Fernando Garrido (1821-1883)
La República democrática federal universal (1855)
Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2000
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Capítulo II

La República democrática, federal y universal

P. ¿Qué se debe entender por REPÚBLICA DEMOCRÁTICA, FEDERAL Y UNIVERSAL?

R. El gobierno directo del Pueblo por sí mismo, y la Federación de todos los pueblos.

La República Democrática, Federal, Universal tiene por base la soberanía individual, origen de todo derecho;
Por objeto el perfeccionamiento moral y material del hombre;
Por medios, la igualdad, la fraternidad, el trabajo y la ilustración;
Por garantía, la federación de todos los pueblos, reunidos en una imperecedera fraternidad, que hará imposible el renacimiento de los tronos, con sus odiosos privilegios, monopolios, ejércitos, ciudadelas y cadalsos.

La República Democrática, Federal y [57] Universal es la institución llamada por la inflexible ley del progreso, a poner fin al horrible fraccionamiento de las instituciones monárquicas, feudales y semibárbaras, que dividen todavía los pueblos por la fuerza, como rebaños encerrados en sus rediles.

P. ¿Qué se debe entender en el sistema republicano por administraciones municipal, provincial, nacional, continental y universal, de que habéis hablado antes?

R. La administración municipal corresponde a los Ayuntamientos, que en un sistema verdaderamente republicano, deben ser nombrados por todos los vecinos de cada pueblo, quienes se reservarán además el derecho de aprobar sus acuerdos o disposiciones, sin cuyo requisito no se obedecerán ni serán legales.

La administración provincial es a la provincia lo que el Ayuntamiento al Pueblo.

La administración nacional es a la Nación lo que la provincial a la Provincia.

La administración continental es al Continente lo que la nacional a la Nación.

La administración universal es a la Humanidad lo que la continental al Continente.

La administración municipal no se ocupa [58] ni interviene más que en los intereses puramente locales;
En los exclusivamente provinciales, la provincial;
La nacional en los esencialmente nacionales;
En los continentales la continental;
En los exclusivamente universales, la administración universal central.

Ninguna de estas administraciones tiene autoridad, poder ni derecho para intervenir en las funciones de las otras, estén más altas o más bajas en la esfera de las públicas administraciones, ni para coartar en lo más mínimo la práctica y satisfacción de los derechos individuales y sociales de los ciudadanos.

P. ¿Por qué llamáis administraciones y no gobiernos a las corporaciones que constituyen la autoridad?

R. Porque en un sistema político que tiene por base los derechos y libertades individuales, la SOBERANÍA DEL HOMBRE, la autoridad, el poder, residen en el Pueblo, y los ciudadanos a quienes nombra para ejercer los cargos públicos, son sólo administradores, que nada pueden mandar por sí, que no son sino agentes encargados de hacer [59] cumplir, en lugar de sus propios acuerdos, como ahora sucede, los acuerdos del Pueblo. En una palabra, el Pueblo no delega su Soberanía, se gobierna por sí mismo; los administradores no son más que los ejecutores de su voluntad.

P. Nunca hasta ahora había oído hablar de administraciones continental y universal, de que antes habéis hecho mención. ¿Qué quieren decir esas palabras?

R. La especie humana aspira a la unidad, a constituir un solo Pueblo, una sola familia de hermanos. Todos sus esfuerzos tienden a ese resultado final y glorioso. Las ciencias, las artes, la política, las religiones, la filosofía, todas las manifestaciones de la inteligencia, todos los actos individuales o colectivos del hombre y de la sociedad, demuestran, de una manera indudable, que la unidad de la especie humana es una de las condiciones providenciales de su destino terrestre.

