La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto Filosofía en español
Antonio de Guevara 1480-1545

Menosprecio de corte y alabanza de aldea

Prólogo
Comienza el Prólogo del Autor, dirigido al Serenísimo Rey de Portugal, en el cual pone muchas buenas doctrinas y toca muy notables historias.


Propone el Autor.

Plutarco, en el libro De curiositate vitanda, dice que en Atenas topó un griego con un egipcio, que llevaba so la capa cierta cosa sobarcada, y, como le preguntase qué llevaba, respondióle él: «Et ideo obvelatum est, ut tu nescias.» Como si dijera: «Por eso va ello cubierto con el manto, porque tú ni otro sepáis lo que va aquí escondido.» Solón Solonino mandó en sus leyes a los atenienses que todos tuviesen aldabas a las puertas de sus casas, y que, si alguno entraba en casa ajena sin tocar primero a la aldaba, le diesen la misma pena que daban al que robaba la casa. Entre los cretenses fue ley muy usada y guardada que, si algún peregrino viniese de tierras extrañas a sus tierras propias, no fuese nadie osado de preguntarle quién era, de dónde era, qué quería, ni de dónde venía, so pena que azotasen al que lo preguntase y desterrasen al que lo dijese. El fin porque los antiguos hicieron estas leyes fue para quitar a los hombres el vicio de la curiosidad, es a saber: el querer saber las vidas ajenas y no hacer caso de las suyas propias, como sea verdad que ninguno tenga su vida tan corregida, que no haya en ella qué enmendar y aun qué castigar. Lo más en que ocupan los hombres el tiempo es en preguntar y pesquisar qué hacen sus vecinos, en qué entienden, de qué viven, con quién tratan, a dó van, a dó entran, y aun en qué piensan; porque, no contentos de lo preguntar, lo presumen de adivinar. Veréis a unos hombres tan determinados o, por mejor decir, tan desalmados, que juran y perjuran que Fulano tiene pendencias con Fulana, y que éste quiere mal a aquél, y aquél tiene hecha confederación con el otro; y, si le conjuran a que diga cómo lo sabe, responde que él saber no lo sabe, mas que de muy cierto lo presume, porque el cielo se puede caer, y que su corazón a él no le puede engañar.

Loan y nunca acaban de loar Plutarco, Aulo Gelio y Plinio al buen romano Marco Porcio de que jamás hombre le oyó preguntar qué nuevas había en Roma, ni de cómo vivía cada uno en su casa, sino que solamente hablaba en lo que tocaba al bien de la república y respondía a lo que alguno le decía. El divino Platón, escribiendo a Dionisio Siracusano, dice así: «Homo curiosus hostibus utilior est quam sibi, siquidem illorum mala coarguit, commostrans illis quid sit cavendum quidve corrigendum.» Como si dijese: «El hombre que es curioso de saber vidas ajenas más amigo es de su enemigo que no lo es de sí mismo; porque en el enemigo luego pone la lengua en lo que no hace bien y de sí mismo nunca se conoce de lo que hace mal.»

Homero, Eunio, Xantipo y Ovidio, famosos poetas que fueron, dicen que a ningunos vieron tanto atormentar en el otro mundo como a los malditos de Ticio, Tántalo, Xioun, Sísifo y Panteo, no porque fueron más viciosos, sino porque presumieron de más curiosos, es a saber: que revolvían las repúblicas y entendían en vidas ajenas. Sócrates, el filósofo, en entrando en su academia y en subiéndose a la cátedra, la primera palabra que decía era ésta: «Quid de magistro?» A esto respondían luego sus discípulos: «Quid de discipulis?» Por estas palabras preguntaba Sócrates a sus discípulos qué les habían dicho de él aquel día, y ellos preguntábanle a él que qué le habían dicho de ellos; por manera que allí se decían los defectos que habían hecho y de lo que en la república los habían notado. En menos yerros caeríamos y menos excesos cometeríamos si quisiésemos hacer lo que Sócrates hacía, y humillarnos a preguntar lo que él preguntaba, porque ya que los hombres no miran lo que hacen, deberían de pesquisar lo que de ellos los otros dicen. Por absoluto que fuese un caballero, y por disoluto que fuese un plebeyo, si quisiese tener corazón para dejarse avisar y tuviese paciencia para consentirse corregir, es imposible que no enmendase de vergüenza lo que no deja de cometer por conciencia.

