Filosofía en español 
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Index

El Index es el catálogo de los libros que la Santa Sede, ha condenado como perjudiciales a la Religión o a la sana moral, y cuya lectura está prohibida a los fieles. Este catálogo tiene por objeto indicar o denunciar las obras perniciosas.

Las reglas del Index y las prohibiciones que contiene son medidas puramente disciplinarias. Cabe, pues, el que sean violadas sin rechazar por esto ningún punto esencial de la fe católica. Aunque todo juicio doctrinal se refiere de algún modo al dogma de la infalibilidad de la Iglesia, los decretos de las Congregaciones romanas, aun ratificados por el Papa, no son infalibles; la infalibilidad corresponde exclusivamente a los actos que, además de revestir todos los caracteres de una definición dogmática, emanan directamente de la autoridad suprema. Tratándose de libros condenados, sólo caerá en la herejía aquel que, no contento con infringir la ley prohibitiva, niegue además la infalibilidad restringida a los límites que acabamos de indicar.

El derecho que tiene la Iglesia de proscribir ciertas obras descansa, por una parte, en la facultad que se le ha concedido y en el deber que se le ha impuesto de velar por la conservación de la fe y de las costumbres, y por otra, en los perjuicios que causan a los individuos y a la sociedad las lecturas malsanas. Si un cristiano tiene motivos para temer la compañía de hombres impíos o libertinos, si los “malos discursos corrompen las buenas costumbres” (I Cor., XV, 33), con más razón sucede esto por efecto de la lectura de aquellos escritos en los cuales la incredulidad y la herejía han vertido su veneno, o que la inmoralidad ha manchado con sus cuadros licenciosos o descaradamente lúbricos. Se ha dicho muchas veces que un libro es el compañero más asiduo, el amigo más fiel. Más exacto sería decir que es un maestro o un predicador disfrazado, tan obstinado como hábil e insinuante. Es un consejero cuya voz, como que se escucha con menos desconfianza, penetra más seguramente en la inteligencia y en el corazón. Insensiblemente, sin chocar gran cosa con nuestras ideas y sin herir nuestra susceptibilidad, sin suscitar al menos ninguna de las objeciones que el amor propio, en defecto de la razón, no dejaría de oponer a las afirmaciones de un interlocutor viviente, el libro, por su impersonalidad misma, logra muchas veces su objeto; traslada sus ideas y sentimientos al alma del lector, los graba allí tanto más profundamente cuanto que el que los recibe no sospecha que le han venido de fuera, sino que cree que ha elaborado por sí mismo sus convicciones, su inclinación o su aversión hacia ciertas y determinadas personas o cosas. Tal es el secreto de la influencia deletérea de tantas publicaciones contemporáneas, tal la causa de los espantosos estragos de una prensa irreligiosa y licenciosa. La Iglesia, pues, está obligada, respecto de las almas que le están confiadas, a alejar en lo posible estas ocasiones de perversión. He aquí por qué prohíbe a todos sus fieles, a menos que les conceda autorización para ello, leer y conservar obras reconocidas como dañosas. Al obrar así, muestra en su esfera superior la solicitud de una madre que niega a sus hijos alimentos venenosos o sospechosos; imita la severa previsión de un padre que arrebata de manos de su imprudente hijo un arma de fuego; vela por su propia seguridad como lo hace la sociedad civil, que no permite el transporte y tráfico de la pólvora, dinamita, y de otras materias inflamables o explosibles, sino con ciertas condiciones y mediante una porción de precauciones que ella ha determinado y que se encarga de hacer cumplir; semejante, en fin, a un Gobierno sabio que prohíbe y castiga todo ataque contra las instituciones sociales existentes o toda provocación a la inmoralidad, tal como la exhibición de pinturas manifiestamente obscenas, la Iglesia quiere asegurar a sus súbditos la conservación de bienes de un orden mucho más elevado.

Bastan estas razones para apreciar en lo que valen las declaraciones de los protestantes y de los racionalistas contra el punto de legislación que nos ocupa. Quien reconozca a la Iglesia de Cristo el carácter de sociedad verdadera y jerárquica, y reflexione en lo tocante al objeto esencial de su misión, cual es el mantener y promover la observancia de la ley cristiana, así en su parte teórica como en sus prescripciones prácticas, debe confesar que los Papas, al proscribir los escritos impíos o inmorales, cumple el más imperioso de sus deberes.

