Filosofía en español 
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Tomo tercero

Dedicatoria, que hizo el Autor
al Rey nuestro Señor Don Fernando el Justo

Señor

A los pies de V. M. pongo este Libro, no con el fin de solicitar para [IV] él la protección de V. M. sí sólo con el de satisfacer mi obligación, presentándole como tributo de mi gratitud. No Señor, no imploro el amparo de V. M. ni para el Autor, ni para la Obra; pues ya V. M. me anticipó este beneficio, cuando, con liberalidad verdaderamente Regia, en consideración de mis trabajos literarios, me concedió los honores de Consejero suyo. ¿Quién duda que esto fue declararse V. M. Protector mío, y de mis Obras, colocándome con ellas al amparo de su augusta sombra? Pues habiendo sido aquel favor, no sólo en la intención, mas aun en la expresión de V. M. premio de mis estudiosas tareas, habrá ya algún Vasallo tan irreverente, o desatento, que con grosera pluma, como hasta aquí hicieron algunos, quiera ultrajar unos Escritos, de que V. M. con tan auténtico testimonio mostró hacer un singular aprecio?

Fue, Señor, vuelvo a decirlo, aquel favor premio de mis estudiosas tareas; [V] pero premio tan excedente al mérito que se vio haber la piedad, y la benevolencia puesto en él mucho más que la Justicia: premio tan agigantado, que ningún Monarca juzgo le dio hasta ahora a algún sabio Vasallo suyo, a excepción de uno sólo, que encuentro en las Historias, o igual, o equivalente. Aquel excelente Rey de Sicilia Hierón el Segundo, de quien V. M. por muchas partes es una viva copia, mandó construir una Nao tan enormemente grande, que concluida la obra, se halló, que todas las fuerzas del Reino no bastaban para impelerla al agua. En este apuro acudió aquel portentoso ingenio, el admirable Matemático Arquímedes, ofreciendo, que él sólo echaría el Navío al Mar. Riéronse todos, el Rey entre los demás, del ofrecimiento, como de quimérica ejecución. Pero Arquímedes, sin detenerse en inútiles disputas, formó una pequeña máquina, mediante la cual, él con una mano sola arrastró el Bajel al piélago. Determinó Hieron [VI] calificar con un premio de esfera superior la estimación que daba a aquella maravilla de la maquinaria, y al ingenio del Artífice. ¿Pues qué hizo? Diole a Arquímedes riquezas, puestos, dominios, tierras, posesiones? Nada de eso. El premio fue mandar a todos sus Vasallos, que de allí adelante creyesen cuanto dijese Arquímedes.

Supongo que este decreto no tuvo por objeto la creencia interior, la cual estaba muy fuera de la Regia autoridad, sí sólo privilegiar a Arquímedes de públicas contradicciones a cuanto él afirmase. Y entendido en estos términos el decreto, se halla en él una clara analogía con el que V. M. expidió a mi favor. El de Hierón indemnizó de groseras repulsas todas sus aserciones. El de V. M. a favor mío pone a cubierto de molestas contradicciones todos mis Escritos. Estos han padecido hasta ahora, no sólo muchas oposiciones, mas aun torbellinos de injurias, ultrajes, y baldones: que la ignorancia, acompañada [VII] con la envidia, no acierta a dictar otra cosa. ¿Mas qué Vasallo se atreverá ya a fechar dicterios contra unos Escritos, que su propio Rey muestra apreciar tanto? Su propio Rey, y un tal Rey: un Rey, que nada obra por capricho: un Rey, que en todo consulta la razón, y la conciencia: un Rey tan mirado, y remirado en cuanto ejecuta, y en cuanto ordena: un Rey en fin, a quien yo en la inscripción directiva de esta Carta, bien persuadida a que toda la posteridad aprobará, y repetirá el epíteto, con que justísimamente llamó FERNANDO EL JUSTO.

