Enrique Suñer Ordoñez Los intelectuales y la tragedia española

Capítulo VI

Sumario: Oposiciones a cátedras de Madrid. – Manejos institucionistas. – Escándalos intolerables por parte de las huestes. – Equivocaciones del Poder público. – Lamentables consecuencias de los errores gubernamentales.

Habían transcurrido varios años de la Dictadura del general Primo de Rivera, cuando tuve que presidir el tribunal juzgador de las oposiciones a la cátedra de Patología general de la Facultad de Medicina de Madrid.

Dos opositores conocidos en España se presentaron; pero el que tuvo desde el primer momento el apoyo de la opinión sectaria, y no sectaria, fue el Dr. Novoa Santos, a la sazón catedrático de la misma disciplina en la Universidad de Santiago de Compostela. Hombre de fama merecida por su despejada inteligencia, autor de algunas obras importantes, entre ellas un Tratado de la asignatura a que opositaba, iba precedido su crédito científico de un concepto, universalmente extendido, de «hombre muy de izquierdas». Desde luego, en [66] algunos de sus escritos, y, como más tarde pudo verse, en conferencias y discursos, aparecía el citado doctor como carente en absoluto de toda idea religiosa. El ateísmo suyo no era simplemente pasivo, sino, por el contrario, de acción. Rara vez la blasfemia, envuelta en el ropaje superculto de una oratoria fácil y científica, habrá rayado más alto que lo estuvo en los labios del profesor Novoa. Aún recuerdo, poco antes de anunciarse su mal estado de salud, una conferencia dada sobre la «Eucaristía», en la que vertió conceptos tan repugnantes para un católico como ingeniosamente demostrativos de su fobia religiosa. Era, por esas cualidades de pensamiento, aun más todavía que por las científicas y clínicas, una formidable adquisición para los organizadores revolucionarios, deseosos de aumentar sus filas con elementos capaces de una propaganda fuerte y fructífera, en el sentido de la conquista de adeptos decididos. Las fuerzas de la Institución, unidas a todos los elementos indeseables de fuera del «campo de la Medicina», movilizaron sus huestes para «imponerse», desde el primer momento, a la opinión profesional y profana, con el fin de lograr la cátedra apetecida.

No tengo datos fehacientes para hacer la afirmación de que el Dr. Novoa Santos fuera miembro de la masonería; pero sí creo, con absoluta firmeza, que la preparación de las masas estuvo perfecta y sabiamente dirigida, como si una «mano oculta» sagaz e incansable fuese la directora de todo aquel [67] ejército de asistentes a los diversos actos de la lucha, no de forma académica, sino ferozmente revolucionaria. Prensa, estudiantes, amigos, paisanos, sin olvidar entre éstos a los dependientes y mozos de las «Pescaderías Coruñesas», fueron puestos en combate con ardor y espíritu casi invencibles.

Es menester señalar en este relato que, a las simpatías de los sectarios y al manejo de las huestes escolares, encuadradas por las milicias de la «Residencia», se unía el «galleguismo» en forma de cualidad simpática por lo que tiene de «amor a la tierruca»; pero, a veces, como lo fue en esta ocasión, terriblemente injusta. El Dr. Novoa Santos contaba con la intervención de sus paisanos, y con la representación de los mismos dentro del Claustro, de modo incondicionalmente fervoroso.

Todas estas circunstancias crearon, desde los días anteriores al comienzo de los ejercicios, un ambiente de pasión, impropio para la serenidad necesaria en una lucha donde la justicia seca debiera haber sido la única prevalente. A pesar de su ánimo y anterior optimismo, el contrincante del Sr. Novoa –hace algunos años fallecido, como el primero, y casi en la misma época– sufrió, al comenzar la lectura de la Memoria correspondiente al primer acto de la lid, la impresión deprimente de aquel hostil e implacable auditorio. En efecto, sin motivo alguno, desde el primer momento, el público vertió lo que «llevaba dentro», pronunciándose en aplausos estrepitosos al terminar Novoa su lectura, en contraste [68] con el «silencio de muerte» que siguió a la realizada por el Dr. Del Campo. Ante una multitud de muchos cientos de individuos, en gran parte ajenos a la disciplina universitaria, y los sujetos a ella sin acatarla ni reconocerla, el esfuerzo del tribunal, por mí presidido, para imponer el orden con el respeto a lo que allí se estaba verificando, resultaba inútil. Aún pudo mi energía contener, por la decisión de mi carácter, a la fiera escapada de su cubil. Pasajeramente dominaba el tumulto con la amenaza de suspender los ejercicios, fulminada en aquellos instantes; mas todo resultaba insuficiente. A duras penas conseguíamos una relativa e interrumpida calma que permitiera oír la exposición del contrincante perseguido. Visto semejante estado de cosas, adopté una decisión: suspender las oposiciones ad kalendas graecas, y poner la situación en conocimiento del entonces ministro de Instrucción pública, D. Eduardo Callejo, quien no se atrevió a resolver sin consultar su determinación con el general Primo de Rivera.

