Filosofía en español 
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Tomo quinto Discurso nono

Nuevas Paradojas Físicas

1. No hay materia alguna tan acomodada para humillar el orgullo del espíritu humano, como las que son objeto de la Física. Dos mil años ha (dejando aparte lo que pudo trabajarse en los siglos anteriores, de que no tenemos clara y positiva noticia) que muchísimos hombres de grande ingenio cultivan con bastante aplicación esta facultad. Y en la mayor parte de este largo espacio de tiempo ¿qué se ha adelantado en ella? Muy cerca de nada. Todo fue establecer, o seguir máximas que la experiencia ayudada de una atenta meditación descubre falsas o inciertas. En el segundo Tomo hemos desengañado de algunas de las que se juzgaban más seguras. En este Discurso intentamos desterrar otras, que no se reputan menos constantes. [189]

Paradoja Primera
El Fuego elemental es pesado
§. I

2. Esta Paradoja consta de los mismos experimentos con que en el Discurso duodécimo probaremos que la luz tiene peso: pues si el fuego celeste que es mucho más puro, es pesado, ¿quién negará esta propiedad al elemental? Fuera de que los experimentos de Boyle que propondremos allá, derechamente prueban del fuego elemental.

3. Añadimos ahora para confirmación otros experimentos: El primero es de los materiales con que se hacen los platos, y demás vasijas que llaman de Talavera; de los cuales es experiencia constante, que al calcinarse se aumentan considerablemente en el peso, y tanto más, cuanto más se calcinan: de modo, que los Artífices, por el mayor o menor aumento de peso, conocen los más o menos grados de calcinación. El segundo es de los ladrillos con que se forman los hornos, los cuales, después de servir algún tiempo, pesan más que antes: siendo así, que parece habían de quedar algo más leves, por evaporar el fuego alguna porcioncilla de humedad que restase embebida en sus poros. En uno y otro experimento no parece otra materia a que atribuir el aumento de peso, sino a las partículas del fuego introducidas en los materiales de las vasijas, y en los ladrillos. Por consiguiente las partículas del fuego son pesadas. [190]

Paradoja Segunda
No hay humedad, y sequedad, cualidades
§. II

4. Esta es una cosa tan clara, que no puedo dejar de admirarme de que hombres de razón hayan introducido tales cualidades en la Filosofía, y dádoles tanta parte en la naturaleza, que sin ellas faltarían todos los mixtos, y todos los elementos. La humedad no es cualidad o accidente, sino substancia, la cual, no sólo en sí recibe esta denominación, más también la comunica a los cuerpos secos, en cuyos poros se introduce. Coge un poco de tierra perfectamente desecada, conjura contra ella cuantos agentes hay en toda la naturaleza; no lograrás humedecerlas, a menos que la rocíes con agua, o con otro licor que introduciéndose en los poros, o intersticios la ponga húmeda. Asimismo para desecarla no es menester introducir alguna cualidad, sí sólo sacar por vía de evaporación aquella substancia líquida de sus poros.

5. Hácese esto palpable contra los Aristotélicos en la desecación de los cuerpos húmedos, hecha por el viento. No es el viento otra cosa que el aire impelido. El aire es húmedo, y aún más húmedo que el agua, según la Escuela Peripatética. Luego no puede desecar, produciendo en los cuerpos húmedos la cualidad que llaman sequedad; porque ¿cómo ha de producir una cualidad perfectamente contraria a la que domina en él? ¿Cómo los deseca pues? Expeliendo con repetidos embates, y disipando en menudas partículas de vapor aquella substancia líquida que estaba introducida y repartida en los poros o intersticios de los cuerpos. Esto es tan visible, que agraviaríamos al Lector si nos detuviésemos más en probar el asunto. [191]

Paradoja Tercera
El ambiente impelido no enfría más que el que está quieto
§. III

6. Esta Paradoja moverá sin duda o a admiración o a risa a cualquiera que la lea, por ser tan universal la experiencia que al parecer acredita evidentemente lo contrario. Todos ven que el ambiente cálido del Estío, estando quieto nos acalora, y movido con un abanico u otro cualquiera cuerpo, nos refresca: que el mismo aire que respiramos, aunque sale cálido de nuestras entrañas, impelido con fuerza contra la mano, la enfría: que lo mismo sucede respecto de cualquier licor que sale cálido del fuego; y así, el modo más fácil de templar el caldo cuando está muy caliente, es soplarle.

7. Sin embargo, la Paradoja es verdaderísima. Propongo en prueba de ella un experimento claro: Sóplese con unos fuelles cuanto se quiera contra la bola de un Termómetro: no bajará el licor poco ni mucho; y bajaría precisamente, si el Termómetro se enfriase. Esto sucede constantemente en cualquier grado de frío o de calor, en que esté el espíritu contenido en el Termómetro. Sólo es menester la precaución de que los fuelles, antes de hacer el experimento, estén algún tiempo en la misma cuadra donde está el Termómetro, porque si estuviesen expuestos a otro ambiente más frío, con la frialdad adquirida enfriarían algo el mismo ambiente que reciben y soplan, por consiguiente el soplo enfriaría levemente el Termómetro.

8. Porque no todos tienen a mano Termómetros para hacer este experimento, digo, que lo mismo sucederá universalmente soplando, o con fuelles o con la respiración propia cualquiera cuerpos, de quienes no salgan efluvios [192] cálidos, como informará manifiestamente el tacto. En esta excepción de cuerpos de quienes no salgan efluvios cálidos, empiezo a mostrar la clave con que se descifra el misterio de esta Paradoja, y la solución con que se desata el nudo de la dificultad que ocasionan los experimentos, al parecer encontrados.

9. Digo, pues, que el aire impelido no hace otra cosa que apartar los efluvios cálidos de la superficie de los cuerpos de donde emanan, los cuales con su contigüidad, o inmediación conservaban o fomentaban el calor de los mismos cuerpos. Nuestros cuerpos, por ejemplo, incesantemente están expirando gran cantidad de estos efluvios, de modo, que siempre están ceñidos de una Atmósfera de exalaciones y vapores, que saliendo calientes del cuerpo, conservan algún tiempo el calor; por consiguiente defienden el frío del ambiente externo la superficie de los miembros. Lo que hace, pues, el aire impelido, es remover esta causa conservante del calor, y entretanto reciben los cuerpos en su superficie aquel grado de frío, y no mayor, que es capaz de producir el mismo ambiente quieto, no estorbado de la Atmósfera cálida.

10. La explicación de este Fenómeno me conduce a la de otro también muy trivial. El que mete las manos en nieve, o en agua muy fría, y las detiene en ellas un rato, retirándolas después, en breve tiempo las siente mucho más calientes que estaban antes. Pregúntase la causa de esto. Respondo, que la nieve, entretanto que duró su contacto, apretando los poros estorbó la emanación de los efluvios; de aquí se sigue, que después que la nieve se aparta salen en mucha mayor copia, a que es consiguiente el mayor calor de la mano. [193]

Paradoja Cuarta
La agua al helarse no se condensa, antes se enrarece
§. IV

11. No pocos extrañarán esta Paradoja poco menos que la pasada. Pero la experiencia que la convence, es fácil de hacer. Póngase el agua a helar en una vasija de bastante buque, y de cuello largo y estrecho. Veráse, que después de helada sube en el cuello algo más arriba de la línea que tocaba antes de helarse: luego ocupa mayor espacio, y por consiguiente está más rara o más enrarecida que antes.

12. Quien no quisiere fatigarse en hacer este experimento, sin él podrá persuadirse a la verdad de la Paradoja, sólo con observar que el hielo nada sobre el agua líquida: luego es más leve, y por consiguiente más raro.

13. La masa de esta rarefacción, o dilatación del agua cuando se hiela, es de muy difícil averiguación. Dos conjeturas racionales puede hacerse. La primera, que muchas partículas sutilísimas de nitro, o espíritus nitrosos, más leves específicamente que el agua, se introducen por sus poros, las cuales los dilatan. Esta conjetura se funda en la opinión hoy muy recibida, de que el nitro es causa de todas las congelaciones. La segunda es, que poniéndose rígidas las partículas del agua, es verosímil que algunas se desunan o desvíen algo de sus vecinas, y el aire contenido dentro del agua se dilate en aquellos intersticios. Esta segunda conjetura me parece es la que acierta con la verdad, por la experiencia que hay de que si se hiela el agua, a quien se extrajo el aire en la máquina Pneumática, no se dilata, antes se reduce a menor espacio. Testifica de esta experiencia Mr. Hartsoeker en sus principios de Física. [194]

Paradoja Quinta
El aire en tiempo sereno está más pesado que en tiempo lluvioso
§. V

14. Esta Paradoja ya dejó de serlo para todos los que han notado los movimientos del mercurio en el Barómetro; y saben, que así como la causa de su suspensión en el Tubo es el peso del aire, la de elevarse un poco más en el aumento de aquel peso, y la causa de descender algo, es la disminución del mismo peso. Remitímonos a lo dicho en el Discurso undécimo de nuestro segundo Tomo, donde tratamos del peso del aire, para excusarnos aquí de explicar cómo este peso hace subir los licores en los Tubos, y los tiene suspensos en ellos. Pero en nuestra Nación son tan pocos los que tienen noticia de los experimentos y observaciones hechas en el Barómetro, que la conclusión propuesta tiene en España todo el rigor de Paradoja.

15. Es así, que cuando no lo impiden otras causas, en tiempo lluvioso baja algo el mercurio de la altura mediana en el Tubo, y en tiempo sereno sube algo de ella. He dicho cuando no lo impiden otras causas, porque no es una sola, sino varias, las que aumentan o disminuyen el peso del aire. Así sucede muchas veces concurrir dos causas encontradas, una que aumenta el peso, otra que le disminuye; de modo, que se equilibran las dos, y el mercurio no hace movimiento alguno. Lo más ordinario, pues, es, que el mercurio desciende algo en tiempo lluvioso, y sube algo habiendo serenidad, o cuando está próxima. Y lo que yo puedo asegurar es, que nunca le vi subir en el lluvioso, ni baja en el sereno. Siendo, pues, constante, que el mercurio sube cuando el aire le grava con mayor peso, y baja cuando le oprime con menor peso, es evidente [195] la consecuencia de que el aire lluvioso pesa menos que el sereno.

16. La dificultad toda, y grande a la verdad, está en señalar la causa de esto; pues al parecer debía suceder lo contrario, como se muestra en este raciocinio: El agua es más pesada que el aire: luego las partículas de agua, que mezcladas con el aire constituyen el tiempo lluvioso, son más pesadas que otras partículas de aire de igual volumen: luego tomando igual volumen de uno y otro, el todo heterogéneo, compuesto de aire y partículas de agua, es más pesado que el todo homogéneo que constase sólo de aire. Aquel todo es el que constituye el tiempo lluvioso, y éste el sereno: luego &c. ¡Qué argumento al parece tan bien formado! Sin embargo, en él se ve lo que en otros muchos, que los más plausibles raciocinios en materia de Física no tocan a la naturaleza en el pelo de la ropa, si no van ligados a las observaciones de la experiencia.

17. El celebrado Barón de Leibnitz, según se refiere en la Historia de la Academia Real de las Ciencias del año 1711, tiene la gloria de haber descifrado el enigma, descubriendo con suma sutileza la causa de la menor pesantez del aire en el tiempo de lluvia. Como yo no podré explicar su pensamiento, y la experiencia que le comprueba, ni con mayor exactitud, ni con más claridad que la explica el sabio Historiador de la Academia, usaré sus mismas voces, trasladadas del Francés al Español.

