Filosofía en español 
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Tomo tercero Discurso duodécimo

La ambición en el Solio

§. I

1. El más injusto culto, que da el mundo, es el que reciben de él los Príncipes Conquistadores. Siendo solamente acreedores al odio público, vivo se les tributa una forzada obediencia, y muertos un gracioso aplauso. Es necesidad lo primero, pero necedad lo segundo.

2. ¿Qué es un conquistador sino un azote, que la ira divina envía a los Pueblos; una peste animada de su Reino, y de los extraños; un astro maligno, que sólo influye muertes, robos, desolaciones, incendios; un cometa, que igualmente amenaza a las chozas, que a los Palacios: en fin, un hombre enemigo de todos los hombres, pues a todos quisiera quitar la libertad, y en la prosecución de este designio a muchos quita la hacienda, y la vida?

3. En esto, como en otras muchas cosas, admiro el ventajoso juicio de los Chinos. Isaac Vosio afirma, que en los Anales de aquella gente no son celebrados los Príncipes guerreros, sino los pacíficos: ni logran los vítores de la posteridad aquellos que se añadieron con las armas dominios nuevos, sino aquellos que gobernaron con justicia, y moderación los heredados. Esto es elegir bien. [271]

{(a) De los estragos que hacen los Príncipes ambiciosos en sus propios dominios tenemos un insigne ejemplar reciente en Carlos XII, Rey de Suecia. Acaso fue éste el menos malo de los Príncipes ambiciosos; porque nunca desenvainó la espada sino provocado; aunque una vez empuñada, tardaba más en recogerla de lo que pedía una [271] razonable satisfacción. No miraba a engrandecer sus Estados, sino a castigar sus enemigos. Es verdad que no le pesaba: acaso se complacía de tenerlos; porque aunque sus victorias no añadían a su Corona nuevas Provincias, coronaban su cabeza de nuevos laureles. Sus dos ídolos eran la Gloria, y la Venganza. Estaba adornada su persona de varias virtudes, cuyo cúmulo rara vez se ve en los Conquistadores; sobrio, parco, continente, amante de la justicia, clemente, y benigno en alto grado, exceptuando únicamente el suplicio cruel del pobre Patkul. Pero así sus victorias, como sus virtudes ¿de qué sirvieron a sus vasallos? De empobrecerlos, de arruinarlos, de reducir un Reino, que de su padre había heredado rico, floreciente, fuertísimo, a una extrema desolación, sin gente, sin dinero, sin Soldados, porque no sólo las Tropas veteranas perecieron enteramente en tantos sangrientos combates; mas infinitos Soldados nuevos, con que se iban substituyendo aquéllos, tuvieron la misma suerte. Así últimamente vinieron a faltar en Suecia, no sólo Militares para la Campaña, mas aun Labradores para el Campo.}.

4. No niego que el valor, la pericia militar, y otras prendas precisas en los Conquistadores son por sí mismas apreciables; pero concretadas con el uso tiránico, constituyen los hombres aborrecibles. No ha habido malhechor alguno insigne, que no fuese dotado de grandes calidades de alma, y cuerpo. Por lo menos no podían faltarles robustez, industria, y osadía. ¿Quién por esto se meterá a panegirista de malhechores?

5. No es paridad, sino identidad la que propongo; porque verdaderamente esos grandes Héroes, que celebraba con sus clarines la fama, nada más fueron que unos malhechores de alta guía. Si yo me pusiese a escribir un catálogo de los ladrones famosos que hubo en el mundo, en primer lugar pondría a Alejandro Magno, y a Julio César.

6. Nadie se conoció mejor en esta parte, ni se confesó más francamente que Antígono, Rey de la Asia. Estando en la mayor fuerza de sus conquistas, un Filósofo le dedicó un libro, que acababa de escribir en asunto de la virtud de la Justicia. Luego que Antígono leyó el título, sonriéndose dijo: Muy a propósito por cierto viene la lisonja [272] de dedicarme un Tratado de Justicia, cuando estoy robando a los demás todo lo que puedo.

7. Aunque no llegaron a hacer semejante confesión Alejandro, y César, manifestaron bastantemente los remordimientos de la propia conciencia. El primero en la templanza con que toleró ser capitulado por aquel pirata que cayó en sus manos, de ser mayor, y más escandaloso pirata que él; pues si Alejandro no conociera que le decía la verdad, muy mal le hubiera estado haberla dicho. El segundo en sus perplejidades al pasar el Rubicón; siendo de creer que aquel ánimo intrépido no le detendría la contemplación del riesgo, sino la del delito.

§. II

8. En efecto, los Príncipes conquistadores tan para todos son malos, que ni aun para sí mismos son buenos. Son malos para sus vecinos, como es notorio; son malos para sus vasallos, que en realidad padecen lo mismo que los vecinos, pues en los excesivos tributos malogran las haciendas, y en las porfiadas guerras las vidas. Es verdad que vencen; pero más hombres cuestan a un Reino diez batallas ganadas, que dos, o tres perdidas. Esto, dejando aparte aquel menoscabo que padecen las Artes, y la Agricultura, por llevarse toda la atención la Guerra. Con que al fin de la jornada, exceptuando unos pocos Soldados premiados, y otros pocos que lograron algunos despojos, tan mal quedan los conquistadores como los conquistados.