Pero la humanidad no adelanta en esa carrera sino paso a paso, gradualmente. Su primera unidad social nace en la choza del patriarca, en la tribu errante que fija definitivamente sus tiendas para cultivar la tierra: después viene el Pueblo, la Ciudad; más tarde [60] la Provincia, reunión de pueblos; luego la Nación, reunión de provincias; después el Imperio, reunión de naciones. Estas unidades sociales, progresivas, han sido creadas para satisfacer las necesidades y deseos de acuerdo y unidad, siempre crecientes en la especie humana. Pero estas unidades se han producido y sostenido luchando contra las unidades rivales, que impulsadas por la inflexible ley del progreso, han aspirado siempre a constituir unidades superiores. Mas la fuerza se ha declarado vencida e impotente siempre que ha aspirado a crear la gran unidad de las naciones y de los imperios, bajo el dominio de un solo hombre o de un solo pueblo.

Alejandro, César, Carlo-Magno, Carlos V y Napoleón, que han pretendido reunir todas las naciones bajo sus cetros, no han podido verificarlo.

Hoy no necesita demostración la idea de que para producir esta unión superior y definitiva de los pueblos, se necesita la cooperación de todas las voluntades movidas por sus sentimientos, necesidades e intereses.

Desde el momento en que las monarquías se han declarado impotentes para constituir la unidad europea, y que no han podido existir sino por la opresión, por la negación [61] de las libertades individuales, cuyas aspiraciones tienden instintivamente a realizar esta fusión de todos los pueblos, las monarquías se han transformado de elementos de progreso en causas de reacción, y todos los adelantos que hoy tienen lugar son otros tantos golpes dados por la Providencia sobre la vieja constitución monárquica de la Europa.

Los supuestos derechos de los reyes son incompatibles con los derechos individuales, con la unidad federativa de las naciones y de los continentes.

La fuerza invencible de la democracia consiste en que sólo ella es la genuina expresión de la necesidad de estas nuevas unidades sociales, cuya constitución reclaman hoy imperiosamente las exigencias de la civilización y del progreso.

La Europa, al derribar definitivamente los viejos tronos carcomidos, restos de la conquista, constituirá inmediatamente la Federación Democrática o ADMINISTRACIÓN CENTRAL del continente europeo, objeto de la próxima revolución, y término de la evolución política, cuya última fase empezada en Francia a últimos del pasado siglo toca ya a su fin. A medida que los diversos continentes que [62] componen el mundo vayan, impulsados por los progresos de la civilización, constituyendo sus respectivas unidades o administraciones continentales, irán uniéndose a los que ya las hayan constituido, formando así la gran administración federativa universal, de la que resultará la unidad de la Especie Humana, por la Libertad y para la felicidad de cada uno de los individuos que la componen, unidad que, no solo no implicará la uniformidad, sino que consagrará la variedad de la manera más perfecta y armónica.

P. Sin duda es brillante el porvenir que suponéis nos espera; pero me parece muy difícil, si no imposible, que llegue a realizarse, si se atiende a la diversidad de intereses, lenguas, usos, religiones y odios, que separan unas de otras las naciones.

R. Así parece, si se considera empíricamente; sin embargo, la diferencia de lenguas, usos, costumbres y preocupaciones de las diversas provincias de España, no impidieron que todas se unieran con estrechos vínculos, formando la unidad nacional, que con tanto valor hemos sabido conservar y defender.

Esto mismo podría decirse de las demás naciones de Europa, que en tiempos no lejanos [63] estuvieron también divididas en pequeños estados independientes, con distintas leyes, usos y costumbres. ¿Por qué, pues, no podrían todas las naciones de Europa unirse en una gran República federal, conservando en tanto que lo creyeren conveniente, sus usos, lenguas, religiones y demás particularidades que las distinguen unas de otras? Esto aunque parece difícil no solo no lo es, sino que es fácil, necesario, indispensable; es una necesidad que todas las personas ilustradas comprenden ya, y que es preciso satisfacer.

