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Política · libro tercero, capítulo VI

De la soberanía

Es un gran problema el saber a quién corresponde la soberanía en el Estado. No puede menos de pertenecer o a la multitud, o a los ricos, o a los hombres de bien, o a un solo individuo que sea superior por sus talentos, o a un tirano. Pero, al parecer, por todos lados hay dificultades. ¡Qué!, ¿los pobres, porque están en mayoría, podrán repartirse los bienes de los ricos; y esto no será una injusticia, porque el soberano de derecho propio haya decidido que no lo es? ¡Horrible iniquidad! Y cuando todo se haya repartido, si una segunda mayoría se reparte de nuevo los bienes de la minoría, el Estado evidentemente perecerá. Pero la virtud no destruye aquello en que [102] reside; la justicia no es una ponzoña para el Estado. Este pretendido derecho no puede ser ciertamente otra cosa que una patente injusticia.

Por el mismo principio, todo lo que haga el tirano será necesariamente justo; empleará la violencia, porque será más fuerte, del mismo modo que los pobres lo eran respecto de los ricos. ¿Pertenecerá el poder de derecho a la minoría o a los ricos? Pero si se conducen como los pobres y como el tirano, si roban a la multitud y la despojan, ¿esta expoliación será justa? Entonces también se tendrá por justo lo que hacen los primeros.

Como se ve, no resulta de todos lados otra cosa que crímenes e iniquidades.

¿Debe ponerse la soberanía absoluta para la resolución de todos los negocios en manos de los ciudadanos distinguidos? Entonces vendría a envilecerse a todas las demás clases, que quedan excluidas de las funciones públicas; el desempeño de éstas es un verdadero honor, y la perpetuidad en el poder de algunos ciudadanos rebaja necesariamente a los demás. ¿Será mejor dar el poder a un hombre solo, a un hombre superior? Pero esto es exagerar el principio oligárquico, y dejar excluida de las magistraturas una mayoría más considerable aún. Además se cometería una falta grave si se sustituyera la soberanía de la ley con la soberanía de un individuo, siempre sometido a las mil pasiones que agitan a toda alma humana. Pero se dirá: que sea la ley la soberana. Ya sea oligárquica, ya democrática, ¿se habrán salvado mejor todos los escollos? De ninguna manera. Los mismos peligros que acabamos de señalar, subsistirán siempre.

En otra parte volveremos a tratar este punto.

Atribuir la soberanía a la multitud antes que a los hombres distinguidos, que están siempre en minoría, puede parecer una solución equitativa y verdadera de la cuestión, aunque aún no resuelva todas las dificultades. Puede en efecto admitirse que la mayoría, cuyos miembros tomados separadamente{76} no son hombres notables, está, sin embargo, por cima de los hombres superiores, si no individualmente, por lo menos en masa, a la manera que una comida a escote es más espléndida que la que pueda dar un particular a sus solas expensas. En esta multitud, cada individuo tiene su parte de virtud y de ilustración, y [103] todos reunidos forman, por decirlo así, un solo hombre, que tiene manos, pies, sentidos innumerables, un carácter moral y una inteligencia en proporción. Por esto la multitud juzga con exactitud las composiciones músicas y poéticas; éste da su parecer sobre un punto, aquél sobre otro, y la reunión entera juzga el conjunto de la obra. El hombre distinguido, tomado individualmente, se dice, difiere de la multitud, como la belleza difiere de la fealdad; como un buen cuadro producto del arte difiere de la realidad, mediante la reunión en un solo cuerpo de todos los rasgos de belleza desparramados por todas partes, lo cual no impide, que, si se analizan las cosas, sea posible encontrar otro cuerpo mejor que el del cuadro y que tenga ojos más bellos o mejor otra cualquiera parte del cuerpo. No afirmaré que en toda multitud o en toda gran reunión sea ésta la diferencia constante entre la mayoría y el pequeño número de hombres distinguidos; y ciertamente podría decirse más bien, sin temor de equivocarse, que en más de un caso semejante diferencia es imposible; porque podría aplicarse la comparación hasta los animales, ¿pues en qué, pregunto, se diferencian ciertos hombres de los animales? Pero la aserción, si se limita a una multitud dada, puede ser completamente exacta.

Estas consideraciones tocan a nuestra primera pregunta relativa al soberano, y a la siguiente, que está íntimamente ligada con ella. ¿A qué cosas debe extenderse la soberanía de los hombres libres y de la masa de los ciudadanos? Entiendo por masa de los ciudadanos la constituida por todos los hombres de una fortuna y un mérito ordinario. Es peligroso confiarles las magistraturas importantes; por falta de equidad y de luces, serán injustos en unos casos y se engañarán en otros. Excluirlos de todas las funciones, no es tampoco oportuno: un Estado en el que hay muchos individuos pobres y privados de toda distinción pública, cuenta necesariamente en su seno otros tantos enemigos. Pero puede dejárseles el derecho de deliberar sobre los negocios públicos y el derecho de juzgar. Así Solón y algunos otros legisladores les han concedido la elección y la censura de los magistrados, negándoles absolutamente las funciones individuales. Cuando están reunidos, la masa percibe siempre las cosas con suficiente inteligencia; y unida a los hombres distinguidos, sirve al Estado, a la manera que, mezclando manjares poco escogidos con otros delicados, se produce una cantidad más fuerte y más [104] provechosa de alimentos. Pero los individuos tomados aisladamente son incapaces de formar verdaderos juicios.