Podría invocarse en favor de la misma disciplina el sentir unánime de todos los pueblos y de todas las sectas, sin exceptuar los pretendidos reformadores del siglo XVI. Entre los judíos hallábase prohibida la lectura del Génesis, del Cantar de los Cantares y de muchos capítulos de Ezequiel, a todo aquel que no hubiese llegado a la edad de veinte años por lo menos, fundándose esta prohibición en que se encuentran en dichos libros algunos cuadros peligrosos para la imaginación de los jóvenes, y ciertos principios o relatos cuyo verdadero sentido está sobre el alcance de sus inteligencias. Según testimonio de Eusebio, el Rey Ezequías hizo arrojar al fuego algunos libros malamente atribuidos a Salomón, temiendo que fuesen para el pueblo ocasión de idolatría. Los paganos mismos no se mostraron menos persuadidos de la necesidad de oponerse a todos los excesos de la pluma. Cicerón (De nat. Deorum, lib. I, núm. 23) y Lactancio nos refieren que Protágoras de Abdera fue desterrado de la ciudad y del territorio de Atenas por haber publicado un escrito en que decía: “Que los dioses existan, esto es lo que no puedo afirmar ni negar.” Su obra fue entregada a las llamas en la junta pública. Los romanos, lo mismo que los griegos, eran en extremo severos sobre este punto; pruebas de ello tenemos en Tito Livio, Valerio Máximo, Suetonio, Séneca y Tácito. (Véase Devoti, Institutiones canonicae, libro VI, tít. VII, § III.) Todas las Iglesias cristianas han creído necesario-defenderse valiéndose de análogas medidas. San Atanasio, San Víctor de Vita y San Teodoro Estudita cuentan que los arrianos, especialmente Gregorio de Capadocia, Patriarca de Alejandría, que Genserico y Hunnerico, Rey de los hunos, y que los iconoclastas mandaban quemar los libros de los católicos. Todo el mundo sabe que Lutero hizo lo mismo con el Corpus juris canonici. Sus discípulos proscribieron igualmente las producciones de los zwinglianos y calvinistas, alegando como precedente la prohibición decretada por los Emperadores Teodosio, Valentiniano y Marciano, de leer o copiar las obras de Nestorio, Eutiques y de los apolinaristas. Puede verse en Zacaria (Storia polemica delle proibizione de' libri, disert. I, cap. VII), que los calvinistas emularon a los luteranos en cuanto al empleo de tales procedimientos.

Resulta de todo esto que los sectarios de todos matices han rendido homenaje a la práctica constante de la Iglesia, tan conforme con la Escritura como con el buen sentido. San Pablo, en efecto, pone en guardia a los fieles contra la peste de las malas doctrinas. No sólo afirma que “las malas conversaciones perjudican a las buenas costumbres”, que es necesario “evitar las pláticas vanas y profanas que conducen a la impiedad, y cuyo veneno se extiende como la gangrena” (II Tim., II, 16 y 17), lo cual seguramente debe entenderse con tanta o mayor razón de los discursos escritos que de los discursos hablados, sino que también leemos en las Actas de los Apóstoles (XIX, 19) que a consecuencia de sus predicaciones en Éfeso “muchos de aquellos que habían ejercido las artes mágicas llevaron sus libros y los quemaron en presencia de todos”. Puede decirse, pues, con toda seguridad, fundándose en este hecho importante, que la práctica de inutilizar o destruir las obras peligrosas halladas en poder de los fieles es una práctica apostólica. Los Padres y los Concilios de todo tiempo se han mostrado fieles a ella. Así lo observamos, entre otros muchos casos, en San Cipriano con respecto a los cismáticos, en el Concilio de Nicea respecto de Arrio, y en San León el Grande, quien en una carta a Toribio prohíbe a los españoles que lean las obras de los priscilianistas, y declara que “las escrituras apócrifas no sólo deben ser prohibidas, sino que deben ser entregadas a las llamas”. La autoridad de la Iglesia en esta materia es, pues, indiscutible; su práctica actual se funda en las más sólidas razones y tiene a su favor los ejemplos más insignes.

