Luis Vidart Schuch (1833-1897)La filosofía española (1866)

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<   Apuntes sobre la Historia de la Filosofía en la Península Ibérica   >

LXI.

Las teorías anti-religiosas de los enciclopedistas franceses no dejaban de tener algunos secuaces en la corte de S. M. C. el Sr. D. Carlos III. Claro es que los que en este número se contaban ponían gran esmero en ocultar sus anti-legales pensamientos, pues en aquel entonces el nombre de evangelio chico correspondía [105] perfectamente al conocido proverbio: «con el rey y la inquisición, chitón»; y las doctrinas que se proclamaban al otro lado de los Pirineos en verdad sea dicho no estaban muy de acuerdo con ninguna de estas dos instituciones.

Una señal de la exactitud que encierra el juicio que acabamos de emitir la encontramos en la famosa causa formada al intendente de las nuevas poblaciones de Sierra Morena D. Pablo Olavide (1725) que fue acusado ante el tribunal de la Inquisición por haber sostenido ciento veinte y seis proposiciones heréticas entre las cuales dice un biógrafo que «había muchas exactas si bien otras eran impertinentes, tales como haber defendido el sistema de Copérnico y haber prohibido en las colonias que se tocasen las campanas a muerto, para que no se abatiese el ánimo de los pobladores que diariamente diezmaban la peste.» Sin embargo, la acusación contra Olavide no carecía de fundamento. Voltaire en una carta escrita en Ferney le había tributado el siguiente elogio: «Sería de desear que hubiese en España cuarenta hombres como vos.»

Señalóse para ver la causa de Olavide el día 24 de noviembre de 1778, y se convidó para asistir a este acto a más de sesenta personas, la mayor parte amigos del acusado, y por lo tanto [106] sospechosos en materias de fe. La lectura del proceso duró cuatro horas, y en la sentencia que se pronunció inmediatamente fue declarado Olavide como hereje convicto. Levantada la excomunión por el inquisidor decano después que hubo firmado Olavide la protestación de fe, sólo fue condenada a destierro de Madrid y Sitios Reales, y a estar por espacio de ocho años recluido en un convento, sin leer más libros que el Símbolo de la fe, del P. Granada y El incrédulo sin excusa, del P. Señeri.

LXII.

Dos años permaneció Olavide en la reclusión del convento, hasta que habiéndole concedido permiso el inquisidor general D. Felipe Beltrán para salir a tomar baños se aprovechó de la licencia para fugarse a Francia, donde fue recibido por sus amigos los filósofos enciclopedistas con grandes muestras de afecto, prodigándole elogios sin cuento, y al mismo tiempo formulando un inmenso capítulo de cargos contra el intolerante fanatismo del tribunal de la Inquisición.

El gobierno español reclamó y obtuvo del francés la extradición de Olavide, pero avisado [107] este con oportunidad por una indicación del obispo de Rhodez, monseñor Colbert, huyó precipitadamente a Ginebra donde vivió algunos años bajo el supuesto nombre de conde del Pilo.

En el momento que triunfaron en Francia las nuevas ideas, Olavide se presentó en París tomando una parte activa en los movimientos revolucionarios y así es que la Convención le confirió varios cargos y le dio el título de ciudadano adoptivo de la república francesa.

Cuando llegaron los días del terror, Olavide viendo con hondo pesar aquella sangrienta bacanal, eterno padrón de ignominia de la revolución francesa, se retiró a un pueblo llamado Meung, y quizá entonces comprendió que por el camino de la impiedad se llega siempre a la tiranía. El Comité de seguridad pública dispuso la prisión de Olavide, y ésta se verificó la noche del 16 de abril de 1794, siendo conducido a la cárcel de Orleans. Allí comenzó a meditar y escribir la obra que se publicó en Valencia en 1797 titulada: El Evangelio en triunfo.

