Filosofía en español 
Filosofía en español


Alma

Sustancia espiritual, que piensa, y que es el principio de la vida del hombre. Toca a los filósofos exponer las pruebas de la espiritualidad de nuestra alma y su inmortalidad hasta dónde alcanza la luz natural. Es un deber de los teólogos demostrar que estos dos dogmas esenciales han sido revelados a los hombres desde el principio del mundo; y que Dios no ha esperado las especulaciones de la filosofía para enseñarles estas dos importantes verdades, que los filósofos mismos no han podido demostrar jamás invenciblemente por la falta de las luces de la revelación. Añadiremos algunas reflexiones en orden al origen del alma.

I. De la espiritualidad del alma.

La primera verdad que nos enseña la Historia Sagrada es, que Dios es criador, que lo hizo todo por su palabra, por una simple acción de su voluntad. Luego es un puro espíritu. En la palabra creación haremos ver que esta consecuencia es incontestable. La misma historia nos enseña que Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza. Gen., cap. 1º, v. 26 y 27, cap. 9, v. 6. Luego el hombre no es solamente un cuerpo, sino que es también inteligente, activo, y libre como Dios en sus voluntades.

Se dice que Dios después de haber formado un cuerpo de tierra, sopló sobre el rostro del hombre, y que desde aquel instante este cuerpo quedó vivo, animado, dotado del movimiento [163] y de la palabra. En efecto, en el rostro del hombre y en su fisonomía es donde brillan la vida, la inteligencia, la actividad, los deseos y los sentimientos de su alma. Nada semejante a esto se nota en los animales. El alma y el espíritu no se hacen sensibles por sí mismos, sino por sus efectos, y solo por los mismos pueden sensibilizarse. El más sensible de estos efectos es el soplo, o la respiración, porque todo lo que respira es viviente. Así que es natural explicar por el soplo el principio mismo de la vida, porque escrito está que el soplo del Omnipotente es el que da la inteligencia. Job, cap. 32, v. 8. Nuestros autores sagrados nunca han atribuido la inteligencia a la materia. Los filósofos que dijeron que el soplo en este paraje designa alguna cosa material, han reflexionado poco sobre la energía del lenguaje.

Dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, para que presida a los animales y a todo lo que vive sobre la tierra, y aun a la tierra misma. Gén., cap, 1. v. 26, y Dios le da efectivamente este imperio, v. 28. Luego el hombre es de una naturaleza muy superior a la de los animales, pues que fue criado para ser su dueño.

En efecto, Dios no habla con los seres materiales, ni dirige su palabra a los brutos; empero habla al hombre, conversa con él, le concede derechos, le impone deberes, y obra con él, como con un ser inteligente, libre, dueño de sus acciones, y digno de recompensa, o de castigo. ¿Se trata de este modo con un animal, o con un autómata? Las especulaciones metafísicas sobre la naturaleza del espíritu y la materia, y las disertaciones gramaticales sobre la significación de las palabras, son muy frías comparadas con las lecciones que nos da la Historia Sagrada.

Por esto no es extraño que no se hubiese encontrado sobre la tierra un pueblo tan estúpido que confundiese al espíritu con la materia y al hombre con los animales: la mayor parte [164] de los pueblos o de los hombres estúpidos han querido más bien conceder a los brutos una alma inteligente, que negársela al hombre.

¿Necesitaremos recorrer todo el curso de la historia y de los libros santos para demostrar que entre los hebreos en este punto siempre se conservó una misma creencia? En vano buscaríamos allí vestigios del materialismo, o expresiones capaces de probar que los hebreos han puesto jamás al hombre en el rango de los animales. La reprensión más sangrienta que los autores sagrados dirigen a los hombres corrompidos y entregados a pasiones brutales, es decirles que han olvidado su propia naturaleza, que se degradan hasta el rango de los animales, y se hacen semejantes a los brutos. Salm. 48, v. 15 y 21. Isaías, cap. 1, v. 3, &c.

Quisieron también ridiculizar a Moisés, porque prohibiendo a los israelitas comer la sangre de los animales, dijo, que el alma de toda carne está en la sangre, y que la sangre es el alma de los animales. Levit., cap. 17, versos 11 y 14. Deuteron., cap. 12, v. 23; y de aquí infirieron que los autores sagrados, hablando del alma, no han entendido otra cosa que el soplo, o la respiración.

Aun cuando Moisés hubiese querido dar a entender que el principio de la vida de los animales está en su sangre, no vemos por qué razón demostrativa podrían probar lo contrario nuestros mas hábiles físicos; y tampoco se seguiría de aquí que Moisés fue de la misma opinión respecto al alma de los hombres. Pero este legislador no hacia una disertación filosófica sobre el alma de las bestias; solamente daba a los hebreos una razón perceptible de la ley que les imponía. Les prohíbe comer la sangre de los animales, porque esta sangre, sin la cual no podrían vivir los animales, ha sido dada por Dios a los israelitas para expiar sus almas, cuando se ofrecía sobre el altar. En este sentido se debe entender aquel pasaje del Levítico, cap. 17, v. 11. [165] La sangre es para la expiación del alma. Y el otro del Deuteronomio, cap. 12, v. 23. Su sangre es para el alma; aunque esto no significa que la sangre tiene lugar de alma en los animales.