La filosofía, por una parte, y por otra los progresos de las ciencias y artes, hacen desaparecer rápidamente los obstáculos más insuperables que se oponen a la unión de los pueblos. Los caminos de hierro han estrechado las distancias de tal suerte, que hoy está Madrid más cerca de París que lo estaba de Cuenca hace algunos años. No hace mucho tiempo se necesitaban más días para ir de Madrid a la frontera, que los que ahora se emplean para ir de Madrid a América. La telegrafía ha suprimido completamente las distancias; hoy se saben las noticias de miles de leguas en algunos minutos, y antes de diez años se sabrán de la misma manera las de todos los extremos del globo. [64]

En el fondo todos los intereses son convergentes, todos aspiran a aliarse, a fundirse en más estrechos lazos que los que permiten los gobiernos monárquicos y sus intereses, creados cuando no existían ni la idea de la Federación republicana, ni su necesidad, ni los medios de realizarla. Los progresos verificados por las generaciones anteriores y los que cada día tienen lugar a nuestra vista atónita han engendrado la idea, la necesidad y los medios de satisfacerla.

Un gran pensador contemporáneo ha dicho que los medios que se emplean para salvar las instituciones caducas, sirven fatalmente para perderlas.

Es la alianza de los reyes contra la libertad, la alianza llamada santa por mal nombre, uno de los aguijones que más han hecho sentir a los pueblos, que quieren ser libres, la necesidad de crear la alianza, verdaderamente santa y justa de los pueblos, para conquistar y afianzar sus libertades.

Mientras haya un Pueblo libre en Europa, han dicho los reyes, no están nuestras coronas seguras en nuestras frentes; unámonos para ahogar la libertad en cualquier rincón del mundo que aparezca.

Los pueblos han aprendido a costa de su [65] sangre, vertida en campos de batalla, en mil calabozos y patíbulos, que mientras quede un rey en pie sobre su trono, con su corona de oro en las sienes, y su cetro de mando en la mano, no hay para ellos paz, libertad, ni bienestar posibles. Desde entonces, olvidando sus antiguos odios, rompiendo las fronteras que los separaban, los pueblos se dan la mano, unidos por la necesidad de ser libres y de combatir juntos por la causa de todos, que es la causa de cada uno.

Las monarquías y sus bastardos intereses luchan contra esta irrupción de universal fraternidad, que ellas mismas han provocado y que se escapa de las entrañas de los pueblos, en grandes llamaradas revolucionarias; luchan, pero serán definitivamente vencidas.

También el fraccionamiento feudal de la Edad media, apoyado en privilegios de pueblos y corporaciones, luchó tenazmente contra las monarquías, que sacaron a la civilización de aquel caos anárquico y peligroso.

El fraccionamiento monárquico de la Europa moderna, que es al progreso lo que fue en la Edad media el fraccionamiento feudal, ¿cómo podría dejar de sucumbir ante la idea de la fusión democrática de los pueblos, [66] apoyada en las ideas y en los progresos morales y materiales del siglo?

P. Sin embargo, ¿cómo han de ser vencidas las monarquías, contando además de la tradición, de las costumbres y de las leyes, con más de CINCO MILLONES DE SOLDADOS, con CUATRO MILLONES de sacerdotes, jueces, policía, esbirros y carceleros, y con una inmensa influencia moral y material, apoyada en la historia y en los hechos?

R. Precisamente porque las monarquías necesitan para sostenerse todo ese inmenso aparato de fuerza, que cuesta a la Europa cada año VEINTE Y OCHO MIL MILLONES DE REALES y CINCO MILLONES de sus más robustos hijos en tiempo de paz, y el doble en tiempo de guerra, no pueden luchar con el sistema republicano, cuyo gobierno en toda Europa, costaría menos de lo que cuesta a una sola nación el gobierno de los reyes; que no necesita soldados, fortalezas, arsenales, ni la décima parte de funcionarios públicos que estos.

Los pueblos quieren vivir en paz, trabajar, comerciar, prosperar, enriquecerse, ser libres y felices. Las monarquías no pueden subsistir sino poniendo trabas al trabajo, dificultando el comercio, poniendo obstáculos a [67] su prosperidad, negándoles la Libertad. ¿Cómo, pues, las monarquías no han de ser vencidas por los pueblos? ¿Qué pueden las viejas tradiciones contra las nuevas necesidades?