Una apología de la religión hecha por un antiguo incrédulo siempre es digna de atención y estudio para ver qué necesidad lógica o qué inspiración de la divina gracia ha producido la fe en el que sólo creía en sí mismo. El Evangelio [108] en triunfo no presenta datos suficientes para resolver esta cuestión. Olavide defiende la religión, más como una forma necesaria del sentimiento, que como una realidad permanente; la relación eterna entre Dios y el hombre. Cuando en la obra que nos ocupa se llega a lo más fundamental de su asunto, vemos que se hacen argumentos de razón contra la verdad de los dogmas católicos, y sólo se presentan pruebas históricas para demostrar su divinidad. Fuera de estas torcidas direcciones, El evangelio en triunfo abunda en bellezas literarias y da una idea de los estrechos límites en que encerraba las cuestiones religiosas la escuela filosófica francesa del siglo XVIII.

Carlos IV, que era el monarca reinante cuando se publicó El evangelio en triunfo, indultó a su autor de la condena que no le permitía volver a España, y Olavide se presentó a dar las gracias a S. M. en la jornada del Escorial de 1798. Este mismo año fijó su residencia en un pueblo de Andalucía, donde terminó su existencia en 1803.

Los varios sucesos de la vida de D. Pablo Olavide pueden presentarse como una prueba de la ineficacia de la fuerza para sostener las creencias religiosas. Olavide, estando bajo la vigilancia [109] de la Inquisición española, era incrédulo; Olavide oyendo las impías declamaciones de los revolucionarios franceses, llegó a creer en la verdad religiosa. La religión, como obra esencialmente divina, sólo de Dios recibe su fuerza; no hay poder humano que pueda crearla; no hay poder humano que pueda destruirla.

LXIII.

Poco puede escribirse sobre la historia científica de nuestra patria durante el primer tercio del siglo presente. Recordaremos, sin embargo, el Ensayo sobre la historia de la filosofía desde el principio del mundo hasta nuestros días, del doctor D. Tomás Lapeña, impreso en Burgos el año de 1806, que es la obra más extensa que conocemos de las que modernamente se han escrito en España, dedicadas a historiar las manifestaciones en el tiempo de la ciencia racional.

Dos grandes historias de la filosofía se habían publicado en Alemania antes de que el doctor Lapeña diese a la estampa el mencionado Ensayo. Brucker había escrito su Historia crítica de la filosofía siguiendo el criterio cartesiano en su primera manifestación; considerar la verdad racional, no contraria, pero sí en todo diferente [110] a la verdad revelada; establecer una separación radical entre la razón y la fe; entre la filosofía y la religión.

Decir que hay dos órdenes de verdades, supone necesariamente una verdad única que las funde y permita su recíproca comparación. ¿Qué vale decir, esto es verdad en tal orden determinado, si antes no sabemos la verdad absoluta de todo orden y de toda determinación? Esta exigencia lógica produjo necesariamente la afirmación de la unidad en el puro hecho externo, o por el contrario, en la idea interna del pensador. Por este camino se llegó a sostener que no existía más verdad que la conocida por la razón, mediante la experiencia, según Locke, o mediante la pura idealidad, según Espinosa.

Tiedemann representa la escuela empírica entre los historiadores de la filosofía. Su grande obra titulada: Espíritu de la filosofía especulativa, comenzó a publicarse en 1791 y terminó en 1797. Tiedemann establece una división tan radical entre la teología y la filosofía, que borra de una plumada todo el movimiento filosófico del antiguo Oriente, considerándole enteramente teológico, y comienza en Grecia la historia de la filosofía. [111]

LXIV.

El doctor D. Tomás Lapeña era canónigo de la Santa Iglesia Metropolitana de la ciudad de Burgos; el sacerdote católico no podía admitir la absoluta omnipotencia de la razón humana para llegar al conocimiento de toda verdad. Así es que el doctor Lapeña expresa el pensamiento que le ha guiado al escribir su Ensayo sobre la historia de la filosofía en los párrafos que a continuación transcribimos, y que forman parte del prólogo de esta obra. Dice así:

«Leyendo los sistemas de los filósofos griegos y de los pueblos más antiguos, me pareció que sería útil una obra que, reuniendo todas las opiniones, así de los pueblos como de los filósofos, presentase una verdadera historia de la filosofía y de los progresos del entendimiento humano...»