Como el alma significa generalmente el principio de la vida, los hebreos pudieron decir como nosotros el alma de los brutos, porque ellos tienen en efecto un principio de vida. Y ¿cuál es este principio? Nosotros no lo sabemos mejor que ellos; mas ellos nunca pensaron, igualmente que nosotros, que este principio fuese una misma cosa en nosotros y en los brutos. Ellos se sirven de la palabra alma para designar al hombre, y no a los animales, cuando dicen: toda alma que no recibiere la circuncisión; toda alma que pecare, morirá; toda alma que no se mortificare, &c. Ellos atribuyen al alma, y no al cuerpo, las funciones espirituales. Cuando David dice: mi alma se regocija en el Señor: mi alma está afligida: alma mía, bendice al Señor, &c., esto no puede entenderse del soplo, de la respiración, o de un principio de vida material.

Probaremos brevemente que los israelitas han creído constantemente la inmortalidad de nuestra alma, de lo que resultará también probado que nunca la confundieron con el soplo ni la respiración.

Nadie nos obligará sin duda a demostrar que Jesucristo ha confirmado por sus divinas lecciones la creencia primitiva dela espiritualidad del alma, y que ha disipado completamente las dudas que una filosofía disputadora había suscitado sobre esta importante cuestión. Dios es espíritu, dice él, y aquellos que le dan un culto, deben adorarle en espíritu y verdad. Evang. San Juan, cap. 4, v. 24. Pero sobré todo veremos después que probando demostrativamente nuestro divino Maestro la inmortalidad del alma, dejó demostrada de la misma manera su espiritualidad.

Los incrédulos que no saben disputar sino sobre palabras, [166] han argüido que esta palabra alma ordinariamente no significa en el Evangelio otra cosa sino la vida. Esto no es nada extraño, porque el alma es el principio de la vida. Pero cuando Jesucristo dijo: el que perdiere su alma por mi causa, la encontrará: el que aborrece su alma en este mundo, la guarda para la vida eterna, San Mateo, cap. 10, v. 39; San Juan, cap. 12, v. 25; ¿habló solo de la vida del cuerpo?

Pareciendo imposible a nuestros sabios disertadores el hacer materialista a Jesucristo, han querido por lo menos imprimir esta mancha a los Padres de la Iglesia, tratando de sostener que si los antiguos filósofos no tuvieron idea de la espiritualidad, tampoco los Padres de la Iglesia la concibieron mejor, encendiendo solamente por espíritu una materia sutil; y que según su opinión, Dios, los ángeles y las almas nuestras, son en el fondo cuerpos, aunque ligeros, ígneos, o aéreos.

No tenemos ciertamente ningún interés en justificar a los antiguos filósofos; pero no podemos resolvernos a creer que unos hombres que han combatido con todas sus fuerzas contra el materialismo de los epicúreos, hubiesen caído en el mismo error. Cicerón en sus Tusculanas ha probado la espiritualidad del alma tan sólidamente como Descartes, y hace profesión de repetir las lecciones de Platón, de Sócrates, y de Aristóteles. Nuestros literatos modernos se han burlado del último, porque dijo que el alma era una entelequia, y no vieron que Εντελέχεια entre los griegos significa lo mismo que inteligencia entre los latinos. Vaya que semejantes disertadores podían juzgar perfectamente de la doctrina de los filósofos antiguos.

Mucho menos inclinados estamos a creer que los Padres de la Iglesia han preferido las lecciones del pórtico, o de la academia, a las de la Sagrada Escritora, y que admitiendo un Dios criador pudiesen admitir un Dios corporal, cuyos dos dogmas serian incompatibles. Los mas de ellos insistieron sobre lo que se dice en el Génesis, que Dios hizo al hombre a [167] su imagen: y nunca pensaron que un cuerpo, por sutil que fuese, pudiera parecerse a un espíritu puro. En fin todos atribuyeron inteligencia a nuestra alma, y lo mismo la libertad e inmortalidad, propiedades que no pueden pertenecer a un cuerpo.