9. Otro perjuicio harto grave, aunque menos observado, ocasionan estos espíritus ambiciosos a sus vasallos; y es, que ocupados del deseo de engrandecer de todos modos al Imperio, no sólo procuran aumentarle extensivamente entre los extraños, mas también intensivamente entre los suyos. No sólo quieren dominar los más vasallos que pueden; pero también dominar lo más que pueden a los vasallos. Más fácil es contentar la ambición por este segundo camino, que por el primero. Sin añadir [273] súbditos se forma un Imperio sin límites, el que se desembaraza del estorbo de las Leyes. Imperio reducido al despotismo es imperio infinito, si se atiende al número, no de los que han de obedecer, sino de las cosas que puede mandar.

10. En fin, para sí mismos son malos los Conquistadores; porque como la hidrópica sed de ganar nuevos vasallos nunca se sacia, nunca el desasosiego del corazón cesa: Plusque cupit, quo plura suam demittit in alvum. Tienen a las espaldas lo que adquirieron, y delante de los ojos lo que resta por adquirir: de aquí depende que esto, como más presente, tiene más fuerza para inquietar el ánimo, irritando el apetito, que aquello para calmar el alma, insinuando el gozo. Añádase a esta ansia el susto del cuchillo, u del veneno, que son los dos paraderos comunes de la vida de los Conquistadores.

11. Sólo les queda por fruto de sus fatigas un bien, que no gozan, y que por tanto no se debe llamar bien. Este es la celebridad del nombre en los siglos venideros; tributo que paga a sus cenizas la necedad de los hombres. Ningún tributo más injusto. Si la memoria de los Conquistadores fuera regida por el entendimiento, había de servir a la execración, y no al aplauso. Quien celebra a un Nembrod, a un Rómulo, a un Alejandro, puede con la misma razón celebrar a un tigre, a un dragón, a un basilisco. Las mismas prendas hallo en aquellos tres Héroes insignes, que en estas tres bestias feroces: una grande fuerza para hacer mal, y una gran inclinación a hacerle.

12. Risa me causa ver a los Romanos, dueños ya del mundo, hacer vanidad de fijar el origen de su Imperio en Rómulo. Nada hubo en este hombre que pudiese desvanecer a sus descendientes. Si se mira por la parte del nacimiento, se le halla, según el mejor sentir, por madre una ramera. Si por la vida, y profesión, sólo se ve un ladrón atrevido, que hecho capitán de otros tales, erigió en República a una infame cuadrilla. El robo de las [274] Sabinas, si fue verdadero prueba que Rómulo, y todos sus secuaces era una gente despreciada por vil, y ruín en toda Italia, pues ningún Pueblos les quiso dar mujeres para sus matrimonios, y fue menester robarlas para tenerlas. A Rómulo no pudiendo sufrirle, le quitaron la vida los mismos Ministros que él había creado. Pero tal es la ceguera del mundo, que al mismo que juzgaron indigno de permanecer entre los hombres, le colocaron luego entre las Deidades.

13. La misma suerte tuvieron los demás grandes Conquistadores: ser aborrecidos cuando vivos, y adorados después de muertos. Nembrod fue el primer objeto de la Idolatría. Mudáronle el nombre de Nembrod, que significa rebelde, en el de Belo, Baál, o Baalin, que significa Señor. Este es el Júpiter Belo de la antigüedad. A Alejandro hizo un veneno víctima del resentimiento de Antipatro, y luego hubo en los altares víctimas para Alejandro. No bien mataron a César en el Capitolio como enemigo de la Patria, cuando le veneraron en el Cielo como Deidad tutelar de la República. Grande error de el Gentilismo transferir los hombres en Deidades; pero mucho mayor transferir en Deidades aquellos que por sus vicios debieran ser degradados de hombres.

§. III

14. Los que hacemos el concepto debido de la Deidad, no podemos caer en tan torpe error; mas no por eso dejamos de errar. No adoramos a los Conquistadores como Dioses, pero los celebramos como Héroes. ¿Qué es esto, sino envilecer tan noble epíteto? Los Héroes verdaderos son hechuras de la virtud; y así se deben rechazar como contrahechos, o adulterinos cuantos se fabrican en la oficina de la ambición. Hombre grande, y malo, es implicación manifiesta. Discretamente Agesilao, a uno que le ponderaba la grandeza del Rey de Persia, como dándole en rostro con la pequeñez de su Reino de Esparta, le respondió: Sólo puede ser mayor que yo [275] quien fuere mejor que yo. No dijera más, aunque hubiera leído aquel célebre dicho de San Agustín: In his, quae non mole, sed virtute praestant, idem est maius esse, quod melius esse. En aquellas cosas que se miden, no por la cantidad, sino por la virtud, lo mismo es ser mayor, que ser mejor.

