Filosofía en español 
Filosofía en español


Tomo quinto Discurso quinto

Observaciones comunes

§. I

1. Gran número de errores comunes que podían ser comprendidos debajo del título de este Discurso, quedan propuestos e impugnados en otros Discursos de este, y los demás Tomos, a cuyas materias pertenecían. Así en éste sólo pasarán por nuestra censura aquellas Observaciones comunes que por razón de asunto no tuvieron lugar en los Discursos que hasta ahora hemos escrito, ni le tienen en los que para adelante hemos meditado.

2. Esto que se llama Observación Común, suele ser un trampantojo con que la ignorancia se defiende de la razón: un fantasma, que aterra a ingenios apocados: y coco, digámoslo así, de entendimientos niños. No decimos que el camino de la experiencia no sea el que lleva derechamente a la verdad; antes confesamos que para todas las verdades naturales colocadas fuera de la esfera de la demostración matemática, o metafísica, no hay otro seguro. Lo que afirmamos es, que frecuentemente para defender opiniones falsas, se alegan experiencias u observaciones comunes que no existen, ni existieron jamás en la imaginación del vulgo.

3. Inmenso trabajo toman sobre sí los desengañados, que en esta materia se meten a desengañadores; porque en cada individuo encuentran un nuevo fuerte que expugnar, [104] un fuerte en quien no hace mella la razón, ya porque los más no son capaces de penetrarla, ya porque la experiencia, que falsamente tienen aprendida, los obstina a cerrar los ojos para no ver la luz. A todo oponen, que así lo dicen todos, y que es observación común; siendo falso, que haya habido sobre el asunto controvertido observación común, ni aún particular, sí sólo un error común, originado, o de una aprensión vana, o de embustes, o de una casualidad mal reflexionada, que existiendo al principio en uno u otro individuo, con el tiempo fue cundiendo hasta ocupar Pueblos y Regiones enteras.

§. II

4. La mayor parte de mi vida he estado lidiando con estas sombras; porque muy temprano empecé al conocer que lo eran. Siendo yo muchacho, todos decían que era peligrosísimo tomar otro cualquier alimento poco después del chocolate. Mi entendimiento, por cierta razón que yo entonces acaso no podría explicar muy bien, me disuadía tan fuertemente de esta vulgar aprehensión, que me resolvía a hacer la experiencia, en que supongo tuvo la golosina pueril tanta o mayor parte que la curiosidad. Inmediatamente después del chocolate, comí una buena porción de torreznos, y me hallé lindamente así aquel día, como mucho tiempo después; con que me reía a mi salvo de los que estaban ocupados de aquel miedo. Asimismo reinaba entonces la persuasión de que uno que se purgaba, ponía a riesgo notorio, unos decían la vida, otros el juicio, si se entregase al sueño antes de empezar a obrar la purga. Yo, considerando que muchos tomaban las píldoras que llaman de régimen (algunas veces en bastante cantidad), cuando estaban para ir a la cama, o ya puestos en ella, y después de dormir muy bien despertaban, llamados de la operación del purgante, sin lesión alguna; y no pudiendo en cuanto a esto hallar diferencia alguna entre los purgantes dados en forma líquida, o en forma sólida, ni aún en las varias especies de purgantes, me [105] dejé dormir lindamente en ocasión que había tomado una purga, sin padecer por ello la menor inmutación. Después oí decir, que el sueño impedía o minoraba la acción del purgante; lo cual también es falso, como he experimentado muchas veces; porque en mi juventud me purgaba con bastante frecuencia, de lo que ahora estoy muy arrepentido, y muy enmendado. Está, pues, tan lejos de ser nocivo el sueño sobre la purga, que antes es sumamente cómodo. Libra de las bascas que ocasiona el purgante, precave el vómito, y refuerza el cuerpo para tolerar mejor la purgación.

5. En Francia, no muchos años ha, había una aprehensión general semejante a la que acabamos de refutar. Creíase como cosa constante, que los que tomaban las aguas minerales de Fórges, si dormían después de comer, morían muy en breve; y sobre esto se referían muchos sucesos funestos: hasta que Dionisio Dodart, célebre Médico Parisiense, habiendo ido a tomar dichas aguas, quiso creer más a su razón que a la voz común; y todos los días que usó aquel remedio, durmiendo bellamente después de la comida, sin recibir el menor daño.

6. A vista de esto, no extraño, ni debe extrañar nadie la falsa aprehensión de los habitadores de la Isla de Madagascar; los cuales aunque abundan de uvas, ni las comían ni hacían vino de ellas, juzgándolas venenosas, hasta que arribando allí los Franceses, los desengañaron. Antes, si se mira bien, se hallará que su error es más disculpable que los que notamos arriba. Supónese, que los Madagascares que tenían por venenosas las uvas, nunca las habían probado; y así no tenían principio alguno por donde entrar en sospechas de su error. Pero los que juzgaban peligroso el sueño sobre la purga, mortífero después de la comida, durante el uso de las aguas de Fórges, tenían un gran motivo para presumir que la común aprensión era vana, por las continuadas experiencias de los beneficios que presta a nuestra naturaleza el sueño. Así se puede decir que el Vulgo de Francia, y de España no es [106] mas sabio que los bárbaros de Madagascar. Lo peor es, que para estas cosas casi todos los hombres son Vulgo, sin otra distinción que la de Vulgo alto, y Vulgo bajo.

7. Ya que estamos en Francia, no omitamos dos famosas Observaciones Comunes de aquella Nación, cuya falsedad califican sus mismas Historias, y de que hoy creo estarán todos desengañados. La primera, como testifica el Padre Zahn (tom. 3 Mund. mirab.), era que ninguna de sus Reyes pasaba de la edad de Hugo Capeto, Cabeza de la tercera Estirpe Real de Francia. ¡Notable error! pues fuera de otros algunos, que vivieron más que aquel Príncipe, el mismo que lo sucedió inmediatamente en la Corona, que fue Roberto el Devoto, le excedió en cuatro años de vida. Hugo vivió cincuenta y siete años, y Roberto sesenta y uno. La segunda, que era fatal inviolable destino de aquella Corona, que todos los Reyes que terminasen un septenario, habían de ser prisioneros. Este error fue ocasionado de dos o tres casualidades. Fue el Santo Rey Luis hecho prisionero por los Infieles. Contados después siete Reyes, fue el último del septenario el Rey Juan, a quien hicieron prisionero los Ingleses. Y al fin de otro septenario cayó Francisco I, que lo fue de los Españoles. Como el gran Luis XIV no padeció la misma desgracia, aunque le tocaba por la regla del septenario, me persuado esté del todo desvanecido este error. Tampoco fue prisionero Roberto el Devoto, anterior otro septenario al Santo Rey Luis.

§. III

8. El hacer regla de las casualidades es el principio más ordinario de estas falsas observaciones. Apenas hay territorio alguno donde el Populacho no tenga por infausto para tempestades alguno de los días del Estío donde cae alguna festividad señalada. En una parte se tiene por falta el día de San Juan, en otra el de San Pedro, en otra el de Santiago, en otra el de San Lorenzo, &c. Si les preguntan, ¿por qué? responden, porque [107] es observación y experiencia continuada de tiempo inmemorial; y tal observación y experiencia no ha habido. Dos o tres tempestades que hayan acaecido en tal día por espacio de veinte o treinta años, hacen tal impresión en el Vulgo, que quedan en su idea señalado para siempre el día por infausto. Cuando yo vine a esta Ciudad, hallé en ella la general persuasión de que siempre el día de Santa Clara había truenos. Ha que vivo en ella veinte y tres años, y sólo dos veces oí truenos el día de Santa Clara. Aquí hay también la vanísima aprensión, de que todos los Martes Santos llueve indefectiblemente, hallando el Vulgo cierto misterio en ello; y es, que aquel día se celebran las lágrimas de San Pedro, y le parece debe en su modo el Cielo, como haciendo memoria del llanto del Apóstol.

