Marcelino Menéndez Pelayo
Homenaje a Menéndez y Pelayo

Juan Valera
Prólogo en Homenaje a Menéndez y Pelayo

Victoriano Suárez, Madrid 1899, tomo I, páginas vii-xxxiv

Homenaje a Marcelino Menéndez Pelayo 1899 Algunos sujetos aficionados a las letras españolas, en cuyo estudio y cultivo se emplean, han compuesto y dado a la estampa los presentes Estudios, dedicándolos a D. Marcelino Menéndez y Pelayo, a quien estiman como excelente amigo o encomian y veneran como a agregio y hábil maestro. Para darle esta prueba de simpatía y admiración, han elegido el momento en que se cumplen veinte años, durante los cuales ha comunicado el sabio Profesor a la juventud estudiosa sus vastos y bien ordenados conocimientos desde su cátedra de la Universidad Central, con provecho evidente de la general cultura en nuestra patria. Coincide además con esto la merecida distinción de que D. Marcelino ha sido recientemente objeto por parte del Gobierno, confirmando éste de modo oficial, y en nombre del Estado, el alto concepto que tiene el público del extraordinario saber de D. Marcelino y el mucho crédito, autoridad y fama de que goza, no sólo en su patria, sino también en los países extranjeros. Nada más justificado, ni nada generalmente más aplaudido que el nombramiento de D. Marcelino para reemplazar en la Dirección de la Biblioteca Nacional a don Manuel Tamayo y Baus. [viii]

Los que han colaborado a la formación de este libro, a fin de evitar la monotonía de las alabanzas, han tenido la buena idea de formarle reuniendo en él trabajos sobre diversos asuntos, donde nada se dice, ni es menester que se diga, acerca del Sr. Menéndez, si bien sobrentendiéndose que la colección de dichos trabajos lleva el propósito de obsequiarle y de ensalzarle.

Acaso sea yo el único a quien se consiente y hasta se prescribe que diga algo en este libro sobre la persona a quien le dedicamos.

Yo no podía escribir un artículo erudito tratando de curiosidades literarias, dando noticias raras y mostrando a la generalidad de los hombres joyas desconocidas u olvidadas en el rico tesoro de nuestra poco estudiada y divulgada literatura. Jamás he sido apto para semejantes tareas, y mucho menos lo soy en el día, cuando por desgracia estoy casi ciego. En cambio, se da el caso, dichoso para mí, de haber yo conocido al Sr. Menéndez desde su primera mocedad, adivinado entonces todo su valer, pronosticado sus triunfos y contribuido a abrir y allanar el camino para que los lograse. Esto, en cierto modo, me autoriza a hacer, ya que no un acabado retrato, el bosquejo de las facultades y prendas intelectuales de nuestro amigo, y a juzgar, aunque sea someramente, las obras literarias que ha dado a luz hasta el día, justificando el elevado concepto en que yo le tuve desde que empezó la constante amistad que con él conservo, y que no dudo de que persistirá siempre.

El generalizar es muy ocasionado a incurrir en errores e injusticias, por lo cual procuro yo huir de las generalizaciones. No sostendré ni afirmaré, [ix] por consiguiente, que el conocimiento de nuestras ciencias y de nuestras letras estaba harto poco difundido en la primera mitad del siglo presente; que de la historia del pensamiento español se sabía poco, y que el valer y la importancia de este pensamiento se menospreciaban. Fácil me sería citar aquí nombres de eruditos y trabajos estimables realizados por ellos; pero presupuestas tales restricciones, ¿cómo no afirmar que, por lo común, nos ignorábamos; que teníamos de nosotros muy humilde concepto, y que toda luz intelectual, toda doctrina filosófica, el criterio científico y literario, las reglas del buen gusto y cuanto constituye la base de la cultura y la raíz fecunda de los adelantos, creíamos que venían de las naciones extranjeras? La opinión más extendida entre nosotros, y especialmente entre las personas que presumían de más liberales e ilustradas, era que, de resultas de la compresión intelectual de los inquisidores, de nuestro monstruoso fanatismo en los siglos XVI y XVII, y tal vez de otras causas que cada cual explicaba a su modo, el ingenio de nuestra nación hubo de secarse, atrofiándose sus facultades y energías, así para la especulativa contemplación de las cosas divinas y humanas, como para el estudio experimental del Universo. Así caímos, o se supuso que caímos, en hondo letargo y en lastimosa degradación mental, de la que, durante todo el siglo pasado y parte del presente, hicimos laudables aunque poco eficaces esfuerzos para salir y para elevarnos hasta el nivel de otros pueblos, afanándonos por seguirlos como a remolque, por tomarlos como modelo y por imitar o remedar cuanto ellos producían. [x]

Así pensaba la mayoría de los españoles, y, sobre todo, los que de más discretos y cultos se jactaban. Y como nadie suele detenerse en el error en que ha caído, sino que sigue descendiendo hasta caer en más hondos errores, llegó a suponerse, aunque para no incurrir en la nota de antipatriotismo no se confesase a las claras, que nuestra civilización no sólo había degenerado, y que los frutos de ella no sólo se habían viciado o secado al terminar el siglo XVII, sino que siempre había habido en dicha civilización y en sus frutos cierto germen deletéreo, cierto carácter enfermizo o vicioso, que les quitaba no poco valer, aun en los días de su mayor florecimiento, y que los condenaba además a corrupción y a muerte prematuras. Llegó a imaginarse que, mientras el pensamiento de otras naciones miraba al porvenir, el de España se había fijado y deleitado en lo pasado, y no ya en lo pasado verdadero y real, sino quimérico y absurdo.