«Presenta, pues, esta obra, bajo el título de Ensayo sobre la historia de la filosofía, las extravagancias del entendimiento y de la ignorancia; los sistemas filosóficos de los pueblos, y filósofos desde Adán hasta nuestros días, con una breve noticia de la vida de sus principales [112] jefes y de aquellos que más se han distinguido en ellos...»

«La moral cristiana, verdadera regla de toda conducta, debe servir también para apreciar cuanto los filósofos han enseñado en materia de ética, y con este fin y el de hacer ver que no hay cosa, por sencilla y sagrada que sea, de la cual no abuse el hombre; refiero en compendio sus sagradas máximas, y una parte de lo mucho que trabajaron los mismos filósofos por deslucirla: pudiendo proponerse como argumento de su dignidad, la fuerza que conserva a pesar de todo el furor de las pasiones y de la rabia de sus enemigos...»

«Por último, mi objeto en esta obra es el mismo que se propuso Mr. Geodin en su traducción del Viaje histórico de la Grecia de Pausanias; que es, el hacer ver, que nada puede el hombre en materia de religión por sí mismo y que necesita asirse vigorosamente a la revelación.»

De notar son las frases que dejamos subrayadas donde afirma el canónigo Lapeña que la historia de la filosofía, es al propio tiempo la de los progresos del entendimiento humano. También debe fijarse la atención en que el sacerdote historiador de la filosofía, sólo niega a la razón su competencia para crear una verdadera religión, [113] pero de ningún modo pretende demostrar su insuficiencia en todas las esferas del conocimiento humano. De este modo y bajo estos principios, la obra del doctor D. Tomás Lapeña puede considerarse como una protesta contra el espíritu racionalista que domina en las historias de la filosofía escritas por Brucker y Tiedemann, pero una protesta que jamás niega la razón para afirmar la fe, sino que se limita a sostener que la razón separada por completo de la fe, cae muchas veces en errores, y que la revelación es la esplendorosa luz que permite entrever la verdad absoluta en el orden intelectual y las soluciones eternas en la vida de la humanidad.

LXV.

Desde el año de 1808, esa gloriosa guerra, llamada con comprensiva sencillez guerra de la independencia, requería el concurso de todas las fuerzas vivas de la nación, y no es maravilla que los vuelos de la fantasía y de las meditaciones de la razón, sólo se empleasen en avivar la llama del patriotismo, ya en los cantos de Quintana, Gallego y Arriaza, ya en los escritos de Argüelles y de Toreno.

Como obras de tendencia filosófica sólo [114] podrían citarse en breve Diccionario crítico-burlesco de D. Bartolomé José Gallardo, impregnado de volterianismo, y las voluminosas producciones del Filósofo rancio (el P. Alvarado), templadas aun en las turbias aguas del escolasticismo decadente de la edad media.

También en las discusiones habidas en las cortes de Cádiz al tratarse del principio de la soberanía nacional, de la extinción de los privilegios señoriales y la supresión del tribunal de la Inquisición, se encuentran discursos parlamentarios que podrían ser considerados como pertenecientes a la filosofía, por lo levantado de sus doctrinas y por la generalidad de sus fundamentos racionales. Lo cual se explica fácilmente, pues en aquel entonces dos partidos de ideas bien definidas se hallaban frente a frente: proclamaban unos el derecho divino de los reyes y los otros la soberanía de los pueblos: ambos sabían la idea primera en que se apoyan estas doctrinas: ambos la sostenían con la firmeza de su inquebrantable fe y con la elevación del racional conocimiento.