18. «Dice Mr. Leibnitz, que un cuerpo extraño que está en líquido, pesa con el líquido y hace parte de su peso total, entretanto que es sostenido en él; pero si cesa de serlo y por consiguiente cae, su peso cesa ya de ser parte del peso del líquido, con que éste viene a pesar menos. Esto por sí mismo se aplica a las partículas de agua. Ellas aumentan el peso del aire, siendo sostenidas en él, y le disminuyen cuando el aire deja de sostenerlas; y como puede suceder muchas veces que las partículas de agua más elevadas caigan algún tiempo [196] considerable antes que se junten a las inferiores, la pesantez del aire se disminuye antes que llueva, y por consiguiente baja el mercurio en el Barómetro.»

19. «Este nuevo principio de Mr. Leibnitz puede sorprender; por qué el cuerpo extraño, que está en el líquido, ¿no es preciso que siempre pese, o sea sostenido, o no? ¿Y puede pesar sobre otro fondo, que aquel mismo donde es sostenido el líquido? ¿Este fondo deja de ser el sustentante del cuerpo extraño; y el cuerpo mismo al caer, no es siempre parte del líquido en cuanto al efecto de la pesantez? Si fuese así, cuando se hace una precipitación química, el total de la materia pesaría menos, lo que jamás se ha observado, ni parece creíble.»

«Sin embargo de estas objeciones, el principio subsiste, si se examina de más cerca. Lo que sustenta un cuerpo pesado es comprimido por él: una mesa, por ejemplo, que sostiene una masa de hierro de una libra, es comprimida por ella; y no por otra razón, sino porque sostiene o resiste toda la acción y esfuerzo que la causa de su pesantez, sea la que fuere, ejerce sobre esta masa de hierro para impelerla más abajo. Si la mesa cediese obedeciendo a la acción de esta causa de la pesantez, no sería comprimida ni sustentaría nada. Del mismo modo el fondo de un vaso que contiene un líquido, se opone a toda la acción de la causa de la pesantez contra este cuerpo, que estando en equilibrio con el líquido, viene a ser en cuanto a esto parte de él. Así el fondo es comprimido por el líquido y por el cuerpo extraño, y los sostiene a entrambos. Mas si este cuerpo cae, obedece a la acción de la pesantez, por consiguiente el fondo cesa de sostenerle, ni le sostendría ya, hasta que el cuerpo haya llegado a él. Durante, pues, todo el tiempo del descenso, el fondo es aliviado del peso de este cuerpo, el cual no es entonces sostenido por cosa alguna, sino impelido por la causa de la pesantez, a la cual nada le estorba de ceder.»

20. «Mons. de Leibnitz, para apoyar su idea, proponía [197] la siguiente experiencia: átense a las dos extremidades de un hilo dos cuerpos, el uno más pesado, el otro más leve que el agua; pero de tal modo proporcionados respectivamente en el peso, que entrambos juntos floten sobre el agua. Métanse así en un Tubo lleno de agua, el cual se ha de suspender de una balanza en perfecto equilibrio con otro peso: córtese luego el hilo donde están atados los dos cuerpos de desigual peso, lo que obligará al más pesado a caer. Aseguraba Leibnitz, que mientras aquel cuerpo caiga, el Tubo no estará en equilibrio con el cuerpo pendiente de la otra extremidad de la balanza; antes éste hará subir el Tubo, por hallarse éste aliviado del peso del cuerpo que desciende en él. Ya se deja ver que el Tubo debe ser bastantemente largo, a fin de que el cuerpo que cae, no llegue al fondo antes que el Tubo tenga tiempo de ascender en la balanza. En las precipitaciones químicas los vasos son poco largos, o las materias se precipitan muy prontamente, y tal vez con demasiada lentitud; porque entonces los corpúsculos que descienden, están siempre en equilibrio sensiblemente con el licor que los contiene.»

21. «Mr. Ramazzini, famoso Profesor de Padua, a quien M. Leibnitz había propuesto su experiencia, la hizo, y correspondió el efecto prometido por su Autor. Del mismo modo correspondió a Mr. de Reaumur, a quien la Academia había encomendado hacer el mismo experimento. Y ve aquí un nuevo descubrimiento físico, aunque tiene conexión con un principio muy conocido, muy delicado y exquisito sin duda, y que nos da motivo para temer, que en las materias que juzgamos penetrar más, se nos esconden muchas cosas.»

22. Parecióme justo poner con toda la extensión necesaria la explicación del fenómeno propuesto; ya porque es del asunto de la Paradoja; ya porque lograse el Lector una idea tan ingeniosa, tan bella, y juntamente tan sólida; ya en fin por ser sumamente oportuna a uno [198] de los designios universales de nuestra obra, que es introducir una prudente desconfianza de los discursos más recibidos en materias de Física.

Paradoja Sexta
El calor de la sangre no es generalmente necesario para la vida de los animales
§. VI

23. Hay animales, cuya sangre en su estado natural es fría: luego se verifica la Paradoja. El antecedente tiene por fiador, en primer lugar, al Padre Carlos Plumier, sabio Mínimo, y uno de los grandes exploradores de la Naturaleza, que hubo en estos últimos tiempos. Este aplicado y docto Religioso, que por orden del gran Luis Decimocuarto hizo diferentes viajes a la América, a fin de enriquecer con sus observaciones la Historia Natural de aquellos Países, tuvo en uno de ellos la oportunidad de asistir a la pesca de Tortugas que se hacía en una de las Islas Antillas. Son las Tortugas de aquel Mar de exquisita grandeza. Recogieron buena cantidad de ellas vivas en el Navío, donde, desde aquella Isla volvió el Padre Plumier a la Martinica. Sucedió, que siendo más prolijo de lo que se podía esperar el viaje, por ser contrario el temporal, llegó a faltarles el agua. En esta penuria les ocurrió socorrer la sed con la sangre de una Tortuga (era la única que había quedado viva); y aquí entra lo que hace a nuestro propósito. La sangre sacada de la Tortuga viva se halló al tacto de la mano, y a la experiencia del paladar, fría en aquel grado de frialdad que tiene el agua de las fuentes comunes de Europa. Esta es la expresión del Padre Plumier, sujeto dignísimo de toda fe, siendo notorio en toda la Francia, que en nada fueron inferiores su virtud y religiosidad a su sabiduría. Es en segundo lugar fiador de [199] la Paradoja el noble Físico Francisco Redi, el cual testifica asimismo en el tratado de Animalculis vivis, &c. haber hallado fría la sangre de las Tortugas.

24. A este fundamento experimental añadiremos una prueba Teórica. El calor de la sangre proviene, según los Físicos, del movimiento fermentativo de sus partículas heterogéneas. Supongo, que este movimiento fermentativo es preciso en toda sangre; pero puede haberle sin calor sensible, como se ve en las fermentaciones artificiales que llaman los Químicos frías; y aun en las naturales de los vegetables. Una manzana (pongo por ejemplo) está en continua fermentación desde que nace hasta que se pudre, y la encuentre siempre el tacto fresca, a menos que la caliente el Sol o el fuego. ¿Pues por qué en la sangre de algunos animales no podía haber movimiento fermentativo sin calor sensible, y aun con frío manifiesto? El ser fría o cálida la fermentación, depende precisamente de ser el movimiento fermentativo más o menos lento; y es naturalísimo, que para la conservación de la vida de muchos animales se requiera un movimiento fermentativo tan lento, que la sangre parezca al tacto fría. ¿Cuánta diversidad hay en la sangre de unas especies a otras? Aun dentro de la nuestra es notabilísima, como se ha observado mil veces. Las experiencias de la transfusión han mostrado, que la sangre más bien condicionada de un hombre sanísimo trasladada a las venas de un enfermizo, en vez de corroborarle, le daña. ¿Por qué esto, sino porque cada temperamento especial pide especial mixtión, configuración, y textura de las partículas de la sangre? Es manifiesto, que a diferente mixtión corresponde diferente movimiento fermentativo; de suerte, que es más o menos veloz, según la naturaleza, y dosis respectiva de las partículas heterogéneas, que componen el líquido. Luego en unos animales es más tardo que en otros el movimiento fermentativo de la sangre. Supuesto este principio, que es inconcuso, es verosímil en supremo grado que siendo diferentísima la constitución y temperamento en varias especies de animales, [200] se fermente en algunos la sangre con movimiento tan tardo, que a la experiencia del tacto se halle fría como el agua de las fuentes.

25. Nótese, que en esta Paradoja y sus pruebas tomamos el calor y el frío según la acepción vulgar: esto es, hablamos del calor y frío sensibles. Pues hablando en rigor filosófico, no hay licor alguno, por frío que esté, en quien no haya algunos grados de calor, por lo menos entretando que es licor, o se conserva fluido. Si faltase todo calor, sin duda se congelaría. Pero en el idioma común se llama frío todo lo que es menos caliente que el órgano de nuestro tacto.

Paradoja Séptima
La vida de un animal puede absolutamente subsistir faltando el cerebro
§. VII

26. Pruébase lo primero con dos observaciones del citado Redi, hechas en dos Tortugas. A la una abriéndola la cabeza, la quitó enteramente el cerebro: cerrose por sí misma la herida, y la Tortuga vivió y se movió después por espacio de seis meses. A la otra quitó, no sólo el cerebro, mas toda la cabeza, y vivió veintitrés días. Pruébase lo segundo con otras dos observaciones, manifestadas en la Academia Real de las Ciencias. La primera en el año de 1703 de un Buey degollado en el Matadero, a quien se halló el cerebro casi todo petrificado, el cual sin embargo estaba en el tiempo próximo a su muerte, gordo y vigoroso, cuanto cabe. La segunda, que es mucho más decisiva, en el año de 1711, de un niño, que nació en el término regular, y vivió después dos horas, siendo así que le faltaban enteramente, así el cerebro, como la médula espinal. En Bartolino se lee de otro Buey [201] que también tenía petrificado el cerebro: bien que éste estaba muy lánguido, y flaco. Y en las observaciones de Vander Wiél, de otro niño nacido sin cerebro, que se movió por veinticuatro horas.

27. De las observaciones que prueban esta Paradoja, se infiere otra: o bien que los espíritus animales no tienen por patria ni por parte mandante el cerebro, o que sin dichos espíritus ejercen los animales sus movimientos. ¡O qué lejos está aun la Filosofía de conocer la naturaleza!

Paradoja Octava
Los Peces respiran, y sin aire no pueden vivir
§. VIII

28. Como se pruebe la segunda parte de la Paradoja, está probada la primera. Algunos Físicos modernos prueban aquella por la necesidad del nitro aéreo, para animar y mover la sangre. Dicen, que sin la comunicación de este nitro, o espíritu nitroso que está repartido por todo el ambiente que respiramos, o sin Su mixtión continuada a la masa sanguinaria, ésta quedaría inerte, coagulada, y sin movimiento alguno. Ni el aire que respiramos, juzgan, por su propia substancia tenga conducencia alguna para la conservación de la vida, sí sólo por este espíritu nitroso, que mezclado consigo, nos introduce en las entrañas. Como, pues, los peces (lo mismo de todas las demás especies del Reino animal) no puedan vivir sin la fluidez y movimiento circulatorio, y fermentativo de la sangre, infieren, que todos necesitan del aire comunicado a la sangre por medio de la respiración.

29. Los supuestos en que se funda este Discurso, conviene saber, la existencia del nitro aéreo, y su necesidad y actividad para licuar y mover la sangre, se fundan en muy razonables conjeturas. Mas como en materias Físicas desconfiamos de todo raciocinio que no tiene por fiadora [202] suya a la experiencia; y por otra parte muchos Filósofos atribuyen a otras y diferentes causas la necesidad de la respiración, sin meternos con el nitro aéreo, o prescindiendo de él como también de las opiniones de los demás Filósofos, a la luz de la experiencia descubriremos como los peces necesitan de aire para vivir. Esta experiencia se hace en la máquina Pneumática, donde introducido cualquiera pez con el agua necesaria, muere luego que se evacua el aire contenido en la cavidad de la máquina. Donde se advierte, que también se evacua el que estaba contenido y enredado en los poros del agua, como se ve claramente en las ampollitas de agua llenas de aire, que durante el ejercicio de la evacuación van subiendo a la superficie del agua, y allí se rompen.