Los libros extranjeros, por lo común franceses, que estudiaban en España los que algo estudiaban, y la ignorancia y el desdén de nuestros libros, concurrieron a dar ser y vida a semejantes ideas. En la mente de muchos españoles, España vino a ser una moderna Beocia, aunque tal vez sin Píndaro.

No pocas obras maestras de nuestra antigua literatura quedaron arrumbadas y no fueron reimpresas. Mientras que en otros países apenas hay persona medianamente educada que no conozca y lea a los prosistas y poetas de su nación, y no cite algo de ellos, entre nosotros vino a ser el conocerlos y el citarlos mérito singular y raro, algo [xi] parecido a la iniciación en los misterios. Poseer libros españoles era como poseer tesoros ocultos, de los que apenas formaba idea el vulgo ignorante. Tal vez los que poseían y custodiaban estos tesoros repugnaban divulgarlos, para no perder ellos el prestigio que el poseerlos les prestaba, y para que esos mismos tesoros no decayesen de su valor y se profanasen y emplebeyeciesen al perder su rareza.

Así nuestra amena y rica literatura vino a ser olvidada o casi desconocida, o sólo conocida de pocos, y de éstos mal y quizás con torcida crítica. Acaso sea preocupación mía, por lo cual lo apunto con timidez; pero suele suceder, a lo que yo entiendo, que los bibliófilos se prendan y enamoran de los libros cuando son raros y cuando ellos los poseen; y de aquí nace, cuando una literatura está semi-inédita, una historia de ella un tanto cuanto falta de crítica y llena de falsos juicios. Los que en España siguieron reverenciando y observando los preceptos del neoclasicismo francés, no pudieron incurrir en semejante error, pues no puede negárseles el buen gusto, aunque meticuloso y viciado por el amor del más nimio y correcto atildamiento; pero, en cambio, movidos por ese amor y atados más que guiados por preceptos tales, desecharon con desdén mucha parte, y quizás la más castiza de nuestra riqueza literaria, y si no escribieron, concibieron una historia de nuestro desenvolvimiento intelectual, pobre, deficiente y menguada. De aquí que los poseedores y conocedores de nuestros libros antiguos extremasen, hasta por espíritu de contradicción, las a menudo poco fundadas alabanzas. [xii]

Hubo en España, al empezar el segundo tercio de este siglo, una revolución literaria, cuyas ideas vinieron de Francia, como vienen todas las modas, y triunfó entre nosotros el romanticismo. Dió esto ocasión a que volvieran a estimarse, aunque vagamente conocidos, nuestros poetas líricos, dramáticos y épicos, y nuestros novelistas, así de los siglos medios como del tiempo de la dinastía austriaca; pero, en cambio, se censuró y se menospreció, con injusticia cuya notoriedad vemos más clara cada día, cuanto literariamente había producido nuestra nación desde el advenimiento de los Borbones, creyéndolo desmañado recuerdo del francés, sin inspiración nacional y sin carácter propio. Contra lo falso e injusto de tal sentencia, claman Quintana, Gallego, ambos Moratines, D. Ramón de la Cruz y no pocos otros notables escritores y poetas; pero no puede negarse que el vulgo, fanatizado por el romanticismo, dictó la mencionada sentencia, que aun en el día dan no pocas personas por valedera y hasta inapelable.

La historia de nuestra literatura bien puede afirmarse que hasta terminada la primera mitad del siglo XIX no estuvo convenientemente escrita por ningún español.

Las historias de nuestra literatura que más circularon y se leyeron, traducidas al castellano, fueron al principio la de Bouterweck, la de Sismondi más tarde, y, por último, la de Jorge Ticknor. Pero más que estos libros contribuyó a divulgar y a rectificar el conocimiento de nuestra literatura, despertando la afición y el aprecio con que debemos mirarla, la gran colección de autores españoles que el activo e inteligente impresor D. Manuel Rivadeneyra [xiii] comenzó a publicar hacia el año de 1849 y terminó en 1880. Las obras que antes se hallaban con dificultad, pudieron así estar en manos de todos; y las introducciones, prólogos y notas con que varios literatos muy estimables ilustraron dichas obras, sirvieron para difundir, al menos en el escaso público que en España gusta de la lectura, el conocimiento de nuestras letras y de su historia. Algunas de las introducciones la dan bastante completa y justa de un período determinado. Así, por ejemplo, la introducción a los líricos españoles del siglo XVIII, donde puede afirmarse que D. Leopoldo Augusto de Cueto, Marqués de Valmar, ha dado al público una buena historia de nuestra literatura en el siglo pasado.

A pesar de las prolijas guerras civiles, de la instabilidad de los Gobiernos, y de los pronunciamientos y revoluciones que han afligido y postrado durante largos años a nuestra patria, trayéndola al cabo a la abatida y mísera situación en que está hoy, todavía, ya sea a causa del general progreso de las otras naciones de Europa, a cuyo influjo no puede sustraerse, ya sea por virtud de las libertades de que goza desde hace años y de un sistema de Gobierno más popular y expansivo, España ha progresado y ganado no poco en bienestar y riqueza, sobre todo en cultura intelectual, si la comparamos con el ser que tenía en el funesto reinado de Fernando VII. Desde la muerte del citado Monarca hasta el día de hoy, no puede negarse, por mucho que ponderemos y lamentemos nuestros infortunios políticos, que la civilización española ha vuelto a renacer con más clara conciencia de lo que ha sido en otras edades y con [xiv] algunas vagas aspiraciones de lo que debe ser en lo futuro.