§. IV

9. ¿Pero qué hay que extrañar estas ridículas aprensiones de este o el otro Pueblo, cuando en todas partes vemos estampado como axioma, aquel disparatado proverbio de que no hay Sábado sin Sol? No hay que pensar que esto se dice sin creerse; pues a gente de buena ropa he visto tan encaprichada de aquella sentencia, que no hallaba modo de arrancársela del cerebro. La dificultad de disuadirlos consiste en que realmente es rarísimo el Sábado en que deje de asomar el Sol poco o mucho; y en Países poco lluviosos pasarán tal vez dos o tres años en que no haya un Sábado perfectamente nubloso desde que amanece hasta que anochece. Pero debieran advertir, que en otro cualquier día de la semana que quiera observar, experimentarán lo mismo; siendo cierto, que en los Países secos, apenas de trescientos y sesenta y cinco días que tiene el año, hay dos o tres en que no se descubra el Sol algún rato. A quien no me creyere ruego lo observe, y hallará que digo verdad. Aun en este País, que es excesivamente llovioso, apenas se encontrarán en toda la rueda del año siete días en que el Sol no se nos descubra algún rato. Eso de pensar que el [108] Cielo tiene esa atención con la Virgen Señora nuestra, a cuyos cultos está dedicado con alguna especialidad el Sábado, es, a la verdad, una piadosa imaginación; pero una piadosa imaginación propia de la Plebe ignorante. Mas justamente debiera el Cielo esos respetos al Domingo, como consagrado especialmente al culto de la Suprema Majestad. [109]

{(a) 1. El ningún fundamento con se forma un proverbio falso en materia de pronósticos de tiempo o de temporal, se esparce por una o muchas Provincias, y ya constituido en grado de Axioma, logra firme asenso en algunos tontos, se ve en un gracioso caso que refiere Goyat Pitaval en el tomo 7 de las Causas Célebres. El año de 1725 tuvieron grandes lluvias en Francia por la Primavera y principios del Estío. Estaba la gente desconsolada, temiendo una cosecha infeliz. Sucedió, que el día 19, o 20 de Junio de dicho año se tocó este triste asunto entre alguna gente que estaba en una Taberna de Café de la Ciudad de París. Hallábase entre ella un hombre llamado Bulliot, natural de Languedoc, que ejercía el negocio de Banquero en aquella Corte. Siendo así que lo que había llovido hasta aquel día era bastante para que se hablase melancólicamente en la materia, Bulliot entristeció mucho más la conversación con el infausto anuncio de que aún había de llover más cuarenta días consecutivos. Como despreciasen algunos de los presentes el pronóstico, porque nadie le tenía por Profeta, él insistió asegurando que sería así, y desafiando a cualesquiera que quisiesen apostar con él sobre el caso. Los que apostaron fueron muchos, y mucho lo apostado. Corrió la noticia por todo París. Apenas se hablaba de otra cosa. Era señalado con el dedo Bulliot en cualquier parte por donde pasaba. Dijo a este propósito un gran Señor, que si Bulliot ganaba la apuesta, debían castigarle por hechicero, y si perdía, encarcelarle en la casa de los locos. A pocos días cesó la agua, y Bulliot perdió su dinero. ¿Pero qué motivo tenía este hombre para esperar cuarenta días más continuados de lluvia? No fue menester tortura para que lo confesase. No mas que un refrancito que anda en el Vulgo de Francia, y que traduzco de este modo.

Si llueve el día de San Gervás,
Llueve cuarenta días más.

Por mal del pobre Bulliot, llovió el día de San Gervasio, y Protasio, que es el del 19 de Junio: con que fiado en el Proverbio, como [109] si fuese Artículo de Fe, dando por seguro pronóstico, perdió una gran parte de su caudal; creo que cuanto tenía de dinero efectivo dentro de su casa.

2. Nadie fíe en adagios. Hay muchos falsísimos, y el mas falso de todos es el que los califica a todos por verdaderos, diciendo que son Evangelios chicos.}

10. Debo advertir aquí, que como yo no puedo reducir a determinados capítulos todas las observaciones comunes que juzgo falsas, porque pertenecen a diversísimas materias, no espere de mi el Lector otro orden en proponerlas, que aquel que les diere la casualidad con que fueren ocurriendo a la memoria.

§. V

11. La observación de las mudanzas de temporal, arreglada a los cuatro ternarios de días de ayuno establecidos por la Iglesia, que vulgarmente llaman Cuatro Témporas, no tiene fundamento alguno ni en la razón ni en la experiencia; antes la razón y la experiencia militan contra ella. Dícese, que el aire que queda levantado al espirar cada Témpora, domina habitualmente hasta la Témpora siguiente. Mil veces que lo he notado, vi falsificado este rústico axioma. La razón también convence su falsedad; porque aquellos ternarios no tienen conexión con alguna causa física, capaz de establecer ese domino habitual del aire. Aunque se quiere decir, que hay alguna constitución en Astros que determina el temporal para los tres meses siguientes (lo que es una quimera) de nada servirá para el propósito; pues la disposición de la Iglesia no liga esos ternarios a tal determinada constitución de Astros; y así en distintos años caen debajo de aspectos muy diferentes.

12. Cítase a favor de aquella regla la autoridad de los Labradores, como de gran peso en esta materia, por ser los que con continua solicitud están atendiendo la duración y mudanza del temporal. A esto respondo, que [110] así los Labradores, como todo el resto de la Plebe, dan más asenso a las patrañas que heredaron de sus mayores, que a los desengañados que les ministran sus propios sentidos. El juicio del Vulgo, en todos los pleitos movidos sobre la verdad de las cosas, decide por la posesión, nunca por la propiedad.

§. VI

13. La grande displicencia y fastidio, con que todos los Cristianos miramos a la Nación Judaica, produjo entre nosotros dos errores comunes en orden a esta desdichada gente. El primero, que todos los individuos de ella tienen cola. El segundo, que los Médicos Judíos quintan; esto es, que de cada cinco enfermos a quienes visitan, sacrifican uno al odio que nos tienen. Uno y otro manifiestamente es falso. En cuanto a lo primero consta, que los Judíos son organizados como los demás hombres; fuera de ser totalmente inverosímil que Dios esté cobrando contra las leyes de la naturaleza en los individuos de toda una Nación. El castigo temporal que se sabe les ha dado por su pecado y pertinencia, es la dispersión en las demás Naciones, y probablemente el odio de todas las demás Sectas. Todo lo demás es fábula originada de ese mismo odio.

14. En cuanto al quintar de los Médicos Judíos se convence la falsedad. Lo primero, porque no hay Médico alguno, que no ame más el interés y crédito propio, que la ruina ajena; así procurará la restauración de los enfermos, de donde pende su crédito, y por consiguiente su interés; salvo uno u otro caso particular, que espere no sea observado. Sin duda se desacredita sumamente un Médico, en cuyas manos muriesen tantos enfermos. Lo segundo, porque con eso mismo malograrían su depravado intento; pues a dos o tres meses de experiencia todos huirían de un Médico tan fatal, aún cuando lo atribuyesen a ignorancia o infidelidad. Nótese, que exceptuando el caso de epidemia o peste, de cien enfermos [111] que visita el Médico más ignorante, apenas mueren dos o tres. La razón es, porque son con grandísimo exceso más numerosas las enfermedades leves para que se llama el Médico, que las graves. De aquellas todas convalecen por más que el Médico yerre; y en muchas de las graves hay enfermos que resisten la fuerza de la dolencia, y el abuso de la Medicina. Si hubiese, pues, un Médico, el cual de cinco enfermos matase uno, sería tan visible la enormidad del estrago, que sin duda nadie le daría el pulso, y a breve tiempo se quedaría sin ejercicio: luego mejor le estaría, aún para el fin de su perversa intención, mantener su crédito y ejercer la Medicina toda su vida, en cuyo discurso podría matar cien Cristianos, o más, sin ser observado, que atropellar los homicidios de manera que sólo le durase el ejercicio dos o tres meses, en cuyo tiempo sólo podría matar ocho o diez.

15. Lo que yo, pues, únicamente creeré es, que algunos de esa canalla hagan en los Cristianos tal cual homicidio, que con dificultad pueda observarse; especialmente en las personas que consideran más útiles a la Iglesia, o más celosas por la verdadera creencia, fuera de los que acaso sacrificarán a su odio particular. Y esto basta para huir y abominar los Médicos Judíos. [112]

{(a) 1. A los dos Errores Comunes pertenecientes a los Judíos, que impugnamos en este Discurso, agregaremos a otro, que en caso de no ser común en España, testifica Tomás Brovvn, que lo es en otras Naciones. Esto es, que la Nación Judaica exhala un particular mal olor, que es común a todos los individuos de ella. El mismo Brovvn la impugna con sólidas razones, y con la experiencia. Lo primero, las propiedades particulares de esta o aquella Nación penden del Clima en que nacen, o donde viven. No teniendo pues hoy los Judíos Clima particular, como quienes están dispersos en todos los climas, no hay principio de donde les pueda venir ese particular hedor. Lo segundo, la dispersión de los Judios en todos los Climas infiere en ellos la conmixtión de sangre de las demás Naciones; siendo absolutamente inverosímil, que en diez y siete siglos que ha que [112] viven y comercian con ellas por la incontinencia de unos y otros no se haya derivado mucha sangre Judaica a individuos de las demás Naciones, como también de estos a ellos. De que se infiere, que si los Judíos tienen tan mal olor, en muchos Cristianos, Turcos, y Paganos se hallaría el mismo.

