Mario Méndez Bejarano (1857-1931)
Historia de la filosofía en España hasta el siglo XX
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Capítulo XIV
El siglo de Oro

§ IV
Los platónicos

Carácter del platonismo; su incompatibilidad con el realismo nacional español. –León Hebreo. –Luis de León: doctrina que de sus obras se desprende. ¿Es un perfecto platónico? –Basilio Ponce de León. –José de Sigüenza.

Encierra el platonismo algo de oriental no muy compatible con la idiosincrasia del extremo occidente. La Edad Media ignoró al divino filósofo y apenas libó de su doctrina tenues gotas extraídas de los escritos de San Agustín, de los musulmanes o pasadas por el doble tamiz del areopagita y de Marsilio Ficino.

En nuestra península tuvo vislumbres, ya señaladas, el Doctor Iluminado, pero nada auténtico se conoció hasta que en la aurora del Renacimiento vertió Pedro Díaz, y no directamente, el Timeo. Abundaban, en tanto, las traducciones de Aristóteles, y aun los mismos platónicos acataban al estagirita. Ficino, por ejemplo, estableció que el alma racional es forma substancial del hombre: Mens igitur forma illa est, per quam quisque nostrum in humana specie collocatur.

Por eso, a pesar de las gallardías del genial Fernando de Córdoba, caballero andante de la Academia, la semilla platónica medró tan raquítica en España y, fuera de los pensadores semítico-hispanos, mejor que en los pensiles de la filosofía propiamente dicha, creció en el cercado de los místicos y entre los preceptistas literarios, singularmente en el divino Herrera.

Sin las bárbaras, absurdas y antipatrióticas persecuciones [174] a los judíos, honraríase España con el glorioso nombre de Jehudah Abarbanel, nacido en Lisboa en 1490. Tronco de la familia fue Samuel Abarbanel, «ornamento de la Aljama», sevillano, como probablemente lo habrían sido su descendiente el gran León Hebreo y el padre de éste, Ishahak, tesorero de los Reyes Católicos, pues la familia, temerosa de las persecuciones, se había refugiado en Portugal desde los comienzos de la dinastía de Trastamara.

Tan claro representante de la tradición platónica habría enriquecido el tesoro del pensamiento español con sus Dialoghi de Amore (1534), que proclaman el amor por origen de la vida e inspirados en Ibn Gabirol, refunden el misticismo alejandrino con el semítico e influyeron en los poetas, oradores y novelistas españoles del siglo áureo.

Sin detenerme más en este filósofo, ya que por desgracia nuestra no es español, apuntaré que concebía la idea a guisa de luz solar donde se contienen todos los colores y matices. Con ella se identifica el Logos. El alma intelectiva, rayo de luz entenebrecido por la materia, no puede alcanzar su supremo objetivo sin el auxilio de la divina iluminación que reduce el entendimiento de la virtualidad al acto y esclarece las formas. El mismo Dios es el entendimiento actual que alumbra el potencial nuestro. La intuición en el grado superior produce el éxtasis. La cópula con Dios produce la felicidad. Del abarbanelismo, si se permite el vocablo, emergió toda esa estela perceptible en la literatura de la época y conocida por platonismo erótico.

Abarbanel, aunque hebreo, mira con simpatía el paganismo creyendo descubrir en su espléndida constelación de dioses un simbolismo de las ideas de Platón e inspira su cosmogonía en el Timeo. No juzga imposible concordar la doctrina del Maestro con el formalismo del discípulo y piensa que «la diferencia antes está en la corteza de los vocablos que en la significación de ellos».

Si he consagrado las anteriores líneas a un eminente [175] pensador lusitano, sírvame de disculpa, además de la admiración a un genio que debió ser español, la consideración del eficaz influjo que sus ideas ejercieron en la literatura quinientista española e italiana produciendo numerosos libros de recreo inspirados en un erotismo platónico y el no menor, sino más extenso, señalado en la vida social por esta ola filográfica iniciada en las altas clases y dilatada hasta las más inferiores.