Que no se nos venga objetando con lo que se ha llamado “los grandes principios modernos”, la libertad de conciencia, de la prensa y de las opiniones. Esta libertad, entendida en el sentido de que cada individuo tenga derecho a prestar o rehusar su asentimiento a la revelación, de obrar a su antojo y de hacer pública su opinión en toda clase de cuestiones sin trabas de ninguna especie, esta libertad, ni existe ante Dios, ni ante la razón. No es posible defenderla, a menos de erigir en tesis el escepticismo o el indiferentismo religioso y moral. No podemos, pues, en manera alguna considerar como inofensivos los libros que tienden a perturbar las creencias o a corromper las costumbres, ni es posible tampoco que pidamos para sus autores la inacción de la autoridad competente o la impunidad. Siempre podremos decir con Santo Tomás que quien ataca a la Religión o a la moral es más culpable que el monedero falso, por cuanto el bien que trata de arrebatarnos es de un orden incomparablemente más elevado. Pío IX, en su encíclica Quanta cura, condena a la vez el principio que se nos opone y la aplicación absoluta que de él quiere hacerse al orden político; dice así la proposición condenada: “La libertad de conciencia y de cultos es un derecho propio de cada hombre, derecho que debe ser proclamado y garantizado en todo Estado bien constituido, y los ciudadanos tienen derecho a la plena libertad de manifestar alta y públicamente sus opiniones, cualesquiera que ellas sean, ya sea verbalmente o por escrito o por otro cualquier medio, sin que la Autoridad eclesiástica o civil pueda limitar este derecho.”

La condenación de un libro tiende directamente a la conservación de la fe y de la moral cristiana, y constituye un obstáculo legal así a la lectura privada como a la que hubiere de hacerse en público; es, pues, de la incumbencia del poder espiritual, único encargado de los intereses religiosos y que se impone a la conciencia. Si a veces la Historia nos presenta a los Príncipes seculares interviniendo en los asuntos de este género, nos enseña también que sus gestiones, inspiradas o dictadas por los representantes del poder eclesiástico, iban encaminadas a apoyar y hacer cumplir las decisiones de éstos. (Véase Devoti, loc. cit., § V.) Sólo el Soberano Pontífice o el Concilio ecuménico, por sí mismos o por personas delegadas para ello, pueden decretar una prohibición de esta índole que obligue a la Iglesia universal; pero los Obispos pueden ejercer el mismo acto de jurisdicción en sus diócesis respectivas.

El Index es el catálogo de las obras sometidas a una prohibición general. La primera edición del Index fue publicada por Pío IV en 1564. Algo más tarde San Pío V instituyó, con la misión de investigar y proscribir los escritos perniciosos, una Congregación especial llamada del Índice, Congregación que fue completada y enteramente separada del Santo Oficio por Sixto en 1587. De esta Congregación emanan actualmente la mayor parte de las condenaciones. Algunos libros, sin embargo, a causa de su excepcional malicia, son censurados, bien por un decreto del Santo Oficio, o bien por una Bula o Breve del Papa; estas circunstancias se consignan siempre en el Índice. Las obras puestas en el Índice pueden clasificarse, por lo que se refiere a la sanción penal, en dos categorías. La primera se halla definida en la constitución Apostolicae Sedis, que decreta la excomunión especialmente reservada al Romano Pontífice, incurriendo en ella ipso facto “todos aquellos que, a sabiendas y sin la autorización de la Santa Sede, leen libros de los apóstatas y de los herejes en los cuales se defienda la herejía, o también los libros de un autor cualquiera nominalmente condenados por letras apostólicas”, e igualmente incurren en dicha censura “los que guardan los libros sobredichos, los que los imprimen o les prestan apoyo, de cualquier modo que sea”. El uso de los demás libros prohibidos constituye una violación del derecho natural y del derecho positivo; pero no envuelve censura alguna, a menos que haga mención especial de ella la sentencia del juez o del tribunal eclesiástico.