2. La experiencia confirma ser falso este rumor; pues los que tratan y comercian con Judíos, que se portan con limpieza y aseo, no perciben tal hedor en ellos, y verdaderamente se le tuvieran, sería fácil descubrir por él los Judíos ocultos; lo que por lo menos acá en España, no sé que a nadie haya pasado por la imaginación. De aquí se infiere, que no sólo no es natural a la Nación Judaica dicho mal olor, más tampoco preternatural, o efecto de la venganza Divina, como castigo de aquella gente por su atroz culpa en la muerte del Redentor.

3. La ocasión de aquel error pudo el que los Judíos pobres (como lo son los más) ganan la vida en las partes donde son permitidos, recogiendo y vendiendo vilísimos trapos de que andan cargados, y estos les comunican el mal olor, fuera del que es común a la gente pobrísima por la falta de limpieza.

4. Juan Christóforo Wagenselio, que en varias obras suyas se declaró enemigo implacable de los Judíos, lo defiende no obstante en el tomo 4 de su Synopsis Geográfica de otra común acusación igualmente, o más atroz que la de quintar a los enfermos. Esta es de que matan todos los niños Cristianos que pueden, y de su sangre se sirven para varios ritos supersticiosos. No niega el Autor citado algunos casos referidos en Historias fidedignas de niños Cristianos muertos a manos de Judíos, ya en odio de la Religión Cristiana, ya en venganza furiosa de lagunas injurias recibidas; pero afirma que estos casos son pocos, y no repetidos o vulgarizados, como pretende el Vulgo.}

§. VII

16. La observación que ahora voy a notar, creo que está mas universalmente recibida que las pasadas, pues la he visto dar por asentada a personas de todas clases. Dícese, que todos los que mueren de enfermedades crónicas, expiran al bajar la marea. Protesto, que he observado varias veces lo contrario. La muerte es una gran señora sin duda; pero que no repara en formalidades, [113] y así viene, ya al subir ya al bajar la marea, tanto en las enfermedades crónicas, como en las agudas.

{(a) 1. Plinio, lib. 2. Cap. 98 cita a Aristóteles por la opinión de que ningún animal muere sino en el tiempo del reflujo del mar: His addit Aristoteles nullum animal, nisi aestu recedente expirare: Y el mismo Plinio lo confirma, aunque limitándolo al hombre: Observatum id multum in Gallico Oceano, & dumtaxat in homine compertum. Esta opinión se ha hecho comunísima, y todos dicen lo que Plinio; esto es, que consta de innumerables observaciones. Con todo Plinio se engañó, y se engañan todos los que le siguen; porque no hay ni hubo tales observaciones. En las Memorias de Trevoux del año de 1730, art. 22, está inserto el escrito de un Comisario de Marina, miembro de la Academia Real de las Ciencias, sobre varias cosas pertenecientes al mar; y entre ellas se toca el punto de que hablamos. El pasaje es muy importante, para que dejemos de ponerle aquí a la letra.

2. «Yo (dice el Autor) que he habitado muchos años en un Puerto de mar, he creído que esta opinión (la de que en los Lugares marítimos todos mueren al bajar la marea) merecía ser examinada con cuidado. En esta consideración pedí en diferentes ocasiones a los Religiosos de la Caridad, que cuidan del Hospital de la Marina en Brest, que notasen con exactitud el momento preciso en que morían [114] los enfermos. Hiciéronlo así; y habiendo leído todo el registro que formaron los años de 1727 y 1728, y los seis primeros meses del de 1729 hallé, que en el ascenso de la marea habían muerto dos hombres mas que en descenso, lo que absolutamente falsifica la observación de Aristóteles. No contento con las observaciones hachas en Brest, pedí a uno de los Médicos del Rey, que hiciese otras semejantes en Rochefort en el Hospital de la Marina. Hízolas, y salieron perfectamente acordes con las de Brest. Pudiera satisfacerme con esto; pero quise llevar más adelante mi curiosidad; haciendo la misma pesquisa en los Hospitales de Quimper, de San Pablo de León, de San Maló; y de todas las observaciones resultó, que los enfermos igualmente mueren en la creciente, que en la menguante de la marea.»

3. Todo esto es muy decisivo contra la opinión común, y en particular contra lo que dice Plinio de las muchas observaciones hechas en el Océano Gálico en confirmación de ella. Es dignísimo de notarse, que todas las observaciones contrarias a la opinión común, de que da noticia el citado Académico, fueron hachas en Puertos del Océano Gálico.}

§. VIII

17. He creído mucho tiempo lo que todo el mundo cree, que las repentinas mutaciones de frío a calor, y mucho más de calor a frío, son perniciosísimas a la salud; de modo, que de estas últimas se dice, que no sólo causan peligrosas constipaciones, más aún muertes repentinas. Pero algunas años ha hice algunas reflexiones, que me persuaden que aquella máxima, si no es totalmente falsa, a lo menos padece muchas y grandes excepciones. Provoco a la experiencia; y lo primero arguyo así. Si estos tránsitos fuesen nocivos, lo serían tanto mas, cuanto los extremos son mas distantes; lo que nadie negará. Pues ve aquí, que las mozas de cántaro son la gente que padecen estas mutaciones entre los extremos mas distantes de frío y de calor, yendo y viniendo todos los días del hogar al río, [114] y del río al hogar; de modo que en el Invierno allí se hielan, y aquí casi se abrasan: no obstante lo cual, no se nota que esta gente sea más enfermiza, ni viva menos que los demás. Si se me responde, que el estar habituadas a eso preserva, preguntaré, ¿cómo no enferman, y mueren antes de habituarse, pues es cierto que no nacieron con ese hábito?

18. Lo segundo, muy pocas son las personas que en los mayores fríos del Invierno no padezcan todos los días esas repentinas mutaciones; pues casi todas la levantarse de la cama pasan (por mas abrigado que esté el cuarto) de un calor bastantemente intenso, a un frío bastantemente vivo. Haga cualquiera la experiencia, y hallará, que trasladando el termómetro del mismo cuarto al sitio de la cama donde reposa cuando está para levantarse, sube el licor más de seis dedos, y no bajará tanto trasladándole del cuarto a las calles. ¿Pues cómo se cree, que el salir de un cuarto abrigado a la calle en tiempo frío pueda hacer mucho [115] daño, no haciendo alguno el salir de la cama al cuarto?

19. Si se me opusiere, que en sentir de los Médicos los Otoños son enfermizos, por las frecuentes mutaciones de calor a frío, y de frío a calor: niego la casual; pues en la Primavera hay del mismo modo esas frecuentes mutaciones, sin que sea enfermiza aquella estación; antes salubérrima en sentir de Hipócrates.

20. Si se me arguyere con la experiencia y observación; digo, que la experiencia es ninguna, y la observación torcida. El que está preocupado de la aprehensión de que estos tránsitos son muy nocivos, les achaca sus indisposiciones, aunque nazcan de otras causas. Muchas veces el frío hace daño a sujetos delicados, no por haber hecho tránsito del calor al frío, sino por ser el frío excesivo; pero el error común hace creer, que el daño vino de aquella causa, y no de esta. Otras veces daña el aire, o frío, o caliente, no por estas cualidades, sino por otras adjuntas a ellas. Finalmente, nadie dará tantos experimentos por la opinión común, como yo doy por la mía, ni aún el diezmo; pues en las dos partidas de los que se levantan de la cama en Invierno, y las mozas de cántaro, propongo infinitos millones de millones de experimentos por mi opinión; a la cual doy tan firme asenso, que cuando me ocurre hacer jornada en tiempo muy frío, me caliento cuanto puedo al fuego, estando para salir, y así tolero bien el frío cerca de hora y media, no pudiendo sufrirle media hora cerca de esta diligencia. No sólo eso; más sucesivamente en las casas que encuentro repito la misma; de modo, que hago cinco o seis mutaciones de un extremo a otro en un día, y así me va muy bien.

