José Vasconcelos Calderón (1882-1959)
 
Obras de José Vasconcelos

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José Vasconcelos

El Proconsulado, cuarta parte de Ulises Criollo [1939]

La aldea asturiana

Con el término de la temporada de los baños, concluyó nuestro contrato de arrendamiento. Regresan los veraneantes a principios de septiembre hacia Oviedo o hasta Madrid. Pero nosotros decidimos quedarnos en la provincia. En la aldea de Somió, inmediata a Gijón, alquilamos una buena casa con huerta muy extensa. Por módica mensualidad disponíamos del pomar y no sé cuántos perales. Empezaban a madurar las manzanas y nos tocó sembrar espinacas, pimientos, ajos y lechugas. No hay idea de la fertilidad de la tierra asturiana. Es negro el humus, llueve mucho en la comarca y los caños de riego están siempre desbordando. El que servía de lindero a nuestra finca, nos daba a pescar angulas gruesas y largas.

Imaginamos que sería fácil explotar crías de gallina y de cerdos para ayudarnos en los gastos. Herminio aparentó entusiasmarse con el trabajo agrícola. En realidad se sacrificaba. Con abnegación decidió acompañarme en la pobreza, desistir de su regreso a México y distraerse con las atenciones de una granja que, a la postre, no dejó pérdidas, tampoco utilidades. Compramos dos vacas: una holandesa de buena producción lechera y otra del país, serrana, que rendía poca leche, pero de [550] una calidad suprema. La leche de la vaca holandesa la vendíamos; la de la vaca española era tan buena que todos nos convertimos a la moda yanqui de beber la leche en vasos. Recién ordeñada o con reposo de una noche, era sabrosa para el desayuno de los grandes y a toda hora, para la nietecita. La cría holandesa, especializada en producir cantidad, no alcanzaba la calidad de una producción natural.

Mi compadre Rodríguez, el de la pensión de Durango, ya casado, con tres hijos, nos visitaba semanariamente. Nosotros lo veíamos en su café de Gijón, cada vez que bajábamos al puerto, distante apenas media hora de nuestra casa. El café de mi compadre se hizo centro mexicano. A sus señas eran encomendadas las cartas de algunos fieles, como Enrique Vasconcelos, de El Paso; Castañedo, de California; o Taracena y los amigos de México. En general no nos llegaban sino malas noticias.

Cuando me di cuenta de que el derrocamiento de Ortiz Rubio, que debió ser la señal para levantamientos armados contra la pandilla que así se burlaba de sus propias obras, originó, al contrario, el alborozo público por la nueva presidencia incalificable, decidí suspender la publicación de La Antorcha. Era prostituir la palabra, expresé, usarla frente a situación que ya no era menester condenar, puesto que era patente su infamia. Lo único que procedía era la rebelión. Y puesto que ésta no venía, no quedaba a la minoría honrada otro recurso que el silencio despectivo ante tamaña vileza.

Nada perdí con suprimir La Antorcha. No me había creado sino antipatías. En Colombia, en Chile, en la Argentina, los artículos contra los rotarios, aparecidos en La Antorcha, fueron reproducidos con júbilo por algunas publicaciones, pero en cambio, me crearon enemistades que, más tarde, en mi viaje por el Sur, habían de causarme daños efectivos. En Bogotá, para contestarme, iniciaron los rotarios la publicación de una revista. Por ella descubrí que mi buen amigo Luis Eduardo Nieto Caballero, alto masón, era también el jefe de los rotarios colombianos. Se hizo polémica que no pasó de dos o tres artículos; más tarde, con generosidad ejemplar, Nieto Caballero hizo las paces conmigo. Pero quedó en pie; contra mí el odio rotario, según lo comprobé poco después en la Argentina. [551]

En México, un grupo de los antiguos Antirreeleccionistas, aprovechó el ascenso del nuevo Ejecutivo para entrar otra vez en acción. Y olvidando que era yo el Jefe del partido, sesionaron, tomaron acuerdos graves sin comunicarme siquiera que volvían a reunirse. Cuando reclamé este proceder en La Antorcha, me contestaron expulsándome del partido, a pretexto de que «había yo abandonado a mis partidarios» y porque no me presentaba en México, sin duda para acompañarlos a las antesalas presidenciales.

«¿Para qué me quieren en México –les contesté–, para hacer con ustedes la comedia de la oposición política, después de que he predicado la rebelión armada?» Alessio Robles estaba detrás de todo esto y yo no lo quería creer. Nunca se comunicó conmigo, ni contestó mis cartas después de que nos despedimos amistosamente en San Antonio. Cuando se amnistió no se lo tuve a mal, pero lo contradije públicamente cuando empezó a dar a entender que yo estaba de acuerdo en lo de entrar otra vez en actividad de orden civil.

No me atacaba aún abiertamente, pero Arenas Guzmán lo hizo. Me dolió, me sorprendió la puñalada trapera; porque meses antes me había mandado Arenas Guzmán una novela suya con dedicatoria amable y la había yo comentado con afecto en La Antorcha. Lo creía mi amigo, aparte de correligionario. Su deslealtad, sin embargo, fue patente. Y como era de esperarse, la prensa toda tomó partido en contra mía. Y se hizo lugar común decir que yo ofendía a los amigos que me habían ayudado; que era yo un ingrato y un megalómano, nada más yo tenía razón y todo el mundo era para mí un rufián, estaba yo loco... &c., &c.