Sí Señor, a la vista de todo el Mundo saludo a V. M. con este epíteto de JUSTO, que la Francia con mucho menor motivo aplicó al tercer Abuelo Francés de V. M. y que yo prefiero a todos los demás, que hasta ahora la común opinión asoció a los nombres de varios ilustres Progenitores de V. M. a excepción del de SANTO, con que el infalible Oráculo de [VIII] la Iglesia decoró a uno de España, y otro de Francia; Fernando el Tercero aquél, y éste Luis el Nono. Plutarco en la Vida de Arístides, aquel insigne Magistrado de los Atenienses, a quien toda la Grecia apellidó Arístides el Justo, dice, que esta apelación es, no sólo dignísima de un Rey, mas aun divinísima: Rege dignissimam, & divinissimam appellationem traxit Iusti. La Corona erige los hombres a Reyes; la cualidad de Justos, en cierto modo, levanta los Reyes a Deidades.

En las Historias de estas dos grandes Monarquías, que dieron tantos gloriosos ascendientes a V. M. veo un Monarca, que se apellida Invicto, otro Animoso, otro Conquistador, otro Magnánimo, otro Batallador, otro Prudente, otro Noble, otro Augusto, otro Sabio, otro Valiente, otro Católico, otro Grande. Pero todos estos atributos son muy inferiores al de JUSTO, porque cada uno de ellos (a excepción del de Grande, que [IX] puede incluir dos, o tres) no significa más de una virtud; el de JUSTO tiene significación ilimitada; o por lo menos amplísima, en la línea de bondad moral.

Añado, que tal vez la significación de aquellos epítetos es equívoca entre virtud, y vicio, sin que aun el sonoro de Grande esté libre de una aplicación siniestra, cuando vemos, que la pública voz se le concedió a aquel Alejandro, cuyos méritos para él únicamente consistieron en una insaciable ambición, acompañada de una ciega, pero feliz temeridad; pues aunque sus primeras expediciones fueron ilustradas con algunas plausibles virtudes, todo su esplendor obscurecieron después muchos mayores vicios. ¿Y qué es menester para hallar ejemplares de este abuso extender los ojos a los que están tan distantes de nosotros, como los Alejandros, los Ciros, los Sesostris, u otros algunos, que se nos muestran en los antiguos Teatros de Asia, Grecia, Egipto, [X] y Roma; cuando mucho más cerca se podrían señalar seis, u ocho Príncipes, a quienes granjeo el título de Grandes, no otra prenda, que una ambición desmesurada, favorecida de la fortuna? ¿Qué fueron los más insignes Conquistadores, sino unos esclarecidos malhechores, tiranos de sus Vasallos, arruinadores de sus vecinos, robadores de Reinos enteros, homicidas de muchos millares de hombres, bestias carniceras dentro de su misma especie, y furias sedientas de la humana sangre? De modo, que por lo común el nombre de Conquistador, debajo de un sonido magnífico, envuelve un significado maléfico.

España, Señor, España sola entre todos los Reinos del Mundo, goza el singular honor de que habiendo florecido en ella muchos Reyes Conquistadores, todos lo fueron sin injusticia, sin tiranía, sin usurpación, porque sus conquistas no salieron de los límites de un lícito recobro. El mayor infortunio de España, que fue [XI] apoderarse de ella los Mahometanos, le ocasionó la mayor gloria. Ocios hubiera estado, o se hubiera aplicado a algún ejercicio injusto el corazón magnánimo, y guerrero de muchos de nuestros Reyes, si el derecho que tenían para arrojar de su inicua posesión los Sarracenos, no hubiera presentado una ocupación tan justa, como honrada a su valor.

Y ya que naturalmente me condujo a este punto la serie de esta Carta-Dedicatoria, antes de salir de él, no puedo menos de hacer memoria de una circunstancia, cuya noticia ciertamente será muy grata a todos los amantísimos Vasallos de V. M. que con tan tierno afecto, en repetidos Vivas, gritan su augusto nombre. Y es, que todos los Reyes Fernandos, que antes de V. M. ocuparon el Trono de Castilla, fueron Conquistadores, y todos Conquistadores Justos. Cinco fueron, y todos cinco lograron gloriosas victorias sobre los enemigos del nombre de Cristiano, y robadores de nuestras Provincias; pero con mucha [XII] especialidad el primero, el tercero, y el quinto; cada uno de los cuales por sí solo era capaz de dar una gloria inmortal a cualquier grande Monarquía. Todos tres obtuvieron, y obtienen hoy los más honoríficos renombres. Al primero todos los Historiadores apellidan Fernando el Grande, el Tercero se llama el Santo, porque tal le declaró, y como a tal da cultos la Iglesia: el Quinto el Católico, habiéndole ilustrado con este título, realmente muy merecido, la suprema Silla.