§. IX

21. La fascinación, o mal de ojos (como vulgarmente se llama) no puede menos de tener lugar en este Discurso. Entre todas las observaciones vanas entiendo que esta es la más común, y también la más antigua. Entre los Romanos ya era ordinaria esta cantilena, como [116] se colige de testimonios de Plinio, Plutarco, Aulo Gelio, y otros. Bien trivial es lo de Virgilio:

{(a) San Juan Crisóstomo (homilia 8. super cap. 3. Epist. Ad Colossenes) se ríe e la fascinación, despreciándola como cosa fabulosa: At inquis (dice) oculus quisquam fascinavit puerum. Quousque Satanica ista? Quomodo non ridebunt nos Graeci? Quomodo non subsanabunt?}

Nescio quis teneros oculus mihi fascinat agnos.

22. Plutarco, que trató determinadamente esta materia en un Diálogo, da a conocer, que ya venía el concepto de la fascinación de más remota antigüedad. En la Grecia era también común en tiempo de Aristóteles, pues en los Problemas dice que la ruda se tenía por remedio para la fascinación. A la posesión de tantos siglos se añade el sufragio de muchos hombres doctos, tanto Teólogos, como Médicos.

23. A vista de esto, cualquiera que siga las reglas de la Crítica vulgar, asentirá a que verdaderamente hay fascinación; y aún tendrá por insigne temeridad el negar lo que en todos tiempos el común consentimiento de las Naciones. Pero a mí, que con el conocimiento de la facilidad con que una opinión falsa, pasando velozmente de uno a otro, se apodera del común de los hombres, tengo muy desembarazado el espíritu del medio, o de la veneración que ordinariamente se concilia la multitud, ninguna fuerza me hace, ni el consentimiento de las Naciones, ni el de los siglos. Antes siento, que cuando se dice de fascinaciones es mera fábula, nacida y criada entre gente ignorante, ruda, y supersticiosa, y comunicada después, por falta de reflexión, a los de más capacidad.

24. Llámase fascinación la acción de dañar a otro con la vista; pero se añade comúnmente, como precisa circunstancia, que el fascinante mire al fascinado con afecto de envidia. Créese, que los niños hermosos están más expuestos a este daño; porque la ternura de su edad es más capaz de recibir la maligna impresión, y la hermosura excita la envidia en los que la miran. Quieren algunos, que no [117] sólo la envidia, mas también el amor produzca a veces este mal efecto, y no sólo mirando, más aún alabando al sujeto.

25. Es claro en buena Física, que nada de esto puede suceder. La vista no es activa, sino dentro del propio órgano. Los ojos reciben las especies de los objetos; pero nada envían a ellos. Las palabras, por ser de alabanza o vituperio, no tienen acción física alguna, sí sólo la significación o representación intencional que les dio el libre arbitrio de los hombres. Luego cuanto se dice de fascinaciones es una quimera. De los Autores Médicos que tengo en mi Librería y tocan este punto, sienten lo mismo que yo, Valles, Paulo Zaquías, y Lucas Tozzi; y sólo Miguel Luis Sinapio afirma lo contrario.

26. Valles sospecha que este error nació de que los niños, cuanto más hermosos, sanos, y carnosicos están, tanto están más expuestos a caer en alguna grave indisposición; para lo cual alega el Aforismo de Hipócrates: Habitus, qui ad summum bonitatis pertingit, periculosus est; y el de Cornelio Celso: Qui nitidiores solito sunt, suspecta bona sua habere debent; y el Vulgo, ignorando esta regla de la Medicina, o esta ley de la Naturaleza, atribuye aquel repentino tránsito de la salud a la enfermedad, a la pasión de quien los mira. Pero sea lo que fuere de la verdad de los dos Aforismos, la aplicación de Valles no es oportuna: Lo primero, porque ni Hipócrates, ni Celso dicen, que en aquel estado de perfecta salud, la decadencia a la enfermedad sea repentina: Lo segundo, porque entrambos son igualmente aplicables a los adultos que a los niños; y así los entienden generalmente los Médicos. Tampoco creo, que esa decadencia repentina de los niños sea frecuente. Si sucede en ellos más veces que en los adultos, se debe atribuir a la ternura o poca firmeza de sus fibras, las cuales siendo de tan débil resistencia, por varias causas internas y externas, pueden perder prontamente su tono.

27. Esta es sin duda la causa más verosímil de esas repentinas mutaciones, y totalmente inverosímil la del mal [118] influjo de los ojos ínvidos, no sólo por la razón que ya hemos dado; más también, porque si fuese así, padecerían ese daño con mucha más frecuencia aquellos niños en quienes hay más que envidiar; esto es los hijos de Nobles y personas ilustres, que andan comúnmente más limpios, más bien tratados, más tersos, y más ricamente ceñidos; y no sucede así, antes lo contrario; pues las que más comúnmente se quejan de que sus hijuelos han sido fascinados, son las mujeres pobres y humildes, lo cual consiste en que como los cuidan menos, y los exponen frecuentemente ya al viento, ya al frío, ya al excesivo calor, ya a otras muchas incomodidades, mas fácilmente caen en esos accidentes repentinos. Bien que a veces otra alguna causa puede originar, respecto de los hijos de los Nobles, esa supersticiosa creencia. Oí a una Señora, que siendo niña, todos los días de fiesta padecía alguna indisposición. Era el caso, que para sacarla a Misa, por componerla bien, la apretaban demasiadamente la ropa. Esto la producía dentro de poco tiempo la indisposición que hemos ducho, lo que ella conocía y lloraba. Pero a los domésticos no había quitarles de la cabeza, que como había salido en público, a que se añadía la circunstancia de linda, alguien la había dado mal de ojo.

28. Y no dejaré de notar aquí que la precaución que comúnmente se toma contra el mal de ojo, colgando a los niños una higa de azabache, u otra figura que significa irrisión y desprecio, como que esta rebata el mal aspecto de los ojos ínvidos, viene por legitima sucesión de la superstición gentílica. Entre tantas ridículas Deidades como adoraban los Romanos, era una el Dios Fascino, a quien dieron este nombre porque le tenían por Protector contra el mal de la fascinación. La imagen de esta Deidad, que era torpísima, e irrisoria en extremo, colgaban, no solamente a los niños más aún a los carros triunfales, persuadidos a que los que iban en ellos gozaban la gloria del triunfo, como objetos de la mas rabiosa envidia, necesitaban [119] de aquel socorro. La conformidad de los dos mitos muestran que el posterior nació del anterior.

29. El argumento, que a favor de la fascinación hacen los patronos de ella con los hálitos o efluvios nocivos que manan de algunos cuerpos, ninguna fuerza hace, ni es del caso. Lo primero, porque el movimiento de esos efluvios no depende de la acción de mirar. Que el que tiene efluvios malos mire, o deje de mirar, no dejará de despedir esos efluvios. Lo segundo, porque tampoco depende su movimiento de los afectos de envidia o de amor; sí sólo del calor, o interno o externo que nos agita, y hace salir del cuerpo. Dirase acaso, que hay una especie particular de efluvios venenosos, los cuales sólo salen por los ojos; pero esta será una nueva física, inventada a placer sólo a fin de mantener la fábula. Mas: Demos que los poros de los ojos sean los únicos conductos de esos efluvios: luego que estos se despidan al ambiente, se esparcirán por él como todos los efluvios, en vez de ir en derechura a la persona que se mira. La acción de mirar no puede dirigirlos a su objeto; porque, como ya se insinuó, aquella acción es inmanente, como dicen los Filósofos; esto es, no tiene efecto alguno hacia afuera, todo se ejerce dentro del órgano de la vista.

30. A otro argumento que se hace, fundado en varios ejemplos de morir las aves, romperse los espejos, &c. sólo por la acción de mirarlos los que tienen esta especie de veneno nativo, no daremos otra respuesta que la que tiene Valles diciendo: Merae nugae, merae fabulae: Meras patrañas, y fábulas. No hay que alegarme testigos del hecho, porque me remito a las reglas dadas en el Discurso primero de este tomo. Pero basta de este asunto; pasemos a otro.