A este principio político se puede hacer una objeción, y preguntar, si cuando se trata de juzgar del mérito de un tratamiento curativo, no es imprescindible acudir a la misma persona que sería capaz de curar el mismo mal de que se trata, si llegara el caso, es decir, acudir a un médico; a lo cual añado yo, que este razonamiento puede aplicarse a todas las demás artes y a todos los casos en que la experiencia desempeña el principal papel. Luego si los jueces naturales del médico son los médicos, lo mismo sucederá en todas las demás cosas. Médico significa a la vez el que ejecuta el remedio ordenado, el que lo prescribe y el que ha estudiado esta ciencia. Puede decirse que todas las artes tienen como la medicina parecidas divisiones, y el derecho de juzgar lo mismo se concede a la ciencia teórica que a la instrucción práctica.

A la elección de los magistrados hecha por la multitud puede hacerse la misma objeción. Sólo los que saben hacer las cosas, se dirá, tienen las luces necesarias para elegir bien. Al geómetra corresponde escoger los geómetras, y al piloto escoger los pilotos; porque, si se pueden hacer en ciertas artes algunas cosas sin previo aprendizaje, no por eso las harán mejor los ignorantes que los hombres entendidos. Y así por esta misma razón no debe dejarse a la multitud, ni el derecho de elegir los magistrados, ni el derecho de exigir a éstos cuenta de su conducta. Pero quizá esta objeción no es muy exacta, si tenemos en cuenta las razones que antes expuse, a no ser que supongamos una multitud completamente degradada. Los individuos aislados no juzgarán con tanto acierto como los sabios, convengo en ello; pero reunidos todos, o valen más, o no valen menos. El artista no es el único ni el mejor juez en muchas cosas y en todos aquellos casos en que se puede conocer muy bien su obra sin poseer su arte. El mérito de una casa, por ejemplo, puede ser estimado por el que la ha construido, pero mejor lo apreciará todavía el que la habita; esto es, el jefe de familia. De igual modo el timonel de un buque conocerá mejor el mérito de los timones que el carpintero que los hace; y el convidado, no el cocinero, será el mejor juez de un festín{77}. [105]

Estas consideraciones son las suficientes para contestar a la primera objeción.

He aquí otra que tiene relación con la anterior. No hay motivo, se dirá, para dar a la muchedumbre sin mérito un poder mayor que a los ciudadanos distinguidos. Nada es superior a este derecho de elección y de censura, que muchos Estados, como ya he dicho, han concedido a las clases inferiores, y que éstas ejercen soberanamente en la asamblea pública. Esta asamblea, el senado y los tribunales están abiertos mediante un censo moderado a los ciudadanos de todas edades; y al mismo tiempo para las funciones de tesorero, de general y para las demás magistraturas importantes se exige que ocupen un puesto elevado en el censo.

La respuesta a esta segunda objeción no es tampoco difícil. Quizá las cosas no estén mal en la forma en que se encuentran. No es el individuo, juez, senador, miembro de la asamblea pública, el que falla soberanamente; es el tribunal, es el senado, es el pueblo, de los cuales este individuo no es más que una fracción mínima en su triple carácter de senador, de juez y de miembro de la asamblea general. Desde este punto de vista es justo que la multitud tenga un poder más amplio, porque ella es la que forma el pueblo, el senado y el tribunal. La riqueza poseída por esta masa entera sobrepuja a la que poseen individualmente en su minoría todos los que desempeñan los cargos más eminentes. No diré más sobre esta materia. Pero en cuanto a la primera cuestión que sentamos, relativa a la persona del soberano, la consecuencia más evidente que se desprende de nuestra discusión es, que la soberanía debe pertenecer a las leyes, fundadas en la razón{78}, y que el magistrado, único o múltiple, sólo debe ser soberano en aquellos puntos en que la ley no ha dispuesto nada por la imposibilidad de precisar en reglamentos generales todos los pormenores. Aún no hemos dicho lo que deben ser las leyes fundadas en la razón, y nuestra primera cuestión queda en pie. Sólo diré que las leyes son de toda necesidad lo que son los gobiernos; malas o buenas, justas o inicuas, según que ellos son lo uno o lo otro. Por lo menos es de toda evidencia, que las leyes deben hacer relación al Estado, y una vez admitido esto, no es menos evidente que las leyes son necesariamente buenas en los gobiernos puros, y viciosas en los gobiernos corrompidos.

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{76} Es la soberanía popular claramente expuesta.

{77} En Platón se encuentran ideas análogas. República, lib. X.

{78} En otros términos, la soberanía de la razón.


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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 3, páginas 101-105