En mis consejos al jefe del Ministerio, le indicaba la conveniencia de no transigir. Hacíale la consideración de la ventaja para el prestigio de la Autoridad, de no dejar a los contumaces agitadores la consecución de sus violentos a la par que taimados propósitos. Le hablaba del justo castigo merecido por los dirigentes y actuantes en tan intolerables perturbaciones. El fracaso en la obtención de la cátedra, aplazada su provisión sine die, era, a mi [69] entender, la solución que merecían. Naturalmente, se necesitaba para que esta última fuese eficaz, una completa decisión por parte de la Superioridad en la aplicación del remedio heroico, bien justificado después de las repetidas y bochornosas escenas que desde mucho tiempo antes veníanse produciendo con ocasión de la provisión de cátedras; lamentable quebranto del orden y de la disciplina académicos, engendrador del más acentuado menoscabo de la Autoridad en todos sus grados. La propuesta de una suspensión de ejercicios por causa mayor, aun sin decirlo, ofrecía la ventaja de hacer ver a los interesados, comenzando por el opositor favorecido y sus más íntimos amigos y aliados, que la conquista de una cátedra por maneras turbulentas era algo incompatible con el espíritu de un Gobierno fuerte y con la dignidad de una Nación civilizada, máxime cuando no existían motivos de ninguna especie para entablar la más sencilla recusación contra los miembros del tribunal, legalmente constituido por profesores calificados, como los doctores Amor y Rico, Garrido, Rivero, y el más modesto de todos, su presidente, catedráticos de Madrid, Granada, Salamanca y Cádiz. No era posible formular contra la constitución de aquél la más pequeña queja fundamentada: por eso no se verificó. ¡Ay, si hubiese existido el más ligero pretexto, cómo hubiesen trinado los combatientes desde su prensa y por todos los medios y procedimientos imaginables! Mas como la ocasión de [70] vencer no se encontraba por el camino legal, era preciso acudir a los recursos de la fuerza, para entonces y desde mucho tiempo atrás decididos por el sanedrín director de todos estos escándalos. En esta crítica y vergonzosa posición del Gobierno, tantas veces repetida en diferentes centros docentes, se hacía necesaria una solución. Dos caminos se presentaban: reformar honda y radicalmente la vida académica, introduciendo un régimen disciplinado en la misma, con la desaparición de todas las flaquezas y debilidades anteriores, o bien, en tanto que llegaba o no la tan necesitada reforma, aceptar la solución de urgencia, a la par que eficaz, de mi propuesta. La realidad, no obstante, apareció de manera muy distinta, e incompatible, según mi criterio, con la defensa del interés público y del decoro académico. El Dictador decidió que las oposiciones fuesen inmediatamente reanudadas en un local más pequeño. Sin duda, creyó el buen general que, a más pequeña cubicación de espacio, menor cantidad de energúmenos, cuando la verdad era totalmente contraria, pues la masa de fuera, empujando por entrar y acometiendo por avalancha en las puertas del local, hubiese agravado la situación, elevando el escándalo público a la enésima potencia.

Por otra parte, debo confesar que, así como la interrupción de los ejercicios, por mí propuesta, me parecía una indiscutible medida de positivo [71] efecto, la que se me dictaba, aparte de su inutilidad, envolvía un cierto sentido de cobardía. Por estas razones, sorprendido y profundamente contrariado por la determinación de las altas esferas del Gobierno, en las cuales no sé si hubo también actuación eficaz y solapada de los agitadores –más adelante se verá que pudo ejercerse una influencia sobre el mismo Dictador–, decidí, bajo mi responsabilidad, continuar las oposiciones, después de la breve suspensión de unos días, en el mismo sitio donde se venían celebrando –el gran anfiteatro de la Facultad de Medicina–, y en él se terminaron al cabo de dos semanas, con el triunfo del opositor apoyado por las huestes tantas veces aludidas.

