Filosofía en español 
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Tomo primero Carta XL

Sobre la ignorancia de las causas de las enfermedades

1. Muy señor mío: Duélome de la indisposición de Vmd. y me alegro de que no sea cosa de cuidado. Yo también padecí estos días un pesado dolor de cabeza; pero no tengo la felicidad que Vmd. de que siempre atina con las causas de sus males; pues siempre que me hizo el favor de avisarme, que le dolía ésto, o aquéllo, vino por contera del aviso la noticia de la causa. Una vez lo fue el frió, otra el calor, otra la humedad, otra la falta de ejercicio, y ahora lo es la inconstancia de los temporales. Pero en esto no es Vmd. particular. A todos oigo hablar con igual satisfacción en la presente materia: y en la averiguación del origen de las dolencias de que se quejan, hasta los Rústicos hablan en tono de Filósofos: con que yo vengo a ser en esta parte el más ignorante de todos los hombres. Todos saben de dónde les vino el menoscabo de la salud; sólo yo no lo alcanzo. Este atribuye su dolor de cabeza a haber dormido más de lo ordinario; aquél a haber dormido menos; éste a la falta, aquél a la sobra de ejercicio; éste al calor, aquél al frío; éste al viento Norte, aquél al Sur; éste a que comió aceitunas, aquél a que se hartó de espárragos. Sólo yo, triste de mí, apenas sé jamás de dónde me vino el daño. Lo más es, que ignorándolo yo, suelen saberlo otros. Casi siempre que me quejo de padecer alguna indisposición, adivinan los que me oyen, el principio de que procede; y lo común es, atribuirlo al temporal que corre, sea éste el que fuere. De modo, que en mí se falsifica el adagio, de que, Más sabe el necio en su casa, que el cuerdo en la ajena; pues los demás conocen quien, dentro de mi cuerpo, produce, o [305] agita los malos humores, lo que a mí ordinariamente se me oculta.

2. Pero vamos hablando seriamente. Esto, que todos juzgan que saben, es lo que regularmente todos ignoran. Digo regularmente, por no negar, que tal vez son patentes las causas, por lo menos parciales, de las dolencias. Es verdaderísima la máxima de que, Omne nimium est inimicum naturae. Todo lo nimio es violento; y todo lo violento es nocivo. De aquí es, que la nimia comida, la nimia bebida, la nimia abstinencia de uno, y otro, el nimio frío, el nimio calor, la nimia sequedad, la nimia humedad, el nimio ejercicio, &c. dañan el cuerpo: bien entendido, que esta nimiedad es respectiva; pues ya por la diferente constitución nativa, ya por la diferente habituación, suele ser escasez para uno, lo que es nimiedad para otro. Ni tampoco se debe reputar nimiedad lo que excede poco del medio justo. Es simpleza pensar, que tres bocados, o tres sorbos más de la medida competente, no siendo muy repetido este exceso, puedan inducir perjuicio sensible. Si se continuase, en la continuación estaría la nimiedad.

3. Puesta esta regla, se deja conocer, que en uno, u otro caso se manifiestan las causas de las indisposiciones; esto es, cuando las precede inmediatamente cualquiera causa que altera insignemente el cuerpo, v.gr. nimia comida, nimia bebida, nimia inedia, nimia vigilia, nimio calor, nimio frío, nimia fatiga, &c. Pero como estas insignes alteraciones, o causas nimiamente alterantes, cuyo influjo está patente, ocurren pocas veces; pocas veces se descubren las causas de las dolencias, quedando las más escondidas en los ocultos senos de la naturaleza.

4. Una máquina tan delicada, y tan compuesta como la del cuerpo humano, puede padecer en su contextura varios desórdenes por innumerables accidentes totalmente impenetrables a toda la especulación de los hombres. Sin recurrir a agentes forasteros, dentro de sí misma tiene los principios, no sólo de infinitos ajamientos suyos, mas también de su total ruina. El más perito Artífice de Relojes de faltriquera, [306] si le presentan uno, a quien faltó el movimiento, nunca podrá atinar con la causa, hasta examinarle por adentro. Es la máquina del cuerpo animado muchos millones de veces más compuesta, y tiene muchos millones de partes incomparablemente más delicadas, que el más artificioso, y menudo Reloj. Están en éstas en continuado movimiento, y en continuado choque recíproco los líquidos, o sólidos. A la incesante agitación intestina de tantas, y tan sutiles partes, es consiguiente, que sin el influjo de causa alguna externa, falte muchas veces el equilibrio justo, en que consiste la salud. ¿Quién podrá de los Angeles abajo, comprehender, qué parte, y por qué flaqueó?

5. Lo que resulta de aquí es, que así como sólo cuando el Reloj de faltriquera padeció algún recio golpe, que le descompuso, se sabe, que el golpe causó el daño; pero en ninguna manera, cuando la causa está dentro, hasta desentrañarla toda; ni más, ni menos, sólo se sabe la causa de nuestros males, cuando algún agente externo visible alteró mucho la constitución de nuestros cuerpos, y enteramente se ignora, cuando no se descubre algún agente externo de aquel carácter.

