Filosofía en español 
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Causas finales

El Catecismo filosófico de Feller, dice lo siguiente acerca de este punto: ¿No han existido filósofos que han negado las causas finales, y aún mirado como un imbécil al autor del Espectáculo de la naturaleza, que las ha demostrado completamente? ¿No se ha dado por desprecio el nombre de causa-finalistas a los que piensan que la naturaleza no obra ciegamente?

Referiremos por respuesta las palabras de un hombre que no es amigo del autor que citáis, pero a quien los filósofos [664] modernos escuchan gustosa y voluntariamente (Volt. Pensées, part. 1ª) Algunos geómetras, no filósofos, han desechado las causas finales; pero los filósofos, que verdaderamente lo son, las admiten; y como dice un autor bien conocido, el Catecismo enseña a los niños que hay Dios, y Newton lo demuestra a los sabios... El designio, o más bien los designios variados hasta el infinito, que se manifiestan hasta en las partes mas pequeñas del universo, forman una demostración, que solo por ser tan visible y tan palpable, viene a ser casi despreciada por algunos filósofos. Finalmente, Newton pensaba que estas infinitas relaciones, que descubría mejor que ningún otro, eran obra de un artífice infinitamente sabio... Es preciso ser un frenético para negar que el estómago está hecho para digerir, los ojos para ver, las orejas para oír. Por otra parte, sería también estar muy preocupado a favor de las causas finales, para afirmar que la piedra está hecha para fabricar casas, y que los gusanos de la seda hayan nacido en la China para que nosotros tengamos galas en Europa. Cuando los efectos son invariablemente los mismos e iguales en todos tiempos; cuando estos efectos uniformes son independientes de los seres a que pertenecen, hay en ellos visiblemente una causa final. Bayle, decía: (t. m, Contin. des Pensées divers, pág. 340), que las causas finales y la evidencia de un designio o plan eran, metafísicamente hablando, el lugar más débil del ateísmo, un escollo que no podía evitar. Ego sum alpha et omega, principium et finis. Apoc. 1. He aquí la causa eficiente y final de todas las cosas, y el sepulcro de toda esa filosofía insensata.

Para demostrar una causa final y un designio determinado y expreso en la ejecución de una obra, ¿no es necesario probar que, relativamente a aquel fin, la cosa no se hubiera podido hacer de otro modo mejor, y que cualquier otro medio habría tenido buen resultado?

lº Basta que este medio se haya conducido bien y ejecutado sabiamente, y que sus efectos nos indiquen fines y miras multiplicadas para no dudar que haya sido escogido por una inteligencia activa. Así, aunque Dios hubiera podido formar en los hombres el sentido de la vista para diferentes fines, no por eso es menos evidente que los ojos se han hecho para ver.

2º En muchas obras de la creación no hay alternativa de otras, que hubieran llenado el fin prefijado por Dios. Por ejemplo; entre todas las distancias posibles en que la tierra podía estar colocada relativamente al sol, ella se halla puesta en el grado de distancia más bien calculado para satisfacer las necesidades de sus habitantes; las influencias del astro luminoso y abrasador, su aspecto con relación al sol podían haberse variado infinitamente, y sin embargo la tierra se encuentra con haber recibido la situación más conveniente, para que con la variedad de las estaciones puedan habitarse la mayor parte de los climas. La luna sigue de todos los cursos posibles el más ventajoso a la tierra; su distancia entre las muchas posibles está precisamente en el punto en que, por su posición sobre el mar, hace que las aguas se conserven en aquel movimiento perpetuo de flujo y reflujo invariablemente limitado, reconocido tan útil para precaver su corrupción. Igual proporción de connivencia se halla entre la superficie de las aguas y la de la tierra, para que los vapores que de aquellas se levantan produzcan en cuantidad necesaria las lluvias, fuentes y ríos que la tierra necesita para fertilizar sus campos, sin exponerlos a inundaciones destructoras o sequías funestas a los vivientes. El mundo no podría subsistir sin fuego, sin vientos, sin aguas, sin la saladura y continua agitación del mar, &c. La sociedad se destruiría si la fisonomía de todos los hombres fuese uniforme. No acabaríamos si se hubiese de hacer una enumeración circunstanciada de las cosas en que no se ve pudiesen hacerse las cosas mejor, ni aún dar un equivalente: añadamos dos en una materia menos esencial, pero acaso más sensible. Entre todos los colores el verde es el de los árboles y de casi todas las plantas: supóngase por un momento que fuesen encarnados, amarillos, blancos, &c., y al punto se notará que estos colores no les convienen, antes bien, que alterarían la belleza de la tierra, quitarían a la naturaleza vegetal su hermosura, las flores perderían su gracia, &c.: sólo el color verde parece oportuno, para expresar la reviviscencia de la naturaleza, forma un agradable contraste entre los frutos y las flores, alegra los ojos del hombre y evita el tedio, que no podría menos de causar la monótona uniformidad de un mismo color extendido en todo, como lo notamos cuando la tierra está por algunos días cubierta de nieve. Lo mismo podemos decir del azulado de los cielos. (Espect. de la. nat. t. IV). Dios hubiera podido, si hubiese querido, ennegrecer esta bóveda celeste; pero este color (negro) lúgubre habría entristecido toda la naturaleza; el rojo y el blanco no le convenían más, porque su resplandor hubiera deslumbrado la vista; el amarillo y purpúreo está reservado para la aurora; además que una bóveda toda de este color no hubiera dejado sobresalir a los astros que deben verse girar en su espacio; el verde, con su simpatía y suavidad para nuestros ojos, es cierto que le hubiera dado todo el realce conveniente; pero este amable color [665] es con el que Dios ha adornado nuestra morada y la alfombra que ha tendido bajo de nuestros pies. El azul vivo y apacible tiene cuanto se necesita para hacer resaltar con gracia el color de los astros, y que todos ellos comparezcan bien.

3º Haciendo suposiciones contrarias al estado presente de la naturaleza, no podemos tampoco descubrir todos los inconvenientes que entonces se seguirían; que ciertamente habría muchos en lo que nos figuramos acaso una mejora apetecible. En las artes, que no poseemos bien, nos sucede todos los días dar consejos, que si se ejecutasen, causarían notabilísimos perjuicios. Acordémonos de la fábula del filósofo, que se quejaba de la situación de la bellota y la cabeza (La Fontaine, 1, 5; fáb. 4ª Samaniego). Otras mil cosas hay que creemos indiferentes, cuya necesidad e importancia la echaríamos de ver en el momento que nos faltaran, y así es preciso convenir en que las causas finales se manifiestan demasiadamente en la creación y conservación del mundo. En muchos casos vemos claramente que no se podrían expresar con mayor sabiduría, y en ninguno hallamos medio de expresarlas mejor. (Cat. de Feller).

E.