Como mi propósito es contar lo que interesa para el conocimiento de la política universitaria de los intelectuales por antonomasia, no he de entrar en consideraciones acerca de la mayor o menor justicia del fallo. Sí quiero exponer estas dos advertencias: la primera se refiere a la crueldad con que fue tratado el Dr. Del Campo por las turbas, la falta de respeto que se demostró para el hombre que luchaba con las armas de su esfuerzo inteligente y de su cultura; la segunda, hace relación a la equivocada conducta del general Primo de Rivera. Entonces, por el motivo referido, pude ver con meridiana claridad el peligro de la Universidad para la obra de gobierno, y cómo la dirección de la noble inteligencia de [72] su jefe encauzaba la Dictadura por un pedregoso camino, a cuyo término se vislumbraba el precipicio por donde había de despeñarse.

Bueno es hacer constar que la muerte de aquella venturosa, aunque pasajera, etapa de la vida española no fue, en definitiva, otra cosa que el resultado de estas dos causas: la actuación solapada, implacable de las organizaciones de izquierda intelectuales, y el desgaste físico y moral que en el organismo del Dictador se produjo por el excesivo trabajo a que se sometió, quizá sin el entrenamiento debido y el método necesario.

Lo anteriormente relatado con ocasión de las oposiciones a la cátedra de Patología general de la Facultad de Medicina de Madrid, fue una de las primeras y más profundas impresiones que he tenido durante mi vida pública, plena de enseñanzas sobre la sociedad española. Comprendí en aquella ocasión por vez primera, de un modo elocuente, cuán grande es la influencia sugestiva de la fuerza –revístase con el traje que se quiera– sobre las personas, aun sobre muchas de las dotadas de un espíritu recto y hasta valeroso. En efecto, cuando yo sostenía la causa de la dignidad del tribunal, y la necesidad de mantener el prestigio del Poder, de la disciplina y de los buenos métodos, con tesón merecedor de mejor suerte, vinieron a tratar de quebrantar mis propósitos y a debilitar mi espíritu, no sólo las violencias de los adversarios mal avenidos con el [73] Régimen y con la disciplina, sino –y esto fue lo peor– los mismos compañeros unidos a mí ideológicamente; hasta alguno de mis más íntimos amigos, engañado por hábiles intrigas. Todos ellos conspiraban contra el espíritu valiente que yo trataba de exteriorizar y mantener en bien de la corrección profesional y de la justicia.

Pude aprender en estos trances cómo la «masa», precedida y acompañada de ojeadores hábiles, es capaz de dominar a los hombres más enteros e inconquistables. Sin darse cuenta, alguno de ellos, amigo íntimo de la Familia Real, dejándose seducir por las interesadas argumentaciones de familiares suyos, llegó a poner en tela de juicio el acierto de mi conducta, y vino, en nombre de nuestra amistad, a rogarme que inclinara el peso de mi influencia sobre el que fue agraciado. Así conspiraba, inconscientemente, por llevar a Madrid uno de los más peligrosos enemigos de la Monarquía, que no fue ajeno, ni mucho menos, a su caída.

¿Debemos deducir de estas consideraciones, sacadas de la real observación de hechos y de personas, la consecuencia pesimista de la inutilidad de luchar contra el mal?

Mi temperamento no me permite aceptar esta conclusión tan poco estimulante. No; el hombre honrado y recto debe forjar las armas del combate en un yunque poderoso, a prueba de adversidades. Al fin y al cabo, la raigambre de nuestro amor a la [74] Patria y a la Religión es la que nos ha permitido vencer en la contienda entablada en la presente hora contra nuestros enemigos exteriores e interiores. Una labor enérgica, aun aislada, resulta a la postre de eficaz resultado; porque los conceptos emitidos y las palabras lanzadas en la lucha, dejan una impresión en bastantes cerebros que es objeto de rumiación ulterior y de elaboración en los oyentes de una convicción favorable a la causa. Ni el bien ni el mal, filosóficamente hablando, son ineficaces en el mundo. Si el mal causa tan enormes estragos, el bien corrige, evita y restaura muchos de los mismos. De aquí la deducción de que mi comportamiento como presidente del mencionado tribunal de oposiciones, si no logró los ideales efectos, consiguió advertir a muchas personas sobre el peligro de ciertas tácticas. Mas lo que se puso claramente de relieve fue el poder de las sectas y la debilidad suicida del Gobierno, situado muy lejos de la comprensión de cuánto significaba para su vida la imposición del poder faccioso, y el peligro amenazador que envolvía el triunfo de la demagogia.

No quiero terminar este capítulo sin afirmar de una manera rotunda que cuanto aquí digo, tanto sobre la injusticia, como sobre el equivocado desenlace del acto académico por mi descrito, en nada afecta al fondo de la cultura meramente científica ni a la inteligencia del opositor agraciado, sino a la inadmisible política seguida por los famosos intelectuales revolucionarios.

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Enrique Suñer Ordoñez Los intelectuales y la tragedia española
2ª ed., San Sebastián 1938, págs. 65-74