Verdaderamente obligados los Padres a sujetarse al lenguaje ordinario, se han visto en el mismo embarazo que los filósofos. Ellos tuvieron que explicar la naturaleza, las propiedades, y las operaciones del alma con palabras tomadas de las cosas corporales, porque ninguna lengua del universo podía proporcionarlas de otra clase. Así, los unos han tomado esta palabra cuerpo en un sentido sinónimo al de sustancia, porque esta no tenía entre los latinos la misma significación que entre nosotros. Los otros han expresado con el nombre de forma el modo de ser de los espíritus, y su acción con el de movimiento. Otros explicaron la presencia del alma en todas las partes del cuerpo por medio del término difusión, igualdad o cantidad, que son otras tantas metáforas sobre que no puede apoyarse argumento alguno. En el siglo tercero de la Iglesia, Plotino, discípulo de Platón, en su cuarta Enneada; en el cuarto San Agustín en su libro de Quantitate Animae; en el quinto Claudiano Mamerto en su tratado de Statu Animae, demostraron la inmaterialidad del alma con las mismas pruebas que Descartes. Por lo tanto es ridículo atribuirles el materialismo por vía de consecuencia, o por algunas expresiones que no son perfectamente exactas, haciendo ellos mismos una profesión formal de la doctrina contraria.

Se ha llegado en nuestros días al colmo de la temeridad, cuando algunos han tenido la audacia de asegurar que San Agustín es el primero que entre los Santos Padres llegó a concebir idea de la espiritualidad y naturaleza de nuestra alma después de muchísimos esfuerzos; pero que ha discurrido como perfecto materialista en orden a las sustancias espirituales. [168] No solamente en la obra que acabamos de citar, sino también en el lib. 10 de Trinitate, cap. 10, hace este Santo Padre una demostración de la espiritualidad del alma, a que no ha respondido hasta ahora ninguno de los materialistas.

Se atribuía en otro tiempo a San Gregorio Taumaturgo una disputa en que prueba el autor contra Taciano, que el alma del hombre es una sustancia inmaterial, simple y no compuesta, y por consiguiente inmortal. Esta obra es sin duda de un escritor más reciente; pero que raciocina con muchísima solidez. Gerardo Vósio observa que San Máximo profesó formalmente la misma doctrina en una disertación sobre el alma, y lo mismo San Atanasio, San Juan Crisóstomo y San Gregorio de Nacianzo. Justificaremos a los demás en su artículo particular.

Entre los pasajes alegados por los incrédulos para calumniar a los Padres, unos son suplantados, otros los sacaron de obras que no son de los autores a quienes se atribuyen, y en otros se violenta el sentido de las expresiones; pero nuestros adversarios nunca fueron escrupulosos en la elección de las armas con que quieren combatir.

Dicen que los antiguos se embarazaron mucho en explicar el origen del alma, singularmente Tertuliano en el lib. de Anima, cap. 19, y San Agustín en el lib. de Origine Animae. Pero ¿debían explicarlo mejor que la Sagrada Escritura? San Agustín no ha tratado esta cuestión, sino por haber querido concebir cómo se transmite el pecado de Adán a sus descendientes. Esto no es muy necesario; y bastará creer el dogma del pecado original, según está revelado. Tertuliano en el mismo libro sostiene con todas sus fuerzas la simplicidad, la indivisibilidad, y la indisolubilidad del alma, cap. 14; sin embargo se obstinan en decir que creyó que el alma era corporal.

II. De la inmortalidad del alma.

Se pregunta, si este dogma está claramente revelado, si le han creído los patriarcas y los judíos. [169] Nuestros filósofos materialistas responden que no a las dos preguntas: dicen que los judíos no tenían idea alguna de la inmortalidad del alma antes del cautiverio de Babilonia, y que la han tomado de los caldeos o de los persas; pero no nos dicen en qué escuela lo aprendieron estos últimos.

Nosotros respondemos lo primero, que nunca muere el soplo de la boca del Señor; aunque no nos reducimos a esta sola prueba. Después del pecado de Adán, antes de condenarle a la muerte, le prometió Dios un redentor. ¿Qué interés presentaba esta promesa, si no debía cumplirse durante su vida, y si debía morir enteramente? Dijo Dios a Caín: si tú obras bien, ¿no recibirás la recompensa? Pero si obras mal, tu pecado se levantará contra tí. Gen., cap. 4, v. 7. Sin embargo, Abel lejos de recibir en este mundo la recompensa de sus virtudes, pereció de una muerte violenta y prematura. ¿Dios que hacía entonces de legislador y de juez, pudo permitirlo, si después de la muerte no hubiese ni recompensa que esperar, ni castigos que temer?