§. X

31. La observación generalísima de que nacen y hay en el mundo más mujeres que hombres, no está bien justificada. Bernardo Nievventyt refiere, que el Matemático Inglés Arbuthnot examinó poco ha, por los [120] Registros de Londres, cuantos hombres ymujeres habían nacido en aquella Ciudad por espacio de 82 años; conviene a saber, desde el año 1629, hasta el de 1710, y se halló, que en todos los años, tomados uno con otro, habían nacido más hombres que mujeres. El menor exceso fue el del año de 1703, en que nacieron 7765 niños, y 7683 niñas. El exceso fue de 82 niños. El mayor exceso fue el del año 1661, en que nacieron 4748 niños, y 4107 niñas. El exceso fue de 641 niños.

{(a) 1. Exhibiremos nuevas pruebas testimoniales de ser falsa la opinión de que hay más mujeres en el mundo que hombres. En el cuarto tomo de los Soberanos del Mundo, citado en las Memorias de Trevoux, año de 1734, art. 90, se refiere que el año de 1687 se contaron los hombres y mujeres que había en Roma, y se halló ser aquellos sesenta y dos mil, estas cinquenta y una mil.

2. Monsieur Derhan, Filósofo Inglés, citado y aplaudido en las mismas Memorias de Trevoux del año 1728, art. 19, testifica que por las suputaciones hechas en Inglaterra y otras partes, resulta que el número de los hombres que nacen, excede algo el de las mujeres; lo que es diametralmente contrario a la observación común que se supone en esta materia.

3. En el Tibet, País grande de la Tartaria Oriental, es permitido a la mujer casarse con muchos maridos, que son comúnmente de una misma familia, y muchas veces hermanos. El motivo que dan para este abuso, es, que hay en aquella Región muchos más hombres que mujeres. En efecto dice el Padre Regis, Misionero de la China, que estuvo mucho tiempo en el Tibet, que discurriendo por las casas o familias, se encuentran muchos más muchachos que muchachas. (Hist. De la China del Padre Duhalde, tom. 4, pág. 461.)}

32. De aquí se sigue una de dos cosas: o bien que la regla general contraria de que nacen más hombres que mujeres es la verdadera; o bien que no hay en esto regla general, sino que en unas Regiones nacen más hombres que mujeres; en otras, más mujeres que hombres; y en otras acaso igual número de uno que de otro sexo. ¿Quién duda, que la diversidad de los climas puede producir esta variedad? Pero sospecho que aún respecto de nuestra Región, [122] la cuenta se ha echado muy a bulto; esto es atendiendo sólo a los individuos existentes en los Pueblos de donde son originarios, sin hacer memoria de los hombres que salieron para la guerra, o para Indias, o para Roma, o a tunar por el mundo, &c. De suerte, que estos hombres peregrinos, (llamémoslos así) ni se cuentan en el Lugar de donde son naturales, ni en aquel donde son extranjeros, y por esto se halla en una parte y otra menor el número de los hombres, que el de las mujeres; las cuales por lo común viven y mueren donde nacen, y rarísima es omitida en la cuenta.

33. Otra equivocación pienso que hay también en esta materia. Dícese que muchas mujeres se quedan sin casar por falta de hombres; y de aquí se infiere que no hay tantos hombres como mujeres. El antecedente es equívoco, y la consecuencia no sale. Faltan hombres para muchas mujeres, no porque no haya en el mundo número correspondiente de uno a otro sexo, sino porque una gran extracción de hombres para la guerra, mucho mayor para las Religiones, y generalmente para el Estado eclesiástico; respecto de cuyas partidas, la extracción de mujeres para Religiosas no llega a ser de veinte partes la una. Añádase, que la guerra y los viajes, especialmente por mas, no sólo excluyen infinitos hombres de la cuenta, pero hacen que muchos de esos mismos no puedan contarse, porque les abrevian la vida.

§. XI

34. Concluyo este Discurso, proponiendo cierta duda sobre otra observación generalísima: esta es, que el sonido de las campanas conduce para disipar los terrores de los nublados. No hablo aquí de la virtud moral que para este efecto se considera existente en la bendición de las campanas; o por mejor decir, en las preces que intervinieron en la bendición, la cual no es otra cosa, que aquel influjo moral con que generalmente mueven a la piedad Divina las oraciones. Tampoco hablamos aquí de otro influjo moral indirecto, existente [123] en el mismo sonido de las campanas, que consiste en despertar la memoria de los Fieles para que imploren la Divina Clemencia contra los amagos de su Justicia. Verdaderamente este influjo moral indirecto era grande en la primera institución de este rito, porque se ordenaba a convocar los Fieles al Templo, donde todos unidos oraban para apartar el peligro; pero hoy se puede considerar ninguno; porque quien no se mueve a orar y compungirse por el estampido del trueno, tampoco se moverá por el sonido de la campana.

35. Sólo, pues, se trata de aquella virtud natural y física que universalmente se atribuye al sonido de las campanas, suponiendo que esté conmoviendo el aire interpuesto entre el nublado y la tierra, llega a conmover, atenuar, y dividir el mismo nublado; de suerte, que reduciéndose a menor densidad, pierda mucho de su malicia.

36. De esta virtud me ha hecho dudar, y aun inclinado a sospechar la contraria, un suceso acaecido en Francia el año de 1718. El día de Viernes Santo cayó una furiosísima tempestad en parte de la costa de Bretaña. Veinticuatro Iglesias fueron heridas de rayos. Lo que es muy de notar, y lo que hace a nuestro intento, es, que los rayos cayeron precisamente en aquellas Iglesias donde se pulsaron las campanas, sin tocar en alguna de otras muchas donde se observó el rito de no tocarlas el día de Viernes Santo. El Vulgo, cuya Religión es sumamente resbaladiza a la superstición, creyó que hubiese sido una insigne profanación violar aquel rito, por lo cual irritado el Cielo, había explicado sus iras con los Templos donde se había faltado a él; como si el precepto de una ceremonia Eclesiástica subsistiese en su vigor, cuando la necesidad pública, o verdadera o existimada, dispensa en esa obligación: delirio semejante al de los Judíos de la Ciudad de Modín, que por juzgar que profanaban el Sábado trabajando en el ejercicio de las armas, al verse invadidos por los soldados del Rey Antíoco, se [123] dejaron degollar todos como unas ovejas. Fuera de que, aun cuando en aquella circunstancias obligase el rito, la ignorancia y la buena fe de los que le violaron, los eximía de toda culpa. Debe, pues, suponerse, que no fue castigo de esa imaginaria profanación aquella ruina.

37. Por otra parte, ningún cuerdo lo calificará de puro acaso. Es demasiado para mera casualidad, el que estando entreveradas las Iglesias donde se guardó la ceremonia (muchas en número) con aquellas donde se tocaron las campanas, sólo estas padeciesen, y ninguna de aquellas: Luego parece preciso conceder, que el sonido de las campanas obró como causa física en el descenso de los rayos. ¿Pero cómo puede ser esto? De este modo: Aquel sonido, comunicándose por el aire intermedio hasta el nublado, le abre un poco en la parte colocada verticalmente o casi verticalmente sobre el Templo donde se pulsan las campanas. Hecha esta abertura, la exhalación encendida, hallando salido por ella, cae por la misma línea por donde subió el sonido de las campanas. Así discurrió un Filósofo Francés que se hallaba en el sitio de la tempestad, y comunicó el suceso referido a la Real Academia de las Ciencias; concluyendo de él, que el sonido de las campanas es útil para desviar más el rayo que está algo distante; pero llama el que está vertical o cerca del punto vertical. [124]

{(a) 1. Francisco Bayle que escribió su Curso Filosófico muchos años antes que sucediese el estrago referido de los Templos de Bretaña donde tocaron las campanas, sólo por discurso filosófico conjeturó que el sonido de ellas, aunque útil mientras está distante el nublado, puede ser perjudicial cuando el nublado está perpendicular sobre el sitio donde se pulsan. Así dice (tom. 2, part. 1, lib. 3, sect. 3, n. 34.): Si vero nubes immineat loco, in quo sonus editur, metuendum est, no sono via aperiatur fulmini in eos ipsos, qui sonum edunt. Hinc forte efficitur ut fulmen Turres Campanarias frequentis laedat, quam reliquas.

2. La observación, que en estas últimas palabras insinúa Bayle, de ser mas frecuente heridas de los rayos las torres de Campanas, [124] que las que no las tienen, siendo cierta, es una eficacísima confirmación de que el sonido de las Campanas facilita el descenso, o abre el camino al rayo para que caiga sobre las mismas torres.