El saber de nuestras cosas se ha divulgado bastante, contribuyendo a esta divulgación no pocas personas estudiosas y de talento, entre las que descuellan en primer término, y en los asuntos literarios de que aquí tratamos, D. José Amador de los Ríos, D. Manuel Milá y Fontanals, D. Pascual Gayangos, D. Aureliano Fernández-Guerra, el primer Marqués de Pidal, D. Agustín Durán, Don Juan Eugenio Hartzenbusch y otros varios.

Resultado del esfuerzo reunido de tales hombres fué un aprecio más alto y más justo de nuestro valer, al menos en amena literatura. Pero entre el vulgo de los que presumen de discretos y entendidos y de los que creen que se levantan por excepción desde las tenebrosas honduras de nuestra patria hasta subir a las regiones luminosas de otros países, poniéndose al nivel de los iluminados que allí habitan, persistió no obstante, y tal vez persista aún, el más profundo menosprecio y el desdén más amargo hacia los frutos y merecimientos filosóficos y científicos de la gente española.

Contra tan humillante preocupación han clamado recientemente entre nosotros algunas personas de saber y de generoso entusiasmo. No se extrañe que yo no las cite a todas. Baste citar en este rápido estudio a algunas de las más significantes, cuyos nombres acuden a mi memoria sin el menor esfuerzo. Así, D. Gumersindo Laverde Ruiz y D. Francisco de Paula Canalejas. Ambos se esforzaron en demostrar que había habido y que hay una filosofía española. En este punto conviene, a mi ver, hacer una consideración que evita [xv] muchos errores. No poca profundidad o sutileza se necesitaría para explicar la causa; pero lo cierto es que ninguna filosofía tomó nunca el dictado característico de una nacionalidad cuando el idioma de ésta no sirve de vehículo y de medio de expresión al pensamiento de quien filosofa. Prolijo sería explicar por qué. Contentémonos con afirmar que la filosofía griega quedó escrita en griego, y que no se habló de filosofía francesa, escocesa o alemana hasta que se filosofó en francés, en inglés o en alemán. Cuando y donde se filosofaba en latín, la filosofía, por muchos y varios sistemas que produjese, y por muy notables filósofos que tuviese en un país determinado, jamás tomaba en él carta de naturalización, y seguía siendo cosmopolita. Tal vez por esto, y no porque en España hayamos carecido de filósofos, suenan con sonido extraño en nuestros oídos estas dos palabras acopladas: «Filosofía española», lo cual no quiere decir que en España no hayan florecido muy notables filósofos, ni que, si se examina con esmero y acierto, no se logre descubrir en ellos algo de común que, a pesar de sus opiniones contradictorias, los enlaza entre sí y pone en todos peculiar desarrollo dialéctico y sello castizo.

Por lo que toca a la ciencia, sobre todo cuando es verdadera y exacta, el cosmopolitismo, o mejor dicho, la universalidad, persiste siempre. Y en tal sentido, no hay ciencia alemana, ni francesa, ni inglesa. La ciencia es siempre la misma y siempre una. Lo que sí puede decirse y se ha dicho, es que tal o cual país ha contribuído en más o en menos al progreso de la ciencia. Y como hace dos o tres siglos que en muchos países extranjeros se [xvi] escribe incomparablemente más que en España y se hace la historia panegírica del progreso científico del linaje humano, resulta que España queda olvidada y desairada como poco influyente en el mencionado progreso; idea harto desconsoladora que, por desaliento, incuria o pereza, ha aceptado la mayoría de los españoles. Generosas y eruditas protestas se han escrito en España contra idea semejante. Acaso hasta donde lo consiente mi escasa lectura, me atreva yo a asegurar que la mejor protesta de este género es el libro de D. Felipe Picatoste, premiado por la Biblioteca Nacional, y cuyo título es Apuntes para una Biblioteca científica española en el siglo XVI.

Como quiera que ello sea, a pesar de tan laudables trabajos, prevalece aún entre los extranjeros, inficionando a los españoles, el triste concepto de que España apenas ha contribuído, o ha contribuído en sentido negativo, a la civilización del mundo. Escritores de nota, por verdadero mérito o por prestigio, han sostenido y propagado por todas partes afirmaciones tan crueles para nosotros. Si no recuerdo mal, Guizot asegura que puede hacerse caso omiso de España, como factor insignificante, al tratar de la civilización de Europa; el anglo-americano Draper nos supone culpados de haber destruído dos civilizaciones por lo menos: la arábiga y la americana indígena o precolombina, que él inventa para convertirla en víctima de tan horrendo sacrificio; y el inglés Buckle da por cierto que los españoles no podemos civilizarnos a causa de los muchos y grandes terremotos que hay por aquí, y que nos inspiran un absurdo temor de Dios, el cual vicia nuestro carácter y apoca nuestra inteligencia. [xvii]

Sin aducir tan necios motivos, fuerza es confesar, por desgracia, que España está en el día profundamente decaída y postrada. Su regeneración requiere, sin duda, un gran poder político, sabio y enérgico, ejercido con voluntad de hierro y con inteligencia poderosa y serena; pero tal vez antes de esto, y para orientarse, y para descubrir amplio horizonte, y para abrir ancho y recto camino, se requiere que formemos de nosotros mismos menos bajo concepto, y que no nos vilipendiemos, sino que nos estimemos en algo, siendo la estimación no infundada y vaga, sino conforme con la verdadera exactitud, y sin recurrir a gastados y pomposos ditirambos y a los recuerdos, que hoy desesperan más que consuelan, de Lepanto, San Quintín, Otumba y Pavía.

