a suponer que los rayos de la luz se compenetran. Efectivamente, hay algo en la luz que la distingue de la materia común: parece que la luz sea un ser intermediario entre los cuerpos y otras especies de seres que desconocemos. Es verosímil que esas otras especies de seres sean el punto intermedio que conduzca hasta otras criaturas, y que así sucesivamente exista una cadena de substancias que se eleven hasta lo infinito.

»Esa idea nos parece digna de la grandeza de Dios, si hay alguna idea humana digna de ella. Entre esas substancias pudo Dios escoger una para alojarla en nuestros cuerpos, y es la que nosotros llamamos alma humana. Los libros santos nos enseñan [105] que esa alma es inmortal, y la razón está acorde en esto con la revelación: ninguna substancia perece: las formas se destruyen, el ser permanece. No podemos concebir la creación de una substancia; tampoco podemos concebir su anonadamiento, pero nos atrevemos a afirmar que el Señor absoluto de todos los seres puede dotar de sentimientos y de percepciones al ser que se llama materia. Estáis seguro de que pensar es la esencia de vuestra alma, pero nosotros no lo estamos; porque cuando examinamos un feto nos cuesta gran trabajo creer que su alma haya tenido muchas ideas en su envoltura materna, y dudamos que en su sueño profundo, en su completo letargo, haya podido dedicarse a la meditación. Por eso nos parece que el pensamiento pudiera consistir no en la esencia del ser pensante, sino en el presente que el Creador hiciera a esos seres que llamamos pensadores; y todo esto nos hace sospechar que si Dios quisiera, podría otorgar ese don a un átomo, conservarle o destruirle, según fuese su voluntad. La dificultad consiste menos en adivinar cómo la materia puede pensar, que en adivinar cómo piensa una substancia cualquiera. Sólo concebimos ideas, porque Dios quiso dárnoslas. ¿Por qué os empeñáis en oponeros a que se las conceda a las demás especies? ¿os atreveréis a creer que vuestra alma sea de la misma clase que las substancias que están más cerca de la divinidad? Hay motivo para sospechar que éstas sean de orden superior, y, por lo tanto, Dios les haya concedido una manera de pensar infinitamente más hermosa; así como concedió cantidad muy limitada de ideas a los animales, que son de un orden inferior a los hombres. Ni sé cómo vivo ni cómo doy la vida, y ¡queréis que sepa cómo concibo ideas! El alma es un reloj que Dios nos concedió para dirigirnos, pero no nos ha explicado la maquinaria de que el reloj se compone.

»De todo cuanto digo no es posible inferir que el alma humana sea mortal. En resumen: pensamos lo mismo que vos sobre la inmortalidad que la fe nos anuncia; pero somos demasiado ignorantes para poder afirmar que Dios no tenga poder para conceder la facultar de pensar al ser que él quiera. Limitáis el poder del Creador, que es sin límites, y nosotros lo extendemos hasta donde alcanza su existencia. Perdonadnos que le creamos omnipotente, y nosotros os perdonaremos que restrinjáis su poder. Sin duda sabéis todo lo que puede hacer y nosotros lo ignoramos. Vivamos como hermanos, adorando tranquilamente al Padre común. Sólo hemos de vivir un día, vivámosle en paz, sin proporcionarnos cuestiones que se decidirán en la vida inmortal que empezará mañana».

El hombre brutal, no encontrando nada que replicar a los filósofos, incomodándose, habló y dijo muchas vaciedades. Los filósofos se dedicaron durante algunas semanas a leer historia, [106] y después de este estudio, he aquí lo que dijeron a aquel bárbaro indigno de estar dotado de alma inmortal:

