Obras de Aristóteles Moral a Nicómaco 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 Patricio de Azcárate

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Moral a Nicómaco · libro quinto, capítulo VIII

De la intención como elemento necesario
del delito y de la injusticia

Siendo los actos conformes a la justicia y los actos injustos lo que acabamos de decir, sólo se comete un delito o se hace un acto justo cuando se obra voluntariamente, lo mismo en uno que en otro caso. Pero cuando se obra sin quererlo, no es uno justo ni injusto a no ser indirectamente; porque al obrar así sólo ha sido uno justo o injusto por accidente. Lo que hay de voluntario o involuntario en la acción es lo que constituye la iniquidad o la justicia. Si la acción es voluntaria, es justiciable; y sólo por esto es una falta, es una injusticia. Por consiguiente, un acto podrá tener algo de injusto, pero no será aún un acto injusto, un delito propiamente dicho, si no está hecho con intención. Cuando digo voluntario, entiendo, como ya he dicho antes, una cosa que hace uno con conocimiento de causa, en circunstancias que sólo dependen de él, y sin ignorar ni la persona a que esta cosa se refiere, ni el medio que emplea, ni el fin que se propone. Por ejemplo, citaré el caso en que se sabe a quién se maltrata, con qué instrumento, por qué causa, sin que se produzca ninguna de estas condiciones por accidente, ni por fuerza mayor, como si alguno cogiendo vuestra mano os precisase a [140] golpear a otro, porque en tal caso no pegaríais con voluntad ni dependería de vosotros el hecho. podría suceder que la persona golpeada fuese vuestro padre, y que el que cogió vuestro brazo supiese que iba a ser el golpeado uno de los presentes, pero ignorase que la persona golpeada fuese vuestro padre. Pueden hacerse otras hipótesis análogas en razón del motivo que hace obrar y de todas las demás circunstancias del acto. Desde el momento que se ignora lo que se hace, o que, aun no ignorándolo, el acto no depende de vosotros y os es impuesto por la fuerza, el acto es involuntario. Y así hay muchas cosas que están en el curso ordinario de la naturaleza, que nosotros hacemos y que sufrimos con pleno conocimiento de causa, sin que haya de nuestra parte nada de voluntario ni de involuntario: por ejemplo, envejecer y morir.

También en las acciones justas e injustas puede tener lugar el accidente. Si alguno, por ejemplo, entrega un depósito contra su voluntad bajo el imperio del temor, no podrá decirse que se conduce con justicia, ni que hace un acto justo, pues sólo lo es indirectamente y por accidente. Y lo mismo debe decirse del que se ve forzado por una necesidad absoluta y contra su voluntad a no volver un depósito, que no es injusto ni comete un delito sino accidentalmente.

Entre las acciones voluntarias, pueden distinguirse también las hechas sin preferencia y sin elección y las hechas como resultado de una elección ilustrada. Las acciones que hacemos con elección, son aquellas a que ha precedido deliberación. Por consiguiente, en las relaciones sociales se puede dañar a sus conciudadanos de tres maneras diferentes. En primer lugar, hay daños causados por ignorancia; los cuales son errores, que se verifican siempre que se obra sin saber contra quién, cómo, ni con qué fin se hace aquello que se hace; y así, no se quería golpear ni con esta cosa, ni a este hombre, ni por esta causa, pero el hecho se ha verificado de distinta manera que como se pensaba; por ejemplo, se lanza un proyectil, no para herir, sino para causar una pequeña picadura. O bien, no era esta la persona a quien se dirigía, ni tampoco era la manera como se la quería lastimar. Cuando el daño ha sido causado contra toda previsión racional, es una desgracia. Cuando no es este precisamente el caso, pero sin embargo no hay maldad, es una falta; porque el autor del accidente ha cometido una falta, si el principio del daño causado está en él, mientras que no es más [141] que una desgracia cuando el principio viene de fuera. En segundo lugar, cuando se obra con pleno conocimiento de causa, aunque sin premeditación, se comete un acto injusto, un delito; y en esta clase deben colocarse todos los accidentes que tienen lugar entre los hombres como resultado de la cólera y de todas las pasiones que son necesarias o naturales en nosotros. Causando tales daños y cometiendo tales faltas, se hacen indudablemente actos injustos, que sin duda son injusticias; pero no por esto es el hombre que las comete esencialmente injusto, ni malo; porque el daño no procede precisamente de la perversidad de los que le causan. En fin, cuando por lo contrario se obra con designio premeditado, es uno completamente culpable y perverso. Encuentro que con mucha razón no se tienen por premeditadas las acciones cometidas bajo el influjo de los arrebatos del corazón; porque muchas veces la verdadera causa de la acción no es tanto el que obra por cólera, como el que la ha provocado. En estas circunstancias no se discute ordinariamente sobre la realidad o la falsedad de la acción; sólo se discute sobre su justicia, porque la cólera habitualmente no sale de quicio sino a la vista de una injusticia sufrida o que se cree cierta. En estos casos no se discute sobre el hecho, como sucede en el cumplimiento de los contratos en los cuales precisamente uno de los contratantes es hombre de mala fe, a menos que no se trate de un simple olvido. Pero en el presente caso no cabe desacuerdo acerca del hecho, y sólo se disputa sobre su justicia. El que ha atacado, no lo niega; así que lo que uno de los querellantes sostiene es que se le ha faltado, y el otro sostiene que no.

Si se daña a otro con intención, se comete una injusticia; y el que comete injusticias de este género es verdaderamente injusto, ya peque su acción contra la proporción o contra la simple igualdad. Una observación análoga puede hacerse respecto al hombre justo. Es verdaderamente justo, cuando realiza un acto justo después de una resolución anterior; y la acción no es justa sino en cuanto es voluntaria y libre. Respecto a los daños involuntarios, los unos son perdonables y otros no lo son. En efecto, se pueden perdonar todas las faltas que se cometen ignorando que se cometen, y lo mismo las que son efecto de la ignorancia. Pero todas las faltas que se cometen, no precisamente por ignorancia, sino por la obcecación de una pasión que no es natural, ni digna del hombre, son faltas imperdonables.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 139-141