Recogió la gastada versión de mi locura Vito Alessio Robles, y la hizo publicar. Le contesté: «Comprueba constantemente la historia que a todos los Judas se les vuelve loco el Maestro.» Andaba yo por entonces en tratos para dar conferencias sociológicas en una universidad argentina y el tono doctoral de mi sentencia me divirtió; se hallaba a tono con la profesión que estaba a punto de adoptar...

En la prensa de la capital de México podrá ver el curioso el texto de las ingenuas negociaciones que los usurpadores del nombre del Partido Antirreeleccionista entablaron con el [552] presidente Rodríguez. La contestación que éste les dio fue más varonil que la propuesta de ellos, pues alegó Abelardo Rodríguez: «¿Cómo quieren que desconozca el partido al cual le debo el poder?» Le pedían que suprimiera no sé qué cuotas de empleados en favor del partido gubernamental.

Y para nada me hubiera preocupado la traición de un grupo de correligionarios; tal cosa es frecuente en toda lucha. Lo que sublevaba era la actitud del público que, subconscientemente y llevado de su propia abyección, tomaba el partido de los desleales. En las hojas periódicas podía observarse el crecimiento de un odio en mi contra, desahogado ya en forma de burlas serviles, ya en forma de calumniosas apreciaciones. Y no siempre era nada más la instintiva perversidad de los viles el móvil de aquellos ataques. A menudo había intereses lastimados. Sin que pueda yo conectar directamente en lo personal a nadie, doy este caso notorio a la consideración del lector para que se explique de dónde proceden a veces determinados cambios del sentir de una sociedad que maldice y desprecia al mismo que la víspera ensalzó y consagró. La defensa del terreno situado frente a la Alameda, reservado por ley de Justo Sierra para la Biblioteca Nacional futura, me acarreó muchas enemistades. Y todavía en Somió me alcanzaron noticias curiosas. Una asociación de ingenieros había logrado obtener en arrendamiento, por cien años, una parte del lote para construir un club o centro social. Naturalmente, este fraccionamiento del terreno lo hacía inútil para la Biblioteca y abría la puerta a los explotadores que, de tiempo atrás, le tenían echado el ojo al negocio. Pronto, al lado del pedazo cedido a la Sociedad de Ingenieros; empezó a levantarse una lujosa construcción de acero, negocio particular del señor Pani. En todos los órdenes triunfaban mis enemigos. Pero como era triunfo ilegítimo el suyo, no podían consolidarlo sin lograr antes mi desprestigio. Y recordé entonces la singular actitud del Centro de Ingenieros en cuestión durante la campaña presidencial del veintinueve. Pues en tanto que a la sazón todo el elemento profesional del país se había abstenido de dar opinión o se había afiliado a nuestros clubes, el Centro de Ingenieros rompió el acuerdo tácito de la cultura mexicana, para declararse ortizrrubista en banquete ruidosamente anunciado... ¡Ya les pagaron el servicio, pensé...!, [553] pero a costa, como siempre de la cultura nacional. Y si eso hacían profesionistas, ¿qué se puede esperar de otros gremios?

Al consumarse la traición del grupillo antirreeleccionista, no hubo en el país club o sociedad que tomara mi defensa. Logró el Gobierno desintegrar la oposición y divorciarla de quien era su jefe y debió seguirlo siendo, durante todo el período de la lucha, sin componendas con los usurpadores. La oposición ha pagado su delito tal como lo preví, con la desorientación, fraccionamiento y desprestigio que hoy la persiguen... No hallarán hombre honrado que les acepte candidatura, en el futuro, pronostiqué, y torné a resultar profeta...

No faltó, sin embargo, un número limitado de voces nobles que hablaron en mi defensa, y en contra de Vito Iscariote y los ex correligionarios del Anti que me llenaban de oprobio. Venciendo, con presiones amistosas, la resistencia de los diarios, publicaron declaraciones y artículos Andrés Pedrero y Alejandro Gómez Arias, creo que también el excelente «Fígaro». Y, por último, Paco Zamora, que nunca fue mi partidario, ni se hallaba afiliado a facción política alguna, dio a luz una graciosa parábola del hombre normal que cayó en la Isla de los Jorobados. Lo señalaron con burla los notables; el gobierno de los corcovas lo declaró peligroso, lo hizo vigilar y por la calle le silbaban los chicos, le arrojaban guijarros gritando: «Fuera ese que anda derecho... Que agache la cabeza. ¡Viva la Joroba!» Los que en coro me denigraban, hacían el papel de los jorobados de la isla, declaró Zamora, y por una temporada se acalló la grita en contra del que se había desertado, había abandonado a sus partidarios y, lo que es peor, desde el destierro osaba murmurar contra la honra de los héroes de Topilejo y de Huitzilac, posesionados ad eternam del mando de las Tejas grande que es hoy nuestra patria.

[Transcripción del texto ofrecido en las Obras completas publicadas por
Libreros Mexicanos Unidos, México 1958, tomo 2, págs. 549-553.]


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José Vasconcelos
Vasconcelos en Gijón
Obras completas
México 1958, II:549-553