Cuando se terminó la guerra de la independencia no corrieron mejores tiempos para las investigaciones racionales. Las turbulencias de los partidos, que tanto agitaron a la nación [115] durante el reinado de Fernando VII, y la guerra civil que siguió a la muerte de este monarca, esterilizaron en la lucha infecunda del empirismo político y en la sangrienta arena de los campos de batalla, las más floridas inteligencias y los más enérgicos caracteres. Sin embargo, no hay época ninguna en la historia de los pueblos en que desaparezca por completo la esfera de la ciencia; y por lo tanto indicaremos ligeramente las dos tendencias dominantes en las obras de filosofía publicadas en España desde el regreso de Fernando VII (1814), hasta la terminación de la guerra civil (1840).

LXVI.

Hemos mencionado al P. Alvarado como representante de una escuela que no carece de importancia en la historia de la ciencia española, y por lo tanto debemos consagrarle algunos breves renglones.

El R. P. M. Fr. Francisco Alvarado, conocido bajo el pseudónimo de El filósofo rancio, nació en Marchena el día 25 de Abril de 1756. A los diez y seis años de edad vistió el hábito de la religión de Santo Domingo, y profesó a su tiempo en el Real convento de San Pablo de [116] Sevilla. Murió el día 31 de Agosto de 1814, habiendo sido nombrado poco tiempo antes por Fernando VII consejero del Tribunal Supremo de la Inquisición, de cuyo cargo no pudo tomar posesión por lo quebrantada que ya estaba su salud.

El P. Alvarado se mostró toda su vida como un constante adversario de toda novedad filosófica y política. Para combatir el eclecticismo que dominaba en la ciencia desde la época de Descartes y que proclamaban la mayor parte de los pensadores españoles de principios de este siglo, diciendo que para alcanzar la verdad se debía filosofar sin sistema o eclécticamente –frases que entonces se consideraban sinónimas,– escribió las Cartas de Aristóteles, en las que se ve claro que si el escolasticismo que seguía el P. Alvarado no es una ciencia completa, el eclecticismo, según vulgarmente se entiende, es la completa negación de toda ciencia.

Las discusiones de las cortes de Cádiz acerca de la supresión del tribunal de la Inquisición, del principio de la soberanía nacional y de otras materias que pueden considerarse como inmediatamente enlazadas con el derecho constituyente, produjeron las Cartas críticas del filósofo rancio, que empezaron a ver la luz pública en [117] 1811 y cuya colección se imprimió en Madrid el año de 1824. Aun cuando estas Cartas con una obra de polémica, justo es confesar que el P. Alvarado sabía guardar a las personas todos los respetos que ordena la religión cristiana, y que procuraba probar los errores de sus adversarios, sin recurrir al arsenal de los dicterios a que son tan apegados los escritores vulgares y el vulgo de los lectores.

En las Cartas críticas del P. Alvarado, se ve que su autor conocía bien las teorías reinantes en aquel tiempo acerca de la filosofía del derecho; y sus impugnaciones a la teoría del contrato social de Rousseau son siempre ingeniosas y muchas veces acertadas. El P. Alvarado era muy afecto al uso del chiste y a referir cuentecillos que amenizasen la aridez de las materias que trataba, y forzoso es decir que no siempre estos gracejos estaban muy de acuerdo con su estado religioso: tal vez sería esto efecto de la candidez de su alma, que enaltece uno de sus biógrafos, pero la candidez siempre debe contenerse en los límites de ciertas conveniencias sociales.

El Ilmo. Sr. Obispo de Jaén, D. Antolín Monescillo, en una de las notas que puso a la versión castellana de la Historia elemental de la [118] filosofía de monseñor Bouvier, dice, que el P. Alvarado «es conocido con el nombre del Filósofo rancio, que bien puede ser en él sinónimo de Filósofo sensato.» El elogio parece hiperbólico, pero no lo es, porque en cierto sentido puede haber sensatez hasta en la defensa de los errores, y este es el mayor título de gloria que tal vez conceda la posteridad el R. P. M. Fr. Francisco Alvarado.