15. Sean celebrados como Héroes un Teodosio, un Carlo Magno, un Gofredo de Bullon, un Jorge Castrioto; en fin, todos aquellos en quienes la fortuna sirvió al valor, y el valor a la justicia: aquellos a quienes sólo arrancaban la espada de la cinta, o el interés del Cielo, o la utilidad del Público: aquellos que en las guerras sólo abrazaban como suyos el trabajo, y el riesgo, dejando intacto como ajeno el fruto: aquellos que fueron pacíficos por inclinación, y guerreros por necesidad. En fin, queden estampadas en la memoria de los hombres, para ejemplo de los venideros, las imágenes de los Príncipes justos, clementes, sabios, animosos, en cuyo cetro reinó la justicia, y cuya espada nunca hirió la propia conciencia.

16. Pero descártense del número de los Héroes esos coronados Tigres, que llaman Príncipes Conquistadores, para ponerse en el de los delincuentes. Derríbense sus estatuas, o trasládense sus imágenes del Palacio a la casa de las fieras, porque esté siquiera la copia donde debiera haber estado el original. No obstante, dejaré por ahora aquí estampada una imagen común de todos los Príncipes Conquistadores, que hallo formada muy al vivo en ciertas palabras que dijo, estando para morir, un Príncipe a quien se dio este epíteto, y fue Guillermo el Primero de Inglaterra.

17. Este Príncipe en aquel último espacio de la vida, en que, por mirarse de cerca la eternidad, se empiezan a ver las cosas como son en sí: cuando se abren los ojos del alma al paso que se van cerrando los del cuerpo: cuando sus victorias pasadas le mordían la conciencia, sin alhagar la ambición, no sé si por arrepentimiento, [276] o por despecho, o por desahogo, haciendo una triste reflexión sobre la suma de sus hechos, hizo esta confesión delante de los Próceres, que cercaban la cama: Yo he aborrecido a los Ingleses; deshonré la Nobleza; mortifiqué al Pueblo; quité a muchos la hacienda; hice morir por la hambre, y por la espada infinita gente; y en fin, he desolado esta bella, e ilustre Nación con la muerte de muchos millares de hombres. En estas pocas líneas están pintadas con sus verdaderos colores las hazañas de aquel Conquistador; y las de todos los que han gozado el mismo epíteto se pueden dibujar con los mismos rasgos.

18. He dicho las de todos; porque, como ya se notó arriba, la sed hidrópica de dominar, dolencia general de los Conquistadores, los inclina a engrandecer su Imperio, no sólo entre los extraños, mas también entre sus propios súbditos. La ambición que los agita, no sólo anhela a romper las márgenes de la Corona, mas también las de la Justicia. No contentos con una dominación legítima, aspiran al despotismo. Miran como estorbo de su grandeza la equidad, y sólo hallan ensanches proporcionados a su espíritu en la tiranía. ¡Infeliz estado el de un Reino, cuando al que le gobierna se le encaja este capricho! La lástima es, que se les encaja también a muchos, que no son Conquistadores, ni piensan en serlo, sino de sus propios vasallos.

19. Es esta otra especie de conquista más odiosa, y más barata, porque no se debe al valor, sino a la astucia: no a las fatigas de la campaña, sino a las cavilaciones del gabinete. Conquístanse los propios súbditos, haciéndose más súbditos, atando con más pesadas cadenas la libertad, transfiriendo el vasallaje a esclavitud. Es heredada la dominación hasta donde es justa: es usurpada desde donde empieza a ser violenta. ¡Pero infeliz granjería la que por esta parte hace la ambición! ¿Qué interesa el Príncipe en poner en dura servidumbre los cuerpos, si al mismo tiempo se enajena las almas? Pierde lo mejor de sus vasallos, que es el amor, dándole a cambio [277] por una porción más de miedo. Desposéese de los corazones gravando los pechos. Prívase de la mayor dulzura del reinar, que consiste en verse obedecido por inclinación el que manda por ley. ¿Qué deleite puede dar una dominación, donde en cada vasallo se considera una fiera indignada contra la cadena que la aprisiona? ¿Qué seguridad tendrá contra los extraños quien hizo desafectos a los suyos? ¿Ni qué seguridad tendrá, aun contra los mismos suyos, quien a los suyos hizo extraños? Díganlo esos Monarcas del Oriente, donde por afectar tanto los Príncipes ser árbitros de las vidas de los vasallos, se constituyen algunas veces los vasallos árbitros de las vidas de los Príncipes.

§. IV

20. La culpa de este abuso, cuando le hay, tienen mal intencionados Ministros, y viles aduladores. Aquéllos se interesan en extender el Imperio más allá de lo justo, porque por participación les toca algo de aquella propasada autoridad. Estos van a ganar la gracia del Príncipe con el arbitrio fácil que le proponen, para elevar a mayor celsitud su jurisdicción. Con este fin no cesan de representarle, que la total independencia es esencial a la Corona; que las leyes, y costumbres son limitativos indignos de la soberanía; que un Monarca, tanto se hace más espectable, cuanto reina más absoluto; que la medida justa de la autoridad Real es la voluntad del Rey; que tanto mayor exaltación logra el Solio, cuanto a mayor profundidad se ve abatido el Pueblo; que en fin, un Rey es Deidad en la tierra; y tanto esfuerzan esta máxima, que cuanto es de su parte procuran olvidarle de que hay otra Deidad superior en el Cielo.