Archidano, rey muy famoso que fue de los esparciatas, preguntó al filósofo Pindárido que cuál era la cosa más difícil que el hombre podía hacer; a la cual pregunta respondió él: «No hay cosa para el hombre más fácil que el reprender a otros, y no hay cosa para él más difícil que dejarse reprender.» Cuán gran verdad haya dicho este filósofo no hay necesidad que mi pluma lo encarezca, pues cada uno lo alcanza; porque para reprender a otros son infinitos los que tienen habilidad y para ser reprendidos no hay quien tenga humildad. Epenetho, notable filósofo que fue entre los tebanos, no puede ser contado ni aun condenado con los curiosos y maliciosos, el cual, como hubiese filosofado en las academias de Tebas por espacio de treinta años y le riñesen muchos porque no reñía los vicios que veía cometer, respondió: «De que no haya en mí que reprender, comenzaré a reprender.» Respuesta fue ésta digna por cierto de notar, y no menos de imitar, porque si cada uno quisiese llevar a juicio y poner en examen su vida, por ventura daría por libre al que él acusa y condenaría a él en lo que al otro acusaba.

Cuando Platón se partía de Tinacria para tornar a Grecia, díjole el tirano Dionisio: «¡Oh, qué de males dirás de mí, oh, Platón, y de mi tiranía, de que te halles entre los filósofos de Grecia!» A lo cual respondió Platón: «No hayas miedo de eso, Dionisio, ni que yo lo diga, ni aun que los otros lo escuchen, porque están tan corregidas y ocupadas las academias de Grecia, que no les queda tiempo para decir ni sola una palabra ociosa.» Y dijo más Platón: «Sabe, si no lo sabes, ¡oh, Dionisio!, que toda la suma de nuestra filosofía es persuadir y aconsejar a los hombres a que cada uno sea juez de su vida propia y no cure de escudriñar la vida ajena.» Filípides, el poeta, primero inventor que fue de las comedias, como fuese muy gran amigo y privado del rey Lisímaco, díjole un día el Rey: «Quid e meis rebus tibi impertiam? Inquit Philípides. Nil, ¡o, rex!, ex tuis archanis.» Como si dijese: «¿Qué quieres que te dé, oh, amigo mío Filípides?» A lo cual él respondió: «La mayor merced que me puedes hacer, ¡oh, rey!, es que no me des parte de tus secretos.» ¡Oh, alta y muy alta respuesta, la cual será de muchos leída y de muy pocos entendida, porque si éste filósofo no quería saber lo que el rey sabía, mucho menos quisiera saber lo que su vecino hacía!

Dado caso que hablar en vidas ajenas y querer saber lo que se hace en otras casas sea muy gran curiosidad y aun ramo de liviandad, mucho más lo es en querer saber qué es lo que los reyes hacen, porque todo lo que los príncipes hacen hémoslo de aprobar y todo lo que nos mandan obedecer.

Aplica el Autor.