30. Esta experiencia, que se ha repetido muchas veces, prueba cuanto hemos menester para el asunto; esto es, la existencia del aire en el agua, y que los peces necesitan de este aire para vivir.

31. ¿Pero cómo usan los peces de este aire, o cómo le respiran, constando por su anatomía que carecen de pulmones? Algunos Físicos que estudiaron con cuidado esta materia, han hallado que las agallas hacen en ellos el oficio de pulmones. Sobre todo, Mr. Du-Vernei, de la Academia Real de las Ciencias, que anatomizó con exactísima diligencia un pez en orden a este asunto, encontró toda la mecánica de los órganos necesarios, proporcionadísima para el efecto de inspirar el aire contenido en el agua por muchos tenuísimos agujeros repartidos en las agallas, adonde corresponden muchas delicadas ramificaciones de una arteria, que del corazón se encamina a aquellas partes; del mismo modo que en los animales que tienen pulmón, la sangre dividida en muchas sutiles ramificaciones llega a tomar el aire de las vesículas de aquella entraña. Absténgome de proponer más por menudo la descripción hecha por dicho Académico, por ser prolija. Hállase en las Memorias de la Academia Real de las Ciencias del año 1701. Absténgome también de explicar el uso del aire [203] mezclado con la sangre, porque esto está en opiniones. Unos dicen, que para refrigerarla; los cuales suponen, que sería nimia su efervescencia a faltarle este refrigerio, lo que no es creíble. Otros, que para depurarla de sus heces. Otros, que para engendrar los espíritus. Otros dicen, que no la substancia del aire, sino el espíritu nitroso, como ya insinuamos arriba, es el que se mezcla con la sangre. Otros (lo que acaso coincide en lo mismo) que es una quinta esencia del aire, la que se extrae de él y se comunica a la sangre.

32. Opondráseme contra esta Paradoja, que los peces mueren sacándolos del agua al aire. Respondo, que los mata el aire, no por ser aire, sino por ser mucho el que entra por los infinitos agujerillos que tienen en las agallas. Mientras están en el agua entra precisamente el aire suficiente, que es el que se desprende en partículas minutísimas de las partículas de agua, que llegan a tocar en aquellos agujeros; pero colocados en el ambiente, entra éste en mucho mayor copia sin embarazo alguno, y con entera libertad.

Paradoja Nona
Los insectos son animales perfectos
§. IX

33. Aunque no convienen todos los Filósofos en la significación de la voz insectos, y unos le dan una, y otros otra, parece se conforman en dar este nombre a todos aquellos animales que carecen de huesos y de sangre.

34. Estos pobres animalejos han sido desgraciados en la opinión común, que los tiene por animales imperfectos. Y no sé por qué; pues lo primero, si se mira metafísicamente la cosa, es imposible que haya animal alguno imperfecto por su especie. Lo cual pruebo así: Es imposible que haya alguna especie de animal, a quien no se contraiga [204] la razón genérica unívoca de animal: luego es imposible que haya alguna, a quien no se contraiga la perfección genérica de animal. Esto basta para todos por su especie sean perfectos animales; luego, &c. Los Lógicos, y Metafísicos ya ven toda la fuerza de este argumento, y que no hay en el proposición que necesite de prueba, o que no tenga la prueba muy fácil. Vamos ahora a razones más físicas y sensibles, que sobre ser más eficaces se acomodan también a Escolásticos y no Escolásticos.

35. La pretendida imperfección de los insectos, o se ha de hallar en el cuerpo, o en el alma. Digo que ni en uno ni en otro. Y empezando por el alma (no nos oiga Descartes) cito a Aristóteles, que en el lib. 9 de la Historia de los Animales, cap. 38, y siguientes, reconoce en muchos insectos industria superior a la de todos los animales. ¿Pero qué es menester para esto la autoridad de Aristóteles? ¿No está a los ojos de tos la incomparable sagaz actividad de las hormigas, y las abejas? ¿En qué especie de brutos de los que llaman perfectos, hay aquel orden tan concertado de República como en las dos nombradas? Sobre todo las abejas fueron siempre el asombro de cuantos se aplicaron a contemplar su cabalísimo gobierno. Hoy lo son más, después de las recientes observaciones del sabio Francés Mr. Maraldi, que redujo a dulce armonía otro docto Francés el Padre Jacabo Vaniere, de la Compañía de Jesús, en su Poema Latino, intitulado Apes.

36. Con cuya ocasión advierto ser falsa aquella especie que vulgarmente corre, de que habiendo querido un curioso averiguar toda la política y economía de las abejas, las introdujo en una colmena de vidrio, cuya diafanidad permitiría registrar cuanto pasase dentro; pero lo primero que ellas hicieron, fue dar un baño de cera a toda la superficie interior de la colmena, con que cerraron el paso a la vista del curioso explorador. Digo que esta especie es falsa; pues el señor Miraldi no se valió de otro medio que del expresado, para informarse por sus ojos de toda la conducta de las abejas, y lo logró con felicidad; no habiendo [205] puesto aquella inocente grey algún estorbo a su examen.

37. Por medio, pues, de la colmena de vidrio, observó prolijamente el Señor Miraldi todo el proceder de las abejas; y no sólo halló verificado lo más maravilloso que Virgilio, y Plinio habían escrito de ellas, más aún descubrió nuevas maravillas. En efecto, ellas son admirables en todas las cuatro partes conducentes a la felicidad de una República, gobierno Económico, Político, Militar, e industria Mecánica. No es razón detenerme en la relación de las nuevas observaciones del señor Miraldi; pero tampoco callaré un suceso gracioso, de que él fue testigo. Entróse un caracol en la colmena: tocaron al arma las abejas: acudieron todas, y a picaduras quitaron la vida al disforme huésped. Advirtieron luego, que el cadáver corrompido había de llenar de hedor y horror toda su habitación; pero también vieron que no tenían fuerzas para conducir fuera de ella tan pesada mole. ¿Qué remedio o arbitrio tomarían? El que podía sugerir la sagacidad del hombre más ingenioso. Juntando bastante copia de cera, incrustaron con ella toda la circunferencia del cascarón (habíase metido en él el caracol al verse acosado de las picaduras), y de este modo prohibieron que las infestase el hedor del cadáver. Oigamos tan peregrino suceso al Padre Vaniere:

Cum tectis vis nulla foras efferre valeret,
Viribus ingenium subvenit: prodiga cerae
Turba ruit, cocleam incrustat, conditque cadaver
Hoc veluti tumulo, tetrum ne afflaret odorem.

38. Lo que se ha dicho de hormigas, y abejas, basta para vindicar el honor de los insectos por la parte del alma; pues asegurados de que hay alguna o algunas especies de insectos de tan sagaz conocimiento, o llamémosle instinto, como los más industriosos y sagaces animales que hay entre las especies de los que llaman perfectos, se hace evidente, que los insectos, por tales, no son de menos noble alma que los de las otras especies.

39. Por la parte del cuerpo, lo primero que se ofrece a [206] la consideración, es, que su organización y textura debe ser la más perfecta, porque retiene el alma con lazo más firme. Esto se ve en que todos o los más viven algún tiempo considerable, aun después que los han dividido en varios trozos. Ni puede negarse que esta sea una gran ventaja, ni que esta ventaja provenga de la excelencia de la organización.

40. A vista de esto, ¿qué importará que carezcan de sangre y huesos, ni que les falten, como comúnmente se siente, algunas de las entrañas más nobles que hay en los demás animales, cuales son el corazón y los pulmones? ¿Qué importa, digo, si esas partes no les hacen falta alguna, y en lugar de ellas tienen otras que las suplen con ventajas? Esas partes en los demás animales son nobilísimas, porque son necesarísimas: en ellos serían vilísimas, porque son superfluas. Generalmente deben ser estimadas por mejores partes en cuerpo animado aquellas que más conducen para la conservación de la vida; y tales son las de los insectos, pues la conservan divididas unas de otras mucho más tiempo que las de los animales que llaman perfectos.

41. Fuera de que los supuestos hechos (a la reserva de los huesos) son en parte falsos, en parte dudosos. Nadie niega a los insectos un humor análogo a la sangre que circula, y hace los mismos oficios que la sangre en los demás animales. ¿Y por qué se podrá llamar sangre ese humor? A poca reflexión que se haga, se ve, que esta viene a ser una pura cuestión de nombre. Toda la diversidad que percibimos entre aquel humor y la sangre, es, que aquel es blanco, y la sangre roja. ¿Y la diversidad de color es específica, o la infiere? De ningún modo. Serían a esa cuenta distintos específicamente los Etíopes de los Alemanes. Mas es, que según los Anatómicos modernos, el color rojo no es propio del licor sanguíneo, sino de unos muy menudos glóbulos que nadan en él, y se registran con el Microscopio. Separados los glóbulos, resta todo lo que es licor, y este es blanco.

42. Por lo que mira al pulmón, está averiguado que [207] los insectos, no sólo tienen uno sino muchos repartidos por todo el ámbito del cuerpo. Esto es, se ha observado que tienen en varias partes unos agujerillos (al modo que arriba dijimos de los que hay en las agallas de los peces) por donde el aire se introduce y comunica a aquel licor que es sangre, o hace en ellos el oficio de sangre. De aquí es, que metiéndolos en aceite luego mueren, porque el aceite cierra aquellos conductos, y quitando la entrada al aire los priva de la respiración.

43. Del corazón no faltan quienes digan con mucha probabilidad lo mismo que acabamos de decir del pulmón: esto es, que no sólo tienen uno sino muchos corazones. El señor Nicolás Andri, Doctor en Medicina de la Facultad de París, en un tratado excelente que escribió sobre la generación de los gusanos en el cuerpo humano, testifica que con el Microscopio se han descubierto en algunas especies de insectos muchos corazones, asimismo como muchos pulmones. En los gusanos de seda, por ejemplo, se halla (digámoslo así) una continuada cadena de corazones desde la cabeza hasta la cola. Y el famoso Físico Francisco Redi halló lo mismo en la Escolopendra terrestre, en quien contó hasta veinte corazones. Pero el mismo Redi, en los limazones y otros insectos no halló más de un corazón. Así unos tienen uno solo, otros muchos; pero ninguno carece de esta parte príncipe, o simple o multiplicada, según el testimonio de los grandes observadores que acabamos de citar.

44. Es verosímil que tengan muchos corazones todas aquellas especies de insectos, que viven y mueven después de destrozados, aunque no en todos se haya hecho la misma observación; pues no puede discurrirse causa más proporcionada para aquella conservación de vida, que el que cada parte dividida tenga su corazón, y pulmón parciales, los cuales puedan servirles para las funciones vitales por algún tiempo.

45. Pero aun fuera de la división de las partes, muestran la tenacidad con que en fuerza de su buena textura tienen [208] asida la vida, en los experimentos que con ellos se han hecho en la máquina Pneumática. Roberto Boyle, que hizo muchos con varios insectos, y con otros animales que no lo eran testifica, que siempre aquellos resistían mucho más tiempo que éstos la evacuación del aire, y tardaban mucho más en morir, con el notable exceso que hay de dos o tres horas, a cinco o seis minutos. Si hubiera notado esta gran vivacidad de los insectos el célebre satírico Francés Nicolás Boyleau, no los hubiera dado, contra toda razón, el despreciable epíteto de medio vivos, o medio vivientes:

Un insecte rempant, qui ne vit qu'a demi.