LXVII.

Si en las Cartas de Aristóteles que acabamos de citar se pretendía combatir el eclecticismo desde el estrecho punto de vista del antiguo escolasticismo, no era en verdad más acertada la dirección filosófica que seguían la mayor parte de los pensadores españoles del primer tercio del siglo presente. Las teorías sensualistas del metódico Condillac habían traspuesto las cumbres de los Pirineos y eran consideradas por muchos como la última palabra de la humana sabiduría. Fácil nos sería aducir gran número de pruebas a favor de la exactitud de nuestro aserto, pero nos limitaremos a examinar el espíritu que [119] domina en algunos de los más ilustres escritores de aquella época, para no traspasar los estrechos límites de estos apuntes.

Vivía en Córdoba a principios de este siglo un fraile agustino, natural de dicha ciudad, que era considerado como varón de profunda sabiduría y que ha dejado discípulos que con justicia veneran su memoria. El P. Fr. José de Jesús Muñoz, tal era su nombre, escribió una obra filosófica que fue publicada el año de 1839, bajo el título de La florida, donde se considera la sensación como la única fuente del conocimiento humano, y después se procura concordar esta teoría con los dogmas católicos acerca de la espiritualidad del alma y de la fe sobrenatural. La empresa era difícil, y no es de extrañar que el rigor lógico, no sea la cualidad predominante en el libro del P. Muñoz.

El célebre autor del Examen de los delitos de infidelidad a la patria, el presbítero D. Félix José Reinoso, que nació en Sevilla el año de 1774 y murió en Madrid en 1841, dejó entre sus papeles inéditos un Curso de humanidades, del cual se publicaron dos capítulos en el sexto tomo de la Revista de Madrid. En el capítulo primero destinado a exponer los Principios de las bellas artes, que puede considerarse como unas [120] nociones de estética, da Reinoso las siguientes definiciones cuyo sensualismo es patente. «El saber humano, dice, comienza en los fenómenos, en los hechos. Reunirlos y recordarlos pertenecen a la historia.»

«Comparar los hechos entre sí, examinar sus relaciones, hallar su origen y sus defectos y reducirlos a principios generales corresponde a la ciencia.»

«Deducir de estos principios las reglas de obrar, para producir nuevos efectos, es propio del arte.» Y más adelante continúa exponiendo sus teorías en esta forma:

«Todas las operaciones voluntarias del hombre tienen origen en sus deseos: todos sus deseos son inspirados por alguna necesidad. Recibe una sensación, una impresión que le complace o le mortifica; la juzga buena o mala de poseer: sufre en seguida con su privación en el primer caso, con su posesión en el segundo; siente la falta o necesidad de adquirirse la sensación agradable y de dejar la penosa: lo desea y se pone en movimiento para conseguirlo... Utilidad es un nombre correspondiente a necesidad, y sinónimo de placer... Bueno se dice lo que nos causa bien: bien es lo mismo que placer; así como mal es el dolor... Bueno y útil se dice de lo que [121] produce un placer más radical y permanente, aunque menos delicado y más penoso a veces de conseguir; bello y agradable de lo que causa un placer más exquisito y puro aunque menos durable.» Así escribía un sacerdote católico que desempeñaba el cargo de juez auditor del tribunal de la Rota.{27} Sus doctrinas no hubiesen sido rechazadas por el materialista Cabanis. Entre el escolasticismo del P. Alvarado y el sensualismo de sus contemporáneos, la elección no es dudosa: considerar el hecho transitorio como fundamento de la verdad eterna, y poner en el placer egoísta la regla fija de la abnegación moral; es el más grande, es el más absurdo, de los absurdos humanos.

LXVIII.

Siendo la línea que separa las ciencias tomadas en su generalidad casi imperceptible, y [122] pudiendo decirse que en su última y más elevada manifestación toda ciencia es filosófica, quizá debiéramos mencionar y aun exponer brevemente las especulaciones teológicas de Melchor Cano, Luis de Molina y Alfonso de Madrigal, las investigaciones filológicas de Arias Montano y de Antonio de Nebrija, y las teorías políticas de Jovellanos, Campomanes y Cabarrús.