Personificación poética del sentido religioso nacional, se alzó Luis Ponce de León (1527-91). Nació en Belmonte del Tajo, tomó el hábito de San Agustín y fue catedrático en Salamanca. Denunciado ante la Inquisición por su comprofesor León de Castro, a pretexto de sus opiniones acerca de las inexactitudes de la Vulgata, sufrió siete años de proceso y cuatro de prisión. Después de amonestado, no recobró su cátedra, ya provista y, por consiguiente, no pudo pronunciar el manoseado «Decíamos ayer», mera invención de la fantasía popular; mas al poco tiempo, después de habérsele confiado otra disciplina, se vio envuelto en nuevo proceso con motivo de sus ideas acerca de la Gracia. En realidad, el origen de los procesamientos radicó en la constante enemistad del tomismo, entonces erigido en ortodoxia con la filosofía platónica cristianizada por San Agustín, de la cual se hallaban impregnadas las enseñanzas del maestro León. Quizá exacerbó las cosas la envidia, por una parte, y el agrio carácter de Fray Luis, por otra.

En los Nombres de Cristo, diálogo entre Marcelino, Juliano y Sabino, según la forma de exposición académica, comentando un escrito, diserta ampliamente Fray Luis acerca de las denominaciones aplicadas al Redentor. La Exposición del libro de Job afecta mayor cariz teológico.

Los que juzgan ser bastante un gran talento y sembrar sus obras de pensamientos dignos de consideración, podrán discernir el título de filósofo a Fray Luis Ponce de León; pero mi criterio, más restricto, se resiste a concederlo a aquellos escritores, sean cuales fueren sus méritos, que no se proponen la solución del problema [176] filosófico. Fray Luis no tiene ojos sino para la religión, al servicio de la cual pone las aficiones platónicas, genuinas de su orden y que desde su insigne fundador se han conservado en ella, mientras los agustinos fueron lo que antes eran. Cristiano ante todo, vierte, no como propia investigación, sino subordinadas al punto de vista religioso, ideas aisladas con propensión platónica y, como toda dirección académica, apuntando más o menos al panteísmo oriental.

De las ideas esparcidas por sus libros se desprende que entre las fuentes del conocer otorga preferente lugar al sentido íntimo y que, a su juicio, el hombre es enteramente en Dios, origen de toda esencia, que contiene en su inteligencia las ideas y las razones de todo lo creado, y que es bueno por su semejanza con El, pero esta semejanza es tanto más completa cuanto más se le aproxima. Cada ser tiende a erigirse en mundo perfecto; es en todos los otros y todos los otros en El. Por eso su deber está en todos los otros y el ser de los demás en su propio ser. De este modo, la multiplicidad se reduce a la unidad y cada cosa permanece distinta y separada, la criatura se acerca a Dios por la tendencia a la unidad. El hombre es un microcosmos y tiene libre arbitrio, porque aunque necesita de la gracia para asemejarse a Dios, que es su fin, el mérito consiste en usar bien de ella.

Como se ve, Fray Luis no llegó a escalar las vertiginosas alturas de la mística ni su propensión a la unidad suspira por la compenetración con Dios hasta el anonadamiento.

Aunque la doctrina coincida con la platónica, no concierta sistemáticamente, o sea a modo filosófico, pues, por más que proteste del abatimiento de la escolástica, en sus ideas sobre lógica se señalan las huellas de la Escuela. En La Perfecta Casada contradice la tesis de la República de Platón. Poca fe parece tener en el órgano de la filosofía, en la razón humana, cuando declara que los deseos «de hecho la engañan; y, quitándole las riendas de las manos, la sujetan a los deseos del cuerpo, y la [177] inducen a que ame y procure lo mismo que la destruye» (Nombres de Cristo, dedicatoria del libro II). Constantemente fijó su pensamiento en el orden religioso, al cual subordina el científico, estima al sage, que dicen los franceses, por encima del savant y, entre las fuentes del conocer, atribuye excepcional valor al sentido íntimo.