Abraham oye de boca del mismo Dios estas consoladoras palabras: yo mismo seré tu gran recompensa. Gen., cap. 15, v. 1.º Pero sería esta promesa muy débil si debiese limitarse a la vida presente. ¿De qué servían a este patriarca las bendiciones que Dios prometía derramar sobre su posteridad? Abraham compra una caverna para que sirva de tumba a su esposa Sara, y la deja a sus hijos por herencia. Jacob quiere enterrarse en ella, y dormir allí con sus padres. Gen., cap. 47, v. 30. No puede tenerse la muerte por un sueño sino en cuanto se espera alguna vez despertar. Este patriarca, cercano a la muerte, congrega a sus hijos; yo muero, les dice, enterradme en la tumba de Abraham y de Isaac; y dirigiéndose a Dios añade: yo espero de vos, Señor, mi libertad y mi salud. Gen., cap. 48, v. 21, cap. 49, vers. 18 y 29. No se trataba de su curación: Jacob sabía muy bien que no sanaría de aquella enfermedad. [170]

Su hijo José dice a sus hermanos puesto en las mismas circunstancias en que acabamos de ver a su padre: Después de mi muerte Dios os visitará y os conducirá a la tierra que ha prometido a nuestros padres Abraham, Isaac y Jacob… Llevadme entonces con vosotros, cap. 50, v. 23. Se ejecutó esta orden. Exod., cap. 13, v. 19. Si se nos pregunta dónde está grabado el dogma de la inmortalidad, responderemos resueltamente y con firmeza: sobre la tumba de los patriarcas.

Job, reducido al colmo de la miseria, no pierde la esperanza y el ánimo; aun cuando Dios, dice, me quitáre la vida aun esperaré yo en él: cap. 13, v. 15. Los palos de mi ataúd llevarán mi esperanza, ella descansará conmigo en el polvo del sepulcro, cap. 16, v. 17, Hebr. Sobre esto dice Salomón en el cap. 14 de los Proverb., v. 32, que el justo espera aun en su muerte. Y ¿qué podría esperar si muriese para siempre?

Es innegable que los egipcios no solamente creían la inmortalidad del alma, sino también la resurrección futura, y por esto embalsamaban los cuerpos. Los israelitas permanecieron entre los egipcios más de doscientos años, e imitaron su costumbre de embalsamar los cadáveres. ¿Será posible que no adoptasen la misma creencia si ya no la tenían por la tradición de sus Padres? Pero para poder dudar en esta materia son las pruebas demasiado positivas. 1.ª Moisés les prohíbe preguntar a los muertos para aprender de ellos las cosas ocultas, como lo hacían los cananeos. Deuteron., cap. 18, v. 11. A pesar de la prohibición seguía esta práctica supersticiosa. Saúl hizo llamar por una Pithonissa el alma de Samuel, quien le dijo: por la mañana tú y tus hijos estaréis conmigo. Lib. 1.º de los Reyes, cap. 28, v. 11. También Isaías habla de este abuso, cap. 8, v. 19, cap. 65, v. 4. Esta práctica no tendría lugar en una nación, convencida de que los muertos ya no viven más. Por esta misma razón todo hombre que hubiese tocado un cadáver se juzgaba impuro. 2.ª Al ofrecer a Dios las primicias [171] de la tierra un israelita estaba obligado a protestar que nada había empleado en usos impuros, ni tampoco había dado nada a la muerte. Deuteron., cap. 26, v. 13. El uso de hacer ofrendas a los manes o a las almas de los muertos, de cortarse los cabellos y la barba, y colocarlo en el ataúd y derramar sangre en honor suyo, supone evidentemente la creencia de la inmortalidad del alma. Todas estas supersticiones estaban prohibidas a los judíos porque eran muy propensos a ellas. Levit., cap. 29, v. 27: Deuteron., cap. 14, v. 1. Esta prohibición no sería necesaria, ni ellos serían propensos a esta superstición, si no tuviesen noción alguna de la vida futura. 3.ª El profeta Balaam dice en el lib. de los Num., cap. 23, v. 10: muera mi alma con la muerte de los justos, y sean mis últimos momentos semejantes a los suyos. ¿Qué diferencia puede haber aquí entre la muerte de los justos y la de los pecadores, si nada hay que esperar ni temer después de la muerte? Los primeros sin duda están tranquilos, y no tienen remordimientos: y ¿por qué los han de tener los segundos si todo se acaba con esta vida? 4.ª Para avisar a Moisés la proximidad de su muerte, le dijo Dios: tú dormirás con tus padres. Deuteron., cap. 31, v. 16. Sube sobre la montaña de Nébo, allí te reunirás a tus prójimos como tu hermano Aaron murió sobre la montaña de Hor, y se ha reunido a su pueblo: cap. 32, v. 49. Y los padres de Aaron y de Moisés se habían enterrado en Egipto. Así estos dos hermanos, muertos en el desierto, no podían reunirse a su familia por medio de la sepultura. Estas expresiones indican que hay una región para los muertos muy distinta del sepulcro. 5.ª Asombrado David de la prosperidad de los pecadores, de su insolencia y de su impiedad, dio en la tentación de desesperar de las recompensas de la virtud, y de mirar a loe justos como insensatos. Yo he querido, dice, comprender este misterio; he tenido trabajo hasta que llegué a entrar en el secreto de Dios, y he considerado su último fin. Salm. 72, v. 16. [172] No se disiparía este escándalo si los unos y los otros tuviesen la muerte por último fin. 6.ª Salomón, su hijo, hace lo mismo en el Eclesiastés. Tiene al principio un lenguaje de un epicúreo, que juzga que todo se acaba en el sepulcro, y que los buenos y los malos tienen un mismo destino. ¿Quién sabe, dice, si el espíritu de los hijos de Adán sube a lo alto y el de los animales baja a la tierra?… Todos mueren del mismo modo: los muertos no sienten ni conocen nada mas; no hay mas recompensa para ellos, y su memoria cae igualmente en el olvido. Limitémonos pues a gozar de lo presente, &c. Pero bien pronto refuta este lenguaje impío diciendo, cap. 5, v. 3. No digáis no hay en Dios providencia, para que Dios, irritado por este discurso, no confunda vuestros proyectos… Temed a Dios… Vale más ir a una casa donde reine el luto, que a otra en que se prepara un festín. En la primera el hombre es avisado de su último paradero, y aunque vivo y robusto piensa en lo que debe sucederle. Cap. 7, v. 3. Porque los malos no son castigados al principio: los hijos de los hombres hacen el mal sin temor; sin embargo de haber pecado impunemente cien veces el impío, yo estoy cierto de que los que temen a Dios prosperarán a su vez. Cap. 8, v. 11. Regocijaos en buena hora durante vuestra juventud; pero sabed que después de todo eso Dios será vuestro juez. Cap. 11, v. 9. Acordaos de vuestro Criador en ese mismo tiempo, antes que suceda el momento en que el polvo vuelva a la tierra de donde se sacó, y el espíritu vuelva a Dios que le ha dado el ser. Cap. 12, v. 1 y 7. Temed a Dios y observad sus mandamientos: esto es lo esencial para el hombre: Dios entrará en juicio con él por todo el bien y el mal que hubiere hecho. Cap. 13. ¿Cómo se atreven a afirmar los epicúreos de nuestros días que Salomón pensaba como ellos? 7.ª Queriendo el profeta Elías resucitar un niño, dice a Dios: Señor, haced que el alma de este niño vuelva a su cuerpo. El Historiador añade [173] que el alma de este niño volvió a él, y que resucitó. Lib. 3.º de los Reyes, cap. 17, v. 20. No es este solo prodigio el que de esta especie se refiere en los libros Santos. ¿Los materialistas han creído jamás en resurrecciones? 8.ª Isaías nos asegura que los justos muertos descansan en el lugar de su sueño, por que han seguido el camino recto. Cap. 37, v. 1 y 2. Y en el cap. 14, v. 9, finge que los muertos hablan al rey de Babilonia cuando va a reunirlos, y le echan en cara su orgullo.