3. El Padre Regnault tom. 4, Conversac. 4, después de referir el suceso de la tempestad de Bretaña, y filosofar sobre él en la forma misma que el Filósofo Francés que hemos citado en el Teatro, añade, que se ha observado que los Campaneros que están mucho tiempo tocando las Campanas cuando hay nublado, frecuentemente son heridos de los rayos. Desdicha, dice, que evitarían, si fuesen tan físicos como celosos por el Público. Digo lo mismo de esta observación que de la pasada: esto es, que confirma también eficacísimamente, o por mejor decir convence por evidencia lo que decimos de llamar al rayo el sonido de las Campanas.

4. No sólo porque para observar el método dicho de pulsar las Campanas, cuando el nublado está distante, y abstenerse de tocarlas cuando está cerca, es menester tener conocimiento de su distancia o proximidad; más también porque esto conduce para aliviar de una gran parte del susto a la gente tímida, daré aquí una regla por donde se puede medir la distancia.

5. Se ha de advertir lo primero, que por varias experiencias consta que el sonido de un minuto segundo camina ciento ochenta brazas; o lo que es lo mismo, trescientas sesenta varas: de modo, que si de noche disparan un arcabuz, y desde que veo la llama del fogón hasta que llega a mis oídos el trueno pasa un minuto segundo, haré juicio cierto de que le arcabuz se disparó distante de mí ciento ochenta brazas. Se ha de advertir lo segundo, que el intervalo de tiempo que hay de una pulsación nuestra a otra, se puede regular por un minuto segundo; porque aunque en muchos es algo menos, es la diferencia cortísima.

6. Puestas estas advertencias, se viene a los ojos la regla que propusimos. Al punto que veo el relámpago, aplico el dedo a la arteria, y voy contando las pulsaciones que da, hasta que oigo el trueno. ¿Son, pongo por ejemplo, cuatro pulsaciones? Infiero, que dista el sitio donde se encendió la exhalación, setecientas y veinte brazas. ¿Son seis pulsaciones? Infiero, que dista mil y ochenta brazas. Bien que de este número algo se ha de rebajar, aunque poco; porque si el pulso no es mas tardo que el ordinario, no iguala perfectamente el intervalo de las pulsaciones la cantidad de un [125] minuto segundo. ¿Es una pulsación? Dista ciento ochenta las brazas. ¿Al momento que se ve el relámpago, sin distinción sensible de tiempo oigo el trueno? Está el nublado muy próximo, y este es el tiempo del mayor riesgo. Hago juicio de que habiendo lugar para dos pulsaciones, ya no hay peligro alguno; porque aunque el rayo se despida de la nube dirigido al sitio donde está el que cuenta las pulsaciones, me parece imposible que antes de correr la distancia de trescientas sesenta varas no se consuma enteramente, y haga ceniza la exhalación. Es verdad, que esto se debe limitar a la suposición de que todo el nublado esté a distancia, o poco menos; porque siendo la nube tempestuosa de bastante extensión, puede una parte suya estar muy cerca, y la otra distar trescientas o cuatrocientas brazas: en cuyo caso la experiencia de distar dos minutos segundos la percepción del trueno de la del relámpago, no asegura; porque aunque la exhalación, sobre que se hizo la experiencia, se hay encendido en la distancia de trescientas o cuatrocientas brazas, pueden otras encenderse en parte de la nube que esté mas vecina. Pero regularmente la porción tempestuosa de la nube es de poca extensión, como muchas veces he observado.

7. El Padre Regnault, en el lugar que citamos arriba, da mil pasos de progresión al sonido en cada minuto segundo, y cita, sin determinar lugar, las experiencias de la Academia Real de las Ciencias. Pero en los libros de la Historia y Memoria de la Academia, sólo una parte he visto tocado este punto, que es en las Memorias del año de 1699, pág. 27, y allí se señala el espacio que hemos dicho de ciento ochenta brazas. Esta fue sin duda equivocación, no ignorancia del docto Jesuita, pues en el tom. 3, Convers.2, dice lo mismo que nosotros.

8. La regla que acabamos de dar, igualmente tiene cabimiento en la particular de que los rayos que causan los estragos, se encienden acá abajo (a la cual nos inclinamos en el Discurso 9 del 8 Tomo), que en la común de que bajan de las nubes.

9. A las Observaciones Comunes, que como falsas hemos impugnado en el Discurso destinado a este fin, agregaremos ahora otras que después de escrito aquel Discurso nos han ocurrido.

10. No hay cosa más válida entre rústicos y no rústicos, que esperar las mudanzas de tiempo en determinados días de Luna, principalmente el primero y el décimoquinto. Alguna parte se suele [126] dar a los otros dos de cuadratura; y hay quienes entran también en la cuenta el cuarto y quinto. Ningún fundamento tiene esto en la experiencia, como me consta por innumerables observaciones, las cuales me han hecho ver que con igual frecuencia acaecen las mudanzas en los demás días de la Luna, que en los expresados. ¿Quién duda de que todos los demás hombres pudieron desengañarse, atendiendo y observando como yo? Es lástima que en las cosas patentes a los ojos, casi todos se gobiernan únicamente por los oídos.

11. No es menos falsa la influencia que tantos Naturalistas atribuyen a la Luna, respecto de la médula de los huesos y carne de Ostras, y Cangrejos, diciendo que crecen estas cosas en la creciente de la Luna, y menguan en la menguante. El Marqués de San Aubin en el Tratado de la Opinión, tom. 3, lib. 4, cita Filósofos que con la experiencia hallaron ser falsísima esta creencia.

12. Al mismo Autor debo el desengaño de aquella decantada máxima, que como fundada en firmes observaciones, nos ha venido desde Hipócrates por mano de Galeno y de los demás Médicos que fueron sucediendo, que el parto Octimestre nunca es vital. El citado Autor nos asegura que los Médicos modernos han observado todo lo contrario: esto es, que cuanto el parto es más próximo al plazo regular, tanto es más seguro; y así más partos Octimestres son vitales, que Septimestres. Y la razón está sin duda visiblemente de acuerdo con la experiencia. Cuanto más cerca del plazo regular, está el feto más cerca de su perfección, y por consiguiente más robusto: luego más capaz de resistir, ya la fatiga del parto, ya los daños del ambiente. Los Autores que han creído el Aforismo Hipocrático, se quebraron terriblemente las cabezas en buscar la causa dando por raros derrumbaderos; lo que se puede ver en el Campo Elíseo de Gaspar de los Reyes, quest. 90.

13. A tantos oí decir que el cuerpo pesa más en ayunas que después de comer, que no puedo dudar de que sea vulgarisma esta opinión. Los que la afirman, dicen que consta por experiencia; pero a ninguno ha oído que lo haya experimentado él mismo: y si se lo oyese, no lo creería. Yo tampoco he querido gastar tiempo en la experiencia; porque sin hacerla tengo sobrado motivo para el desengaño. ¿Quién hay lo de Santorio, Inventor de la [127] Medicina Estática, que para darse todos los días una misma cantidad de pasto se ponía a la mesa siempre sentado en una silla, la cual estaba suspensa por un peso que excedía algo el del cuerpo de Santorio en ayunas; y luego que tomaba aquella cantidad de alimento que excedía algo, aunque poquísimo, a aquella porción en que excedía al peso que tenía suspensa la silla al cuerpo de Santorio en ayunas, bajaba al suelo la silla, y Santorio cerraba la comida? Esta es una noticia vulgarisma, por lo menos entre los Médicos; y de ella se convence claramente que el cuerpo pesa más después de comer, que en ayunas. ¿Pero qué es menester experiencias para esto, cuando la razón no admite la menor duda? Si el cuerpo antes de comer pesa cuatro arrobas, y luego se le añaden dos libras de comida y bebida, ¿cómo puede dejar de pesar cuatro arrobas y dos libras inmediatamente después de comer? ¿Por ventura comiendo perdió algo de carne o hueso, o de otra alguna parte de la que dan peso al cuerpo? Yo me imagino que este error viene de una insigne equivocación. El que está en ayunas, por lo menos si pasó mucho tiempo desde la última comida, está algo débil; por consiguiente se siente menos ágil o menos dispuesto para el movimiento; y esto llama hallarse pesado: en comiendo, se siente como fortalecido por el alimento, más ágil; y esto llama hallarse más ligero. Con que pasando estas voces de Pesado, y Ligero a significar otra cosa diferentísima, esto es la mayor o menor ponderosidad del cuerpo, se cayó en el error de que el cuerpo pesa más en ayunas.