46. Si la naturaleza concedió a los cuerpos de los insectos una constitución ventajosa para la conservación del individuo, no anduvo menos generosa con ellos en orden a la conservación de la especie. Sólo este género de animales logra la ventaja de que en cada individuo se junte la perfección de los dos sexos, con ejercicio de uno y otro. Esto es lo que han reconocido algunos Filósofos experimentales de estos tiempos, como Mr. Duvernei, y Mr. Poupart, de la Academia Real de las Ciencias, en los limazones, en los gusanos de tierra, en los que se crían en los intestinos de los hombres, y en otras especies de insectos. Lo más admirables es, que siempre que se juntan dos individuos de la misma especie para el fin de la propagación, resultan dos generaciones, porque la unión es duplicada, usando cada uno al mismo tiempo de los órganos de ambos sexos en correspondencia recíproca de sus correlativos. Esto deponen hombres sabios, que no sólo fueron testigos oculares del hecho, mas con riguroso examen Anatómico descubrieron en cada individuo los órganos que distinguen los dos sexos.

47. Opondráseme acaso, que los Hermafroditas son monstruos: luego por eso mismo imperfectos. Respondo lo primero, que el antecedente es muy incierto. Paulo Zaquías (Quaest. Medic. Legal. lib. 7, tit. I quaest. 7) con otros muchos Autores, y graves fundamentos afirma lo contrario. Respondo lo segundo, permitiendo que sean monstruos [209] aquellos en quienes el órgano de alguno de los dos sexos es inútil, como de hecho sucede en todos los de la especie humana. Así lo enseña Aristóteles (lib. 4 de Generat. Anim. cap. 4) a quien siguen comúnmente Filósofos, y Médicos. Y aún añaden, que así en uno como en otro órgano, son comúnmente infecundos. Digo, que puede permitirse que sean monstruos éstos, pues por lo menos es imperfección tener un órgano superfluo. Pero si ambos órganos fuesen fecundos, ¿cómo podrá negarse, que una duplicada fecundidad sería mayor perfección física, que la simple? Respondo lo tercero, permitiendo que dicha duplicación de órganos, aun supuesta la fecundidad de entrambos sea imperfección en la especie humana, y en otras en quienes es irregular esa duplicación: de lo cual no se sigue, que no sea perfección en las especies en quienes es connatural. Así como ocho ojos en un hombre serían monstruosidad; pero en la araña son perfección.

48. Añado, que no pocos Autores niegan el supuesto del argumento, y atribuyen a una crasa equivocación cuantas historias hay de Hermafroditas. Pero no es esta materia para que nos detengamos más en ella.

Paradoja décima
Las observaciones Lunares son inútiles para el uso de la Agricultura
§. X

49. Confieso que para probar esta Paradoja no tengo otro fundamento que el de la autoridad; pero autoridad en el asunto presente muy respetable. Esta es en primer lugar la de Mr. de la Quintinie, Director de los Frutales y Huertas del Rey Cristianísimo, hombre consumado en la Teórica y Práctica de esta parte de la Agricultura, sobre la cual escribió mucho y con grande acierto. [210]

50. Mr. de la Quintinie, pues, en el segundo tomo de sus Instrucciones, en el tratado que intituló: Reflexiones sobre la Agricultura, cap. 22, declama con notable valentía contra el error común (así le llama) de observar las Lunaciones en los ejercicios que pertenecen a la Agricultura. Dice que cuantos lo ejecutan, lo hacen no por razón o experiencia, sino por tradición: que esta tradición no tiene fundamento alguno: que es una práctica, a quien engendró la simple aprehensión, y conserva la vana credulidad. En fin, con segurísima confianza trata de pobres ignorantes e inadvertidos a cuantos, o la apadrinan o la siguen; no obstante el que se hace cargo de que está por ella toda la inmensa multitud de Profesores de la Agricultura.

51. No niego, que hablando generalmente, es poca cosa la autoridad de un hombre solo contra todos los de su Profesión. Pero si se considera que este hombre solo fue también el único que examinó la materia con toda reflexión: que por espacio de treinta años continuados de práctica (como asegura él mismo) estuvo haciendo observaciones sobre ella: que fue el hombre más acreditado en su Profesión de cuantos tenía en su tiempo la Europa; y que en fin, en cualquiera profesión que sea, todos, como ovejas, van unos en pos de otros siguiendo cualquiera máxima que hallan establecida, por falsa que sea, hasta que alguno en quien concurran mucha advertencia y mucho corazón se resuelve a combatirla, no se dificultará seguir a Mr. de la Quintinie, abandonando a todos los demás.

52. Si a alguno le pareciere que alabo demasiado a Mr. de la Quintinie porque me hace al caso su autoridad, lea su elogio en el Diccionario de Moreri, de la edición del año de 25, V. Quintinie (Jean de la). Allí verá, que este fue un hombre incomparable en su Facultad, verdadero Colón de la Agricultura, por los muchos y provechosísimos descubrimientos que hizo en ella; así como también desterró por perniciosas varias máximas que la práctica común seguía como útiles: que fue singularísimamente estimado [211] de Reyes, y grandes Señores por esta excelencia: que el gran Luis Decimocuarto, en consideración suya, o para dar ocupación proporcionada a un hombre de mérito tan extraordinario, creó un oficio nuevo, que fue el de Director General de todos los Frutales y Huertas Reales: que el docto e ingenioso Carlos Perrault le contó entre los hombres ilustres del Siglo decimoséptimo: que sus libros gozan la aprobación de todas las Naciones; y en fin, sus máximas son seguidas por cuantos hombres hábiles hay en ellas.

53. A la autoridad de Mr. de la Quintinie agreguemos la del Columela de estos tiempos el Padre Jacobo Vaniere, que en su Poema Latino, intitulado Praedium Rusticum, donde trata digna y doctamente todas las partes de la Agricultura, se declara alta y vigorosamente contra la observación de las Lunaciones, tratándola como aprehensión ridícula de la ignorante plebe; y generalmente dicta, que para cuantos beneficios se hacen a la tierra y a sus producciones, sólo se atienda al Sol, despreciando a la Luna y a todos los demás Astros que hay en el Cielo. Así canta en el lib. 9:

Quid jubeat, quid Luna vetet plebs inscia rerum
Inspiciat, Lunasque meras, atque arbitra ruris
Astra crepet: tu Sole tuos metire labores.
Si qua fides oculo, plantas Sol adjuvat at unus.

Añade luego con gracia, que todos los Astros, a la reserva del Sol, aunque gozan un gran dominio sobre las mentes de los hombres (por la vana persuasión de sus imaginarios influjos), nada pueden sobre las más tiernas hierbas del campo:

Et quod in humanas possunt vaga sydera mentes,
In teneras id juris habent non amplius herbas.

54. Aunque el Padre Vaniere cita a favor de su opinión la experiencia, como se ve en aquella expresión, si qua fides oculo, no sé si la hizo por sí propio. Mas en caso de [212] no haberla hecho, lo que no es dudable es, que se habría informado de hombres muy sinceros, hábiles, y prácticos, no siendo creíble que un Religioso tan discreto, tan resueltamente condenase una opinión tan universal sin solidísimos fundamentos experimentales. Lo que se me hace muy verosímil, atendiendo a que Mr. de la Quintinie escribió muchos años antes que el Padre Vaniere, y que los libros de aquel fueron generalmente aplaudidos, y comúnmente seguida su doctrina por los que los leyeron, es que cuando el Padre Vaniere tomó la pluma, halló ya bien recibida y confirmada con las observaciones de otros la opinión de Mr. de la Quintinie.

55. Ultimamente podemos alegar por la misma al señor Abad de Vallemont; pues aunque éste en sus dos libros de Curiosidades de la Naturaleza, y del Arte sobre la Agricultura y el Jardinaje, no se explica positivamente por ella, claramente manifiesta que la sigue, en que jamás da precepto alguno en orden a observar las Lunas: prueba evidente de que despreció tales observaciones, pues aquellos preceptos eran inexcusables en quien escribió ampliamente sobre la Agricultura, si los considerase probablemente útiles. Este Autor pudo fundarse parte en sus propias advertencias, pues en el Prólogo dice que por espacio de diez años estuvo observando el cultivo de las Huertas de Versalles, parte en la autoridad de Mr. de la Quintinie, a quien respetaba altamente, pues en el mismo Prólogo le llama el hombre más práctico en su Profesión, que hubo jamás.

Paradoja XI
Es incierto el que ningún agente pueda obrar en paso distante
§. XI

56. Impugnamos aquí aquella máxima recibida como inconcusa en las Escuelas: Nullum agens in distans [213] operatur. Para lo cual supongo que los mismos que la admiten, conceden que el agente puede estar según su entidad distante del paso, como produzca en el medio interpuesto alguno cosa que contenga su virtud, o se haya como agente que hace sus veces, el cual llegue a tocar el paso. Explícase esto en el Sol; el cual, aunque distantísimo de nosotros, nos alumbra y calienta mediante el calor y luz que produce en todo el medio interpuesto.

57. Digo, pues, que algún agente puede obrar en el paso distante, sin producir cosa alguna en el medio. Pruébolo: Cuando se enciende una grande hoguera, toda la llama de ella, y no sólo la última superficie de la llama, calienta a uno que esté dos o tres pasos distante del fuego. Es claro; pues cuanto es mayor la hoguera, más, y a mayor distancia calienta: de que con evidencia se infiere, que no sólo las partes que componen la superficie exterior calientan, mas también las que constituyen su profundidad. Ahora prosigo así. Las partes que constituyen la profundidad no tocan el paso, ni por sí mismas ni por alguna cosa que produzcan en el medio: luego obran en paso rigurosamente distante. Pruebo el antecedente. Las partes profundas de la llama, que distan, por ejemplo, media vara de la superficie de la llama, nada obran ni producen en las partes que componen aquella media vara de llama que hay desde ellas a la superficie: luego nada obran en el medio. Pruebo el antecedente; porque según otro axioma común de la Escuela, ningún agente obra en paso perfectamente semejante a él; sed sic est, que las partes profundas o posteriores de la llama son perfectamente semejantes a las delanteras: luego, &c.

58. Esta prueba puede multiplicarse en todos aquellos agentes, que según su mayor cuerpo o cantidad material, obran más eficazmente; lo que creo se verifica en todos o casi en todos.

59. Verdad es que el argumento propuesto solo tiene fuerza en el sistema común de causas y causalidades, mas no en el de los Filósofos modernos, que no conocen otra [214] acción que la emisión de átomos, corpúsculos, o efluvios; pues éstos fácilmente responderán, que cuanto más corpulenta sea la llama, mayor copia de efluvios ígneos despide, por consiguiente calienta más, sin que tenga inconveniente alguno el que los corpúsculos que despiden las partes posteriores de llama pasen por medio de las anteriores; pues esto puede ser sin acción o producción alguna de aquellas en éstas. Y acaso tampoco hallarán embarazo en negar el axioma de que ningún agente obra en paso perfectamente semejante, como niegan otros muchos igualmente recibidos en las Escuelas.

Paradoja XII
Es falso que ningún violento permanece, o dura mucho
§. XII

60. Es otro axioma constante en la Escuela, el que ninguna cosa que está en estado violento, permanece mucho en ese estado violento: Nullum violentum permanet. El cual entendido absolutamente, y sin alguna condición o limitación añadida, digo que es falso.

61. La prueba está clara en este aire en que vivimos y que respiramos, el cual está siempre en estado violento por la presión del aire superior, quien con su peso le condensa, comprime, y reduce a mucho menor espacio que aquel que naturalmente pide ocupar: del mismo modo que una esponja fuertemente comprimida con la mano está en estado violento, por reducirse a menor espacio; y así, luego que se suelta, vuelve a ocupar aquel mayor espacio que ocupaba antes de comprimirse. Esto es general a todos los cuerpos que tienen elasticidad o resorte, que vulgarmente llaman muelle.