Todos estos escritores sagrados que acabamos de citar vivieron antes del cautiverio de Babilonia; sin embargo tienen el mismo lenguaje que los que han vivido después, como Daniel, Esdras, los autores de los libros de la Sabiduría, del Eclesiástico y de los Macabeos. Esta uniformidad de conducta, de expresiones, de leyes y de usos, nos parece más capaz de convencer la verdad del hecho de la creencia constante de los patriarcas y judíos, que una disertación filosófica sobre la naturaleza y el destino de nuestra alma, aunque hubiera sido compuesta por uno de los hijos del mismo Adán.

Los egipcios, cananeos, caldeos, persas, indios, chinos, escitas, celtas, antiguos bretones, galos, griegos y romanos, y aun los salvajes, han creído en todos tiempos la inmortalidad del alma. Sobre esta tradición universal fundaban su opinión Platón, Cicerón y los demás filósofos mucho más que sobre sus demostraciones; y los disertadores modernos habían emprendido convencernos de que por única y exclusiva excepción bajo los cielos los judíos ignoraban profundamente esta verdad, y que no hacían mención alguna de ella en todos sus libros.

Nosotros convenimos en que la creencia de la inmortalidad del alma no ha hecho jamás entre los paganos una parte de la Religión pública: ninguna ley hacía sagrado este dogma importante, podía admitirse o negarse sin temer consecuencias y sin correr peligro alguno. Lo cual demuestra lo impotente [174] que era el paganismo para contribuir a la pureza de costumbres, y cuánta necesidad tenían los pueblos de una Religión más sabia y más santa.

Cuando apareció Jesucristo sobre la tierra, la filosofía de Epicuro, las fábulas de los poetas sobre los infiernos, y la corrupción de costumbres, habían destruido entre los paganos casi enteramente la creencia de la inmortalidad del alma. A pesar de los argumentos de Platón y de Cicerón, Juvenal nos enseña que entre los romanos ninguno creía en la fábula de los infiernos sino los niños. Por un hábito inveterado se honraba aún a los manes o a las almas de los muertos, y se hacía de ella su correspondiente apoteosis; empero nadie sabía lo que se debía pensar del estado de estas almas. La fe de la vida futura no entraba nada en la moral: no restaba a la virtud para sostenerse sino el instinto de la naturaleza y un débil presentimiento de las penas y recompensas de la otra vida. Esta misma fe estaba también trastornada entre los judíos por los sofismas de los saduceos: se conocía la necesidad de un superior más imponente que los filósofos y los doctores de la ley.