14. La mayor cantidad de celebro se juzga seña de mayor capacidad. Esto parece se funda en que el hombre, que es el más capaz de todos los animales, es también quien entre todos tiene mayores sesos. Mas si esta prueba fuese legítima, o la máxima, que se funda en ella, verdadera, en los demás animales, cotejados recíprocamente, se observaría lo mismo: esto es, que los más advertidos tendrían mayor cerebro; lo cual se ha hallado no ser así. En el primer Tomo de la Academia de Duhamel, se refieren algunas observaciones a este propósito, de las cuales lo que se pudo colegir, es, que la mayoridad de celebro, no es nota de mayor advertencia o sagacidad, sino sólo de genio más pacífico o sociable. El gato es mucho menos racional o capaz que el león; siendo así, que respectivamente al cuerpo tiene mucho mayor cerebro. Todos los peces tienen poquísimo cerebro: así todos son indisciplinables; pero algunos son [128] tenidos por muy sagaces, como el Zorro marino; y yo he oído a Pescadores ponderar mucho la sagacidad del Múgil. Al contrario el Becerro marino, que tiene, respecto de los demás Peces, mucho cerebro, nada tiene de astuto, pero es índole dulce o tratable.

15. Tal cual observación, o falsa o defectuosa, ha hecho concebir o extender la máxima general de que nacen los remedios en los Países donde reinan las enfermedades; esto es, en el País donde es particular, o más frecuente tal o tal enfermedad, nace el remedio apropiado para ella, y para las enfermedades comunes a todo País, en todo País nacen los remedios. A cada paso me ocurren motivos de lastimarme de la poca reflexión que hacen los hombres. Si ello es así, ¿a qué propósito se llenan las Boticas de remedios extranjeros? Es preciso confesar, o que la máxima es falsa, o afirmar que los Médicos son la gente más ignorante y bárbara del mundo; pues a cada paso, o por mejor decir, casi siempre nos ordenan remedios producidos en otros Países, y algunos muy remotos. ¿Para qué esto, si cada uno tiene en su País lo que necesita?

16. He dicho que se funda esta máxima en una u otra observación, o falsa o defectuosa. V. g. dicen, que la Zarzaparrilla, que es remedio del mal Venéreo, nace en la América, donde ese mal es endémico o propio del País; la hierba del Paraguay, que recomiendan como eficaz para limpiar, por medio del vómito, el estomago de la pituíta viscosa, nace en la Provincia de aquel nombre, cuyos habitadores frecuentemente padecen ese humor vicioso en el estómago. Aun cuando estos dos remedios y otro tal cual verdaderamente lo fuesen de enfermedades propias de los Países donde ellos nacen, haec qui sunt inter tantos? ¿Cuántos centenares de enfermedades restan, para quienes se buscan los remedios en Países extraños y muy remotos? El caso es, que aún en aquellas observaciones se supone falso. Porque lo primero, la hierba del Paraguay no tiene tal virtud. Yo vi tomar la agua tibia de su conocimiento varias veces, sin que hiciese más efecto que la simple agua tibia; siendo así, que acababa de venir de la América por buena mano. Lo segundo, tampoco la Zarzaparrilla cura el mal Venéreo. Es verdad que así se creyó mucho tiempo; mas ya la experiencia mostró lo contrario. Y el expertísimo Sidhenán dice, que no sólo no le cura, mas ni aun es en alguna manera conducente ni cooperante a la curación. Lo tercero, aún permitido que fuese remedio eficaz de esta dolencia, [129] nada probaría al intento; porque la Zarzaparrilla es planta del Perú; y los que sientan que el mal Venéreo es propio de la América, y de que ella vino a Europa, no dicen que la trajeron los Españoles del Perú, sino de Méjico.

17. Algo influye en el asenso a esta máxima la persuasión de que pertenece a la benignidad de la Divina Providencia producir los remedios donde se padecen las enfermedades, como si Dios hubiese de arreglar sus disposiciones a nuestras ideas. Si Dios hubiese de arreglar las producciones de cada País a las indigencias de los Naturales, daría viñas en las Regiones más frías, y fuentes frías en las Regiones ardientes, pues sin milagro puede hacer uno y otro. ¿Y por qué no podré yo, filosofando por la parte opuesta, decir, que fue una Providencia admirable no producir muchas cosas, o útiles o necesarios a los hombres en sus respectivos Países, sino en los ajenos, para que dependiendo unas Naciones de otras, se facilitase la sociedad, unión, y aún la caridad de unas con otras?

18. En muchos Países atribuye la Plebe grandes virtudes a las hierbas recogidas la noche de San Juan. Yo siendo niño, las vi recoger con mucho cuidado, y usar de su sahumerio para disipar las tempestades. Esta es por lo una simpleza rústica, que acaso en muchos declina a supersticiosa. El Padre Gobat (3. part. cas. 23. sect. 1.) no duda declarar, que una mujer de Lituania, que con las hierbas recogidas en la noche de San Juan, y el rocío que hallaba en ellas curaba varias enfermedades, lo hacía con Magia y cooperación diabólica. No faltarán quienes clamen en ésta, como en otras materias, que se deje al Vulgo en su buena fe; pero yo no puedo sufrir, que a cada paso se llame buena fe lo que es un error craso, lo que es barbarie, lo que es superstición, lo que es por lo menos una práctica y creencia ridícula; que desacredita la Religión respecto de los que la miran, o con desafecto o con indiferencia.

19. Ridícula es también y pueril, como falsa, la observación de que baila el Sol la mañana de San Juan. En otras Naciones se dice que baila el día de Pascua. Lo que baila el Sol esos días, es lo que bailan todos los demás del año en las mañanas claras y serenas; y es, que la salir se representan sus rayos como en movimiento, o como jugando unos con otros, y esto quiso el Vulgo que fuese bailar el Sol; y quiso también que fuese particularidad del día de San Juan o del de Pascua, siendo cosa de todo el año.

20. La observación de días infaustos, es no sólo falsa sino supersticiosa, y la han heredado los Cristianos de los Gentiles. Los Egipcios señalaban dos días en cada mes por infaustos. Los Romanos, los que seguían a las Kalendas, Idus, y Nonas. Acá nos dicen que los Martes son infaustos. En Italia capitulan por tales los Viernes. No se piense, que esto es sólo hablar de chanza. Hay espíritus tan débiles que lo toman muy seriamente.

21. Lo propio digo de destinar tal o tal día de la censura para alguna acción, sin motivo racional para ello. Muchos observan no cortar las uñas sino el día de Sábado. Siendo niño, oí muchas veces, que en torno de las uñas se desprendían unas hilachas de cutis, cortándolas otro cualquier día; y es cierto, que vi a muchos, que por ese miedo, supersticiosamente practicaban cortarlas sólo en los Sábados. También viene esto de los Gentiles. Por lo menos los Romanos observaban no cortar las uñas en algunos días de la semana, y también en los de las Nundias, que eran de nueve en nueve días.

22. La práctica de colocar el anillo en el dedo cuarto de la mano, empezando a contar por el pulgar, como que esto sea conducente a la salud, a la alegría del corazón, o a otra alguna impresión conveniente en él, no tiene fundamento alguno. Lo que dio motivo a este error fue el creer que de este dedo al corazón hay alguna comunicación particular. Los Egipcios, según refiere Macrobio, decían que esta comunicación era por medio de un nervio. Levino Lemnio atribuye la comunicación a una arteria. Alejandro de Alejandro, de sentencia de algunos antiguos, a una vena. Y el mismo sentir manifiesta Hugo Grocio en aquellos célebres versos, que hizo en elogio del anillo.

Annule subtili vis ad praecordia vena,
Cujus in explicata traditur ire via.

Todo es mera aprensión. Por la Anatomía consta, que no hay mas comunicación de ese dedo al corazón, ni por arteria, ni por vena, ni por nervio, que de todos los demás.

23. En toda España corre que las Víboras de la Sagra de Toledo no son venenosas. Parece que se llama Sagra de Toledo el territorio comprendido doce leguas a la redonda de aquella Ciudad, aunque en sé de donde viene la denominación de Sagra. En el Diccionario de Moreri, V. Charas, se lee que este famoso Maestro de Farmacia, en el tiempo que residió en Madrid, desengaño a muchos Grandes de [131] este error popular, mostrándoles que las Vívoras de aquel territorio son venenosas como las demás.