6. Note Vmd. bien la limitación de agente externo visible: porque no niego yo, que muchas de nuestras indisposiciones vengan de causas externas. ¿Mas qué importa, si éstas, por la mayor parte, son tan impenetrables como las internas? No es dudable, que los infinitos minutísimos cuerpecillos, que incesantemente nadan en la atmósfera, de innumerables modos diferentes, alteran la máquina animada. ¿Pero quién sabe cuáles, cuándo, ni cómo? Viene una peste con la guadaña de la muerte en la mano, desolando Provincias enteras. ¿Quién la indujo? ¿El calor, el frío, la humedad, la sequedad, los vientos de esta, u de aquella plaga? Nada de eso; pues en otras mil ocasiones, subsistiendo esas mismas circunstancias, no hay peste. Ignórase la causa, por ser, digámoslo así, de tan tenue corporatura, que se escapa de la percepción de todos nuestros sentidos. Pues si unos agentes de substancia imperceptible pueden causar un efecto [307] tan grande, como es el estrago de todo un Reino: ¿cuánto más fácilmente podrán producir la enfermedad de este, o aquel individuo? ¿La infeliz actividad de los venenos viene, por ventura, del calor, u del frío, u de combinación alguna de las primeras cualidades? Ya se desterró esa simpleza filosófica de la Medicina. ¿Quién quita que entre los átomos volantes por la Atmósfera haya muchos de la naturaleza, o cualidades de este, o aquel veneno? Pero no debe proponerse ésto como una simple conjetura, cuando consta por experiencia, de que de los sitios subterráneos se elevan muchas veces a la atmósfera exhalaciones venenosísimas. Hay sin duda muchas de este género en las entrañas de la tierra, las cuales varias veces han causado la muerte repentina de los que trabajaban en cavar minas, o pozos.

7. En el Reino de la Nubia, que está entre el Egipto, y el Imperio de los Abisinios, hay una hierba algo parecida a la Ortiga, la cual produce una grana tan venenosa, que un grano de peso de ella, se dice, que basta para matar diez hombres dentro de un cuarto de hora; y si uno toma el grano entero, muere en el mismo momento. Hacen los Naturales tráfico de aquella grana, vendiendo a los extranjeros la onza por el valor de cien ducados; pero con la precaución de tomarles juramento, de que no usarán de ella dentro de aquel Reino. Si una tan menuda porción de aquella substancia puede producir tan portentosa ruina, ¿qué hemos menester para mucho menores daños, buscar agentes de mucho bulto? Acaso algunas muertes muy repentinas que vemos, provendrán de inspirar algún tenuísimo vaporcillo, que tenga tanta eficacia como el veneno de la Nubia. Há algunos años, que en esta Ciudad de Oviedo murió repentinamente un Boticario, que en el momento antecedente se hallaba, al parecer, en perfecta sanidad; y oír decir, que a la misma hora otras seis personas de la Ciudad, y territorio vecino padecieron deliquios repentinos, más, o menos graves, aunque ninguno mortal, como el del Boticario. Es de inferir, que entonces se exhaló de la tierra alguna aura venenosa; la cual, u disgregada, sólo entró por la inspiración en [308] mayor, o menor cantidad en aquellas siete personas; o sólo en ellas halló disposición para causar el daño.

8. Así, Señor mío, es vanísimo el empeño de los que pretenden averiguar las causas de todos sus males. Y sobre vanísimo, le juzgo nocivo para el cuerpo, y peligroso para el alma. Algo tiene de Paradoja la proposición en la primera parte, y aun más en la segunda. Verá Vmd. cómo pruebo una, y otra.

9. Los que presumen indagar las causas de sus dolencias, recelosos de que esto, o aquello les haga daño, viven en continuo afán. Bríndales el apetito tal manjar, y no se atreven a probarle. Dejan el plato que les sabe mejor, persuadidos a que es nocivo, por otro ingrato, que creen saludable. Desean el paseo, pero el miedo del aire, o de la humedad del suelo los detiene violentos en casa. Querrían divertirse alguna parte de la noche en la conversación, o en el juego; pero esto se opone al concepto que tienen hecho, de que les conviene meterse a tal determinada hora en la cama, aunque no los solicite el sueño, ni lo pida la fatiga. Lo mismo en otras innumerables cosas. Son por cierto muy dignos de lástima éstos; porque, qui medice vivit, miserrime vivit. Y lo peor es, que más los daña, que alivia este cuidado; siendo la solicitud ansiosa con que viven carcoma de la vida, más que medianera de la salud; fuera de que por la mayor parte yerran el método de la dieta conveniente, por proceder sobre falsos principios; ya teniendo por nocivo el alimento, que no es tal; ya juzgando, que es nocivo para todos, lo que lo es para algunos. Yo me atengo siempre a la regla del Hippócrates Romano, Cornelio Celso: Nullum cibi genus fugere, quo Populus utatur.

10. Es también peligrosa para el alma la presunción de averiguar las causas de los males. Los que tienen esta confianza, y por otra parte en nada faltan a la dieta que juzgan oportuna, viven sin el miedo de tener cerca de sí, o la muerte, o alguna enfermedad peligrosa; pareciéndoles, que si no en la edad decrépita, ni aquélla, ni ésta pueden venir, sino por la infracción de alguno de los preceptos médicos, [309] que se han establecido; lo que es muy ocasionado a que cuiden menos de la pureza de la conciencia. Lo que he dicho arriba de las innumerables imprevistas, y impenetrables causas de las enfermedades, y de la muerte, debe desengañarlos de su error. Y sobre todo deben advertir, que las muertes repentinas están muy fuera de todas las previsiones, y precauciones médicas; y así, exceptuando la que tal vez proviene de una insigne glotonería, tantas muertes súbitas vemos venir sobre los que observan en su modo de vivir algunas reglas médicas, como sobre aquellos, que enteramente abandonan ese cuidado. Dios libre a Vmd. de ese error, y le conserve en su Gracia, &c.


{Feijoo, Cartas eruditas y curiosas, tomo primero (1742). Texto según la edición de Madrid 1777 (en la Imprenta Real de la Gazeta, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo primero (nueva impresión), páginas 304-309.}