Además de las obras prohibidas nominalmente, las hay que son condenadas por ciertas reglas generales que se encuentran al principio de todas las ediciones del Index. Una de estas reglas, que no es la menos importante, ha merecido violentos ataques de parte de los protestantes, y especialmente de las Sociedades bíblicas; tal es la que prohíbe la lectura de la Escritura Santa en lengua vulgar a no ser con ciertas condiciones. En virtud de las varias disposiciones que se han dado sobre esta materia, y salvo el caso de permiso especial, los fieles no pueden leer, entre las versiones en lengua vulgar, sino aquellas que, hechas y editadas por católicos, o han sido aprobadas por la Santa Sede, o van acompañadas de notas sacadas de los Santos Padres o de los intérpretes ortodoxos. La traducción italiana de Martini, la alemana de Allioli y la francesa de Glaire, por no citar sino algunas, satisfacen a las condiciones expresadas{1}; nada, por tanto, se opone a que se difundan entre los fieles. Ya se ve por esto que es calumniosa la afirmación de los sectarios cuando acusan a la Iglesia de violar la ley divina prohibiendo la lectura de la Biblia. Aunque, siguiendo las doctrinas de los Santos Padres, enseña actualmente la Iglesia, como enseñó siempre, que dicha lectura no es necesaria para la salvación (ni necessitate medii ni necessitate praecepti), proclama, sin embargo, su utilidad. En todo tiempo ha recomendado el estudio de los santos libros. Además, obliga a sus ministros a que lean cada día algunas de sus páginas en los oficios divinos, y da también al pueblo como alimento espiritual los Evangelios y epístolas de las dominicas y fiestas de guardar, imponiendo a los Pastores el deber de explicarlos. Su deseo es que todos conozcan la historia sagrada, en especial la vida de nuestro Señor. Así que en todo tiempo los predicadores han comentado la palabra inspirada, y en Roma la Congregación de la Propaganda ha hecho imprimir la Biblia en una porción de lenguas. Los textos primitivos y las versiones antiguas no han estado nunca sometidas a prohibición alguna. Solamente desde que los valdenses y albigenses, y tras ellos los novadores del siglo XVI, abusaron de la Escritura para turbar las conciencias y propagar sus errores, el uso de las traducciones en lengua vulgar se ha subordinado a ciertas precauciones, cuya necesidad se funda, ya en la naturaleza y en la obscuridad propias de una parte de los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, ya también en una constante experiencia de los inconvenientes que ofrece su lectura para ciertas personas, ya, finalmente, en el ejemplo de la antigua Sinagoga. En la Escritura Santa nadie debe buscar otra cosa sino la edificación y el bien de su alma. Los fieles, por consiguiente, no deben leerla sino en tanto que pueden sacar de ella algún provecho, y en ediciones que les permitan comprender y saborear la palabra de Dios. (Véase el artículo Lectura de la Biblia en lengua vulgar.)

Todos los teólogos convienen en que las disposiciones canónicas relativas a los libros prohibidos obligan gravemente (ex propria natura) en todos los países, así a los eclesiásticos como a los seglares; sin embargo, si la materia de la lectura es reducida o el tiempo de la detención es muy corto, la falta será entonces leve. Algunos autores galicanos de los dos últimos siglos han pretendido que el Index no tenía en Francia fuerza de ley; pero bastará remitirlos a examinar la doctrina unánimemente admitida pocos años antes por sus compatriotas y proclamada en los Concilios provinciales de Aix en 1581, de Toulouse en 1590, de Avignon en 1594, &c. Esta opinión ya ha sido desechada por completo en nuestros días. Gran número de Sínodos provinciales y diocesanos de época reciente, reanudando espontáneamente la interrumpida cadena de la tradición nacional, han hecho constar el carácter obligatorio del Index; otros, como el Concilio provincial de Toulouse (1850) y el de Reims (1857), que por de pronto no hicieron mención expresa de este punto, lo hicieron después a petición de la Congregación romana encargada de revisar sus actas.

A veces, cuando un autor ha dado pruebas evidentes de sus malas tendencias, la Congregación del Índice prohíbe todas sus obras, aun aquellas que pudieran no ser malas. Dos son los motivos de estas condenaciones, hechas in odium auctoris, como suele decirse: primero, castigar al autor; y segundo, prevenir a los fieles contra sus producciones, entre las cuales les sería difícil distinguir. Algunos libros no se condenan en absoluto, sino provisionalmente y hasta tanto que fueren corregidos (donec corrigantur). Bueno será advertir que la corrección en estos casos no puede verificarse sino por la misma Congregación del Indice, o por su orden y bajo su inspección.

J. Forget

{1} En igual caso se hallan las españolas del P. Scio y de Amat. (Nota de la versión española.)