21. Es bello a este propósito un caso que refiere en sus Anécdotas Juan Reinaldo de Segrais. Estaban algunos Cortesanos entreteniendo con máximas de política tirana, semejantes a las expresadas, el Gran Luis Decimocuarto, cuando aquel Príncipe no tenía más de quince años. Creo que a cinco más que tuviera, el menor [278] castigo que les daría, sería desterrarlos para siempre de su presencia, y de la Corte. Mas la falta de experiencia, la capacidad aún no del todo formada, juntas con el ardor de su vivísimo espíritu, le hacían oír con agrado, como proporcionada a la grandeza de su corazón, aquella idea de un ilimitado poder: al tiempo mismo que el Mariscal de Etré, hombre anciano, de gran consejo, y madurez, que se hallaba poco distante del Rey, estaba escuchando a aquellos aduladores con suma indignación. Prosiguiendo éstos su asunto, trajeron a la conversación el ejemplo de los Emperadores Otomanos, refiriendo cómo aquellos Monarcas son dueños despóticos de las vidas, y haciendas de sus vasallos. Verdaderamente eso es reinar (dijo el Gran Luis) ¡felices Monarcas por cierto! como confirmando con su aprobación aquel modo de dominio. Traspasáronle estas palabras el corazón de parte a parte al buen Mariscal de Etré, por considerar las perniciosas resultas de aquella condescendencia; y llegándose prontamente al Rey, intrépido le dijo: Pero, Señor, advertid que a dos, o tres de esos Emperadores en mis días les dieron garrote sus vasallos. El Mariscal de Villeroy, digno Ayo, o Gobernador del Regio Joven, que estaba a alguna distancia, pero todo lo había oído, arrebatado de gozo, rompió atropelladamente por todos los que estaban en medio, hasta llegar al de Etré, a quien abrazó públicamente, dándole cordialísimas gracias por tan oportuna, y útil advertencia. ¡Ojalá hubiese siempre al lado de los Príncipes algunos hombres de libertad tan generosa para acudir pronto con la triaca, cuando la lisonja los brinda con el veneno de la tiranía en el vaso dorado de la grandeza!

§. V

22. La primera edad de los Príncipes es la más susceptiva, así de perniciosas, como de saludables máximas. Echan altas raíces en el alma las impresiones de la puericia. Según el cultivo que recibe entonces, fructifica después. En muy pocos falsea esta regla. En Jacobo, [279] Sexto Rey de Escocia, y Primero de este nombre en Inglaterra, concurrieron grandes circunstancias favorables para que fuese celoso Católico. Tenía buen entendimiento, y no mala índole. Era hijo de la excelente Reina María Estuarda, de cuyo ejemplo se podía esperar una eficacísima influencia en el ánimo del hijo. La dilatada prisión, y lastimosa muerte de aquella mujer admirable debían irritarle contra la Herejía, siendo cierto, que en el motivo de aquella tragedia se mezcló con la política sangrienta de Isabela la causa de Religión. Sin embargo, las malignas sugestiones de un mal Ayo desbarataron tantos saludables influjos. Jorge Bucanan, que fue Preceptor suyo, le inspiró tan eficazmente los nuevos dogmas, que nunca se apartó de ellos. Cuéntase de aquel depravado Hereje (si ya no fue Ateísta, como piensan algunos, los cuales en prueba refieren, que cercano a la muerte dijo, que más verdades hallaba en la Historia natural de Plinio, que en la Sagrada Escritura), que cuando quería castigar al niño Jacobo, se vestía un hábito de San Francisco, a fin de estampar en su espíritu un horror indeleble, no sólo hacia los Religiosos de aquella Sagrada Orden, mas también hacia todos los de la Religión Romana. Conocía bien, que duran siempre las imágenes, o agradables, o terribles, que se imprimen en la primera edad.

23. Por tanto, es importantísima en los Reinos la elección de Ayos, que han de regir la puericia de los Príncipes, y en los Ayos mismos la elección de máximas, que han de inspirar a sus alumnos. Nuestra España está hoy dando un grande ejemplo en esta materia a todas las Naciones. Cuando no nos dieran tantas, y tan bellas esperanzas el espíritu excelso, la discreta, y amable entereza de nuestro Príncipe Fernando, la dulcísima viveza del Serenísimo Infante Carlos, y la benignísima tranquilidad del Serenísimo Felipe: cuando a la índole extremamente noble de estos tres hechizos de nuestros corazones no coadyuvasen tantos, y tan grandes ejemplos de [280] catolicísima piedad de sus Augustos Padres, bastaría el cuidado que hubo en su educación, para asegurarnos de que hemos de lograr en los tres, si el Cielo nos conserva sus preciosas vidas, tres Príncipes cabalísimos. Las brillantes señas, que ya en su tierna edad nos dan del cordial amor que profesan a sus Españoles, testifican que la instrucción que han tenido, y tienen, es conforme a las reglas de la más racional, y cristiana política. Sobre cuyo asunto referiré aquí lo que con ocasión de mis escritos me pasó con el Señor Infante Don Carlos, por satisfacer una queja de su Alteza, dando juntamente a España una grandísima noticia.