62. Para inteligencia de esta razón se ha de advertir, que el aire es capaz de una grandísima compresión, y de una grandísima rarefacción. Este es uno de los puntos más curiosos [215] de la Física moderna, y que se ha examinado con infinito número de artificiosísimos experimentos. Es tan enorme la distancia entre la mayor compresión, y mayor rarefacción del aire, que según los experimentos de Roberto Boyle, el espacio que ocupa el aire en su mayor dilatación, excede al que ocupa en su mayor compresión en la proporción que el número quinientos veinte mil excede a la unidad. Pero se ha de notar, que haciéndose estos experimentos en el aire que respiramos, según su estado ordinario, la rarefacción es sin comparación mayor que la condensación; de modo, que dicho aire se enrarece hasta ocupar trece mil tantos del espacio que ocupa ordinariamente, y se comprime hasta ocupar la cuadragésima parte de ese mismo espacio que ordinariamente ocupa. Y como multiplicando cuarenta por trece mil, resulta el número de quinientos veinte mil, el exceso de este número respecto de la unidad, señala la proporción en que excede el espacio del aire en su mayor rarefacción al del mismo aire en su mayor condensación.

63. He dicho que esta distancia entre la mayor compresión y la mayor dilatación del aire, es arreglada a los experimentos de Boyle. Pero según los de otros, aún es mayor. Francisco Bayle en su Curso Filosófico dice que algunos sagacísimos Filósofos Ingleses comprimieron el aire, hasta reducirle a la sexagésima parte del espacio que ocupaba antes en la ordinaria compresión de la Atmósfera. Y tomando la distancia desde esta compresión a la mayor dilatación hallada por Boyle, resulta, que el espacio que ocupa el aire en su mayor dilatación, excede al que ocupa en su mayor compresión, lo que excede el número de setecientos ochenta mil a la unidad. Ni hay que admirar que otros comprimiesen el aire mucho más que Boyle; lo uno, porque éste le comprimió sólo en virtud del frío, sin el auxilio de alguna máquina: lo otro, porque llegando al grado de condensación en que ocupaba la cuadragésima parte del espacio antecedente, se rompió el vidrio en que hacía el experimento, cediendo a la fuerza elástica del aire comprimido [216]: con que hay lugar a que el aire se comprimiese más, si hubiese más resistencia en el vaso. Véase el Autor en el tratado de Condensatione aeris per solum frigus.

64. No son estos a la verdad los últimos términos de la dilatación y compresión del aire. Nadie duda que puede dilatarse más, y comprimirse muchísimo más, como se aplique peso o fuerza correspondiente, capaz de vence la resistencia de su resorte. Mas para la explicación y prueba de la Paradoja propuesta bastan la compresión y dilatación insinuadas, y bastarían también aunque fuesen mucho menores.

65. Digo, pues, que pudiendo este aire en que vivimos dilatarse tanto, es evidente que siempre está en estado violentísimo. La razón es, porque la dilatación que puede adquirir, es proporcional a la compresión que actualmente está padeciendo siempre por el peso de toda la Atmósfera, o del aire superior que carga sobre él. Esta compresión es sin duda violenta al aire, como lo es a todo cuerpo elástico. Así se ve, que al momento que este aire se descarga del peso del aire superior, o cesa la fuerza comprimente de la Atmósfera, se dilata tanto como hemos dicho. El experimento que lo prueba en la máquima Pneumática, es facilísimo. Introdúcese en el recipiente de ella una vejiga casi del todo arrugada, o con poquísimo aire, y fuertemente atado el cuello, de modo que el aire que tiene, no pueda escaparse por él. Ciérrase luego por la parte superior el recipiente, y se evacua el aire de éste por la parte inferior en el modo ordinario. Al paso que se va evacuando el aire del recipiente (porque esta es obra que dura algún tiempo) se va entumeciendo la vejiga, porque el aire que está dentro de ella, se va dilatando más, y más, a proporción que va cesando la presión que sobre él está haciendo el aire del recipiente. Y en fin, apurando más la evacuación, se dilata tanto el aire de la vejiga que la rompe con grande estrépito.

66. En este experimento se ve claro que no interviene [217] causa alguna extrínseca que positivamente enrarezca el aire de la vejiga. Él por sí mismo, en fuerza de su elasticidad o resorte se enrarece, extendiéndose a aquel mayor espacio que en virtud de esa misma elasticidad, que le es intrínseca, connaturalmente exige. Lo que la operación de la máquina únicamente hace, es quitar el comprimente; esto es, el aire del recipiente, el cual como antes de empezar la evacuación está en el mismo grado de compresión que todo el resto de aire sobre quien está el peso de la Atmósfera, en fuerza de su violenta elasticidad mantiene en el mismo grado de compresión el aire contenido en la vejiga, con quien está en equilibrio. Luego que empieza a evacuarse aquel, el que queda en el recipiente se va enrareciendo a proporción que la evacuación se aumenta (porque va quedando siempre menos), que es lo mismo que decir que los muelles de las partículas del aire se van descogiendo más y más. Y como todo muelle va perdiendo fuerza a proporción que se va descogiendo o apartando de la retracción, es consiguiente que cuanto el aire del recipiente se va enrareciendo, tanto comprima menos el aire de la vejiga, y éste a proporción vaya adquiriendo por el resorte el espacio mayor que naturalmente le es debido, hasta romper la vejiga.

67. Responderá acaso alguno de los Filósofos vulgares, que no se extiende aquel aire a mayor espacio, porque le pida naturalmente; antes se extiende a mayor espacio del que pide, para impedir el vacío que resultaría en el recipiente por la atracción del aire que había en él.

68. Pero este gran miedo que antes había al vacío, ya hoy no cabe en ningún Filósofo constante, ni es capaz de sacar a ningún elemento cuerdo de sus casillas, como hemos probado en el Tomo II. Discurso XI, por la razón (la cual milita aquí del mismo modo), de que no puede resultar movimiento alguno por el influjo solo de la causa final, y sin intervención de alguna causa eficiente; y ésta, así como no la señalan los Filósofos vulgares para que impela [218] al agua u otro licor a ascender en los tubos, sí sólo la final de impedir el vacío, tampoco en el caso presente la pueden señalar; y es claro que no la hay, pues al aire contenido en la vejiga, suponemos que no se aplica agente alguno que le enrarezca. Es manifiesto, pues, que su propia fuerza elástica le hace dilatar, luego que se le aparta el estorbo del aire externo.

69. Arguyo también especialmente al caso en que estamos, de este modo: Cuando no se introduce vejiga con aire en la máquina Pneumática, no por eso deja de extraerse el aire contenido en el recipiente. O entonces se sigue vacío, o no. Si lo primero: luego ya hay vacío en la naturaleza. Si lo segundo: luego tampoco se seguirá vacío por la extracción del aire, aunque el que está en la vejiga no se dilate. Más, y más claro: Supongo, que se introduce la vejiga con el aire que basta a llenar las dos partes de su capacidad. Puesta así en el recipiente, a pocas entradas y salidas del émbolo se romperá la vejiga; porque siendo tanto el aire que hay en ella, no ha menester dilatarse mucho para romperla. Después de rota se continúa la operación de extraer el aire del recipiente por mucho tiempo; de modo, que se extrae después mucho más aire que el que había en la vejiga. Todo esto es hecho constante y evidente para cualquiera que está instruido en el manejo de aquella máquina. Ahora arguyo así: O cuando se rompió la vejiga instaba el peligro del vacío, o no. Si esto segundo: luego el aire de la vejiga no se dilató, y rompió la vejiga por impedir el vacío, o no fue el peligro del vacío quien le obligó a dilatarse, pues aún no había tal peligro. Si lo primero: luego después de las repetidas extracciones de aire que se hacen, posteriores al rompimiento de la vejiga, habrá sin duda vacío en el recipiente, pues ahora hay mucho menos aire en él que cuando se rompió la vejiga. Véase, por omitir más pruebas, el Discurso sobre la Existencia del Vacío.

70. De lo dicho hasta aquí se infiere con toda certeza, que el aire en que vivimos, está violentísimamente comprimido, [219] y que este estado violento siempre dura, porque siempre persevera el peso del aire superior que le comprime. Luego hay algún violento que persevera mucho tiempo; o por mejor decir persevera siempre. Luego se falsifica el axioma Nullum violentum permanet.

71. Puede ser que nos diga alguno, que el sentido del axioma no es el que le damos, sí sólo que las cosas no permanecen en estado violento sino entretanto que persevera la acción del agente que los violenta; y removida ésta, al momento vuelven a su estado natural. A que replico lo primero, que esa explicación es forzada, y buscada como recurso para evadir la invencible fuerza del argumento; pero la nuestra inmediata y natural. Lo segundo, que tomado en ese sentido el axioma, es bien excusado en las Escuelas, pues no enseña más que aquello que el más rudo alcanza por su razón natural. El caso es, que a todos o los más axiomas de la vulgar Filosofía alcanza esta desgracia; que o padecen evidentes objeciones, o se escapan de ellas reduciéndose a verdades de Pedro Grullo.

Paradoja XIII
Es probable, que una bola de oro no llegaría al centro de la tierra aunque se arrojase por una abertura de bastante capacidad continuada hasta dicho centro
§. XIII

72. Hacemos la propuesta en la bola de oro, porque siendo este metal el cuerpo más pesado de todos, probada en él la Paradoja, está probada en todos los demás cuerpos graves; y el peso de la bola sea el que se quisiere; pues si la prueba que daremos, es buena [220] respecto de una libra, lo será también respecto de mil quintales.

73. Para probar la Paradoja supongo lo primero, que el aire inferior tanto es más denso o pesado, cuanto es mayor el peso del aire superior que le comprime: o lo que es lo mismo, cuanto es más inferior o está más abajo, tanto es más pesado, porque a esa proporción tiene sobre sí mayor cantidad de aire que le oprime y condensa. Esta suposición consta de millares de experimentos. Así se ve constantemente, que el mercurio sube más en el Barómetro puesto al nivel del Mar que a la mitad de la subida de una montaña, y más a la mitad de la subida que en la cumbre: cuya causa no se otra, que la diferente pesantez del aire en diferentes alturas. Cuanto es más bajo el sitio, es mayor el peso del aire, y por consiguiente mayor su presión sobre el mercurio, con que le hace ascender más arriba. Esta experiencia dio luz para medir por medio del Barómetro la elevación de las montañas sobre el nivel del Mar, aunque estén muy distantes de su orilla; porque suponiendo (lo que también la experiencia ha mostrado) que a cada sesenta pies de altura de aire, con poca diferencia, baja el mercurio en el Barómetro una línea (en el idioma de la Geometría práctica se da este nombre a la centésima cuadragésima cuarta parte de un pie geométrico), se saca con evidencia, por las líneas que baja el mercurio cuando sube con él a la cima de cualquier montaña, la elevación que ésta tiene. Es verdad, que como en una misma altura, por diferentes causas suele variar el aire de peso en diferentes tiempos, es menester que concurran dos observadores que convenidos de día y hora, examinen cada uno su Barómetro, el uno puesto sobre la altura de la montaña, y el otro al nivel del Mar, o en sitio cuya elevación sobre el nivel del Mar sea conocida. También se advierte, que la disminución del peso del aire, así como se va subiendo no guarda exactamente la proporción señalada, sí que en iguales espacios siempre es algo mayor la disminución de peso hacia la parte superior: de modo, que [221] si en los primeros sesenta pies de ascenso baja el mercurio una línea, es menester después subir sesenta y uno para que baje otra línea, y aun a mayor altura se disminuye el peso en mayor proporción.