Aplicando lo dicho a lo que queremos decir, digo, Serenísimo Príncipe, que a nadie con tanta verdad se puede aplicar, y a ninguno mejor que a mí pueden con ello condenar; porque, no contento de reprender a los cortesanos cuando predico, me precio de ser también satírico y áspero en los libros que compongo. ¡Ojalá supiese yo tan bien enmendar lo que hago como sé decir lo que los otros han de hacer! ¡Ay de mí, ay de mí!, que soy como las ovejas, que se despojan para que otros lo vistan; como las abejas, que crían los panales que otros coman; como las campanas, que llaman a misa y ellas nunca allá entran. Quiero por lo dicho decir que con mi predicar y con mi escribir enseño a muchos el camino y quédome yo descaminado. Sepa Vuestra Serenidad, muy alto Príncipe, que en todas las más cosas que en este vuestro libro escribo y reprendo me confieso haber caído, haber tropezado y aun me haber derrostrado; porque, si entre los cortesanos soy el menor, entre los pecadores soy el mayor. También confieso que de algunas vanidades y de algunas liviandades [no] estoy apartado, y que de algunas presunciones y de algunas elevaciones no estoy enmendado, aunque es verdad que de las unas y de las otras estoy muy arrepiso; porque me parece que es muy poco lo que he vivido y es muy mucho en lo que he pecado. No está lejos de enmendar la culpa el que tiene conocimiento de haber caído en ella; lo cual no es así en el malo y protervo, porque jamás se aparta de errar el que no reconoce haber errado. Y porque no se puede entender bien esta obra si no se tiene noticia del autor de ella, pondráse en una sola palabra todo el discurso de su vida, para que conozcan los que leyeren esta escritura en cómo toda la harina le llevó el mundo y que apenas aun da los salvados a Cristo.

A mí, Serenísimo Príncipe, me trajo don Beltrán de Guevara, mi padre, de doce años a la corte de los Reyes Católicos, vuestros abuelos y mis señores, a do me crié, crecí y viví algunos tiempos, más acompañado de vicios que no de cuidados, porque en edad tan tierna como era la mía, ni sabía desechar placer ni sentía qué cosa era pesar. Como los mozos cortesanos aún no tienen en el cuerpo dolores, ni cargan sobre sus corazones cuidados, ni sienten lo que hacen, ni saben lo que quieren, sino que como unos hombres amodorriados se andan en los vicios embobecidos. Ya que el Príncipe don Juan murió y la Reina doña Isabel falleció, plugo a Nuestro Señor sacarme de los vicios del mundo y ponerme religioso franciscano, a do perseveré muchos años en compañía de varones observantísimos; y ojalá fuera tal mi vida cual ellos me dieron la crianza. Estándome, pues, yo en mi monasterio, asaz descuidado de tornar más al mundo, sacóme de allí para su predicador y cronista el Emperador don Carlos, mi señor y amo, en la corte del cual he andado dieciocho años sirviéndole de lo que él quería, aunque no como yo debía. En estos tiempos pasados vi la corte del Emperador Maximiliano, la del Papa, la del Rey de Francia, la del Rey de Romanos, la del Rey de Inglaterra; y vi las Señorías de Venecia, de Génova y de Florencia; y vi los estados y casas de los príncipes y potentados de Italia; en todas las cuales cortes vi grandes cosas que notar y otras dignas de contar.

He dado esta cuenta a Vuestra Alteza, muy alto Príncipe, para que sepáis que todo lo que dijere en este vuestro libro este vuestro siervo no lo ha soñado ni aun preguntado, sino que lo vio con sus ojos, paseó con sus pies, tocó con sus manos y aun lloro en su corazón, por manera que le han de creer como a hombre que vio lo que escribe y experimentó lo que dice. Siendo, pues, yo criado en casas de príncipes, y comiendo pan de príncipes, y andando en cortes de príncipes, y llevando gajes de príncipes, y siendo cronista de príncipes; no sería justo que mis sudores y vigilias se dedicasen sino a príncipes, a cuya causa he querido ofrecer e intitular esta mi obra a Vuestra Real Alteza como a príncipe muy valeroso y a rey muy poderoso.