24. Habiéndose dignado su Alteza de leer parte de mi segundo Tomo, luego que salió al público, tropezó en aquella Tabla trasladada del Padre Juan Zahn, doctísimo Premonstratense, donde se representa el cotejo de las cinco Naciones principales de Europa en genios, y costumbres. Dije con propiedad que tropezó, porque verdaderamente fue escándalo para su ternura con los Españoles ver en aquella Tabla maltratada a nuestra Nación en dos, o tres partidas: en tanto grado, que le dijo a su Ayo el Señor Don Francisco de Aguirre, que aquel libro, o por lo menos la Tabla, se debía dar al fuego. Satisfízole el Ayo diciéndole que en aquella Tabla no estaba expresado mi dictamen, sino el de aquel Autor Alemán, a quien citaba; y que yo, bien lejos de convenir con él en lo que dice de nuestra Nación, protestaba en la página antecedente, que en cuanto a esto le tenía por poco verídico. Templó esto, pero no extinguió del todo el resentimiento del amabilísimo Infante; porque siempre hería sus ojos la Tabla, por más que dentro de su entendimiento me defendía la protesta; de modo, que habiendo yo logrado pocos días después la dicha de besar su mano, me dio algunas señas de su enojo, y a su Ayo repitió en mi presencia, que había de quemar aquella Tabla. Bien es verdad, que observé mal avenida la apacibilidad del semblante con el rigor de la sentencia. [281] Su genio se había puesto de mi parte contra su cólera; y en aquellos suavísimos, y soberanos ojos, que a todos momentos están decretando gracias, parecía que la piedad se estaba riendo de la ira.

25. Es cierto, que en aquel cotejo de Naciones no expresé mi dictamen, sino el del Padre Zahn, o el que este Autor dice ser juicio común; antes bien manifesté ser contrario al mío en todo lo que es menos favorable a los Españoles. Para cuya confirmación, y satisfacción mayor del Serenísimo Infante, de nuevo contradigo, y positivamente desapruebo cuanto es ofensivo de nuestra Nación en dicha Tabla. Si Dios me da vida, espero manifestar en algún Discurso del siguiente Tomo el ventajoso concepto que tengo hecho de los Españoles en cuanto a algunas partidas en que les hace poca merced el vulgo de las Naciones extranjeras.

26. Lo que hemos dicho en los tres números antecedentes, en cuyo asunto pudiera extenderse mucho más la verdad, sin llegar a los confines de la lisonja, a nadie puede parecer digresión, siendo ejemplo, que persuade el propósito principal de este Discurso.

§. VI

27. Digo, pues, otra vez, que siendo cierto que el alma en el estado de la puericia recibe las impresiones como cera, y las retiene como bronce, es importantísimo inspirar máximas saludables a los Príncipes en esa edad. El método de educación doctrinal, que a este fin se debe observar es empezar por la Religión, proseguir con la Etica, o Moral, y acabar con la Política. Entre estas tres partes hay un enlace admirable. La Religión (no hablamos aquí de ella en cuanto es virtud especial, sino en cuanto incluye la verdadera creencia) informa el entendimiento de las grandezas de Dios, y dispone el corazón para amarle. La Etica, o instrucción Moral rige todas las acciones para que conspiren unánimes a este fin, sirviendo al mismo tiempo de vehículo, [282] u disposición última para la más sana Política; o por mejor decir, la Etica del Príncipe en cuanto Príncipe no es otra cosa que la misma Política tomada en general; porque ésta consiste en la colección de todas aquellas virtudes, que conducen para gobernar bien.

28. El uso de buenos libros es muy útil para informar a los Príncipes de la política recta. ¿Mas cuáles son los buenos libros? Creo que muy pocos. Los que contienen sana doctrina son infinitos. ¿Pero qué importa que instruyan, si no mueven? Lo difícil en lo Moral no es el conocimiento de lo recto, sino el movimiento, o inclinación eficaz a obrarlo. Hay unos libros de cláusulas cortadas, y arredondeadas con afectación (siguiendo el estilo de Séneca, que el otro Emperador llamaba Arena sin cal), las cuales todo son retintín para el oído, sin que el eco llegue al corazón. Hay otros llenos de textos, y conceptos pulpitables, que en vez de ilustrar confunden, en vez de mover fastidian. Otros que abundan de sentencias de Tucídides, Polibio, Tácito, Livio, y Salustio, mezcladas con gran copia de pasajes históricos. De todos éstos diré lo que Apeles dijo a un discípulo suyo, que había pintado a Elena con muy poca hermosura, pero con costoso vestido, y muy llena de joyas: Cum non posses facere pulchram, fecisti divitem. No pudiendo hacerla hermosa, la hiciste rica. Esos adornos forasteros, con que la erudición aliña la virtud, en los libros que tratan de ella, nada conducen para encender en su amor a los que los leen. Sólo logrará ese efecto quien supiere pintar con vivos colores su nativa hermosura; quien tuviere arte, y genio para imprimir en el entendimiento una idea clara, agradable, magnífica de su belleza.