Pero dando de mano y poniendo término a estos desaliñados apuntes, sólo nos resta indicar algunas ideas generales que atañen y tocan al interior organismo de las manifestaciones históricas de la filosofía en la península ibérica.

Aun cuando varias veces hemos indicado en el curso de estos apuntes las relaciones que existen entre cierto número de pensadores, en cuyo caso se hallan la escuela cristiana de Sevilla, las rabínicas de Córdoba, Toledo y Barcelona, los continuadores de las doctrinas de Raimundo Lulio y los místicos de los siglos XVI y XVII, sin embargo, sería necesario demostrar que estas escuelas se suceden sin interrupción y cada una representa una parte real del movimiento científico de la península, respondiendo a una necesidad, ya histórica o ya eterna, de las leyes biológicas de la humanidad.

Sería necesario más: habría de distinguirse [123] los elementos propios de la civilización peninsular de los elementos extranjeros y de los que son generales y permanentes en la vida histórica de todos los pueblos; habría de demostrarse que los elementos propios ponen sobre las obras escritas en la península, un sello bien marcado para que pueda decirse filosofía ibérica, con exactitud científica y razonado fundamento.

LXIX.

Es evidente que no cabe en la índole de este ligero estudio resolver todas las cuestiones apuntadas. Nos limitaremos, pues, a transcribir las apreciaciones del señor Laverde Ruiz en su artículo De la armonía en la instrucción pública (primer tomo de la Crónica de ambos mundos), que resumen en pocas palabras gran número de ideas en su mayor parte acertadas, sobre la filiación y origen de las diversas escuelas científicas que más han influido en la vida intelectual de nuestra patria.

Preguntándose el señor Laverde Ruiz si existe una filosofía que pueda llamarse con propiedad filosofía ibérica, dice así: [124]

«No es creíble, contestaremos, que entre hombres nacidos y educados bajo un mismo cielo, dentro de unas mismas condiciones históricas, dejase de existir, a vuelta de sus particulares diferencias y contradicciones, perennis quaedam philosophia, que diría Leibnitz, cierta identidad de espíritu y de sentido, cierto encadenamiento de ideas, tácito o expreso, pero real y permanente. En la acepción más estricta, ni en España, ni en Francia, ni en Italia, ni el Alemania, ha habido una filosofía que pudiera propiamente llamarse nacional, sino grupos de filósofos, escuelas varias, como, aunque fundándose algunas más bien en afinidades lógicas que históricas, las tuvimos nosotros. ¿Por qué, pues, no se consideran impropias las locuciones filosofía francesa, filosofía alemana, filosofía italiana? Porque sobre todas las escuelas de cada país se cierne una cierta razón general de unidad, reflejo del carácter e historia del mismo, que enlazándolas entre sí, les prestan determinadamente común fisionomía. Lo mismo podemos observar en la filosofía española. No se necesita mucha perspicacia para descubrir el estrecho parentesco que media entre las escuelas hebraicas y las arábigas, particularmente entre el averroísmo y el maimonismo [125] esos dos grandes movimientos racionalistas paralelos, digámoslo así, en la enseñanza muslímica y rabínica de España: ni es difícil notar su influjo en el lulismo, confluencia de las doctrinas escolásticas y de las orientales, que tuvo numerosos partidarios (Kircher, Cepeda, Núñez, Delgadillo, Riera, Marzal, Guevara, Ciruelo, Sánchez de Lizarazu, &c.) y cátedras propias en varias universidades nacionales y extranjeras; y tampoco aparece violenta la transición de esta al suarismo con el cual se tocan a la vez en muchos puntos, bien que en otros le sean opuestos, el vivismo (Oliva, Gelida, Pedro de Valencia, Piquer, Mayans Forner, Vieyás, &c.) el gómez-peirismo (el Brocense, Guzmán, Martín Martínez, Feijóo, Almeida, &c.) y el huartismo, (doña Oliva Sabuco de Nantes, Velázquez, Acebedo; Pujol, Bonet, Ignacio Rodríguez, &c.), escuelas que con las eclécticas intermedias y menos definidas, componen la inmensa riqueza filosófica de España. Ahora bien, el vasto conjunto de verdades por ellas desenvuelto y propagado es lo que nosotros llamamos filosofía española.» [126]

LXX.