Después acá que saqué a luz el mi muy famoso Libro de Marco Aurelio, he compuesto y traducido otros libros y tratados; mas yo afirmo y confieso que en ninguno he fatigado tanto mi juicio, ni me he aprovechado tanto de mi memoria, ni he adelgazado tanto mi pluma, ni he pulido tanto mi lengua, ni aun he usado tanto de elegancia como ha sido en esta obra de Vuestra Alteza; porque a los grandes príncipes hémoslos de hablar con humildad y escribir con gravedad. En ser para quien era esta obra, he tenido mucha advertencia en que saliese de mis manos mirada y remirada, pulida y limada, corregida y verdadera, sabrosa y provechosa, urbana y no pesada; de manera que no hubiese ella que remendar y mucho menos que cercenar. A cualquiera que se diga una cosa baja y simple es bovedad, mas escribirla o decirla al príncipe es bovedad y temeridad y aun necedad, porque a los príncipes hanles de hablar con temor y servir con amor.

El Magno Alexandro ni alcanzó ni conoció al poeta Homero, mas junto con esto fue tan amigo de sus escritos, que siempre traía en el seno La Ilíada, y de noche la ponía so el almohada. Pirro, rey de los epirotas, doscientos y veinte años nació después que murió el filósofo Esquines, y tuvo en tanta veneración Pirro a la doctrina de Esquines, que con el oro que tenía encuadernadas sus obras se pudieran casar muchas huérfanas. Desde que murió el famoso Tito Livio hasta que nació el buen Marco Aurelio pasaron más de ciento y veinte años, al cabo de los cuales mandó el buen Emperador que para guardar las obras de este Tito Livio se hiciese un arca de oro, y para entretener sus huesos le hiciesen un sepulcro de pórfido. Hermógenes, el filósofo, y el gran rey Demetrio jamás se vieron ni se conocieron, porque el uno estaba en Asiria y el otro en la Grecia; mas junto con esto Hermógenes ofreció muchos libros al Rey Demetrio, y Demetrio hizo muchas mercedes al filósofo Hermógenes, de manera que los hizo tan grandes amigos la pluma como a otros hace la patria.

Todo esto he dicho, muy alto Príncipe, para que no haga a Vuestra Alteza tener en poco esta obra el haberme yo criado en Castilla y no tener noticia de mi persona, porque, si no soy vuestro vasallo, préciome de ser vuestro siervo. Si Vuestra Celsitud tiene en tanto mi doctrina como yo tengo a su Real Persona, soy cierto que él será para mí otro Demetrio y yo seré para él otro Hermógenes. Acordándome que sois nieto de quien yo fui criado, y que sois primo de quien yo soy vasallo, gran obligación es la mía de servirle, y muy mayor merced de él quererse de mí servir; porque los príncipes muy mayor merced nos hacen cuando muestran lo que nos quieren que no cuando nos dan de lo que tienen.

Concluye el Autor.