29. Pero mejor que los mejores libros es la buena conversación. La enseñanza que se comunica por medio de la voz, es natural: la de la escritura, artificial: aquélla animada, ésta muerta; por consiguiente aquélla eficaz y activa, ésta lánguida. La lengua escribe en la alma, como la mano en el papel. Lo que se oye es el primer traslado, [283] que se saca de la mente del que instruye; lo que se lee, ya es copia de copia. Si los Príncipes niños fuesen cotidianamente entretenidos por personas discretas, y bien intencionadas, cualquiera se podría constituir fiador de sus futuros aciertos. La doctrina que mejor se insinúa, es la que se sugiere debajo del velo de diversión. Como lo que se come con gusto nutre mejor el cuerpo, lo que se escucha con deleite aprovecha más a la alma. La voz de enseñanza es desapacible a la niñez; así conviene en cuanto se pueda quitarle el nombre, dejando la substancia. En los Príncipes mucho más, porque ya desde entonces empieza a inspirarles, o la vanidad propia, o la adulación ajena, que su fortuna no necesita de doctrina. Reglas de justicia, y prudencia civil, dulcemente mezcladas con narraciones harmoniosas y apacibles de algunos hechos de Príncipes justos, que obrando bien, consiguieron cuanto intentaban, logrando al mismo tiempo la adoración de los suyos, y la admiración de los extraños, todo ingerido por sujeto cuya conversación les agrada, no como que los dirige, sino como que los divierte, les sepulta en el espíritu una semilla de buena casta, de quien se puede esperar a su tiempo excelente fruto. En la edad más tierna tienen también cabimiento las fábulas, porque los niños gustan de cuentos. Por cuya razón el sabio Arzobispo de Cambray Francisco de Saliñac para la educación del Señor Duque de Borgoña, cuyo Preceptor fue, con discreta invención compuso una colección de fábulas graciosísimas, donde siguiendo el aire de las que las viejas suelen contar a los niños, o los niños unos a otros, en dulcísimo estilo incluyó cuantos preceptos componen la más cristiana política. He debido las obras de este excelente Autor a la liberalidad, y amor del Señor Marqués del Surco, Ayo dignísimo del Serenísimo Señor Infante Don Felipe, que en su instrucción emplea utilísimamente la doctrina de aquel admirable Prelado, de quien fue íntimo amigo. [284]

§. VII

30. Aunque las lecciones que se dan a los Príncipes se deben encaminar a enamorarlos de todas las virtudes, que les convienen como Príncipes, y como hombres, importa sobre todo inclinarlos a la moderación de ánimo, virtud opuesta a la ambición. Otros vicios son malos para ellos, y para uno, u otro particular. La ambición, o apetito desordenado de dominar es perniciosa para todo el Reino. Un Príncipe injusto, un Príncipe cruel no hay duda que son aborrecibles en extremo. Con todo, si se atiende al daño, es mucho mayor por más general el que causa el ambicioso. La injusticia, y la crueldad se ejercitan en determinados individuos: la ambición oprime a todos. Digámoslo mejor. El injusto, y cruel, es injusto, y cruel con algunos particulares; el ambicioso es injusto, y cruel con toda la República. Esos son los pasos ordinarios de la ambición: Empieza por la injusticia, prosigue por el rigor, y acaba por la crueldad. Es injusto con toda la República el Príncipe, que quiere gravarla más de lo que permite la equidad, extendiendo su arbitrio fuera de los límites que le prescribe la recta razón. ¿Y qué sucede luego que se introduce esta dominación violenta? Que los vasallos se quejan, y el Príncipe mirando la queja, por sumisa que sea, como agravio, empieza a decretar castigos. Véisle ya puesto en el rigor. A los castigos se sigue que suenan más altos los clamores de las quejas; y como el grito del oprimido en los oídos del Príncipe tiene eco de rebelde, aumentándose con color de justicia el rigor, asciende al grado de crueldad. En caso que no se llegue a estas extremidades, porque el miedo les sofoca a los afligidos la voz dentro del pecho, ¿qué mayor tormento, que tener sobre los hombros un pesado yugo, y juntamente al cuello un lazo, que les impide el desahogo del gemido? Siendo éste, pues, un gran martirio, no puede la opresión, que les induce, dejar de ser una gran crueldad. [285]

§. VIII

31. Yo no extraño que hayan llegado algunos Príncipes a este exceso; antes admiro, que no hayan llegado todos, o casi todos. El apetito sediento de dominar, que nunca se sacia, es natural en el corazón humano; y siendo en todos ingénito por la naturaleza, en los Príncipes le estimula la adulación. Frecuentemente oyen hipérboles exquisitos, unos que elevan el carácter, otros la Persona. Represéntaseles su superioridad a los demás hombres, como si ellos fuesen más que hombres, o los demás fuesen menos. Es gratísima a su imaginación esta imagen ostentosa de grandeza, y no hay que extrañar, que la constituyan Idolo de los Pueblos que los obedecen, para que le ofrezcan en sacrificio cuanto tienen de precioso. Algunos Políticos hacen para este fin alianza con los aduladores, pareciéndoles que hacen más excelso, y generoso el espíritu de los Príncipes, imprimiéndoles una idea grande de la propia excelencia. Y no dudo que esto convendría cuando se reconociese en ellos un corazón muy apocado. Mas por lo común en su educación importa imprimirles solamente aquellas máximas, que dicta la Religión, la Virtud, la Humanidad. Así se les debe proponer:

32. Que el Rey es hombre como los demás, hijo del mismo padre común, igual por naturaleza, y sólo desigual en la fortuna.