Es para mí muy verisímil, que el piadoso Padre de V. M. Felipe V, de recomendable memoria, cuando V. M. desde su nacimiento le destinó el nombre de Fernando, tuvo la idea de hacerle en él continuamente presentes los ejemplos de aquellos tres Héroes, mayormente de los dos primeros: y nuestra dicha es, que V. M. aprovecha esa memoria en su imitación. Imítalos V. M. en todo aquello que puede imitarlos. Imítalos en aquellas virtudes, [XIII] que hacen merecer a V. M. respecto de sus Pueblos, la aclamación, y renombre de JUSTO. Ahora ya no es tiempo de conquistas, porque ya no hay en España Moros. Aquellos Fernandos fueron Conquistadores, y fueron Justos; y fueron justos Conquistadores, porque praeliati sunt praelia Domini, despojando a los Infieles de lo que a Cristo, y a España habían robado. Y como en esta parte nada dejaron que hacer a V. M. porque ellos hicieron todo lo que había que hacer, sólo representan a V. M. sus virtudes Cristianas, y Morales, para que en sí mismo las copie de aquellos excelentes Prototipos.

Fueron los dos Fernandos Primero, y Tercero dos grandes Guerreros; pero aun más píos, religiosos, y devotos, que guerreros. El Tercero está canonizado por la Iglesia. Con esto se dice todo. El Primero, aunque no llegó a ver coronadas sus efigies con la sagrada Laureola, no le faltó para ella aquel mérito que dan una vida [XIV] enteramente irreprehensible, y muchas virtudes heróicas. Es cosa admirable, y de suma edificación para Príncipes, y no Príncipes, lo que de él refiere el Arzobispo Don Rodrigo (lib. 6, cap. 14). Descansaba esta gran Rey de las fatigas Militares, y del gobierno Político, en algunos intervalos, en que sin inconveniente podía hacerlo. ¿Pero qué descanso era éste? Entraba en nuestro gran Monasterio de San Benito de Sahagún, de quien fue Bienhechor insigne, y allí pasaba algún número de días, asistiendo a todos los actos Conventuales con igual puntualidad a la del Monje más observante. Cantaba con todos las divinas alabanzas, y con todos tomaba el alimento diario en el Refectorio, sin permitir que se le pusiese más que aquella precisa, y limitada ración, que nuestro Estatuto concede a cada Monje, y esa servida, no en otra vajilla, que la humilde de la Comunidad.

¿Qué espectáculo tan grato, no digo para los individuos de aquel Religiosísimo [XV] Monasterio, no digo para todos los Españoles, mas aun para las Angélicas Jerarquías, para todos los Espíritus Bienaventurados, especialmente para mi Santísimo Patriarca Benito, ver aquel Rey de Castilla, y León, aquel rayo de la Guerra, aquel Marte Cristiano, aquel terror de las Africanas Huestes, incorporado con sus Monjes, y viviendo tan monásticamente como ellos.

Fielmente sigue V. M. la senda por donde caminaron los mejores Fernandos: Pío, Religioso, Devoto como ellos. Imítalos en cuanto le es posible la imitación: viviente copia suya en el Trono, y en el Templo, para cuanto exigen la Piedad, la Religión, y la Justicia. Confieso, que los otros Fernandos tuvieron sobre la gloria, que resulta del ejercicio de estas virtudes cristianas, la de vencer muchas batallas, y coronarse de muchos triunfos. Mas si le falta a V. M. este lustre, es porque le falta la materia de que fabricarle, que les sobró a ellos, y quiera [XVI] Dios, que le falte en todo el tiempo de su Reinado. La paz siempre es deseable. Pero V. M. la hizo más deseable a sus Pueblos, que lo fue en los tiempos de todos sus predecesores; porque ven los Pueblos, que hace V. M. fructífera para ellos la paz de innumerables beneficios, que España nunca logró, aun en los intervalos de su mayor tranquilidad.