74. Supongo lo segundo, que la altura de la Atmósfera (ajustándonos al más probable cómputo, que es el de Felipe de Hire) sea de diecisiete a veinte leguas Francesas, que entran veinte en cada grado. Entendemos por Atmósfera todo este Orbe de cuerpo líquido y pesado, que circunda el Globo terráqueo, y a quien con propiedad llamamos Aire; pues los espacios superiores a él sólo están ocupados de una substancia purísima, liquidísima, a quien se da el nombre de Ether, y que enteramente carece de peso. La altura de la Atmósfera se ha examinado también por medio del Barómetro, computando por la proporción en que se va disminuyendo el peso del aire, la altura adonde llega este cuerpo líquido pesante. Es verdad, que en esta materia es casi imposible hacer observaciones tan exactas, que de su combinación resulte alguna cuenta fija; por lo cual algunos discrepan notablemente en señalar la altura de la Atmósfera. Pero esto para nuestro argumento no estorba, pues éste subsistirá aunque a la Atmósfera se le conceda la mayor altura que hasta ahora nadie ha imaginado, como se verá. Pero entretando, por proceder con más método y claridad, suponemos la altura dicha de diecisiete leguas.

75. Supongo lo tercero, que el aire inferior contiguo a la tierra es por lo menos trece o catorce mil veces más denso y pesado, que el que ocupa la mayor altura de la Atmósfera, inmediato a la substancia etérea. Esta suposición se infiere necesariamente de los experimentos de Boyle, arriba alegados, lo que pruebo así: El aire colocado en la mayor altura de la Atmósfera tiene por lo menos el supremo grado de rarefacción que puede adquirir por la operación de la máquina Pneumática: luego si por la operación de ésta se enrarece el aire inmediato a la tierra trece o catorce mil veces más (añado, a catorce mil [222] veces), por haber leído que Mr. Papin, otro sutilísimo ingenio Inglés, logró enrarecer el aire más que Boyle) de lo que está en su estado ordinario, el aire más alto de la Atmósfera tendrá por lo menos otra tanta rarefacción. Pruebo el antecedente: El aire en la máquina Pneumática se enrarece más o menos, a proporción que se remueve de él más o menos la presión de la Atmósfera, o del otro aire que le circunda, el cual está comprimido por el peso de la Atmósfera; por consiguiente el supremo grado de rarefacción a que puede llegar, es el que tendrá, si se aliviare totalmente de aquella presión, lo que es dudoso se pueda lograr por la operación de la máquina Pneumática. Sed sic est, que el aire colocado en la mayor altura de la Atmósfera no padece presión alguna, pues no tiene otro aire sobre sí: luego, &c.

76. Este argumento me parece demostrativo, por lo cual no puede menos de extrañar, que algunos Físicos atribuyan al aire más alto de la Atmósfera menor rarefacción que la que hemos señalado. Pero tampoco esto obstaría a nuestro argumento, el cual subsiste como se verá, sólo con que se conceda lo que nadie niega: esto es, que el aire vecino a la tierra es por lo menos tres o cuatro mil veces más denso que el aire superior de la Atmósfera; y aun subsiste, aunque se rebaje sólo a trescientas veces más denso. Pero tomaremos por ahora, para determinación del sitio donde se detendría la bola de oro, la proporción que hemos probado.

77. Supongo lo cuarto, que el peso del aire vecino a la tierra comparado con el peso del oro, se ha como uno, comparado con catorce mil seiscientos: de modo que si el aire que cabe en la cáscara de un huevo, pesa un grano, el oro que ocupe otro tanto espacio, pesará catorce mil seiscientos granos. En esto convienen todos los Filósofos experimentales, salva la diferencia que han ofrecido los mismos experimentos, por haberse hecho en diferentes tiempos y Países, en que el aire no estaba igualmente pesado. Pero esta discrepancia tampoco es de [223] momento alguno para nuestro propósito.

78. Hechas estas suposiciones, digo que la bola de oro arrojada por el boquerón profundado hasta el centro de la tierra, quedaría suspensa en el aire antes de llegar a la profundidad de treinta leguas, o antes de bajar treinta leguas contadas desde la superficie de la tierra. La razón es, porque antes de llegar a esa distancia, ya el aire por donde debía bajar la bola, sería más pesado que el oro; y como ningún cuerpo puede bajar o sumergirse en algún líquido, sino en suposición de que éste sea más leve o menos grave que él (como no se sumerge un leño en el agua, por no ser ésta menos leve que él) se sigue, que necesariamente la bola de oro quedaría suspensa en el aire antes de bajar la distancia dicha.

79. Que el aire contenido en el boquerón, antes de llegar a la profundidad de treinta leguas, sería tan pesado como el oro, se prueba; porque el aire (por la primera suposición) tanto es más pesado, cuanto es más profundo, o cuanto mayor porción de aire tiene sobre sí. Este aumento de peso en la profundidad del boquerón se ha de regular según la proporción en que se aumenta el peso del aire desde la altura de la Atmósfera hasta la superficie de la tierra, haciendo la cuenta de este modo: En la distancia de veinte leguas (que es el grueso o alto de la Atmósfera, por la segunda suposición) se hizo el aire trece mil veces más pesado en la superficie de la tierra (por la tercera suposición) de lo que era en la altura mayor de la Atmósfera: luego en la distancia de otras veinte leguas, contadas desde la superficie de la tierra hacia abajo, será el aire trece mil veces más pesado que en la superficie de la tierra. Luego allí ya será el aire más pesado que el azogue; pues la proporción de peso, que se ha hallado tiene el aire contiguo a la tierra con el azogue, es de uno a diez mil quinientos, poco más o menos. Bajando dos leguas más, ya será el aire tan pesado como el oro, como es fácil hacer el cómputo: luego a la distancia de veintidós leguas, contadas en el boquerón desde la [224] superficie de la tierra, ya quedaría suspensa en el aire la bola de oro.

80. Este cálculo del aumento del peso del aire coincide con poca diferencia con el que hizo Gullelmo Amontons, y se puede ver en las Memorias de la Academia Real de las Ciencias del año de 1703, aunque yo he usado de diferente regla para deducirle, porque la de aquel sabio Físico, aunque más exacta, es también más embarazosa y confusa para los que están ya algo instruidos en estas materias.

81. Pero el mal es, que aunque así la prueba de Mr. Amontons, como la mía, tienen apariencia de demostraciones Físicas, una y otra quedan dentro de la esfera de argumentos puramente probables, porque sólo es probable que el aire sea capaz de tanta compresión. Es verdad, que todos los experimentos que hasta ahora pudieron hacerse, muestran que el aire tanto más se comprime y condensa, cuanto es mayor el peso que carga sobre él, y en el argumento se propone con evidencia peso bastante para reducirle a toda aquella condensación. ¿Pero qué sabemos, si la constitución física del aire es tal que tenga un término último de condensación, puesto en la cual, ninguna fuerza pueda condensarle más, y que este término último esté más acá de aquel grado de condensación que infiere el argumento? De esto a la verdad no puede haber certeza alguna; y por eso hemos propuesto la Paradoja sólo como probable. Pero la probabilidad sola tiene un grande uso a nuestro intento, que es abatir la presunción del espíritu humano, y hacer desconfiar de las más constantes máximas de la vulgar Filosofía. ¿Quién hasta ahora no tuvo por evidentísimo lo contrario de lo que establecemos en esta Paradoja? Si embargo no lo es, sino muy incierto.

Paradoja XIV
Pequeña causa produce grandes efectos
§. XIV

82. Las Paradojas pasadas rodaron sobre la rarefacción y condensación del aire. En esta explicaremos la portentosa fuerza de este elemento en su tránsito de la condensación a la rarefacción.

83. Parecerá o que sueño o que me burlo, si digo que el aire es el agente más vigoroso que hay en toda la naturaleza; y que éste líquido y fácil elemento, que al más leve impulso no resiste, pues se deja romper de las alas de una mosca, tiene una fuerza tan invencible que en todo lo sublunar no hay cosa que no ceda a ella. Parecerá que deliro, si afirmo que un poco, y muy poco de aire es quien destroza millares de hombres en la guerra, quien derriba murallas, quien vuela baluartes, quien trastorna montes. Sin embargo ello es así; como explicaremos al punto.

84. Aquel maravilloso impulso de la pólvora que se lleva de calles cuanto encuentra, todo viene de un poco de aire depositado en los intersticios y poros de los granos, el cual soltando prontamente sus muelles por la repentina rarefacción en que le pone la inflamación de la pólvora, con inmenso ímpetu se dilata a ocupar aquel mayor espacio que le es debido; de aquí es el arrojar con tanta violencia la bala en los cañones, y levantar peñascos en las minas.

85. Que todo este ímpetu es del aire, se prueba lo primero por la gran verosimilitud que esto tiene; siendo manifiesto, que todo cuerpo elástico que está violentamente comprimido, en cesando la compresión se despliega con notable furia, tanto mayor, cuanto es mayor la compresión: como consta, pues, de lo dicho en la undécima Paradoja, que la compresión del aire vecino a la tierra es grandísima, pues le reduce por lo menos a la tercia décima milésima parte del espacio que pide ocupar, es consiguiente que al [226] descogerse aceleradamente, tenga un ímpetu terrible.

86. Pruébase lo segundo con lo que sucede en las Escopetas que llaman Pneumáticas, o de Viento, cuya recámara, en vez de pólvora se carga únicamente de aire, comprimido lo más que se puede; y éste, al darle soltura por la parte interior donde está la bala, la arroja con tanta violencia como pudiera la regular carga de pólvora. Donde se debe advertir, que la dilatación del aire en la Escopeta Pneumática, es incomparablemente menor que la que por la pronta inflamación logra el aire contenido en los intersticios de la pólvora.

87. Pruébase lo tercero por lo que muchas veces se ha experimentado en la máquina Pneumática, donde metiendo bastante cantidad de pólvora, si evacuado el aire se le da fuego de la parte de afuera con vidrio Ustorio, aunque se enciende, es sin detonación, ni ímpetu; de que se colige, que éste en los cañones todo es del aire.

88. Pruébase lo cuarto, y mucho más eficazmente con un experimento decisivo de Mr. Hartsoeker, el cual habiendo llenado de pólvora un globo hueco de cobre, a quien evacuó enteramente o casi enteramente de aire, dio fuego a la pólvora, la cual no hizo otra cosa que fundirse en un pedazo de masa, sin hacer esfuerzo alguno contra el globo, por lo cual este quedó ileso. Es claro que si la pólvora tuviera aire, le hubiera hecho mil pedazos.

89. Es cosa sin duda admirable que el aire tenga tanta fuerza; pero aumenta mucho la maravilla el que para tanta fuerza baste poquísima cantidad de aire. Hércules, usando de todo el vigor de su brazo, no daría tanto impulso a una bala cuanto la da el aire que puede caber en la cáscara de una avellana, pues no será mayor que ésta la porción de aire incluida en la carga ordinaria de un Arcabuz.

90. No ignoro se me dirá, que esta fuerza no al aire, sino al fuego se debe atribuir, pues éste es quien enrareciendo el aire, le pone en movimiento. Pero a esto tengo mucho que reponer: Lo primero es, que para probar la Paradoja en la forma que está propuesta, lo mismo hace al caso poco fuego que poco aire, pues de uno y otro modo [227] corresponde mucho efecto a poca causa. Lo segundo, que siempre se verifica que el aire es por lo menos agente instrumental del fuego (pues sin aire nada hace el fuego, como probamos arriba) y que, como tal, tiene fuerza proporcionada para tan violento impulso. Lo tercero, que aunque la fuerza impulsiva venga originariamente del fuego, la fuerza resistitiva toda es del aire: quiero decir, tienen sus partículas unos muelles invencibles, que no se rompen a ningún choque, por violento que sea. Y esto es acaso lo más maravilloso que hay en la materia.