33. Que esta fortuna, imagínela grande cuanto quisiere, toda se la debe a Dios; el cual pudo poner otra estirpe diferente en el Trono, y a nadie haría injusticia, aunque hubiese elevado a la Majestad la que hoy es la más humilde del Reino, o hubiese abatido a la más baja clase del Reino la que hoy goza la Majestad.

34. Que cuanto mayor idea tenga de su grandeza, tanto mayor debe ser su agradecimiento a la Majestad Divina, que se la ha conferido, y a proporción está más obligado a servir a Dios que los demás hombres.

35. Que Dios no hizo el Reino para el Rey, sino el [286] Rey para el Reino. Así el gobierno se debe dirigir, no al interés de su persona, sino al de la República. Por eso Aristóteles señaló por distintivo esencial entre el Rey, y el Tirano, el que éste mira sólo a su conveniencia propia: aquél atiende al bien común.

36. Que consiguientemente aquella expresión interpuesta en los Decretos, de ser lo que se ordena del agrado, o servicio Real, supone, que al Rey sólo le agrada lo que se ordena al bien público. A los vasallos sólo les toca obedecer al Rey. Al Rey sólo mandar lo que importa a los vasallos.

37. Que como los vasallos están obligados a ejecutar lo que es del agrado del Rey, el Rey está obligado a mandar lo que es del agrado de Dios.

38. Que el poder ordenar solamente lo que fuere justo, no disminuye su autoridad, antes la engrandece. A Dios le es imposible acción alguna, que no sea justa, y recta, sin que por esto deje de ser Omnipotente.

39. Que un Rey, habiendo subido a la cumbre de la gloria humana, no puede ascender a otra altura superior, sino por el arduo camino de virtud; esto es, sólo puede ser mayor siendo mejor.

40. Que lo más difícil, y por tanto lo más glorioso en un Rey, no es conquistar nuevos Reinos, sino gobernar bien los que posee. Dijo un Palaciego delante de Augusto, que Alejandro, a los treinta y dos años de edad, considerando que muy en breve tendría todo el mundo sujeto, y así no habría lugar a nuevas conquistas, dudaba en qué se podría ocupar después. Muy necio (replicó Augusto) era según eso Alejandro. Lo más arduo, y trabajoso le restaba, que era gobernar bien lo conquistado. Otros atribuyen este dicho a Alonso el Quinto de Aragón.

41. Que si se hace cuenta de los Príncipes que fueron grandes guerreros, y de los que fueron insignemente virtuosos, se halla mucho menor número de éstos que de aquéllos. Cuando la virtud no fuese más estimable en los Reyes que la gloria militar, bastaría para hacerla más [287] preciosa el ser más rara. Flavio Vopisco refiere de un bufón, que decía que todos los Príncipes buenos que había habido en el mundo, se podía esculpir en un anillo, para dar a entender que eran poquísimos. Como hablaba de Reyes Idólatras, porque no conocía otros, podía decirlo con verdad. Hoy es otra cosa. Aunque siempre son más los guerreros, y políticos, que los santos.

42. Que como los vasallos son deudores de su obediencia, y respeto al Rey, éste es deudor de su cariño a los vasallos. El Rey tiene dos géneros de hijos: unos como hombre, otros como Príncipe: unos naturales, otros políticos. Estos son todos sus súbditos, y como tales los ha de amar. Los habitadores de Sichem, de quienes era Príncipe Hemor, son llamados en la Escritura hijos de Hemor.

43. Que este amor no debe estorbarle, antes empeñarle al castigo de los delincuentes: porque el mayor bien que puede hacer a sus vasallos es exterminar los malhechores.

44. Que los efectos de su amor más debe sentirlos el común del Pueblo que sus Ministros, especialmente los más cercanos a la persona. A éstos se les ha de dispensar el cariño a proporción del mérito; y es importantísimo no pasar esta raya. Bueno es que los Ministros amen al Príncipe; pero juzgo más útil al público el que le teman. Será felicísimo un Reino, donde los súbditos teman a los Ministros, los Ministros al Rey, y el Rey a Dios.

45. Que sobre todo, deben experimentarle terrible aquellos a quienes hallare defectuosos en la verdad de los informes que le dan sobre importancias públicas, y aun sobre las particulares. Raro Príncipe hay que no desee lo que es de la mayor conveniencia de sus vasallos; pero suele no lograrse ésta por las torcidas noticias que llegan a sus oídos.

46. Que para asegurarse de recibirlas puras no hay otro medio, sino el de conceder fácil acceso a todos. Desengañarán unos de los que engañaren otros, o ninguno [288] engañará de miedo que otro desengañe. Si alguno llega a hacerse dueño único del oído del Rey, sin más diligencia está hecho dueño único del Rey, y del Reino.

47. Que reciba con agrado a todos los que le hablen, y aun más a los humildes; porque éstos, por más medrosos, necesitan de más aliento para su desahogo. Augusto, a uno que llegó a entregarle un memorial temblando, le preguntó, con semblante humanísimo, si trataba con alguna fiera. Esto, sobre conciliarse eficazmente el amor de los vasallos, facilita a los que logran audiencia, clara, y entera exposición de lo que tienen que decir: pues una lengua trémula nunca pronuncia con claridad, y el temor suele cortar el camino que hay desde el pecho al labio.

