Luis Vidart Schuch (1833-1897)La filosofía española (1866)

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I. El eclecticismo

<   Breves indicaciones sobre el estado actual de la filosofía en España   >

D. Tomás García Luna

El año de 1840 es una fecha que debe tenerse en cuenta al intentar la reseña histórica del movimiento intelectual de nuestra patria en la edad contemporánea. Terminada la guerra civil que siguió a la muerte del séptimo Fernando en el ya citado año de 1840, hubo el necesario sosiego para comenzar a ocuparse de lo que atañe a la inteligencia refleja, y los pensadores españoles fijando sus miradas en la vecina Francia, fueron deslumbrados por la brillante aureola de gloria que en aquel entonces circundaba los nombres del sistemático fundador del doctrinarismo Mr. Royer [132] Collard, del erudito historiador de la filosofía Mr. Víctor Cousin y del apasionado y vacilante crítico Teodoro Jouffroy. No es, pues, de extrañar que la primera obra de verdadera importancia que apareció por aquellos tiempos, las Lecciones de filosofía ecléctica (1843),{28} del señor D. Tomás García Luna, se hallase inspirada en las teorías del eclecticismo francés, sin que por esto neguemos nosotros la originalidad de dicha obra, ni las miras personales y propias de su ilustrado autor.

No juzgaremos las Lecciones del Sr. García Luna; diremos sólo en general, que tiene el defecto y el mérito que es inherente a todo libro ecléctico, la vacilación que busca la verdad sin un criterio conscio de sí mismo, y el generoso intento de conceder a cada sistema la parte de verdad que pueda encerrar, de construir la ciencia sobre el consentimiento de la razón universal, haciendo desaparecer para siempre los exclusivismos intolerantes y los fanáticos prejuicios.

D. Ramón de Campoamor

Ecléctico en filosofía y doctrinario en política, tales son las calificaciones que más de una vez se ha dado a sí [133] mismo el Sr. D. Ramón de Campoamor. Sin embargo, en la vida intelectual del Sr. Campoamor hay que distinguir dos manifestaciones –y aun hay quien dice que llegan a tres– cuyas diferencias son notables aun cuando, según nuestro juicio, no difíciles de conciliar bajo un principio común que las determina y explica. Respecto a la primera manifestación decíamos nosotros cuando ha poco tiempo tratamos de reseñar el estado actual de la filosofía en España:

«El Personalismo: apuntes para una filosofía (1856) y las Polémicas (1862) del Sr. D. Ramón de Campoamor, son dos obras que realmente puedan considerarse como comprendidas en la escuela ecléctica, si bien el original ingenio de su autor, rompe a menudo las ritualidades y fórmulas de las mismas teorías que pretende defender.

También el señor Campoamor ha escrito otro libro que, a pesar de su forma, pertenece a la filosofía tanto o más que a la literatura. Sabido es que Dante cantó el sobrenaturalismo católico; Klopstock las maravillas que obra la fe; Pope el racionalismo deísta, y Goethe la vanidad de la ciencia; no es, pues, de extrañar que el señor Campoamor haya cantado en sus Doloras las grandezas y vacilaciones de la meditación [134] filosófica. Así es la verdad; las Doloras es un libro de filosofía poetizada, cuyo valor científico no ha obtenido, según nuestro juicio, todas las alabanzas que realmente merece lo original de su concepción y lo trascendental de su pensamiento íntimo.

Si se nos demandase cuál es el mayor título que presenta el señor Campoamor a la pública consideración, diríamos que sus creencias en la grandeza del personalismo de la razón; si se nos preguntase qué es lo que enturbia algunas veces el claro ingenio del señor Campoamor, también diríamos que sus creencias en el personalismo de la razón. Permítasenos este juicio algún tanto humorista, sobre un escritor humorista, y escúchese nuestra explicación más grave de lo que acaso parezca a los lectores un poco distraídos.