91. Lo cuarto, porque aun sin intervención del fuego, explica el aire su elasticidad con terribilísima violencia. Vese esto en el aire contenido en el agua que se hiela; el cual, si no tiene salida, rompe los más firmes vasos de cualquiera materia que sean. El Padre Cabeo refiere que vio romperse por la congelación del agua que tenía dentro una gran vasija de mármol, que no romperían cien yugadas de bueyes, tirando de sus lados con opuestos movimientos. Boyle dice oyó a un Artífice que trabajaba en mármoles, que habiendo sido algunos de ellos mojados de la lluvia por incuria de los Oficiales, sobreviniendo después una violenta helada se le habían hecho pedazos. Lo mismo oyó a otro Artífice le había sucedido con algunos utensilios de metal de campanas, que tenía.

92. Que el aire contenido en el agua con su dilatación hace estos portentosos efectos, es claro; porque el agua de quien se extrajo el aire en la máquina Pneumática, no se dilata, antes se encoje cuando se hiela: luego es manifiesto que en aquel volumen, compuesto de agua y aire, lo que se dilata y enrarece únicamente es el aire, por consiguiente éste es el único agente que hace fuerza contra el cuerpo donde está contenida el agua helada. Pregunto ahora: ¿Qué fuego hay allí que dilate el aire? La escuela común me concederá sin duda, que ninguno. Los Cartesianos recurrirán a la materia etérea, que en todas partes se halla, y es, según su sistema, alma del Universo y primer móvil de toda la naturaleza. Pero queriendo los Cartesianos que la materia sutil lo mueva todo, por otra [228] parte ellos la mueven a ella según su arbitrio, y sin guardar alguna constante ley, a fin de acomodarla a los fenómenos. Lo que yo aseguro es, que para buscar en sus principios la causa del que tratamos ahora, hallarán más tropiezos que en la explicación de las del flujo, y reflujo del Mar, y de los movimientos del imán, y que no dirán cosa alguna que sobre ser una mera voluntariedad, no padezca eficacísimas objeciones.

93. Es sin duda, que a mi parecer no hay fenómeno más admirable en toda la naturaleza, que este del rompimiento de los mármoles por el ímpetu elástico del aire contenido dentro del agua que se hiela. Consideremos lo primero, que cuando los mármoles o los metales se mojan, sólo una parte muy pequeña de agua se introduce en sus delicadísimos poros. Consideremos lo segundo, que sólo el aire contenido en las minutísimas partículas de agua introducidas en dichos poros, es quien con su ímpetu rompe aquellos durísimos cuerpos; pues el agua y aire que bañan la superficie, no pueden hacer conato entre parte y parte, como no están metidos entre ellas, para dividirlas. De aquí se colige, que es una pequeñísima porción de aire quien hace todo aquel estrago. ¿No es cosa de asombro, que esa pequeñísima porción de aire; cuyas partículas congregadas apenas llenarían una cuarta parte de la cáscara de la más pequeña avellana, rompa un cuerpo que no desunirían veinte Elefantes, tirando diez de cada lado?

94. El asombro del efecto se aumenta con la obscuridad de la causa. ¿Quién impele o descoge los resortes del aire dividido en tan menudas partículas? Misterio es este sepultado en densísimas tinieblas. Todas las Cualidades de Aristóteles, todos los Átomos de Epicuro, toda la Materia Etérea de Descartes, son trastos inútiles para penetrar en esta profundidad. Acabemos ya de desengañarnos de la vanidad de los Sistemas, y conozcamos que aquel Artífice Omnipotentísimo y Sapientísimo que formó esta grande máquina, juega en ella con unos instrumentos superiores a toda especulación humana. ¿No es cosa digna de risa, que no pudiendo muchas veces descubrir con qué artificio, con [229] qué instrumentos algún Maquinero ingenioso da movimiento a un Automáto de invención suya presumamos penetrar aquella íntima primaria disposición de la cual resultan los varios innumerables movimientos de todos los entes naturales, máquinas de incomparablemente mayor artificio, como obras de Artífice infinitamente más sabio? Pero volvamos al propósito.

95. Aunque la fuerza elástica del aire está bastantemente ponderada con lo dicho, la haremos más sensible (por lo menos para los entendimientos vulgares) con la explicación de dos fenómenos, los más espantosos, o que más temor imprimen en los pechos de los mortales, esto es, truenos y terremotos.

96. Esos terribles estampidos con se explica la cólera del Cielo en los nublados, y esos horrendos vaivenes a quienes no resiste la pesantez de los montes, no tienen otra causa que la fuerza elástica del aire. La formación del trueno en la nube es perfectamente semejante a la de la pólvora en las armas de fuego. Varias exhalaciones de naturaleza sulfúrea, nitrosa, y bituminosa se congregan en diferentes senos de la nube, donde en fuerza de una violenta fermentación se encienden, y encendidas enrarecen el aire contenido en aquellos espacios, el cual rompiendo con ímpetu contra las partes vecinas del nublado, que hacen resistencia a su dilatación, produce aquel formidable estrépito que se hace oír a algunas leguas de distancia. Este estrépito tanto es mayor, cuanto el nublado es más denso; porque éste hace mayor resistencia a la dilatación del aire inflamado, del mismo modo que en la Escopeta hace la pólvora mucho mayor ímpetu y estruendo, estando bien ajustada la bala y el taco, porque entonces resisten más que cuando están flojos. Así se puede notar, que cuanto los nublados son más espesos (lo que se conoce en su mayor opacidad y negrura), tanto los truenos son mayores.

97. Como el aire metido en los senos de la nube hace los truenos, cerrado en las entrañas de la tierra causa los terremotos. La experiencia muestra, que hay varias cavernas subterráneas, ya más ya menos profundas, las cuales, [230] sin duda están llenas de aire. También se sabe por experiencia que hay fuegos subterráneos, ya permanentes, ya transitorios. Permanentes son los que llamamos Volcanes: transitorios son los que se encienden por la accidental congregación de algunas materias semejantes a aquellas que congregadas en los nublados causan truenos y rayos. Cualquiera de estos dos fuegos que se comunique en bastante cantidad al aire contenido en alguna caverna, resultará sin duda terremoto; porque el aire enrarecido por la inflamación, hace un valentísimo ímpetu contra la tierra o peñas que están sobre él, por extenderse a ocupar mayor lugar. Y es tanta esta fuerza a veces, que no sólo trastorna montes, más aún (lo que fuera increíble, si no se viera) conmueve Provincias enteras.

98. ¿Pero qué cantidad de aire bastará para esto? Extraña es la Paradoja que voy a proponer. Digo, que una braza cúbica de aire muy condensado basta para conmover y aun trastornar un gran risco, o arruinar una gran Ciudad.

99. Mr. Chevalier (como puede verse en las Memorias de la Academia Real de las Ciencias, año 1707) citando al Mariscal de Vaubán, el mayor Ingeniero de Guerra que tuvo la Francia a los últimos del siglo pasado y principios del presente, dice, que el aire que inflaman en una mina de ciento cuarenta libras de pólvora, es capaz de sostener un peso de doscientas noventa mil libras; aunque esto se entiende en la suposición de que toda la fuerza elástica del aire se ejercite en orden a dicho peso, lo que en las minas nunca sucede por varias razones que aquí sería muy prolijo referir. Ciento cuarenta libras de pólvora ocupan el espacio de dos pies cúbicos; y suponiendo que el volumen de aire contenido en los intervalos y poros de la pólvora sea igual al volumen de los materiales de la misma pólvora considerados por sí solos, resulta, que un pie cúbico de aire inflamado es capaz de sostener el peso dicho.

100. Sobre estas suposiciones entra mi cómputo para el asunto propuesto. Una braza cúbica tiene doscientos dieciséis pies cúbicos. Sale, pues, a cuenta segura, que [231] si un pie cúbico de aire inflamado sostiene doscientas noventa mil libras de peso, doscientos dieciséis pies cúbicos de aire inflamado sostienen seiscientos veintiséis mil cuatrocientos quintales de peso.

101. Pasemos adelante: Este aire antes de inflamarse, puede comprimirse mucho; pongo por ejemplo, hasta ocupar la cuadragésima parte del espacio que ocupaba antes; que es reducirse a la extensión de doscientos dieciséis pies cúbicos a la de cinco o poco más. Es constante por razón y por experiencia, que el aire (lo mismo sucede en todos los cuerpos elásticos) cuanto más se comprime, mayor ímpetu tiene; y que el ímpetu crece a proporción de la compresión, de modo, que el aire que de cuarenta partes de espacio se reduce a la una, multiplica por cuarenta la fuerza que tenía en la antecedente extensión. A esta cuenta resulta, que el aire que ocupando doscientos dieciséis pies cúbicos, era capaz de sostener 626.400 quintales de peso, reducido a cinco pies, puede sostener 25.056.000 quintales.

102. Parece que el aire que inflamado puede sostener tan enorme peso, podrá con su agitación conmover todo el terreno donde está plantada una Ciudad, de modo que derribe todos sus edificios. Pero el caso es, que aún falta mucho más; pues hasta ahora no tenemos más aire que el que condensado ocupa cinco pies cúbicos o la cuadragésima parte de una braza cúbica. Debemos, pues, añadir otras treinta y nueve porciones iguales de aire, que en igual grado de condensación ocupen, juntas con la otra, toda la braza cúbica. De este modo se multiplica segunda vez por cuarenta aquella fuerza; y resulta, que si cinco pies cúbicos de aire en el grado de condensación expresado podían sostener 2.5056.000 quintales, una braza cúbica de aire en el mismo grado de condensación podrá sostener (1002.240.000) mil dos millones, doscientos cuarenta mil quintales de peso.

103. La condensación del aire en los lugares subterráneos puede venir de dos principios: el primero es el intenso frío; el cual, aunque no es en ellos regular, se ha observado [232] en una u otra caverna, por producirse en ella o en sus vecindades gran copia de nitro. El segundo puede ser precipitándose algún gran peñasco sobre la caverna, de modo que deje hueca en la profundidad alguna pequeña parte de ella; en cuyo caso comprimirá violentísimamente el aire que ocupaba toda la extensión de la caverna, reduciéndole a aquel corto espacio que queda hueco. Arriba hemos dicho como Boyle, en virtud del frío, solamente redujo el aire a la cuadragésima parte del espacio que ocupaba antes. Luego en las cavernas subterráneas podrá suceder lo mismo; y si a la compresión que hace el frío, se añadiese la que puede provenir del segundo principio que hemos propuesto, serían sin duda la condensación del aire mucho mayor: por consiguiente menor cantidad de aire que la que hemos insinuado, bastaría para hacer igual estrago.

Paradoja XV
Inserción animal
§. XV

104. Aunque el hombre y demás animales tienen vida vegetativa como las plantas, parece que la vegetación de éstas goza grandes ventajas sobre la de aquellas. Si a un árbol cortan una rama, fácilmente se repara la pérdida, o a beneficio de la naturaleza sola que por la parte misma donde se hizo la herida hace nueva producción, o con la ayuda del arte ingiriendo la rama de otro árbol.

105. Mas esto de reparar un miembro o parte orgánica perdida, que en las plantas por común se desprecia, sería una gran maravilla en los animales. Sólo los cangrejos tienen el privilegio de que quebrándoseles las piernas, les renacen otras. En todos los demás animales parece no hay a qué apelar sino a curar la llaga, y procurar que a la pérdida de la parte cortada no se siga la ruina del todo.