El Hijo de Dios anunció la vida eterna para los justos, y el fuego eterno para los malvados. Fundó este dogma, no sobre argumentos filosóficos, sino sobre su palabra, que era la del Dios su Padre, y le demostró, no solo por las resurrecciones que obró, sino por su propia resurrección, y no solo aseguró por ella la vida eterna del alma, sino también la resurrección futura de los cuerpos. Hizo este dogma capital la base de toda su moral: por él consoló y animó la virtud, hizo estremecerse el crimen, formó discípulos capaces de morir como él, alabando y bendiciendo al Señor, e impuso silencio más de una vez a las frívolas objeciones de los saduceos. Cuando quisieron argüirle contra el dogma de la resurrección futura les dijo: ¿No habéis leído lo que Dios os dijo: Yo soy el Dios de Abraham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob? No es Dios de los muertos sino de los vivos. San Mat., cap. 22, v. 31. [175] En efecto, estos patriarcas no han sido recompensados en este mundo por sus virtudes y por el culto que habían dado constantemente a Dios. Luego es preciso que Dios los recompense en la otra vida; y si viven ¿por qué no habrán de resucitar?

Jesucristo, dice San Pablo, ha puesto en claro por el Evangelio la vida y la inmortalidad. Epíst. 2.ª a Timot., cap. 1.º, v. 1º Si no dijo de la vida futura todo lo que quisieron los filósofos para satisfacer su curiosidad, nos enseñó por lo menos lo suficiente para confirmar la fe de los justos y para convertir a los pecadores.

Celso y los demás filósofos, enemigos del cristianismo, ridiculizaron el dogma de la resurrección de los cuerpos; pero nada se atrevieron a afirmar sobre el estado de las almas después de la muerte. Han tenido por más conveniente permanecer en una ignorancia favorable a sus vicios, que abrazar una doctrina que los habría excitado a la virtud. Después de mil y setecientos años de luz es demasiado tarde para volvernos a las tinieblas en orden a la naturaleza y al destino de nuestra alma.

III. Del origen del alma.

La creencia general de la Iglesia cristiana es que nuestras almas son la obra inmediata del poder divino, y que Dios les da el ser por la creación. Este juicio está del todo fundado en la Sagrada Escritura, que dice que Dios lo ha criado todo sin excepción, y sobre la idea clara que tenemos de los espíritus. Como estos seres son simples, sin extensión y sin partes, un espíritu no puede ser desmembrado de la sustancia de otro espíritu: y por consiguiente no puede salir por emanación como un cuerpo sale de otro cuerpo en que estaba encerrado, por lo cual es preciso que las almas sean eternas y sin principio como Dios, o que hayan principiado a ser por la creación.

Sin embargo hay sabios críticos entre los protestantes que [176] pretenden no haber sido este el modo de pensar de los antiguos Padres de la Iglesia, sino que la mayor parte de ellos, así como de los filósofos, creyeron que las almas eran una porción de la sustancia de Dios, y que han salido por emanación. Principalmente Beausobre en su historia del maniqueísmo, lib. 6, cap. 5, §. 9, se empeñó en probar este hecho, y se ha servido de él para refutar o eludir los argumentos con que los Padres atacaron a los maniqueos. Como este error sería grosero, y daría lugar a falsísimas consecuencias, conviene saber si realmente han caído en él los Padres.

1.º Es difícil creer que los Padres que habían enseñado formalmente que Dios había criado los cuerpos o la materia, dudasen si Dios había criado los espíritus. ¿Le ha sido acaso más difícil lo uno que lo otro? Los antiguos filósofos admitieron las emanaciones, porque refutaban el dogma de la creación; pero profesando los Padres este dogma, ¿qué motivo podrían tener para adoptar las emanaciones? 2º Beausobre, despues de haber citado un pasaje de Manes, que dice que la primera alma emanó del Dios de la luz, dice que no hay necesidad de violentar estas palabras, que solo pueden significar que el alma fue enviada de parte de Dios; pero en los pasajes de los Padres que él cita, violenta todas las palabras, y las toma en el sentido más rigoroso. 3.º El no quiere que se imputen a los maniqueos las consecuencias que se siguen de su doctrina, porque las niegan estos herejes; pero tiene gran cuidado en esforzar las consecuencias de las opiniones falsas, que él atribuye a los Padres, aunque estos no las hayan jamás admitido. Tal es su método en toda su obra; pero veamos los pasajes que le sirven de pruebas. En el núm. 4.º del diálogo de San Justino con Trifón le pregunta este judío si el alma del hombre es divina e inmortal, si es una parte del soberano espíritu, Regla mentis partícula. Si de la misma manera que este espíritu ve a Dios, podemos nosotros ver en espíritu la divinidad, y ser de [177] este modo felices. Seguramente, responde San Justino. Pero por lo que precede se infiere 1.º que por el soberano espíritu que ve a Dios, San Justino entiende el Espíritu Santo. 2.º Que la cuestión se reducía solo a saber si el alma puede ver a Dios. De este modo la respuesta afirmativa de San Justino cae directamente sobre esta parte de la cuestión, y no sobre la precedente. Beausobre trunca el pasaje para persuadir lo contrario. 3.º En el mismo núm 4.º San Justino declara que no cree, como Platón, que el alma es increada Αγέννητος e indestructible por su naturaleza tanto como el mundo. Yo no pienso sin embargo, dice él, que ninguna alma perezca. Si hubiera pensado que el alma era una porción de Dios, ¿creería que podía ser aniquilada?