Subió V. M. al Trono a tiempo que España estaba padeciendo los daños de una funesta guerra; y en las fervorosas ansias, con que V. M. desde luego se aplicó a librarla de esta infelicidad, se vió claramente, que a un Guerrero David sucedía un pacífico Salomón. Consiguióse la paz, pero en la paz por sí sola no lograría España otro alivio, que aquel que logra un cuerpo lánguido, enfermo desangrado, cuando de un fatigante ejercicio es trasladado al reposo del lecho. Tal estaba el cuerpo de esta gran Monarquía cuando se terminó la guerra, [XVII] exhausto, doliente, débil, muy falto de sangre, y aun de jugo nutricio. En este estado no bastaba procurarle la quietud del lecho, era menester también restaurarle las fuerzas; mayormente cuando no sólo la enfermedad había debilitado mucho las fuerzas, mas aun la falta de fuerzas había ocasionado la enfermedad.

Todos los males de España de dos siglos a esta parte vienen, Señor, de la falta de fuerzas; de la falta de fuerzas terrestres, de la falta de fuerzas marítimas. Y no sé, Señor, si la falta de fuerzas en este Cuerpo Político provino, como muchas veces sucede en el cuerpo natural, de la falta de régimen, que hubo en otros tiempos. Pero sé, que el régimen, que hay ahora es el que nunca hubo. Así se ven efectos de él, cual en España nunca se vieron; y tales, tan prodigiosos, que aun viéndolos, apenas acertamos a creerlos. Vemos amontonar materiales para aumentar la Marina de modo, [XVIII] que en breve tiempo la gozaremos en un estado muy ventajoso. Vemos promover más, y más cada día las Fábricas, de que España padecía una extrema indigencia. Vemos fortificar los Puertos, y fabricar en el Ferrol, Cartagena, y Cádiz unos amplísimos Arsenales. Vemos romper montañas para hacer más tratables, y compendiosos los caminos. Vemos abrir Acequias en beneficio de las tierras, y manufacturas. Vemos engrosar el Comercio con la formación de varias Compañías. Vemos establecer Escuelas para la Náutica, para la Artillería, y todo lo demás que deben saber los Oficiales de Marina. Vemos formar una insigne de Cirugía, debajo de la dirección del célebre Maestro de ella Don Pedro Virgilio, de cuyo Arte había tanta necesidad en España, que en raro Pueblo, aun de los mayores, se hallaban otros Cirujanos, que unos miserables emplastistas; siendo muchísima la gente que moría por esta falta, como yo, yo mismo, Señor, lo he visto, y [XIX] observado en innumerables ocasiones. Vemos pagar exactamente los sueldos a los Ministros de tantos Tribunales. Vemos asimismo fielemente asistida de los suyos la Tropa. Vemos satisfacer hasta el último maravedí los caudales anticipados por los Recaudadores. Vemos consignados anualmente cien mil escudos de vellón para extinguir las deudas contraídas por el difunto Padre de V. M. Vemos atraer con el cebo de gruesos estipendios varios insignes Artífices Extranjeros, ya de Pintura, ya de Estatuaria, ya de las tres Arquitecturas, Civil, Militar, y Náutica, ya de otras Artes, en que no sólo se debe considerar la utilidad de lo que éstos han de trabajar en España, sino otra mucho mayor de lo que han de enseñar a los Españoles. Vemos trabajar en la grande, y utilísima obra de reglar la contribución de los Vasallos a proporción de sus respectivas haciendas: lo que a mi entender no podrá perfeccionarse sin grandes gastos; [XX] pero serán sin comparación mayores los frutos: lo que entiendo, dónde, y en cuánto sea practicable esta providencia, ignorando yo si pide, o admite algunas restricciones en cuanto a territorios, y modo de disponerla.