Aunque me repugna emplear frases pomposas, que hacen el estilo declamatorio y solemne, no atino a explicar mi pensamiento sino diciendo que D. Marcelino Menéndez y Pelayo ha venido a tiempo a la vida y ricamente apercibido y dotado de las prendas conducentes para cumplir, hasta donde pueda cumplirla un solo hombre, la misión anteriormente indicada: para marcar, sin vaguedad y sin exageraciones, nuestra importancia en la historia del pensamiento humano, y para señalar el puesto que nos toca ocupar en el concierto de los pueblos civilizadores, concierto del que formamos parte desde muy antiguo, y del que no merecemos que se nos excluya. La misión, pues, de D. Marcelino, ya que nos atrevemos a llamarla misión, no es puramente literaria, sino que tiene mayor amplitud y transcendencia. Aunque principalmente en literatura, también en filosofía y en ciencias, [xviii] en todo lo especulativo, en suma, ha procurado nuestro amigo exhibir y hacer valer los títulos de nuestra nobleza, restaurar nuestras glorias en la mente de los hombres, y reivindicar nuestros derechos, desconocidos para el vulgo. Ha procurado al mismo tiempo, sin deprimir a otras naciones, sino juzgándolas sin prejuicios, sin celos, con justicia y hasta con simpatía generosa, colocarnos, no por bajo ni a la zaga, sino al nivel y al lado de ellas, siendo verídico y justo.

Menéndez y Pelayo está ahora en lo mejor de su vida. Por delante de él hay, probablemente, largos años, que debe esperarse sean de actividad fecunda. Su obra, pues, no ha de considerarse concluída, sino apenas mediada. Y de lo hecho por él hasta ahora aspiro yo aquí a dar completa cuenta y a poner brevísimo resumen.

La misma extensión de su propósito y el constante prurito, de que no acierta a sustraerse nunca, de ensalzar el desenvolvimiento intelectual de España con el de otros pueblos, no he de negar yo que producen en uno de sus principales escritos algo que no he de calificar de falta, sino de sobra, pero de sobra que perjudica o descompone un poco la proporción armónica que debe notarse en el conjunto de toda obra artística, ya sea del género didáctico, ya sea de otro género.

Tal falta, o mejor dicho, tal sobra, se advierte, más que en las otras producciones de D. Marcelino, en su Historia de las ideas estéticas. Esta historia se limita a España en las portadas de los volúmenes que la contienen; pero en los mismos volúmenes D. Marcelino traspasa límites y fronteras, se va fuera de España, y discurre tanto o más [xix] por los países extranjeros que por el nuestro. Tal redundancia, aunque siempre grata, porque todo está bien estudiado, sabido y expuesto, se da, no sólo geográfica o étnicamente, sino también yendo más allá del punto o materia en que el libro se ocupa. Así, dicha Historia de las ideas estéticas en España es casi una historia literaria y artística universal o de todo el mundo.

La mejor disculpa que sobre este punto puede alegar D. Marcelino en su defensa, es la necesidad que sentía de colocar en su puesto a su olvidada o desdeñada patria, después de hacer el examen comparativo de sus méritos y de los méritos de otras ilustres naciones. Especialmente desde hace dos siglos, en no pocas historias de ciencia, de literatura o de filosofía, se prescinde de nosotros o se nos excluye; y todo progreso y toda nueva corriente de ideas y de sentimientos, gérmenes fecundantes de altas novedades literarias, se supone que brotan en Francia, en Alemania, en Inglaterra y hasta en Escandinavia y en Rusia. Al leer, por ejemplo, la obra celebérrima del dinamarqués Brandes, se diría que España y aun la misma Italia están ya muertas o han quedado estériles, y que la vida del pensamiento y su virtud prolífica han ido a refugiarse y a concentrarse en el Norte de Europa. Lo cierto es que lo escandinavo y lo ruso es lo que priva y está de moda en el día, penetrando bastante esta moda en nuestro país, donde hay ya encomiadores e imitadores de la literatura escandinava y de la rusa, no inmediatamente llegada a ellos, sino columbrada y entrevista en traducciones y panegíricos franceses.

En otra obra capital de D. Marcelino, en la [xx] Historia de los heterodoxos españoles, no se le puede acusar de la precitada extralimitación o redundancia. En dicha historia el autor se ciñe al asunto, y no trata de las extrañas heterodoxias sino lo que es absolutamente necesario para el conocimiento de las propias y para el enlace de todo.

La Historia de los heterodoxos contiene un rico tesoro de rara erudición y de curiosas noticias; prueba que la intolerancia o el fanatismo jamás ahogó entre nosotros el libre pensamiento, ni le atajó para que no se saliese de las vías católicas en busca de nuevos ideales; patentiza que hemos tenido no menos grandes pensadores heterodoxos que ortodoxos; y nos defiende, por último, de la injusta acusación de haber sofocado entre nosotros el pensamiento filosófico, quitándole la libertad, y hasta de haber destruído la civilización hispano-semítica (hebraica y arábiga), como pretende Draper, por ignorancia o por malicia. Verdaderamente ocurrió todo lo contrario. Los Príncipes y reinos cristianos de la Península favorecieron y fomentaron la cultura de musulmanes y de judíos; dieron asilo, amparo y refugio a los sabios que huían de la persecución de los muslimes, especialmente en tiempo de las invasiones africanas, y no sólo estudiaron, tradujeron y comentaron la filosofía y la ciencia de los refugiados, sino que la difundieron por toda Europa, dando nuevo carácter a la escolástica de los siglos medios y marcando en ella nueva era.