Porque cree el señor Campoamor en la grandeza de la razón personal, no olvida entre las delicias de Capua de la vida política las meditaciones de la filosofía, las altísimas aspiraciones del espíritu humano que arrancaban a Fr. Luis de León, contemplando las maravillas del universo, aquel tristísimo lamento:

Morada de grandeza,
Templo de claridad y de hermosura, [135]
El alma que a tu alteza
Nació, ¿qué desventura
La tiene en esta cárcel baja, escura?

sublimes elevaciones del alma completamente desconocidas para esos políticos de café y estadistas de la Puerta del Sol, los cuales podrían encerrar todas sus aspiraciones en esta comprensiva fórmula: el hombre no se eleva por su espíritu, sino por todo empleo público cuyo sueldo es elevado y que se recibe dignamente de cualquier gobierno de S. M.

No olvidar las especulaciones de la ciencia por las especulaciones de la política, es a nuestro juicio la más alta gloria a la vida pública del señor Campoamor, gloria fundada en sus creencias filosóficas, pues como acertadamente dice el señor Sanz del Río: «la ciencia es asunto harto serio y arduo para cautivar por largo tiempo los espíritus livianos o pervertidos, y antes bien suele ella por su bondad propia, corregir la ligereza o perversión de espíritu en los que se acercan a su luz, de lo cual abundan ejemplos en todos los tiempos.»

Pero el señor Campoamor, salvando el secreto de su conciencia y atendiendo sólo a lo que aparece en sus escritos, cree demasiado en la grandeza de la razón personal. No es raro [136] encontrar en sus obras pensamientos cuyo radical escepticismo puede juzgarse por los siguientes ejemplos que tomamos de las Doloras, para confirmar al propio tiempo la opinión que hemos emitido sobre estas poesías: dice así el tema de Las dos linternas:

En este mundo traidor
Nada es verdad ni mentira.
Todo es según el color
Del cristal con que se mira.

Aún es más explícito cuando exclama en la que intitula Las creencias:

Todo espectáculo está
Dentro del espectador.

Pero por una feliz inconsecuencia, que honra el recto sentido moral del señor Campoamor, afirma en la misma composición el objetivismo de la virtud, dando este consejo, imposible de seguir, si toda realidad fuera subjetiva:

La virtud es inmortal,
Si el mundo es un cenagal
Buscadla siempre en la altura.

En sus obras en prosa desarrolla el señor Campoamor pensamientos muy semejantes a los que acabamos de transcribir; sus ideas sobre el poder y extensión de la razón personal llegan algunas veces a un idealismo subjetivo: he aquí por qué hemos dicho, que el defecto de las obras [137] del señor Campoamor consiste en lo mismo que el mérito de su vida pública, las creencias en la grandeza de la razón personal, que si es el comienzo y la base, no es ciertamente el coronamiento final de la construcción científica.»

Hasta aquí lo que nosotros escribimos en el mes de septiembre del año de 1864; poco tiempo después publicó el señor Campoamor Lo absoluto (1865), en cuyo libro se ve claramente la segunda manifestación del pensamiento científico de su autor, que elevándose sobre la concepción ecléctica, pretende armonizar bajo una realidad ontológica, la cantidad suprema (Dios) las cantidades superiores (los seres espirituales) y las cantidades inferiores (los seres materiales).

La reseña bibliográfica escrita por el capitán de artillería D. José Navarrete, las entretenidas cartas firmadas por el elegante crítico J. V., el artículo humorístico del ingenioso escritor que se encubre bajo el nombre de Sigma, y los juicios críticos de D. Eduardo Rute, D. Nicomedes Martín Mateos, D. Roque Barcia, y D. Francisco Giner: en una palabra, casi todos los escritos que se han consagrado al examen de Lo absoluto, proclaman y confiesan la importancia científica de este libro, dado el medio histórico donde se ha producido. [138]

Antes de juzgar, veamos cómo el Sr. Campoamor establece el fundamento de todo lo que es absoluto. Dice así:

«¿Existe un ser absoluto, al cual necesariamente se refieran como tipo todos los seres relativos posibles?