¿Qué interés pueden tener las naciones en sacrificarse para sostener dos o tres docenas de emperadores, reyes, príncipes, principotes y principillos, que tan caros les cuestan? ¿Acaso el día en que todos ellos bajen de sus costosos y ensangrentados tronos para vivir de su trabajo, si es que son capaces de ello, como los demás ciudadanos, dejará de salir el sol, de madurar la mies en el campo?

Por lo pronto habrá en las capitales menos bordados, libreas y entorchados, menos uniformes y plumeros, menos magnates con grandes sueldos; pero en cambio los pueblos tendrán más dinero, habrá paz, y la sangre de los hombres no correrá a torrentes por campos y plazas, y las madres no darán sus hijos para transformarlos en soldados, en máquinas de matar, en verdugos de sus padres: no se empleará el hierro en lanzas y fusiles, sino en rejas y en arados, ni engordarán tantas sanguijuelas con la sangre del Pueblo. La máquina gubernamental será más económica y más sencilla: habrá menos hombres que manden y más que trabajen; y los millones que [68] se dejen de gastar en reyes, carceleros y verdugos, en cañones, arsenales y fortalezas, se emplearán en ingenieros y maestros, en puentes y caminos, en escuelas y talleres.

Es imposible calcular los tesoros de riqueza, de prosperidad y bienestar que producirían a las naciones veinte y ocho mil millones de reales y ocho o nueve millones de inteligencias y de brazos empleados cada año en obras de utilidad pública, en la agricultura, en la industria y en las artes.

P. Sin embargo de que todo esto es tan cierto que no necesita demostración, me parece difícil de realizar; porque la mayoría del Pueblo, al menos en España, no solo no comprende las ideas republicanas, sino que en su ignorancia las cree malas, a priori. Entre nosotros hay todavía muchos que, con la mejor buena fe, piensan que la República es el desorden, la anarquía, el triunfo de todos los vicios, el saqueo de los ricos por los pobres y la relajación de las costumbres.

R. Así es. Los satélites del despotismo, y sobre todo los Jesuitas, han engañado al Pueblo ignorante, pintándole la República con tan negros colores, para apartarlo de ella; porque conocen que tan pronto como la comprenda, no será más juguete de sus [69] supercherías. Todos los que viven de esquilmar al Pueblo, hacen coro con los hijos de san Ignacio por la misma razón; pues temen que cuando el Pueblo se gobierne por sí mismo dejarán forzosamente de ser sus señores. Pero a pesar de sus calumnias, los pueblos desconfían ya de todos ellos, y empiezan a comprender que esa República que le pintan como un monstruo feroz que debe devorarlo todo, no es la caja de Pandora, sino el arca santa de la alianza, de la que saldrá la paz universal a unir a todos los hombres en una sola familia rica, libre y feliz; haciéndoles olvidar los odios que los sacerdotes y las familias reales hacían nacer entre ellos para dividirlos y dominarlos. Y no podrá ser de otro modo; porque los oyen predicar la pobreza y la humildad y los ven vivir en la opulencia: predicar la obediencia pasiva, y sublevarse con las armas en la mano contra el Gobierno que los paga; hablar de su inviolabilidad y confesar a cada paso sus errores, y en nombre de Dios y de la Justicia enaltecer los vicios y premiar los crímenes.

Los enemigos de la República se desacreditan tanto por sus vicios y torpe conducta, como las instituciones que defienden por su insuficiencia para labrar el bien de los pueblos. [70]

P. Reconozco que todo eso es cierto; pero es preciso también confesar que no estamos preparados para tanta Libertad, que para establecer la República se necesitan virtudes de que los pueblos carecen. Por esto creo que para llegar a ella es preciso marchar paso a paso y esperar mucho tiempo todavía. ¿No sería mejor aguardar a que la monarquía verdaderamente constitucional se identificara con la Libertad?