A la cabeza de esta propaganda figuraron el Arzobispo de Toledo, D. Raimundo, y la escuela que favoreció y que formó de traductores y de imitadores, como Domingo Gundisalvo, Juan Hispalense [xxi] y Mauricio Hispano. Por ellos, sin duda, fueron difundidas en toda Europa las doctrinas y especulaciones audaces de Ibn Gebirol, Maimónides y Averroes.

Prolijo sería seguir encomiando aquí como se merece la Historia de los heterodoxos y enumerar los muchos puntos obscuros que pone en claro en la historia general de la filosofía y de la teología.

No faltan críticos que censuren al Sr. Menéndez, sobre todo al juzgar su Historia de los heterodoxos, de sobrado intolerante, de fanático y aun de retrógrado, como vulgarmente se dice. La verdad es que el Sr. Menéndez se muestra en esta obra, valiéndonos también de otra palabra empleada por el vulgo en cierto sentido, menos liberal que se ha mostrado más tarde. Pero discurriendo sobre herejías y siendo él sincero y fervoroso católico, no se comprende que deje de reprobar y de censurar a los herejes, a los panteístas, a los materialistas y a los ateos. Aun así, el Sr. Menéndez, impulsado por su amor a la filosofía y a la ciencia, nunca deja de ensalzar la inteligencia y el ingenio de los egregios pensadores, por muy extraviados que los juzgue.

Hay además que tener en cuenta (porque ¿cómo negarlo?) que el espíritu del catolicismo se ha infiltrado, digámoslo así, hasta en la masa de la sangre de los españoles, prevaleciendo en los mismos giros y frases de la conversación familiar, y haciendo que hasta los hombres más revolucionarios y descreídos y más penetrados del espíritu moderno, hablen o escriban a menudo, sin caer en ello, como pudieran frailes descalzos. Para tildar a alguien de cruel, de perverso y de [xxii] codicioso sin entrañas, le llaman judío; y para decir que alguien no está bien de salud, dicen que no está muy católico. No pocos sujetos suelen olvidarse, sobre todo en verso o en prosa poética, del papel de progresistas que imaginan estar desempeñando, y suelen echar de menos, como el carlista más furibundo, un tiempo pasado que tal vez no existió nunca, y lamentar nuestra corrupción del día, y atribuir a la funesta manía de pensar el origen de todos nuestros males. En comprobación de lo dicho, pudiera yo citar millares de ejemplos; pero baste con uno o dos. Tassara llama a la filosofía

Carnal matrona de infecundo seno,

a la cual condena porque

Nunca pudo engendrar una creencia,

al revés de como cualquier escéptico, y tal vez el mismo Tassara la condenaría hablando en prosa con más razón, por no haber engendrado sino creencias y no verdades científicamente demostradas.

Y Espronceda, nada menos que en la composición titulada A Tarifa en una orgía, atribuye la horrible situación de su espíritu y su furor desesperado a castigo de Dios, por haber pensado mucho en Dios y por haber querido descubrir la verdad velada, como si Dios considerase delirio insano y el más feo de los delitos la especulación metafísica y el nobilísimo y alto deseo de penetrar con la razón que puso en nuestra alma, hecha a [xxiii] imagen y semejanza suya, en los arcanos profundos de la esencia, origen y fin de los seres: lo cual, para quien no blasfema de la bondad divina, no es pecado, sino la más sublime de las plegarias.

Todavía, pues, comparado con esta predisposición casi inconsciente, involuntaria y con hondas raíces que se nota en algunos escritores y en la mayoría del público español, el Sr. Menéndez, hasta en la misma Historia de los heterodoxos, llega a señalarse por su tolerante y elevada indulgencia y por su amor a las especulaciones encumbradas, a pesar del riesgo de extraviarse a que se aventura quien se consagra a ellas.

En defensa de nuestro valer científico, o sea de la ciencia española en todos sus ramos, el Sr. Menéndez ha sostenido brillantes polémicas y ha dado a la estampa notabilísimos escritos, que forman, por lo menos, tres gruesos volúmenes en la Colección de escritores castellanos, de D. Mariano Catalina. Curiosísimo, erudito y de no poca novedad para los profanos es el Inventario bibliográfico que el Sr. Menéndez ha formado; pero, a mi ver, tiene mayor mérito todavía la elocuente y razonada carta dirigida al Sr. D. Gumersindo Laverde Ruiz. Es esta carta un espléndido cuadro sinóptico, una concisa apología, un epítome substancioso y claro de la historia del pensamiento español, desde las primeras edades hasta el día de hoy. Probado deja el Sr. Menéndez de un modo irrefutable que nuestra cultura tiene carácter original y propio; que en ella no ha habido solución de continuidad, y que el fanatismo y la Inquisición no han sofocado ni atrofiado entre nosotros el pensamiento, ni han impedido que en las [xxiv] más elevadas esferas de la filosofía, de la moral, del derecho y de las ciencias exactas y naturales, discurra, descubra, invente y publique cada cual lo que mejor le parezca. España, pues, amordazada o aletargada por la intolerancia religiosa, jamás tuvo que salirse del gremio de los pueblos progresivos y civilizadores.