«Hemos leído que en la antigüedad había tanta tolerancia como en nuestra época, que en ella se encuentran grandes virtudes, y que por sus opiniones no perseguían a los filósofos. ¿Por qué, pues, pretendéis que nos condenen al fuego por las opiniones que profesamos? Creyeron en la antigüedad que la materia era eterna; pero los que suponían que era creada, no persiguieron a los que no lo creían. Díjose entonces que Pitágoras, en una vida anterior, había sido gallo, que sus padres habían sido cerdos, y sin embargo de esto, su secta fue querida y respetada en todo el mundo, menos por los pasteleros y por los que tenían habas que vender. Los estoicos reconocían a un Dios poco más o menos semejante al que admitió después temerariamente Espinosa; el estoicismo, sin embargo, fue la secta más acreditada y la más fecunda en virtudes heroicas. Para los epicuristas, los dioses eran semejantes a nuestros canónigos y su indolente gordura sostenía su divinidad, y tomaban en paz el néctar y la ambrosía sin inmiscuirse en nada. Los epicuristas enseñaban la materialidad y la mortalidad del alma, pero no por eso dejaron de tenerles consideraciones, y eran admitidos a desempeñar todos los empleos.

»Los platónicos no creían que Dios se hubiera dignado crear al hombre por sí mismo; decían que había confiado este encargo a los genios, que al desempeñar su tarea cometieron muchas tonterías. El Dios de los platónicos era un obrero inmejorable, pero que empleó para crear al hombre discípulos muy medianos. No por eso la antigüedad dejó de apreciar la escuela de Platón. En una palabra; cuantas sectas conocieron los griegos y los romanos, tenían distintos modos de opinar sobre Dios, sobre el alma, sobre el pasado y sobre el porvenir; y ninguna de esas sectas fue perseguida. Todas esas sectas se equivocaban, pero vivieron en amistosa paz, y esto es lo que no alcanzamos a comprender, porque hoy vemos que la mayor parte de los discutidores son monstruos y los de la antigüedad eran verdaderos hombres.

»Si desde los griegos y los romanos queremos remontarnos a las naciones más antiguas, podemos fijar la atención en los judíos. Ese pueblo que fue supersticioso, cruel, ignorante y miserable, sabía, sin embargo, honrar a los fariseos, que creían en la fatalidad del destino y en la metempsícosis. Respetaba también a los saduceos, que negaban en absoluto la inmortalidad del alma y la existencia de los espíritus, fundándose en la ley de Moisés, que no habló nunca de penas ni de recompensas después de la muerte. Los esenios, que creían también en la fatalidad, y nunca sacrificaban víctimas en el templo, eran más [107] respetados todavía que los fariseos y saduceos. Ninguna de esas opiniones perturbó nunca el gobierno del Estado; y quizás hubieran tenido motivo para degollarse y para exterminarse recíprocamente unos a otros, si en tenerlo se hubiesen empeñado. Debemos, pues, imitar esos loables ejemplos; debemos pensar en alta voz, y dejar que piensen lo que quieran los demás. Seréis capaz de recibir cortésmente a un turco que crea que Mahoma viajó por la luna, ¿y deseáis descuartizar a un hermano vuestro porque cree que Dios puede dotar de inteligencia a todas las criaturas?»

Así habló uno de los filósofos; y otro añadió: –«Creedme; no ha habido ejemplo de que ninguna opinión filosófica perjudique a la religión de ningún pueblo. Los misterios pueden contradecir las demostraciones científicas; no por eso dejan de respetarlos los filósofos cristianos, que saben que los asuntos de la razón y de la fe son de diferente naturaleza. ¿Sabéis por qué los filósofos no lograrán nunca formar una secta religiosa? Pues no la formarán porque carecen de entusiasmo. Si dividimos el género humano en veinte parte, componen las diecinueve los hombrea que se dedican a trabajos manuales, y quizá éstos ignorarán siempre que existió Locke. En la otra veintava parte, se encuentran pocos hombres que sepan leer, y entre los que leen hay veinte que sólo leen novelas por cada uno que estudia filosofía. Es muy exiguo el número de los que piensan; y estos no se ocupan en perturbar el mundo. No encendieron la tea de la discordia en su patria Montaigne, Descartes, Gassendi, Bayle, Espinosa, Hobbes, Pascal, Montesquieu, ni ninguno de los hombres que han honrado la filosofía y la literatura. La mayor parte de los que perturbaron a su país fueron teólogos, que ambicionaron ser jefes de secta o ser jefes de partido. Todos los libros de filosofía moderna juntos no produjeron en el mundo tanto ruido como produjo en otro tiempo la disputa que tuvieron los franciscanos respecto a la forma que debía dárseles a sus mangas y a sus capuchones».


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