Demostrado que existe una ciencia filosófica que puede llamarse nacional, es evidente también la alta conveniencia de su estudio. «No sería esto, dice el señor Laverde Ruiz, una erudita vanidad ni un trabajo de puro lujo, pues aun concediendo, lo que estamos muy lejos de conceder, que en el legado de nuestros mayores no pueda descubrirse ninguna luz nueva ni ningún olvidado germen del progreso, y aun admitiendo que toda su sabiduría se halle más o menos en las obras de los extranjeros modernos, aun así importa muchísimo abrir las fuentes patrias y beberlas en ellas, inspirándonos en el alma gigante de las generaciones que nos precedieron sobre el suelo ibérico y reflejándola en todas nuestras producciones para que España recobre su autonomía intelectual entre los pueblos que conducen de frente todas las ciencias.»

Después de las observaciones del señor Laverde Ruiz que acabamos de transcribir, cuyo espíritu general consideramos muy ajustado a la verdad, debería indicarse cuál es el lazo de unión y el carácter general de los pensadores ibéricos. [127] Si nosotros tuviésemos ciencia bastante para formular un juicio sintético, quizá diríamos, que las doctrinas racionalistas del maimonismo y del averroísmo aparecen como una condenación filosófica de las religiones judaica y mahometana que profesaban sus autores; que por el contrario todos los escritores cristianos de la península desde los tres santos doctores de la escuela de Sevilla hasta Raimundo Lulio, que ha obtenido por la Iglesia el título de venerable, y desde Luis Vives, cuya sólida piedad merece los elogios de don Gregorio Mayans, hasta el P. Feijóo, tan enemigo de la superstición como ensalzador constante de la verdad católica; todos los escritores españoles nacidos en el seno de la Iglesia, encierran sus especulaciones en el círculo trazado por el espíritu de la fe religiosa. Hasta en el mismo Miguel Servet, ya separado del catolicismo, domina de tal modo el elemento creyente, que prefirió la muerte a retractar ni una sola palabra de su profesión de fe cristiano-panteísta.

De todo lo que dejamos indicado en el curso de estos apuntes se deduce que, en nuestro sentir, la filosofía ibérica es esencialmente dogmática; si admitiese ciertas verdades racionales a que han llegado otros pueblos por el áspero [128] camino de todas las vacilaciones, tal vez llegase a realizar la síntesis de la ciencia del siglo XIX. Buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá; no olviden estas palabras del Evangelio los pensadores españoles y portugueses: desear es la primera y necesaria condición para conseguir y realizar.

——

{27} El presbítero D. Félix José Reinoso desempeñó el cargo de juez auditor del tribunal de la Rota desde el año de 1833 hasta el de 1840. La misma tendencia sensualista, pero algo más templada que en los escritos de Reinoso, domina también en el curso de filosofía del obispo de Cádiz D. Juan José Arboli, y en algunos artículos del presbítero D. Alberto Lista. Los que hoy justamente condenan los extravíos del idealismo alemán debieran no olvidar la torcida dirección del empirismo enciclopedista, que tanto influyó sobre la cultura intelectual de España en la primera mitad del siglo actual; y de este modo verían con entera imparcialidad los dos términos opuestos del problema eterno de toda la filosofía: la idea y el hecho; el pensamiento y la sensación.

 
{Transcripción de La filosofía española, Madrid 1866, páginas 104-128.}


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