El Sr. Menéndez siempre es juicioso y moderado y no gusta de exagerar y declamar; pero yo confieso mis dudas y vacilaciones sobre cierto punto, y mi recelo de que tal vez el Sr. Menéndez, arrebatado por el espíritu de contradicción, y en el ardor de la polémica, pondere algo más de lo justo nuestras cosas al compararlas con las extrañas. Yo creo que la confesión modesta de nuestra inferioridad en tal o en cual disciplina puede muy bien hacerse sin faltar al patriotismo y hasta por patriotismo. No es antipatriótico confesar que en esto o en aquello hemos sido hasta hoy inferiores, y es muy patriótico anhelar y esperar que aun en aquello en que hasta hoy hemos sido inferiores, podremos un día elevarnos a la altura de quien más ha subido. Bien podemos jactarnos de que nadie supera el valer y la gloria de nuestros navegantes y descubridores, de nuestros teólogos, dogmáticos y místicos, y de nuestros infatigables misioneros, que, al difundir la luz del Evangelio entre apartadas y bárbaras naciones, han traído al acervo común del saber europeo los más peregrinos conocimientos filológicos y etnográficos, y han sido los primeros en mostrar ante los ojos de las personas cultas la flora y la fauna de remotos países, y los ritos, creencias, leyes, costumbres e idiomas de los pueblos que los habitaban. [xxv] La enumeración apologética de nuestros merecimientos sería muy larga de hacer aquí. Me contento con indicarlo, y la doy por hecha. Permítaseme ahora exponer, no una afirmación que limite la apología, sino una duda que me atormenta, sín saber bastante para salir de ella, ora afirmando, ora negando. La duda es la siguiente: ¿los extranjeros que han escrito la historia del movimiento intelectual la han amañado a su gusto, o en ciertos puntos las cosas son como ellos aseguran? Lulio, Sabunde, Vives, Suárez, el escéptico Sánchez, Foxo Morcillo y varios otros, son filósofos importantes; ¿pero deben serlo tanto como en la Edad Media San Anselmo, Alberto Magno, Rogerio Sacón, San Buenaventura, Santo Tomás de Aquino y el sutil Escoto? ¿Tenemos en la Edad Moderna filósofos que equivalgan a Descartes, a Malebranche, a Hume, a Leibnitz, a Kant, a Fichte, a Schelling y a Hegel? Se dirá que los más de ellos fueron impíos, que sus invenciones son vitandas y que sus sistemas son un cúmulo de errores monstruosos. Se dirá que más bien debemos alegrarnos que afligirnos de que no sean nuestros compatriotas; pero no puede negarse la admirable potencia sintética de sus espíritus y el atrevido vuelo de ingenio creador y la inspiración soberana que emplearon para crear sus pasmosos sistemas, aunque sean falsos y absurdos. En esto, y mirado todo con puro amor artístico, me inclino a decir como Lessing: que si me pusieran la verdad en una mano, y en la otra el esfuerzo, el brío y el talento que se emplean para buscarla, juntos con el afán deleitoso que se experimenta y se goza buscándola, preferiría todo esto a la verdad misma. [xxvi]

Pero también en las ciencias exactas y naturales, de cuyos resultados nadie niega la verdad, dudo yo de que hayamos tenido hombres como Galileo, Copérnico, Newton, Keplero, Linneo, Cuvier, Lavoissier, Galvani y Volta, Franklin y Edison. No es esto impugnar al Sr. Menéndez y Pelayo, sino exponer candorosamente una duda que él acaso tenga como yo, si bien no podía exponerla tan a las claras, haciendo concesiones a sus adversarios españoles, que creen y sustentan que España ha valido siempre poco filosófica y científicamente.

La cuestión, por otra parte, no está bien estudiada ni bien dilucidada aún. Acaso el Sr. Menéndez logre estudiarla y dilucidarla por completo, cuande redacte y publique con la amplitud y el reposo convenientes las hermosas lecciones que sobre el pensamiento especulativo de España está dando en el Ateneo de Madrid, con el entusiasta aplauso de la numerosa y escogida concurrencia que acude a oirle.

Mayores y más extraordinarios que los servicios que el Sr. Menéndez ha prestado hasta hoy a la filosofía y a la ciencia españolas, son los que presta de continuo a nuestra literatura con fecundidad inagotable y con facilidad pasmosa para el trabajo.

Prolijo sería recordar aquí lo mucho y bueno que el Sr. Menéndez ha dicho en la cátedra y ha expresado sobre la materia en sus preciosos escritos, tan agradables de leer por la tersura y elegancia de su claro y fácil estilo, y tan dignos de admiración por el saber que denotan, y más aún por el sereno y recto juicio con que lo aprecia [xxvii] todo, y por la elevada comprensión intelectual con que lo ve y lo coordina.

No daré cuenta aquí, ni encomiaré como lo merecen, su Horacio en España, sus estudios sobre Arnaldo de Vilanova, Calderón y su teatro, escritores montañeses y traductores de la Eneida y la Iliada. Ni tampoco hablaré de sus elegantes y eruditos discursos académicos, entre los que descuellan el de la recepción en la Academia Española acerca del misticismo en nuestra poesía, y los elogios de Francisco Sánchez el escéptico y de don Benito Pérez Galdós el novelista. Me limitaré, pues, a decir algo acerca de dos obras extensas y capitales que el Sr. Menéndez está escribiendo y publicando ahora.