Si Vuestra Alteza quiere leer en esta mi obra, hallará en ella algunas cosas, ninguna de las cuales le osaría nadie decir en secreto y menos en público; porque el trabajo que se pasa con los príncipes es que en sus casas y repúblicas tienen todos licencia de lisonjearlos y muy poquitos de avisarlos. Si los príncipes os quisieseis un poco humanar (es a saber: que trataseis con hombres sabios y leyeseis en algunos buenos libros), por ventura ahorraríais de muchos trabajos y aun no caeríais en tantos yerros; mas, como es vuestra voluntad tan libre y vuestra libertad tan grande, no venís a saber el daño hasta que ya no lleva remedio. Tenéis, Señor, fama de buen cristiano, de príncipe justiciero, de rey virtuoso, de señor cuerdo y de hombre piadoso; y si junto con esto os allegáis a consejo y os dejáis al parecer ajeno, asentaros hemos los cronistas entre los monarcas del mundo; porque a su príncipe y señor muy mayor servicio le hace el que le da un buen consejo que no el que le presenta un notable servicio. No loo al caballero que pierde la vergüenza, ni loo al que escribe si suelta la pluma, ni loo al que predica si suelta la lengua (es a saber: en decir desacatos a los príncipes y contra los príncipes), porque a los reyes y grandes señores permítese avisarlos, mas no se sufre reprenderlos. Cuando el rey David cometió el adulterio con Betsabé y el homicidio con Urías, no le reprendió el profeta Natán en público, ni le afrentó delante todo el pueblo; antes le dijo aparte tan dulces palabras y le convenció con tan buenas razones, que luego allí el rey conoció la culpa y comenzó a hacer penitencia. Es tan suprema la autoridad del príncipe, que absolutamente nos puede exhortar, avisar, reprender y castigar, y nosotros a él no más de le avisar y aconsejar; porque a los buenos príncipes por ninguna cosa se les ha de perder la vergüenza ni alzar la obediencia. De Catón Censorino, y del emperador Augusto, y del gran Trajano, y del buen Marco Aurelio dicen todos sus escritos que por eso fueron príncipes tan ilustres en sus hazañas y tan bienquistos en sus repúblicas, porque tenían siempre cabe sí no sólo quien los aconsejava lo que hacían, mas aun quien los avisaba de lo que erraban. Lo contrario de todo esto se lee de los malvados tiranos (de Brías el griego, de Antenon el tebano, de Fálaris el agrigentino y de Dionisio el siracusano), los quales jamás quisieron ser de sus oficiales avisados ni de sus amigos aconsejados. No basta tampoco que tengáis los príncipes en vuestras cortes hombres cuerdos y en vuestras casas hombres sabios, si no queréis aprovecharos de sus buenos consejos; porque seríais como la candela, que alumbra a los otros y quema a sí misma. La Escritura Sacra gravemente reprende a Saúl porque no creyó a Samuel, al rey Acad porque no creyó a Miqueas, al rey Sedequías porque no creyó a Isaías, al rey Salmanasar porque no creyó a Tobías, y a la reina Jezabel porque no creyó a Elías. Todos estos santos profetas andaban en las cortes de los príncipes y predicaban a príncipes, a los más de los cuales no sólo no los quisieron creer, mas aun los mandaron matar. La mayor ofensa que los príncipes podéis hacer a Dios es no osar nadie avisar a vosotros y reprender a vuestros cortesanos; lo cual no debería ser así, pues hay tanta necesidad del predicador que reprenda los vicios como de la justicia que castigue los excesos. El rey Filipo y el rey Demetrio, nunca ellos enseñorearan a los reinos de Grecia si primero no alanzaran de ella a los filósofos que la gobernaban y con sus buenos consejos la defendían; que, como decía Catón censorino, no se pierden las repúblicas por mengua de capitanes, sino por falta de consejos. En verdad que el buen Catón decía la verdad; porque en una república son muchos los hombres esforzados, animosos, atrevidos y denodados, y por otra parte son muy poquitos, y aun poquititos, los sabios, cuerdos, sufridos y experimentados. Sea ésta la postrera palabra, y encomiéndela Vuestra Alteza a la memoria, y es que, si queréis parecer y ser príncipe cristiano, si en vuestra corte hubiere quien sea vicioso y quien sea satírico, antes favoreced al predicador que reprende el vicio que al caballero que es vicioso.

Puédese de todo lo sobredicho colegir que la diferencia que va de lo uno a lo otro es que al buen príncipe ósanle avisar, y al que es tirano aun no le osan hablar. Lo que siempre al Emperador, mi señor y amo, he persuadido en los libros que le he escrito, y lo que en mis sermones le he predicado, y lo que de persona a persona le he hablado, es que se llegue siempre a consejo y admita algún particular aviso; porque el consejo le aprovechará para lo que ha de hacer, y el aviso para lo que se ha de guardar.

A Vuestra Celsitud, Serenísimo Príncipe, aunque no tengo autoridad para le aconsejar, ni atrevimiento para le avisar, tengo humildad para humildemente le suplicar reciba en servicio este pobre servicio y tome al autor so su amparo.

Posui finem curis;
Spes et fortuna, valete.


{Antonio de Guevara (1480-1545), Menosprecio de corte y alabanza de aldea (1539). Edición preparada por Emilio Blanco, a partir de la primera de Valladolid 1539, por Juan de Villaquirán.}

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