¿Pero cómo se hace todo esto? ¿Con qué caudales? Esta es la gran maravilla del Reinado de V. M. ¿Quién, sino el que lo ve, no juzgará, que para poner en ejecución tantas, y tan costosas providencias, acaba de extraherse, con nuevas imposiciones a los extenuados Vasallos la poca sangre que les quedó en las venas? Muy al contrario: Antes bien han sido, y son aliviados de una no pequeña parte de las cargas establecidas; entre ellas de tres gravosísimas, y que producían grandes sumas al Real Erario, la de los trece reales en cada anega de Sal, la de la mitad del producto de los arbitrios concedidos a tantos Pueblos, y el de los Valdíos. Y al mismo tiempo se están condonando los derechos de entrada de algunos [XXI] géneros a varios Pueblos, en atención a su presente necesidad, y a muchos Fabricantes, para hacer menos costoso su trabajo. En que son también muy considerables las gracias que V. M. por su Decreto de 10 de Marzo próximo concedió al Gremio de Pescadores, rebajándoles un real en el precio de la Sal, fiándoles las que hayan menester por seis meses, y relevándoles de la exacción de algunos derechos de Aduanas y Entradas.

Temo, Señor, que cuando los venideros lean en la Historia de este tiempo tantas, y tan grandes cosas, hechas en el corto espacio de dos años, y esto rebajando a la Corona muchos de sus derechos; no pocos dificultarán el asenso, otros acaso le negarán resueltamente: y me figuro, que habrá quienes irónicamente pregunten, si V. M. o alguno de sus Ministros halló el secreto de la Piedra Filosofal: o si en FERNANDO EL SEXTO se hizo realidad lo que fue [XXII] fábula en el otro Rey de Frigia, que cuanto tocaba, se convertía en oro: o en fin, si en nuestros días se repitió el prodigio de fluir en arroyos, derretido por una extraordinaria vehemencia de los rayos del Sol, este metal precioso, de las cumbres de los Pirineos hacia los llanos de España; como, haber sucedido tal vez en muy remotos tiempos, cuentan, o fingen nuestras más antiguas Historias.

Pero si el gobierno de España se continúa en los Reyes sucesores sobre el pie en que V. M. le ha puesto, o lo que coincide a lo mismo, si los Reyes sucesores fueren dotados de las virtudes que resplandecen en V. M. y los Ministros de que se sirvan fueren como los de hoy, debajo de la dirección de V. M. manejan los mayores intereses de la Monarquía, no habrá lugar a estas, o dudas, o incredulidades, porque verán entonces lo que experimentamos ahora; esto es, que un Rey Pío, Justo, Amante de sus Vasallos, verdadero [XXIII] Padre de la Patria, segundado de Ministros celosos, hábiles, desinteresados, activos, es capaza de hacer todos los milagros expresados.

Uno, y otro es menester que concurra. Es cierto, que España tuvo algunos muy buenos Reyes. Pero ninguno de los buenos Reyes tuvo igual colección de buenos Ministros. Yo, Señor, y acaso yo sólo puedo hablar con esta libertad en elogio de V. M. y de ellos; a lo menos muy pocos podrán hacerlo con la misma, sin el riesgo de que muchos piensen, que la ambición es quien dirige la pluma al panegírico; pues el ser éste verdadero, no obsta a que la intención sea interesada. Nadie creo me impondrá esta nota, por que todo el Mundo puede haber conocido, que no soy ambicioso. Son muchos los que saben, que he resistido varios embates, y envites, que me solicitaban a establecer mi habitación, ya en uno, ya en otro de los dos Monasterios, que mi Religión tiene en Madrid; y los que no lo saben por [XXIV] noticia positiva, por varias circunstancias notorias pueden haberlo conjeturado. Quien voluntariamente huye de la Corte, mira sin duda con indiferencia los favores del Aula. No por virtud, sino por genio amo al retiro. Y aun cuando éste no fuera mi genio, ya en el estado presente, mis achaques, y mis años me hicieran abrazar por necesidad lo que en otra edad pudo ser elección. Ya para mí no puede haber otra convenencia en esta vida, que la que me presenta el sosiego de la Celda.