Es una de ellas la edición monumental de las obras completas de Fray Lope Félix de Vega Carpio, que por encargo de la Academia Española el Sr. Menéndez dirige e ilustra. Ocho gruesos volúmenes van ya publicados de esta magnífica obra, y todos ellos contienen sendas introducciones y notas que aclaran el texto, y donde el Sr. Menéndez luce pertinentemente su rara erudición, su elevado criterio y la amenidad de su estilo. Sobre cada drama hace una disertación tan curiosa y discreta como entretenida. Si el drama es mitológico, nos refiere el origen y las transformaciones de la fábula que le da asunto, buscándola en la India, en Egipto, en Fenicia, en el Asia Menor o en el centro del Asia; explicando cómo se modificó y hermoseó entre los griegos, y citando para ello los antiguos historiadores y poetas. Asimismo menciona y juzga los poemas y los dramas que sobre el mismo asunto se han escrito en otros países [xxviii] antes y después de Lope. Y si el drama es histórico legendario, sube el Sr. Menéndez hasta el manantial de la leyenda, y siguiendo su curso por medio de las viejas crónicas, de la tradición oral y de la poesía popular épica, nos conduce al momento en que Lope se apodera de la leyenda para componer su drama, cuyo mérito aprecia y tasa el Sr. Menéndez, en mi sentir, sin ponderación extremada.

Muy de alabar es igualmente en esta edición de Lope el orden atinado en que hasta ahora van apareciendo las numerosas producciones de aquel autor fecundísimo.

Por encargo asimismo de la Real Academia Española, y con ocasión del cuarto Centenario del descubrimiento de América, el Sr. Menéndez compuso y dió a la estampa, pocos años há, otro trabajo, cuya importancia no consiente que sobre él se guarde silencio. Me refiero a la Antología de poetas hispano-americanos. Consta dicha colección de cuatro tomos bastante voluminosos, aunque no se insertan en ella sino poesías de autores que ya murieron. A mi ver, más puede censurarse esta Antología por lo que en ella sobra que por lo que en ella falta, si bien críticos hispano-americanos echan allí de menos un sinnúmero de composiciones y de poetas. Justo es presumir, sin embargo, que el peculiar y exagerado patriotismo de cada uno de los críticos ha influido mucho más que la razón en esta censura. Como quiera que sea, no ha de negarse que los varios discursos preliminares e introducciones con que el Sr. Menéndez ilustra la colección, forman en su conjunto una excelente historia de la literatura hispano-americana, [xxix] donde, sin menoscabo del recto juicio, se notan la benevolencia y el amor con que el Sr. Menéndez examina, critica y alaba a los poetas de aquellas Repúblicas, las cuales, por más que estén políticamente separadas de España, tienen por ciudadanos a hombres de nuestra sangre y de nuestra lengua, cuyo valer y cuyos progresos nos lisonjean, y cuya decadencia y esterilidad no podrían menos de desconsolarnos y, en cierto modo, de infundirnos alguna duda sobre la vitalidad y el vigor de nuestra raza y de nuestra cultura castiza.

Más interesante y útil trabajo todavía es el que está haciendo y publicando el Sr. Menéndez bajo el título de Antología de poetas líricos castellanos. Seis tomos de esta Antología han salido ya en la Biblioteca clásica, de D. Luis Navarro. Las composiciones insertas en ellos no pasan aún del reinado de los Reyes Católicos. Tal vez aquí también podría algún lector descontentadizo tildar al señor Menéndez de pródigo en la inserción de versos. Una antología, ora sea hispano-americana, ora hispano-peninsular, es como ramillete de flores y debe contener poca hojarasca y menos espinas. Valga, no obstante, para disculpa de esta acusación, el valer histórico de muchos versos, que no se ponen por el deleite estético que produce su lectura, sino como documentos preciosos de nuestras costumbres, de nuestro idioma y de nuestro pensar y sentir en los pasados siglos. Pero lo que es digno de mayor aplauso para el Sr. Menéndez, son los sendos prólogos que los seis tomos contienen; prólogos tan extensos, que en algunos tomos pasan de 400 páginas, sin que haya en seguida o apenas haya versos que sean prologuizados. Raro es esto; [xxx] ¿pero cómo ha de ser censurable cuando, sin que lo esperemos y como por sorpresa y con modesto disimulo, el Sr. Menéndez va tejiendo en dichos prólogos una admirable historia de la poesía española? Llámela prólogos o como se le antoje, bien puede afirmarse que la historia de la poesía española, escrita por estilo magistral, con profundo saber y elevada crítica, quedará terminada y completa hasta el día de hoy, cuando el último tomo de la Antología de poetas líricos castellanos pase de la imprenta a los escaparates de los libreros. Y aun conviene notar que el Sr. Menéndez, no sin que lo requiera el asunto, sino para su mejor exposición e inteligencia, traza a veces, con felices y valientes rasgos, no poco de nuestra historia social y política, que sirve de fondo a los retratos y juicios de los poetas y personajes literarios, los cuales solían ser hombres de Estado y de guerra, príncipes, magnates y aventureros, más notables y más dignos de memoria por sus intrigas, hazañas y lances de amor y fortuna, que por las coplas que nos han dejado en los cancioneros, en una edad en que era entretenimiento cortesano, primor y moda el componerlas. Con energía concisa y con mano diestra y fiel nos pinta, no ya meramente como literatos o versificadores, sino con todas las prendas de su carácter y actos de su vida, al Canciller López de Ayala, por ejemplo; a D. Enrique de Villena, al Marqués de Santillana, a Mosén Diego de Valera, a los Manriques y a muchos otros. Y sus cuadros, por último, de determinadas épocas y de las revoluciones y cambios que abren nuevos horizontes y marcan era, se distinguen a menudo por su fidelidad y por su dicción sintética y jugosa. [xxxi] Así, pongo por caso, la descripción de la galante y sabia Corte de Nápoles en tiempo de D. Alfonso V el Magnánimo, y la de aquellas pasmosas mudanzas y rápida transformación, debidas a los Reyes Católicos Doña Isabel y D. Fernando, por cuya virtud surgió, del seno de la turbulenta y desbaratada anarquía en que estaba Castilla en el reinado de Enrique IV, España unida y briosa, dilatando su poder por islas y continentes antes desconocidos, dominando en Italia, rivalizando con Francia y aspirando, no sin fundamento, a la hegemonía en toda Europa.