Para responder a esta pregunta, tomemos la demostración conocida en las escuelas bajo el nombre de «prueba por el ser necesario.» He aquí cómo procede. Es menester admitir un ser necesario, o la nada. Ahora bien, es evidente que la nada no puede ser el principio de los seres: luego debe admitirse un ser necesario y eterno, siendo este ser, necesario y eterno, necesariamente infinito.

Y, como consecuencia de esto que dejamos sentado, ¿existe una verdad de la cual dimanan necesariamente todas las demás? Contestación: en el orden de los seres, en el orden intelectual universal, en la religión, en la ontología, sí; pero en el orden de los hechos fenomenales, en la esfera de las cosas sensibles, ya materiales, ya psicológicas, no.

Los principios absolutos están en Dios en acto, y en el hombre en potencia; en Dios son, y en el hombre se conocen. Estos principios que en la vida práctica se traducen en máximas de una [139] aplicación universal, infinita, necesaria y absoluta, se nos presentan como leyes inmutables que reinan soberanamente sobre nuestra naturaleza pensadora; y sobre todos los mundos actuales y posibles. Estos principios absolutos tienden todos más o menos directamente, a considerar a Dios como un ser inteligente, y moral. Tales son, por ejemplo, unos que se refieren a la inteligencia de Dios: «no hay fenómeno sin causa, ni serie de causas segundas, sin una causa primera;» y otros que se refieren a la bondad de Dios: «todo ser ha sido creado para un fin;» «no quieras para otro lo que no quieras para ti.»

Como lo absoluto es una ciencia de máximas, es el principio y fin de todas las verdades, porque es la primera y última verdad, todas las ciencias las edifica por la sola fuerza del raciocinio, ya sobre los fundamentos de la cantidad extensa, del número, del espacio, ciencias físico-matemáticas; ya sobre la base de la cantidad intensa, vida, pensamiento, ciencias fisiológicas, políticas y morales.

Estas ciencias de lo posible, se aplican en seguida por lo inteligible a lo real, sin tomar nada ni de lo real ni de la experiencia: porque en la inteligencia todo es a priori, todo lo que saca de sí lo aplica a lo real como venido del cielo. [140] Es imposible la falibilidad humana, cuando se apoya en principios tan universales, tan eternos, tan inmutables como estos, que son parte de la infalibilidad divina: «es imposible ser y no ser a un mismo tiempo»; «el todo es mayor que la parte;» «una línea perfectamente circular, no tiene ninguna parte recta»; «entre dos puntos dados, la línea recta es la más corta»; «un triángulo equilátero no tiene ningún ángulo obtuso»; «un ser ilustrado no debe ofender a sus semejantes.» Todas estas verdades no pueden sufrir ninguna excepción: jamás podrá haber un ser, línea, círculo, ángulo, que no sean según estas reglas. Estas reglas son antes y después de todos los tiempos, porque existen en Dios por sí, y en nosotros por Dios.»

Después de leídos atentamente los párrafos que dejamos transcritos ocurre preguntar, ¿ha dejado el señor Campoamor de ser idealista al seguir la tendencia armónica que domina en Lo absoluto? Nosotros contestaríamos a esta pregunta negativamente, y diremos las razones que sirven de fundamento a nuestra opinión. Lo absoluto es seguramente uno de los fundamentos racionales que vislumbra la inteligencia espontánea: [141] todos los hombres creen en la absoluta verdad de sus juicios personales; la filosofía es la ciencia que destruye este error oponiéndole una verdad también absoluta; la razón personal es falible, de aquí la necesidad del análisis de la conciencia humana como principio de la ciencia racional, para saber el contenido del sujeto que conoce con relación a lo que le es conocido. El señor Campoamor partiendo de una idea verdadera, pero no primaria, y dando como sabidos todos los conceptos que la anteceden, idealiza ingeniosamente, pero según nuestro humilde juicio, se aleja mucho de la realidad ontológica que funda y rige todos los hechos transitorios.