Supuesto esto, que es de notoriedad pública, pues en mis Escritos he manifestado mi edad, y no una vez sola me he quejado de mis achaques, tengo, enteramente desembarazada la pluma para decir de V. M. y de sus Ministros lo que siento. Y conviene decirlo, porque lo que a V. M. escribo hoy, lo ha de leer, u oír todo el Mundo mañana. Conviene decirlo, para que España esté más reconocida a Dios del bien que tiene, y con más fervor [XXV] le pida la conservación de la vida de V. M. y de sus Ministros. Conviene decirlo, porque tantos bien intencionados Vasallos desprecien con indignación las sugestiones de unos pocos, que miran con ojeriza unas providencias utilísimas al Público, por algún leve detrimento, que ocasionan a su bien particular. Conviene decirlo, porque a los mismos que por inclinación, y obligación con tanto celo promueven la común utilidad, añade nuevo estímulo para continuar tan laudable empeño, el ver, que los interesados lo observan, aplauden, y agradecen.

Es así, Señor, que España logra hoy en los Ministros, que manejan sus mayores intereses, los instrumentos más proporcionados a las santas intenciones de V. M. ¿Con tal Rey, y tales Ministros, cuánto se puede prometer en España? Si en dos años se hizo tanto, cuánto se hará en veinte, o treinta? Yo me lleno de gozo, Señor, cuando contemplo, que esta [XXVI] humillada, y abatida Nación, que de siglo, y medio a esta parte ha estado como despreciada de las demás, dentro de poco tiempo verá respetadas sus fuerzas de todas ellas, como lo fueron en otros tiempos. Veo a España ir recobrando su vigor antiguo; y la complacencia con que lo miro, me induce a felicitarla con aquellas palabras, con que el Profeta Isaías celebraba la redención de su abatido Pueblo: Consurge, consurge, inducere, fortitudine tua Sion: excutere de pulvere, consurge, sede Ierusalem.

No tiene V. M. que envidiar las hazañas de sus más ilustres Progenitores. El glorioso empeño que V. M. ha emprendido, y que cada día va adelantado, de relevar a España del estado de humillación, con que la pusieron tantos accidentes adversos, equivale a lo que hicieron todos ellos, restaurándola de la opresión que padecía de los Africanos. No tiene V. M. que envidiar a los Reyes antecesores; pero los sucesores tendrán mucho [XXVII] que envidiar, y que imitar en V. M. Y creo poder decir sin exageración, que deberán venerar a V. M. como nuevo Fundador de esta Monarquía, así como los Romanos contemplaron en el gran Camilo un segundo Rómulo, o nuevo Fundador de Roma; porque recobrando el perdido Capitolio, erigió los ánimos, y fuerzas de aquella agonizante República, como nos lo dice Livio: Romulus, ac Parens Patriae Conditorque alter Urbis, haud vanis laudibus appellatur (Dec. 1. libro 5).

La grande empresa de restituir a esta Monarquía todo su espíritu, y vigor antiguo, tanto es más laudable en V. M. cuanto es cierto, que en ella no mira V. M. al fin de emplear el valor de los Españoles en alguna nueva Guerra; antes sí al de establecernos una durable Paz. Los Príncipes vecinos antes de ver a V. M. en el Trono tenían bastante noticia de su dulce, y pacífico genio; y creo, que también en los corazones de ellos reina [XXVIII] ya una notable moderación: lo que persuade la prontitud con que dieron las manos a los últimos tratados de Paz. Y esta moderación de ánimo es cualidad sin duda mucho más apreciable, no sólo a los ojos de Dios, mas también a los de todos los hombres sabios, que el complejo de todas las Virtudes Militares. Acaso hemos arribado a una Epoca dichosa; en que los más de los Potentados Europeos empiezan a hacerse cargo de que la Guerra a todos es incómoda; y que la Nación vencedora padece de presente poco menos, que la vencida, quedando siempre incierto lo venidero. Ojalá todos los Príncipes Cristianos tengan de aquí adelante presente, que al Divino Redemptor, a quien adoran entre otros nombres, que explican sus cualidades características, dio Isaías el de Príncipe de Paz: Vocabitur nomen eius Admirabilis, Consiliarius, Deus, fortis, Pater futuri saeculi, PRINCEPS PACIS (capit. 9.). Y nuestra Madre la Iglesia en el Oficio, con que celebra [XXIX] su venida al Mundo, el epíteto de REY PACIFICO: Rex Pacificus magnificatus est.