Yo celebro, a par de la mayoría de los españoles aficionados a las letras, la erudición asombrosa del Sr. Menéndez. En su memoria guarda un inmenso tesoro de saber, bien clasificado y ordenado. Apenas habrá literatura que él desconozca, y de todas se diría que ha leído y estudiado las obras maestras en los textos originales: en hebreo, en griego, en latín y en los principales idiomas de Europa, de los que sabe al menos lo bastante para entender y traducir cuanto en ellos se escribe. Pero más aún que todo esto, admiro yo en el señor Menéndez la perspicaz agudeza con que penetra en el hondo sentido de las cosas, el dichoso tino con que las expresa luego, y la inspiración y el arte de eminente escritor, de que en tal difícil empeño hace gala.

En todas partes, y en nuestra España también, se escatiman y restringen las alabanzas. El erudito apenas se concibe que sea elocuente y original. A quien se concede gran memoria, se le niega o se le quita entendimiento, sensibilidad y fantasía. Y rara vez al investigador estudioso se atribuye [xxxii] el don de egregio escritor o de poeta inspirado. Conste aquí que al juzgar al Sr. Menéndez nos apartamos de esta regla o de esta costumbre, en general harto seguida, no lo negamos, por motivos y razones que lo justifican, ya que la riqueza y poder de algunas facultades y prendas del alma parece natural que se posean a costa de la carencia o escasez de otras. Yo, sin embargo, creo que el Sr. Menéndez es tan excelente escritor como notabilísimo erudito, sin que le niegue tampoco el lauro de poeta. No es culpa suya, en mi sentir, sino culpa del mal gusto reinante, que no se celebren, al igual o por cima de muchas celebradas poesías contemporáneas, las dos hermosas epístolas sobre Horacio y sobre los autores griegos, las dos sentidas y elegantísimas elegías A la galerna y a la muerte del primogénito de los Marqueses de Aranda, varias canciones amatorias y varias traducciones rítmicas, en especial El ciego y El joven enfermo, de Andrés Chenier, y Los sepulcros, de Hugo Fóscolo.

Satisfecho, sin duda, el Sr. Menéndez con la alta y dilatada fama de que goza como erudito, como crítico y como fácil, brioso y ameno prosista, bien puede consolarse de la poca atención con que el público, reñido o desdeñoso hoy con los versos, mira, o mejor diré, no mira ni ve los que el Sr. Menéndez ha escrito. Mientras no amanecen días de más atinado amor a la forma poética, que algunos pretenden hoy que va a desaparecer, bástele al Sr. Menéndez la gloria de concurrir como nadie a la restauración en la mente popular del pasado científico y literario de España, en su mayor amplitud, comprendiendo en esta España [xxxiii] a Cataluña, aunque allí se haya escrito y se vuelva a escribir en lengua que no es la castellana; a Portugal, aunque constituya Estado distinto, y a las repúblicas españolas de América, aunque estén separadas de su antigua metrópoli.

Este conocimiento que tiene el Sr. Menéndez de nuestras ciencias, letras y artes, y la eficacia con que le difunde entre el vulgo, importan y valen mucho para conservar la cohesión de nuestro pueblo, cuyas desventuras le abaten y tiran a que se disgregue. No corto influjo ejerce y ha de ejercer el Sr. Menéndez y cuantos le siguen e imitan en su tarea, para que nuestra conciencia nacional salga de su letargo, se rejuvenezca, recobre sus antiguos bríos y reverdezcan y florezcan en ella, no vanas ilusiones, sino razonables y altos deseos y bien fundadas esperanzas. La nación que fué grande, que no se olvida de que lo fué, y que al comprender su pasada grandeza no se contenta con extasiarse en su contemplación para consuelo de la miseria presente, sino que la pone como firme base de otros ideales y aspiraciones, y se vale de ella como estímulo para lanzarse a conseguirlos, no es una nación muerta, sino una nación que ha de resurgir activa, feliz y poderosa en mejores días. El gran movimiento intelectual de Italia, iniciado y seguido por Parini, Alfieri, Balbo, Gioberti, Rosmini, Leopardi, Manzoni y tantos otros, allanó el camino a Cavour, Víctor Manuel y Garibaldi, y preparó la unidad de Italia. Y los grandes poetas y filósofos alemanes, desde Lessing hasta Hegel, se diría que destilaron de sus pensamientos la esencia y el espíritu que animó a los Príncipes de Prusia, a Bismarck y a Moltke. [xxxiv]

Fuera de sazón en estos amargos días de luto y sonrojo, sería ambicionar nada para la patria, salvo el sosiego de que há menester para alivio de sus dolencias y para curación de sus heridas; pero bien podemos decir que, aplicándonos con amor y esmero al estudio y examen de nuestro pensamiento nacional y de su manifestación y progreso en la historia, conservaremos, rectificaremos y quizá magnificaremos la conciencia de nuestro ser, la virtud plasmante que debe mantener la nación unida y la capacidad o potencia de una renovación gloriosa, por desgracia quizá harto distante de convertirse en acto.

Juan Valera

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