Así, pues, tanto El Personalismo como Lo absoluto radican sobre una idea segunda dada por la brillante fantasía del señor Campoamor, que antes que todo, y sobre todo, es un gran poeta lírico; y esta es la causa del subjetivismo que domina en todos sus escritos filosóficos.

D. Juan Valera

Un erudito literato y elegante poeta, el Sr. D. Juan Valera, ha publicado también en las revistas científicas y en los periódicos políticos varios artículos referentes a materias filosóficas, hoy coleccionados bajo el nombre de Estudios críticos sobre literatura política y costumbres de nuestros días (1864). [142]

El Sr. Valera, con una modestia que le honra, dice en el prólogo de este libro, que no ha conseguido precisar científicamente sus ideas filosóficas; ingenuidad siempre digna de grandes alabanzas, pero cuyo mérito sube de punto en esta época, donde la soberbia apoteosis del yo ha venido a erigirse en norma de la conciencia humana y hasta en ideal de los extravíos filosóficos de los autólatras hegelianos.

El eclecticismo es siempre, conscia o inconsciamente, el sistema que abraza la inteligencia mientras no halla una primera verdad base y seguro asiento de la elaboración científica; ecléctico es, pues, el señor Valera, pero llevando al eclecticismo la índole melancólica del genio español, en vez de ese canto perpetuo al progreso de la humanidad, que forma el tema obligado de los eclécticos franceses, escribe en el estudio sobre las poesías de Leopardi tristes lamentaciones, sobre las grandezas y excelencias de los tiempos que ya fueron; en vez de ese enaltecimiento de la filosofía moderna, tantas veces proclamado en las obras de Mr. Cousin, dice terminantemente, en uno de sus artículos críticos sobre la Fórmula del progreso del señor Castelar, que podría demostrarse que en moral y en metafísica, salvo las enseñanzas de la [143] revelación, hoy nadie sabe más que lo que sabía Pitágoras; por último, el señor Valera se opone al optimismo de las escuelas racionalistas, que pretenden trasladar el Paraíso a la moderna Europa, escribiendo estos tristes, si poéticos conceptos. «El progreso, aun suponiendo extraordinario, será siempre mezquino, porque no podrá satisfacer el vehemente anhelo de felicidad que hay en el alma humana; la cual tiene que creer o fingir, ora valiéndose de la fe, ora de la imaginación, una esfera más elevada y serena donde se cumplan sus destinos, y se aquiete su voluntad, y se realicen sus esperanzas.»

Si se dijese que las sombras de la duda oscurecen algunas veces el brillo de los escritos del señor Valera, nosotros contestaríamos que en esta época de lucha y de transformación intelectual, serán muy contados los que puedan decir que ha conservado incólume el tesoro de la fe desde la cuna hasta el sepulcro: y que por lo tanto, todos debemos recordar aquellas sublimes palabras del Salvador del mundo: El que de vosotros esté sin pecado, que tire la primera piedra.

D. José López de Uribe

El eclecticismo cuenta también un ardiente defensor en el catedrático de la Universidad central D. José López de Uribe, el cual tanto en su introducción [144] a la filosofía de Mr. Servant Beauvais, como en sus explicaciones orales, proclama el criterio del sentido común como única sanción de toda verdad racional. Nosotros que creemos que el sentido común, si se considera como sinónimo de la espontaneidad de la razón natural, es el sentido más raro y difícil de encontrar; y si se llama sentido común al pensamiento histórico de cada época y de cada país, es el más torcido de los sentidos humanos; rendimos, sin embargo, un tributo de aplausos al catedrático señor Uribe por su constante amor a la ciencia, lamentándonos de lo que, según nuestro juicio, es una equivocada dirección de sus meditaciones filosóficas. {29}

D. José Fernández-Espino

El sistema centralizador que de algún tiempo a esta parte impera en las esferas gubernamentales de la nación española, la desapoderada ambición de muchos que sólo puede satisfacerse en la capital de la monarquía, hasta la insensatez de algunos que consideran al teatro Real y la Fuente Castellana como las columnas de Hércules de la cultura y elegancia cortesanas, tales son, según [145] nuestro juicio, las principales causas del injusto olvido en que yacen los nombres de algunos escritores contemporáneos, cuyas producciones han visto la luz pública en varias capitales de provincias y señaladamente en Barcelona, Cádiz y Sevilla.