106. Esta era la persuasión general de todo el mundo, hasta que en el siglo decimoquinto un Médico Italiano, llamado [233] Taliacoto, publicó un método Quirúrgico para reponer nueva nariz a un hombre, que por mutilación hubiese perdido la que tenía. Dícese, que este Médico no fue verdaderamente inventor del remedio, sino que éste estaba archivado de tiempo inmemorial en una familia llamada Boyani, habitadora de Tropea, Lugar de la Calabria; cuyos individuos de padre en hijo sucesivamente sin interrupción practicaban la Medicina, y se iban transfiriendo unos a otros este raro arcano; el cual por la revelación de alguno de dicha familia vino a conocimiento de Taliacoto, que le perfeccionó, practicó, y publicó. La operación, tomada sumariamente, es como sigue: Hácese una incisión en aquella parte del brazo que pueda acercarse más al sitio de la nariz, descarnando un pedazo de piel, el cual quedará no obstante pegado al brazo por las dos extremidades, de suerte que la piel descarnada quede en forma de puente. Hácese la incisión sobre el músculo biceps. Cúrase la llaga, y se cicatriza la piel destacada, en que se atiende, no sólo a la curación de ella más también a que cicatrizándose, se engruese hasta tomar cuerpo bastante para que con nueva conformación pueda hacer el oficio de nariz. Cicatrizada ya, se rompe o destaca del brazo por una de las dos extremidades; y abriendo llaga, o descubriendo la carne en lo alto de la nariz, se pega y cose allí la extremidad de la piel del brazo que se desprendió de él; y bien vendado todo, a fin de que brazo y cara se conserven sin movimiento alguno en la inmediación debida, se espera a que aquella extremidad se consolide, incorpore, y una con la carne de lo alto de la raíz o del sitio donde corresponde; lo cual logrado, se desprende de la otra extremidad de la piel del brazo, y se pega y cose en lo alto del labio superior: ábrense en aquella parte dos agujeros, y se conforma el todo, de modo que logre finura la nariz. Pasado algún tiempo, se une esta extremidad como la otra, y está todo hecho.

107. Son muchos los Autores que dan noticia de esta práctica de Taliacoto, como real y verdadera, y aun se citan testigos muy clásicos, como Marsilio Ficino, Fabricio [234] Hildano, Ambrosio Pareo, y Elisio Calencio, que dicen la vieron ejercer felizmente, ya a Taliacoto, ya a un Siciliano llamado Branca, ya a otros que aprendieron el secreto, o del mismo Taliacoto, o de alguno de la familia de los Boyanis.

108. Sin embargo de todos estos testimonios, hay fuertes motivos para dificultar el asenso. La operación es muy prolija, porque dura sesenta días: de éstos los catorce ha de guardar el paciente perfecta inmovilidad, teniendo el brazo, y el cuello en postura violentísima, para lo que parece no puede haber valor ni tolerancia en hombre alguno. Los casos de mutilación de nariz son rarísimos. Apenas en una Región dilatada sucederán cuatro o seis en medio siglo. De los cuatro o seis infelices que padezcan esa desgracia, será mucho que haya uno que tenga valor para sujetarse a tan terrible y tan prolongado martirio. Y también será mucho, que sujetándose no interrumpa la cura perdiendo la paciencia, o la molestia horrenda de la cura no le haga perder la vida. Lo raro de la operación hace poco verosímil que se adquiriese bastante pericia en ella. Apenas en cada generación de la familia de los Boyanis habría una ocasión de ejercerla. ¿Y qué desesperado se pondría en las manos de un hombre de quien nadie había hecho experiencia, para una operación donde era cierto un terrible martirio y muy incierta cura? Esta dificultad es mucho mayor respecto del primer inventor de ella. ¿Quién se arrojaría a curación tan dolorosa cuando no había ejemplar alguno de su ejecución, sólo porque a algún Cirujano ocurrió aquella idea?

109. Estos reparos, vuelvo a decir, algo dificultan el asenso; mas no le imposibilitan, porque no carecen de solución. Y en cuanto al último, que es el más fuerte, puede decirse que acaso esta práctica tuvo principio en el Imperio Griego, donde las crueles mutilaciones de narices, orejas, y lengua eran frecuentes; y siendo así, es natural que muchos se aplicasen a investigar el remedio, y algunos de mayor robustez y corazón se expusiesen a la prueba.

110. No faltan quienes digan que esta inserción se puede hacer con mucha menor molestia, o casi ninguna, usando para suplir la nariz mutilada, de la carne de otro hombre. El Padre Dechales (lib. 4 de Magnete, prop. 4) con el motivo de la discusión de un asunto físico, da por supuesto el suceso de un Ciudadano de Bruselas, que reparó la nariz perdida con este medio. Pero esto me parece mucho más difícil de creer: pues sin duda se tentaría este arbitrio sin comparación más cómodo, antes de pasar a la cruelísima curación que hemos explicado; y si saliese bien, no se pasaría a este otro. La circunstancia que añade el Padre Dechales, de que al hombre curado se le pudrió la nariz ingerida al punto mismo que murió el otro de cuya carne se había formado, añade una presunción violenta de que el hecho es fabuloso. Si aquella carne estaba ya incorporada en otro individuo, a cuyas expensas se nutría, ¿qué dependencia tenía entonces el antiguo dueño? No hay que responder a esto, si no es que se recurra al despreciable asilo de las simpatías.

{(a) En el Tomo segundo de las Observaciones curiosas sobre todas las partes de la Física, pág. 204, citando el Extracto de un Diario Italiano, compuesto por el Abad Nazari, se lee, que habiendo el Verdugo cortado la nariz a un delincuente, tuvo la dicha de que el miembro cortado cayese en un panecillo caliente, abierto por medio: que en este estado volvió a aplicárselo al sitio propio, y siendo cosido, se incorporó en él.}

Nota

Habiendo en este Discurso, y en otros, así de este Tomo como de los antecedentes, hablado muchas veces de la Máquina Pneumática, con el motivo de proponer varios experimentos hechos en ella, considero ya preciso hacer una descripción de esta Máquina, con la explicación de su uso. Sin esta diligencia no lograría la mayor parte de mis Lectores alguna exacta inteligencia de las doctrinas físicas que hemos deducido de aquellos experimentos. [236]

Descripción de la Máquina Pneumática y Explicación de su uso
Véase la figura adjunta

lamina

1. Consta principalmente la Máquina de dos vasos, o piezas huecas. La de arriba denotada por A, a quien se da el nombre de Recipiente, es de vidrio. Hácese comúnmente de capacidad para recibir cincuenta o sesenta libras de agua, y de bastante grueso, para que en su manejo no se quiebre. Déjasele en la parte superior una abertura en redondo, cuyo diámetro es de cuatro dedos atravesados, terminando por allí el Recipiente en un género de labio, sobre quien se asienta un anillo de metal BC, que le cubre y ciñe, así por la parte interior como por la exterior, conglutinándose fuertemente el anillo de metal al labio del Recipiente, con la composición que para ello pareciere más apta. Al anillo se ajusta la cubierta con que se cierra la abertura del Recipiente, la cual también es de metal, y en el centro de la cubierta se abre un agujero del diámetro de medio dedo, a quien se ajusta la llave con tornillo D.

2. Comunícase el vaso superior con el inferior por el canal o garganta E, la cual asimismo es de metal, y a éste se ajusta la llave con tornillo F, que debe llenar todo el hueco de la garganta: de modo, que cuando se cierre, impida totalmente el tránsito del aire de un vaso a otro. Esta garganta se une y aglutina fuertemente, así al Recipiente como al vaso inferior, para lo cual se usa de la mixtura de pez, resina, y ceniza.

3. El vaso inferior denotado por G, a quien llaman Antlia, es de metal. Ajústase exactamente a su concavidad el Émbolo, que es un Cilindro de madera, el cual está [238] unido a la Barra de hierro dentada H, y se sube y baja, ocupando y desocupando la cavidad de la Antlia, mediante el Manubrio L, que revolviendo el Piñón M sobre los dientes de la Barra, ya hacia arriba ya hacia abajo, hace subir o bajar el Émbolo, según conviene. Hacia la parte superior de la Antlia hay un agujero, a quien se ajusta exactamente el hierro N, de modo, que de la parte de afuera se pueda introducir, y sacarse para el fin que abajo se dirá. Todo lo demás que se ve en la figura desde el anillo O abajo, son estribos para sustentar la Máquina.

4. El Émbolo, o Cilindro de madera se viste de cuero, dejando la cara más lisa hacia afuera, la cual se baña de aceite. Esto se hace a fin de que el aceite llene todas las rendijas, por sutiles que sean, que quedan entre el Émbolo, y la superficie cóncava de la Antlia, porque ningún aire pueda entrar por ellas.

5. El uso es como sigue: Entrase lo primero en el Recipiente, por la abertura de arriba, cualquiera cosa con que se quiere hacer algún experimento, como un ave, o una sabandija, para ver cuánto vive después de evacuado el aire; o una flor, para ver lo que se conserva; o una candela encendida, para ver lo que dura; o el Barómetro, para ver cuánto, y por qué grados baja el mercurio, &c. Ciérrase luego el Recipiente, no sólo por la parte de arriba mas también por la inferior, introduciendo el tornillo F, que quite la comunicación del Recipiente con la Antlia. Ábrese el agujero de ésta sacando el hierro N, y se empieza la obra de la evacuación, subiendo con el Manubrio el Émbolo a ocupar toda la cavidad de la Antlia, con lo cual expele por el agujero N todo el aire que había en ella. Hecho esto, se cierra el agujero N; y aflojando el tornillo F, se baja el Émbolo, desocupando la concavidad de la Antlia. Ya se echa de ver, que aflojando el tornillo F, se abre la comunicación entre el Recipiente, y la Antlia, de lo cual resulta necesariamente, que parte del aire que había en el Recipiente, baja a la Antlia, al paso que se va bajando el Émbolo. Este descenso del aire no depende [239] de su solicitud por impedir el vacío que quedaría en la Antlia después de bajado el Émbolo (como imaginará un Filósofo vulgar); sino de que estando sumamente compreso, como lo está todo el aire de acá abajo, y pidiendo por su elasticidad ocupar incomparablemente mayor espacio del que ocupa, como ya tenemos explicado arriba, se extiende hacia la cavidad de la Antlia, donde no halla resistencia alguna, porque el aire que había, se expelió de ella, y el Émbolo se retira. Ya que se bajó el Émbolo hasta el orificio interior de la Antlia, vuelve a cerrarse la comunicación entre ella, y el Recipiente con el tornillo F: ábrese el agujero N, y de nuevo se sube el Émbolo para expeler el aire que bajó del Recipiente a la Antlia. Ciérrase inmediatamente el agujero N, aflójase el tornillo F, bájase el Émbolo, y baja nueva porción de aire del Recipiente a la Antlia. Esta misma operación se repite muchas veces, hasta que el Recipiente se evacua enteramente, o casi enteramente de aire: lo cual sucede, cuando llega a experimentarse una gran dificultad en bajar el Émbolo, y es menester aplicar grandísima fuerza para extraerle; porque entonces el aire externo obra contra él con toda su fuerza elástica, sin que en la cavidad de la Máquina haya aire que resista aquella fuerza, porque si queda alguno, es poquísimo, y ese extremamente enrarecido, con lo que se perdió su elasticidad. Si después de evacuado el aire se quiere mantener la Máquina en aquel estado por algún tiempo, se cierran todas las junturas, por donde pudiese entrar alguna porción de aire, con cera, u otra alguna pasta glutinosa; lo que respecto de la cubierta del Recipiente debe estar hecho antes de empezar la evacuación.

6. Esta es la decantada Máquina Pneumática, que inventó el Alemán Othón Guerico, y perfeccionó el Inglés Roberto Boyle, obra sin duda admirable, y de suma utilidad para los progresos de la Física, pues en ella se ven todas las cosas como trasladadas a otro mundo diferentísimo del nuestro: y mediante ella se ha conocido, que este tenuísimo [240] elemento casi imperceptible a todos nuestros sentidos, que llamamos Aire, y de quien hacían caso los Filósofos, viene a ser como un agente universal con cuya falta muda de cara toda la naturaleza.


{Feijoo, Teatro crítico universal, tomo quinto (1733). Texto según la edición de Madrid 1778 (por D. Blas Morán, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo quinto (nueva impresión, en la cual van puestas las adiciones del Suplemento en sus lugares), páginas 188-240.}