48. Que se muestre tan celoso amante de la Justicia, aun con dispendio de la propia conveniencia, que cuando el Fiscal disputa a favor de sus intereses, contra la pretensión de alguno, u de algunos vasallos, entiendan los Jueces que no le lisonjean, dando la sentencia a favor suyo. Esta es una gran lección, que entre otras dio el Santo Rey Luis a su Primogénito, y sucesor Felipe, estando para morir. Refiérela el Senescal Joinville, Ministro muy amado de aquel admirable Monarca, concebida en estas palabras: Si alguno tuviere contigo querella, o litigio, has de mostrarte propenso a favor de tu contrario, hasta que te conste ciertamente de la verdad. De este modo asegurarás que tus Consejeros, y Ministros estén siempre a favor de la Justicia. ¡Oh advertencia, digna de esculpirse en láminas de oro!

49. Que sin embargo de la piedad, benignidad, y amor que tanto se le encomiendan, cuando le conste con evidencia que alguna resolución importa al bien público, no debe omitir la ejecución por las quejas de algunos vasallos. Tal vez éstos no alcanzan su importancia; y tal vez es preciso tolerar el gravamen de una pequeña parte del Reino, por el bien del todo.

50. Que cuando consulte al Jurista, al Teólogo, o [289] al político, oculte la inclinación de su ánimo, y oiga la respuesta con perfecta indiferencia. Si no lo hace así, y mucho más si hay recompensa para el que habla a gusto, o ceño para el que responde con libertad cristiana, la precaución de la consulta no le quitará ser reo del desacierto; pues se sabe que a un Rey nunca faltarán Políticos, Teólogos, y Juristas que digan que conviene lo que él quiere que se haga.

51. Que en fin ha de morir, y que en el mismo momento que muera ha de comparecer, como el más humilde reo de la tierra, delante del Rey de los Jueces, a dar cuenta de todas sus acciones. ¡Terrible contemplo la residencia de un Rey en aquel tremendo Tribunal! A los delincuentes particulares se hace cargo de uno, u otro homicidio, de uno, u otro hurto: a un Rey inicuo se contarán por millares, y aun por millones los homicidios, y robos. En una guerra injusta que mueva, cuantos mueren de uno, y otro partido, que por pocos que sean, son algunos miles, mueren por su cuenta. Cuantos menoscabos padecen en sus haciendas los vasallos de uno, y otro Reino, por subvenir a las expensas militares, se le imputan como a causa del daño. Y siendo millones de hombres los damnificados, a millones sube la cuenta de las injusticias.

52. De éstas, y otras advertencias semejantes me parece justo imbuir el ánimo de los Príncipes en su tierna edad, no proponiéndoselas con la sequedad, y desnudez que tienen en este escrito; sí tejiéndolas con oportunidad, y dulzura en las conversaciones políticas que se ofrezcan: en que se debe huir la odiosa afectación de magisterio, y procurar introducir la doctrina en traje de entretenimiento racional.

53. No ignoro que si los Príncipes son pusilánimes, o escrupulosos, conviene en varias ocurrencias ensanchar su espíritu con menos severas máximas. Pero los que están destinados a su instrucción en la puericia, pueden descuidar en esta materia; porque deben creer, que cuando [290] sus alumnos ocupen el Solio, tendrán a su lado muchos que suplan este defecto.

§. IX

54. Lo que hemos escrito en este Discurso, si se atiende precisamente al estado presente de nuestra España, sólo puede producir la utilidad de una honesta diversión al que leyere, o cuando más, el conocimiento de algunas verdades morales a los que no las alcanzaren: pues ni los Reales niños, que hoy van creciendo en virtudes para bien de esta Monarquía, ni los sujetos destinados a su enseñanza necesitan de nuestros avisos; antes mi teórica sigue los pasos de su práctica. Mas ésta es una condición general de todas las advertencias que se escriben para Príncipes, que sólo se dan a la estampa cuando no son necesarias. Nadie escribe contra la tiranía, reinando un Tirano: nadie contra la ambición, dominando un Ambicioso: nadie contra la avaricia, imperando un Avaro. Cuantas máximas se imprimen opuestas a las que practica el gobierno existente, se reputan sátiras contra el gobierno. Así el Autor incurre la indignación del Príncipe, sin aprovechar al público. El escrito se suprime como ofensivo: con que totalmente se pierde el trabajo, porque ni entonces, ni después se logra el fruto.

55. De aquí se sigue que el tiempo oportuno para sacar a luz Tratados de Política recta, es únicamente aquel en que esa misma política se practica. Entonces se siembra, para que fructifique después: y aun entonces fructifica algo; porque el Príncipe existente se asegura más de que es derecho el camino que sigue, y se fortifica en sus buenos propósitos. A éste le sirve la doctrina de confortativo, a los venideros de preservativo.


{Feijoo, Teatro crítico universal, tomo tercero (1729). Texto según la edición de Madrid 1777 (por Pantaleón Aznar, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo tercero (nueva impresión, en la cual van puestas las adiciones del Suplemento en sus lugares), páginas 270-290.}