Vinieron a nuestra mente las reflexiones que anteceden al leer dos libros del catedrático de la Universidad de Sevilla D. José Fernández-Espino, cuya notable erudición y recto espíritu le ponen muy por cima de algunos que alcanzan grandes aplausos en la capital del reino.

Así es la verdad: los Elementos de estética (1847) y los Estudios de literatura y crítica (1862) ponen de manifiesto las grandes dotes del Sr. Fernández-Espino para la crítica literaria, y nos hacen lamentar que su ingenio no se ocupe con más frecuencia de las especulaciones filosóficas, pues los dos artículos titulados Armonía de la razón y la religión católica y La moral estoica y la evangélica, son sin duda alguna brillantísimos ensayos, que pueden colocarse entre lo más selecto que ha producido la escuela ecléctica española.

El ilustrado prologista de los Estudios, don Luis Segundo Huidobro, dice que los dos artículos citados, «presentan un resumen de la [146] filosofía práctica del señor Fernández-Espino, filosofía en que brilla el más sincero respeto a la verdad revelada, la abnegación más completa del orgullo de la razón humana en reverente tributo a la razón divina, la más profunda convicción de que la inteligencia abandonada a sus solas fuerzas, es impotente para construir con certidumbre absoluta los principios primarios de la ciencia del hombre, y la regla de su vida...»

«Lo que no expresa con entera libertad el autor, añade el señor Huidobro, es la fórmula de la relación armónica entre la revelación y la filosofía: si, como la escuela catequética de Alejandría, considera la razón como una preparación natural de la fe, completada después por esta; si procede, a modo de los escolásticos, por método deductivo, dejando a la revelación sentar las premisas, para ocupar solamente la dialéctica racional en inferir las consecuencias; o si, en fin, opina como el moderno apóstol de Inglaterra, que la razón debe desarrollarse en su esfera propia, confrontando los resultados de sus investigaciones con las verdades reveladas, y considerando únicamente como fórmulas interinas, y por decirlo así, términos de una serie, cuyo límite es la verdad, aquellas soluciones que [147] no se ajusten rigurosamente con la revelación.»

Por último, el señor Huidobro resume sus opiniones sobre las especulaciones racionales del señor Fernández-Espino, diciendo que, «al observar que su predilección por el sistema filosófico de Cousin, manifiesta especialmente en la estética, no hace jamás declinar sus ideas hacia el idealismo panteísta, como sucede con harta frecuencia a los eclécticos franceses, ni entibia su fe viva, ni altera su rigurosa ortodoxia, no sería una esperanza vana la de que Fernández-Espino, aplicando el criterio de sus incontestables creencias a los principios de la escuela a que lo inclina su carácter y simpatía, encontrarse una fórmula de conciliación entre el cristianismo y la filosofía ecléctica, como los padres Alejandrinos la encontraron en lo relativo al idealismo platónico; y los escolásticos en cuanto al racionalismo peripatético.»

Nosotros, que no nos hallamos conformes con todas las eruditas apreciaciones del señor Huidobro, vemos en el espíritu católico que vivifica las doctrinas eclécticas del señor Fernández-Espino una prueba más de la tendencia general de los pensadores españoles a considerar la verdad revelada como parte esencial de la construcción científica; tendencia que no traspasando [148] sus justos límites, puede ser origen de grandes aciertos, así como su exageración ha conducido algunas veces a muchos y lamentables desvaríos.

——

{28} Los números puestos entre paréntesis indican el año en que se publicaron las obras que citamos.

{29} Poco tiempo después de escritas estas líneas fue jubilado el Sr. López de Uribe. La cátedra de metafísica en la Universidad de Madrid la desempeña en la actualidad D. Nicolás Salmerón y Alonso.

 
{Transcripción de La filosofía española, Madrid 1866, páginas 131-148.}


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