En el fragmento de una obra sobre la resurrección futura, núm. 8, San Justino reprende a los que decían que el alma es incorruptible, porque es una parte y un soplo de Dios, pero que no es lo mismo que la carne. ¿Sería, pues, dice este Padre, una prueba de poder, o de bondad de parte de Dios, salvar lo que debe permanecer por naturaleza, lo que es una porción de él mismo, su mismo soplo? Esto mas bien sería conservarse a sí mismo. Yo creería, dice Beausobre, que este razonamiento de Justino es un argumento ad hominem, si no se hubiese explicado con claridad en su disputa con Trifon. Acabamos de ver que esta explicación es absolutamente contraria al parecer de Beausobre: por consiguiente el único objeto de San Justino en el pasaje que examinamos es probar que raciocinan mal los que niegan la resurrección.

Taciano, su discípulo, contra los griegos, núm. 7, dice: el Verbo Divino ha hecho al hombre imagen de la inmortalidad: de manera que así como Dios es inmortal, así el hombre hecho participante de una porción de Dios, tiene también la inmortalidad; pero antes de criar al hombre el Verbo había criado los ángeles. Es constante que por una por [178] una porción de Dios, Taciano igualmente que su maestro San Justino entiende el Espíritu Santo; y si esta porción fuese el alma, sería un absurdo decir que se había hecho participante. Núm. 12. Nosotros conocemos, dice Taciano, dos especies de espíritus: la una se llama alma: la otra, más excelente, es la imagen y semejanza de Dios. Los primeros hombres tenían la una y la otra, de modo que eran en parte materia, y en parte superiores a la materia. Beausobre, lib. 7, cap. 1.º núm. 1º. infiere de este pasaje que los Padres, igualmente que los maniqueos, admitían dos almas en el hombre. Nueva falsedad. Jamás han pensado los Padres que el Espíritu Santo fuese una parte de nuestra alma. San Clemente de Alejandría Strom., lib. 6, p. 663, y San Ireneo, lib. 5, cap. 12, núm. 2.º, se han explicado del mismo modo: todos pensaron que el alma se hiciera inmortal por virtud del Espíritu Santo, y no por su naturaleza, porque fue criada: y si fuese porción de la sustancia divina, sería inmortal por su misma naturaleza, y sería increada. San Metodio, Sympos. Virg., p. 74, dice, que la semilla humana contiene, por decirlo así, una parte divina del poder creativo. Beausobre suprimió estas palabras, por decirlo así, que denotan no deber tomarse a la letra este pasaje, y significa solamente que el hombre ha recibido de Dios el poder de procrear su especie.

El autor de las falsas Clementinas Homil. 15, núm. 16, dice, que procediendo de Dios el alma es de la misma sustancia que él, aunque las almas no sean dioses: es decir, que el alma es espíritu como Dios, pero no una parte de la sustancia de Dios.

Según Lactancio, lib. 2, cap. 13. Habiendo Dios formado el cuerpo del hombre, le inspiró, o sopló un alma del manantial vivificante de su espíritu, que es inmortal… El alma por la cuál vivimos viene del cielo y de Dios, en lugar de que el cuerpo viene de la tierra. Si esto prueba que el [179] alma es una emanación de la naturaleza divina, es preciso atribuir este error a Moisés: Lactancio no hace sino repetir su expresión.

Tertuliano está más oscuro. Hablando del alma, prodiga las metáforas, según su costumbre; y si se quiere entender literalmente, no hay error que no pueda imputársele. En el lib. de Anima, cap. 11, dice, que el alma no es propiamente el espíritu de Dios, sino el soplo de este espíritu. El distingue el espíritu, o el entendimiento, del alma, y le llama el sitio principal del alma, y lo que hay en ella de principal y de divino. Cap. 12. Este entendimiento, dice, puede ser oscurecido, porque él no es Dios; pero no puede extinguirse, porque viene de Dios… Dios le ha hecho salir de él por su mismo soplo. Contra Praxéat., cap. 5. Dice que el animal racional no solo fue hecho por un artífice inteligente, sino que ha sido animado por su propia sustancia. Nada hay más formal.