Como su hermano en religión Martín Lutero, recomienda la lectura de la Biblia, práctica jamás observada por los pueblos católicos. «Notoria cosa, dice, es que las Escrituras que llamamos Sagradas las inspiró Dios a los profetas que las escribieron, para que nos fuesen, en los trabajos de esta vida, consuelo, y en las tinieblas y errores de ella, clara y fiel luz; y para que en las llagas que hacen en nuestras almas la pasión y el pecado, allí como en oficina general, tuviésemos para cada una propio y saludable remedio. Y porque las escribió para este fin, que es universal, también es manifiesto que pretendió que el uso de ellas fuese común a todos, y así cuanto es de su parte lo hizo; porque las compuso con palabras llanísimas y en lengua que era vulgar a aquellos a quien las dio primero. Y después, cuando de aquellos, juntamente con el verdadero conocimiento de Jesucristo, se comunicó y traspasó también este tesoro a las gentes, hizo que se pusiesen en muchas lenguas, y casi en todas aquellas que eran entonces más generales y más comunes, porque fuesen gozadas comunmente de todos» (ídem).

Tales apologías de la Biblia; las versiones y comentos de los libros sagrados; la poca estima en que, según varias acusaciones asestadas en el proceso, tenía Fr. Luis la Vulgata, «inspirada por el Espíritu Santo» al decir de los padres tridentinos; la declaración de su hermano en religión, Fray Juan Ciguelo, afirmando que «Fray Luis de León no solía decir misa, sino de Requiem, aunque el día fuese festivo, que nunca se le entendía lo que decía y acababa muy presto», indicio de menosprecio a las prácticas del culto; el hecho de «haberse encontrado entre los libros de Fray Luis un considerable número conteniendo doctrinas [178] heterodoxas»; y, en fin, el no haberse dictado veredicto de inculpabilidad, sino que a la absolución acompaña la medida de que Fr. Luis «sea reprendido y advertido que de aquí adelante mire cómo y adonde trata cosas y materias de calidad y peligro como las que de este proceso resultan, y tenga en ellas mucha moderación y prudencia para que cese todo escándalo y ocasión de errores. E por justas causas e respetos, que a ello nos mueven (probablemente el prestigio del escritor), debemos mandar y mandamos que por este Santo Oficio se recoja el cuaderno de los Cantares...», todas estas circunstancias alientan a D. Pedro Sala para juzgar a Fr. Luis convicto de vergonzante protestantismo, atribuyendo al justificado pavor a la Inquisición las súplicas y protestas del procesado y la composición «Virgen que el sol más pura», única que «presenta un corte medianamente católico, y aun ésta fue escrita en las cárceles de la Inquisición, yendo probablemente dirigida a desarmar la crueldad de aquellas fieras que hacían brillar noche y día la espada de Damocles sobre su cabeza».

Ni el autor de esta obra se juzga con autoridad para resolver problemas de ortodoxia, ni tampoco le preocupan ahora, pues no escribe historia de heterodoxias, ya magistralmente tratadas por el inolvidable Menéndez y Pelayo, sino del pensamiento filosófico español, y quiere ejecutarlo con tan escrupulosa imparcialidad, que jamás procure suplantar con su propio criterio el juicio independiente del lector. Más adelante, se repetirá el alegato al llegar a Santa Teresa y allí sí rechazaré una acusación que ni siquiera ofrece los indicios en el caso presente susceptibles de varia interpretación.

No transige Fray Marcelino Gutiérrez en que se considere platónico al Maestro León y hay momentos en que el lector se inclina a darle la razón; pero ¿en qué otra escuela hallarían adecuado encaje conceptos y palabras cual las siguientes: «La perfección de todas las cosas, y señaladamente de aquellas que son capaces de entendimiento y razón, consiste en que cada una dellas tenga en sí a [179] todas las otras, y en que siendo una, sea todas, cuanto le fuere posible. Porque en esto se avecina a Dios, que en sí lo contiene todo... para que venza y reine y ponga su silla la unidad sobre todo»?