24. Vulgarmente se dice estar observado el plazo de la vida del hombre privado de todo alimento. Algunos, citando a Hipócrates, dicen que viven hasta siete días. La opinión que reina el Vulgo, le extiende la vida hasta el noveno. Ni uno, ni otro tiene fundamento; porque la diferencia de temperamentos induce en esto grandísima variedad; fuera de la que puede ocasionar el hábito adquirido. Gaspar de los Reyes en su Campo Elíseo, quest. 58 juntó innumerables ejemplares, recogidos de varios Autores, de sujetos que vivieron no sólo muchos días, sino meses, y años, sin usar de alimento alguno. Sean o no todos verdaderos (que a la verdad, de algunos con gran fundamento se puede dudar, excusando trasladar lo que es fácil hallar en este, y otros Compiladores, sólo referiré tres ejemplares recientes, de que se da noticia en el tom. 4 de las Cartas Edificantes en una nota puesta a la pág. 10 de tres Cristianos, presos en odio de la Fe por los Infieles en la Cochinchina, y condenados a morir de hambre y sed. De éstos uno llamado Laurencio, vivió hasta cuarenta días; otro llamado Antonio, hombre anciano, hasta cuarenta y tres; y una Señora llamada Inés, hasta cuarenta y seis. Tengo entendido, que los Orientales, o por temperamento o por hábito, o por uno y otro juntamente, resisten muchos más la falta de nutrimiento que nosotros.

25. No debo omitir aquí la notable singularidad de que un Sumo Pontífice, y un Rey de Francia, sin hacerlos nadie esa violencia, murieron de hambre. El Rey fue Carlos VII, que siniestramente informado que su hijo el Delfín (que luego sucedió en el Reino con el nombre de Luis XI) trataba de darle veneno, se abstuvo de todo alimento por espacio de siete días; y queriendo después tomarle, nada pudo tragar. El Papa fue Julio III, que acosado de terribles dolores de gota, pensando vencerlos enteramente con el hambre, al término de un mes de intempestiva y obstinada dieta por falta de nutrimento, perdió la vida. El Cardenal Palavicino que lo refiere, no expresa si la abstinencia de alimento fue total. Es lo más verisímil que no lo fuese.

26. Entre los ejemplares de los que vivieron mucho tiempo sin alimento, suelen colocarse los que pasaron con agua sola. En la Historia de Carlos XII, Rey de Suecia, se refiere de una mujer llamada Jonhs Dotter, natural de la Provincia de Scania, que pasó muchos meses sin tomar mas que agua. Y Reyes refiere el hecho reciente en su tiempo, que sienta como indubitable en virtud de los testimonios que alega otra mujer, a quien su marido irritado de una fuga que había hecho, después de darla algunas heridas, arrojó en una caverna, en sitio áspero y solitario. Ésta, después de setenta y dos días, fue descubierta por un pobre, que buscando espárragos llegó a la cabeza de la cueva. Dio el pobre aviso a la Justicia del Lugar vecino (Albaida, cerca de Sevilla) la cual viniendo acompañada de alguna gente, fue extraída la mujer de aquella profundidad, no sólo viva, mas con las heridas curadas, y aunque muy débil, no tanto que no fuese a pie poco a poco al Lugar. Preguntada ¿cómo se había conservado tanto tiempo sin comer, y cómo se le habían curado las heridas? A lo primero respondió, que mojando la toca que llevaba en la cabeza en escasa cantidad de agua llovediza, que había en la cueva, chupaba de cuando en cuando. Las heridas, respondió que se habían cerrado sin otra diligencia, que lavarlas algunas veces con la misma agua.

27. Digo, que colocan los casos de este género entre los de pasar mucho tiempo sin alimento alguno; pero sin razón, pues no hay inconveniente en juzgar que el agua les sirvió de alimento. La experiencia constante, que el Abad de Vallemont y otros refieren de árboles que colocados en grandes tiestos han crecido mucho, sólo en virtud del nutrimento que los daba el agua con que los regaban, porque la tierra de los tiestos examinada antes y después, desecándola perfectamente en un horno, se halló en la misma cantidad y peso: esta experiencia, digo, infiere que también a los animales puede prestar el agua algún alimento, o ya sea por lo que es puramente líquido en ella, o ya por los corpúsculos sólidos que envuelve.}

38. Pero acaso este Discurso no hizo más que palpar la ropa a la verdad. Yo entiendo, que se debe atender más a la escisión o abertura del aire interpuesto entre [125] la nube y la tierra, que la escisión de la misma nube; la cual, o es imaginaria, o no hace tanto al caso como la escisión del aire. Digo, que la escisión de la nube, o [126] es imaginaria o levísima; porque el sonido de las campanas, cuando llega a ella es ya muy remiso, y la resistencia de la nube para abrirse es mucho mayor que la [127] del aire, a proporción de su mucha mayor densidad. Por otra parte basta que el aire interpuesto entre las campañas y la nube se rompa, para que el rayo descienda [128] siguiendo la dirección del sonido, o de aquel rompimiento que el sonido hace en el aire. La razón es, porque el rayo baja por donde el aire interpuesto le hace menos resistencia; [129] y el aire hace menos resistencia en todo aquel espacio donde le rompió el sonido, pues el aire se rompe impeliéndole en torno hacia los lados, por consiguiente el espacio [130] de donde se expele debe quedar más raro, o con menos cantidad de aire: siendo, pues, constante, que el aire cuanto es más raro resiste menos, es consiguiente que el [131] rayo halla menos resistencia en aquel espacio por donde subió el sonido.

39. Opondráseme la experiencia de que en los Ejércitos [132] y Plazas fuertes se dispara la Artillería a los nublados con conocido beneficio; lo que no sucedería, antes lo contrario, si el sonido rompiendo el aire abriese camino al rayo. Respondo, que el estampido violento de la Artillería tiene fuerza bastante para romper el nublado; y romperle no por una sola, sino por muchas partes; porque no se dispara una pieza sola, sino muchas, a lo cual es consiguiente que la nube se precipite luego deshecha en agua. Pero el sonido de las campanas, como mucho más remiso, sólo tiene fuerza para abrir el aire, no para romper la nube. [133]

40. Confirma fuertemente este nuestro Discurso el que con él se explica oportunamente la causa física de que los Templos, y sus torres sean tan frecuentemente heridos de los rayos; la que hasta ahora no se ha podido descubrir. Diráseme, que los rayos hieren generalmente las partes altas, que haya en ellas campanas, que no; como se ve en los montes, donde no las hay: por consiguiente se debe investigar otra causa más universal que la expresada. Respondo, que respecto de los montes hay dos razones especiales para que caigan en ellos muchos más rayos que en los Valles, las cuales no militan en otrres y Templos comparados con los demás edificios. La primera es estar los nublados más vecinos a las cimas de los montes, que a los valles, por lo cual todos, o casi todos los rayos que partes del nublado, llegan a tocar las cumbres; mas por la mucha distancia que hay del nublado al valle, muchos rayos, cosumiéndose toda la materia de la exhalación, se disipan antes que lleguen al llano. La segunda se toma de las mucha inflexiones y tornos que hace el rayo con su movimiento, discurriendo con ellos grandes espacios de aire; por lo cual acontece, que en alguna de esas inflexiones se estrelle contra alguna montaña de las que sitian el valle.

41. Digo, que ninguna de estas dos razones militan en los Templos comparados con los demás edificios. No la primera; ya porque el exceso que hacen en altura los Templos de los demás edificios, es como ninguna respecto de la altura del nublado, ya porque en los Pueblos colocados en sitios costanero, ordinariamente hay muchos edificios (esto es, los fabricado en la parte más alta del Lugar) menos distantes del nublado que las bóvedas de los Templos, ni los capiteles de las torres. Tampoco la segunda; ya por lo mismo que acabamos de decir, que a mi ver es concluyente; ya porque el espacio que en amplitud ocupa una torre, es pequeñísimo respecto de lo que ocupa todo un Pueblo; de modo, que en atención a esto, si fuese pura casualidad el tropezar en la torre, aún suponiendo todos los giros o inflexiones que hace el rayo, apenas de quinientos rayos [134] que caen sobre una mediana Población, tocaría uno a la torre. En fin los rayos de la tempestad de Bretaña no se fueron determinadamente a los Templos de mayor altura, sino a aquellos donde sonaban las campanas. Esto es lo que me ha ocurrido sobre esta materia. Yo propongo: El Lector discreto decida.


{Feijoo, Teatro crítico universal, tomo quinto (1733). Texto según la edición de Madrid 1778 (por D. Blas Morán, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo quinto (nueva impresión, en la cual van puestas las adiciones del Suplemento en sus lugares), páginas 103-134.}