Pero dicta a la equidad natural juzgar de los sentimientos de un autor, mas bien por sus raciocinios que por sus expresiones. Ahora bien, Tertuliano en su libro contra Hermógenes, quien sostenía que la materia era eterna e increada, en este libro, digo, prueba que Dios es criador, y solo eterno, y que todo lo que existe ha sido criado de la nada. Tal es la conclusión de su citada obra. Por lo cual debe inferirse que por el soplo del espíritu de Dios entiende Tertuliano el efecto de un soplo creador: de otra manera esta expresión se hace incomprensible. En su libro del Alma, cap. 1, dice, que él ha tratado contra Hérmógenes sobre el origen del alma, de censu animae, qué ha probado que ella no fue sacada del seno de la materia, sino del soplo de Dios: y como este soplo es criador, es preciso que el alma hubiese principiado a existir por creación, lo que también prueba en el cap. 4. Pues que sostenemos, dice él, que el alma viene del soplo de Dios, debemos por consiguiente atribuirle un principio. Hemos probado también contra Platón, que ella ha nacido y fue hecha, porque ha principiado… [180] Es permitido explicarlo por el mismo término (ser hecho, ser engendrado, recibir el ser), porque todo lo que principia a ser recibe el nacimiento. Un artífice puede llamarse padre de lo que ha hecho. De este modo según nuestra fe, que enseña que el alma ha nacido, o ha sido hecha, la Escritura Profética ha refutado el sentir de Platón. Y Platón admitía las emanaciones de los espíritus, porque refutaba la creación.

En el mismo lugar, cap. 10 y siguientes, lejos de distinguir dos sustancias, o dos partes en el alma, refuta esta opinión como un error de los filósofos. El alma, dice él en el cap. 14, es una y simple, toda entera en sí {de suo tota est), tan imposible es que sea compuesta, como divisible y destructible, &c. Después de una profesión de fe tan clara, no alcanzamos cómo se puede acusar a Tertuliano de haber creído al alma corporal, y sin embargo emanada de la sustancia de Dios, y de haber distinguido el alma del espíritu y del entendimiento. El solo ha distinguido en el alma las facultades y las operaciones, como la vida, o la respiración, la potestad de mover, o de sentir, la inteligencia, o el entendimiento, y la voluntad, y nosotros hacemos lo mismo.

¿Qué prueba, pues, lo que dijo de paso en el libro contra Praxéas, donde de todo se trataba menos de la naturaleza del alma? Enteramente nada prueba, y nada significa. Se puede decir sin error que el hombre ha sido animado por el soplo de Dios, entendiendo un soplo criador, emanado de la propia sustancia de Dios, pero que este soplo sea la causa eficiente del alma, y no el alma misma. Cien veces se dijo que el alma, es un soplo divino, porque lo es en efecto, y no por eso es una emanación de la sustancia de Dios. Leemos en Job., cap. 33, v. 4. El soplo del Omnipotente me ha dado la vida. Los Padres no han dicho nada de mas.

En fin, Beausobre cita a Sinésio, quien llama al alma la [181] semilla de Dios, una centella de su espíritu, la hija de Dios, una parte de Dios. Pero Sinésio se explica de este modo en sus poesías, y las metáforas entre los poetas no son argumentos metafísicos: tomarlas literalmente es un absurdo, mientras que Beausobre no quiere que se obre del mismo modo con los herejes.

Convenimos en que la cuestión del origen del alma es muy oscura; singularmente si queremos atenernos a las nociones filosóficas; y entre los antiguos ha habido sobre esto tres o cuatro opiniones diferentes. Unos creyeron la preexistencia del alma como Orígenes; pero suponían que Dios las había sacado de la nada todas de una vez. Otros llevaron que Dios las criaba una por una al tiempo de la generación de los cuerpos. Muchos imaginaron que el alma de Adán fuera sacada de la nada, y que las otras todas salieron de ella por la vía de la propagación, ex traduce. Cuanto al sistema de la emanación de las almas de la sustancia del mismo Dios, este ha sido sistema de los filósofos, y no de los doctores de la Iglesia, que todos han admitido la creación. Tampoco San Agustín, que en la carta 143 a Marcelino, y en la carta a Optato cuenta cuatro opiniones en orden al origen del alma, no hace mención alguna del sistema de emanaciones. Los críticos protestantes se obstinaron en atribuir a los Santos Padres el sistema de las emanaciones, que solo ha sido el sistema de los filósofos y de los antiguos herejes, solo por tener la satisfacción de deprimir nuestros santos doctores, y tal vez por hacer la corte a los socinianos. (Véase emanación).