El P. Marcelino apura su claro entendimiento para librar a Fr. Luis del carácter platónico, sosteniendo que en las ideas del poeta no halla más que ciertos influjos platónicos igual que de otras escuelas. Tanto empeño pone en su tesis que parece considerar mancilla la filiación platónica, inexplicable inconsecuencia en un hijo de S. Agustín, el gran platónico del cristianismo. En realidad, Fr. Luis, siempre firme en la religiosidad, se nos presenta siempre indeciso en la reflexión filosófica.

No, no tengo a Fray Luis por un perfecto platónico, veo vacilar con frecuencia su criterio, sólo inquebrantable en la religiosidad, oscilante en filosofía, mas los influjos platónicos, semejantes al que acabamos de ver, actúan con tal vigor, que lo estimo de platónico, si bien no de filósofo académico; porque en él veo el alma de Platón, aunque no la característica filosófica.

La más popular de sus obras prosadas, La Perfecta Casada, recuerda la Institutio feminae christianae, de Vives, y el Jardín de las nobles doncellas, del P. Martín de Córdoba, pues a una y otra imitó Fr. Luis. Cada capitulo desenvuelve un texto del Libro de los Proverbios, sujeción que impide el desarrollo de un plan metódico, robando fruto y deleite a la lectura. En la mente de Fray Luis el matrimonio es estado inferior al de celibato, según el sentido íntimo de la idea cristiana, y además de la finalidad procreadora de la especie, encierra una misión económica, «porque para vivir no basta gozar hacienda, si lo que se gana no se guarda». La educación de la mujer debe concretarse al oficio doméstico, sin aventurarse en otras vías. La hembra ha de limitarse a la casa, pues «la naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias, ni para los negocios de dificultad, sino para un solo oficio simple y doméstico, ansí les limitó el entender...» [180]

Fray Basilio Ponce de León (1570-62), natural de Granada, agustino y sobrino de Fray Luis, leyó Teología mucho tiempo en Alcalá, ganó cátedra en Salamanca en 1608 y a su muerte se imprimió una especie de corona fúnebre con escritos de muchos ingenios en loor del llorado Maestro. Mucho escribió de teología y derecho canónico, y trató en una serie de Discursos de Cuaresma, merecedores de una versión al italiano, de combatir el suicidio sin exceptuar caso alguno, en lo que se mostró más severo que San Jerónimo, pues este eminente apologista exceptuó el caso extremo de peligrar la virtud de la castidad (absque eo abi castitas periclitatur. Sobre Jonás, cap. I).

Más poeta y estilista que filósoto y, por ende, poco sujeto a mallas de escuela, el jerónimo Fray José de Sigüenza, bibliotecario del Escorial y fallecido en 1606, en su Historia del Rey de Reyes y Señor de los Señores, no terminada, nos dejó un tratado de Teodicea que debió servir de introdución a la vida de Jesús. Como todas las exaltaciones religiosas, la de Sigüenza vuela inconsciente hacia el platonismo y al trazar las relaciones entre Dios y los seres finitos nos recuerda la fórmula de Pablo a los atenienses: In Deo sumus vivimus et movemur, porque la naturaleza divina anima todos los seres, pues todos «tienen su centro donde se recoge y donde nace su virtud», manifestando la esencia suprema que «en todos es el mismo centro suyo y ninguno es concéntrico con él». Hubiera podido clasificarse sin dificultad entre los místicos, pues suman tanto las analogías, existe entre unos y otros tan viva cierta relación que yo me atrevería a llamar Tactus intrinsecus, que no parece fácil trazar fronteras entre platónicos y místicos [181]


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Historia de la filosofía en España
Madrid, páginas 173-180