Por lo que mira a V. M. nadie duda de que jamás perderá de vista este soberano ejemplar, mayormente cuando su dulcísima índole, y la extremada ternura, con que ama a sus Pueblos, le inclina poderosamente a lo mismo; no ignorando V. M. que el mayor beneficio, con que puede explicarles su benevolencia, es la conservación de su tranquilidad. O por mejor decir, que la paz de un Reino, no es un beneficio sólo, sino un cúmulo de beneficios, siendo ella quien pone en seguro las honras, las vidas, y las haciendas, que la Guerra expone a cada paso. Y aun no son éstos los efectos más apreciables de la Paz, sino que también es convenientísima para el bien espiritual de las Almas. Aun la Guerra más justa ocasiona la ruina de muchas. Y la miseria, o pobreza de los Pueblos, secuela ordinaria de la Guerra, ocasiona la de [XXX] muchas más. Declamen los Filósofos cuanto quieran contra los vicios, que resultan de la riqueza, o superfluidad de los bienes temporales. Yo estoy, y estaré siempre, en que son mucho más frecuentes los que provienen de la falta de lo necesario. ¿De qué otra causa, sino de ésta, viene (aun dejando otros capítulos), que en nuestra España de parte de un sexo lloremos tantos latrocinios, y de parte del otro tantas torpes condescendencias?

Señor, V. M. logra todo aquel colmo de felicidad temporal, a que puede, aspirar un Rey bueno; y que un Rey bueno, siempre, o casi siempre, consigue; esto es, hallarse adorado de sus súbditos, y bien visto de sus vecinos. Pero lo que en esto debe llenar a V. M. de un indecible gozo, es, que el mismo medio por donde V. M. adquirió esa felicidad temporal, hace una gran parte de aquéllos, que a un Príncipe conducen a la eterna. Es V. M. amado de sus [XXXI] Vasallos, porque los ama, porque se duele de sus males, porque hace cuanto puede por remediarlos, porque los mira como unas prendas, que recibió de las manos de Dios, para procurar sus bien en todo, y por todo. Así como es un objeto sumamente aborrecible a los ojos del Altísimo un Rey, que a sus súbditos trata como esclavos, es digno de su mayor complacencia el que los acaricia como hijos. Esto es ser el Rey con toda propiedad imagen de Dios; imagen, digo, de aquel que siendo Rey de Reyes, se digna de que le llamemos Padre nuestro; y realmente lo es. Vive, Señor, todo el Reino con la firme esperanza de que ese Rey de Reyes, que puso a V. M. en tan buen camino, le conduzca por él, llevándole como de la mano por todo el tiempo de su glorioso Reinado: Confidens hoc ipsum, quia coepit in te opus bonum, perficiet usque in diem Christi Iesu (Ad Philipenses, cap. 1.) Así se lo suplicamos al Altísimo, como también el que prolongue [XXXII] la vida de V. M. hasta superar la edad de aquel antiguo Rey Argantonio, que imperó en la mejor parte de los Dominios de V. M. y de quien dice Plinio (lib. 7. cap. 48.), que vivió ciento cincuenta años. Oviedo y Junio 12 de 1750.

Señor

Fr. Benito Jerónimo Feijoo


{Feijoo, Cartas eruditas y curiosas, tomo tercero (1750). Texto según la edición de Madrid 1774 (en la Imprenta Real de la Gazeta, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo tercero (nueva impresión), páginas III-XXXII.}