R. Esas son suposiciones gratuitas, astutamente esparcidas por los enemigos de la Libertad. Los pueblos son dóciles y virtuosos, y la prueba es que sufren las injusticias, la tiranía y la miseria a que los condenan sus opresores.

Para ser esclavo se necesita ser ángel, no para ser libre.

Para el bien y para lo bueno todos estamos preparados. El hombre más ignorante, prefiere el gobierno más barato y que respete más su libertad de pensar y de obrar, a un gobierno caro que se entrometa en todos sus actos y fiscalice sus palabras y acciones.

Se dice que los pueblos están corrompidos; pero si así fuera, ¿cómo se librarían de la corrupción mientras exista la monarquía, siendo ella quien la produce? [71]

Así como las instituciones malas llevan a los hombres al mal, así las buenas los llevan al bien.

Las llagas corruptoras abiertas en las costumbres por los vicios de las monarquías, no serán cicatrizadas más que por el bálsamo de las instituciones republicanas.

También se dice que es preciso instruir antes al Pueblo, es cierto; los pueblos tienen necesidad de instrucción; pero si han de esperar a que los instruyan los que en su ignorancia encuentran un pretexto para retenerlos en la esclavitud, de seguro que no saldrán jamás del estado en que se encuentran.

Los pueblos no pueden esperar nada de los reyes, porque deben recordar que las ventajas conseguidas no han sido dadas sino arrancadas a tiros.

Los pueblos conquistan sus derechos y libertades: nunca los reyes las conceden de otro modo. Los tronos son una amenaza siempre pendiente sobre la Libertad, a pesar de las protestas, juramentos, perdones y adulaciones con que los reyes procuran adormecer a los pueblos cuando se ven vencidos. Esperar de ellos otra cosa, sería una estupidez incalificable.

Los reyes pierden partidarios y [72] sostenedores a medida que se propaga la instrucción, que se difunden las luces. Viendo ajado su poder, menospreciados sus privilegios y prerrogativas, a cada paso queda la sociedad en la senda del progreso, ¿qué han de hacer sino oponer tantos obstáculos como puedan a la instrucción, a la difusión de las luces y al progreso que los debe matar?

Cuando los realistas se ven perdidos, presentan como último argumento la antigüedad de la monarquía, los servicios que prestara algún tiempo a la independencia de la Patria, y las glorias nacionales simbolizadas en ella; pero como se, ve a la primera ojeada, esos argumentos se vuelven contra la monarquía. Acaso una institución que cuenta tantos siglos de existencia, por más elástica y modificable que sea, ¿no ha de estar gastada y desgastada, no ha de tener embotadas sus ruedas, y sobre todo, no ha de ser estrecha, mezquina, para abarcar en su seno las nuevas generaciones, cuyas necesidades, deseos, costumbres y tendencias son tan distintas de las que tuvieran las generaciones que fundaron y engrandecieron las monarquías?

El trono, que sirvió de corona, de cúpula y personificación a sociedades guerreras, fanáticas, conquistadoras, que vivían en [73] conventos y castillos, en ermitas, ciudadelas y monasterios; encerradas en el estrecho límite de sus fronteras; que odiaban a los extranjeros, y no tenían con ellos más relaciones que las de la guerra, el saqueo y la conquista; ¿cómo puede transformarse, por más elástico y acomodaticio que sea, en representación, en símbolo de las sociedades del siglo XIX, que quieren vivir en paz; que en lugar de pensar en los milagros, piensan en el dinero; que no anhelan más que trabajar, comerciar y extender sus relaciones por todos los ámbitos de la tierra, con todos los hombres, sin distinción de religiones, lenguas, usos ni costumbres?

¿Cómo el trono, levantado sobre el fanatismo y el espíritu conquistador de los pueblos, podría quedar en pie, cuando los pueblos transforman los templos en bolsas, los conventos en teatros, las fortalezas en fábricas, y que no temiendo a nadie piden la destrucción de las murallas y ciudadelas para convertirlas en salones de baile y en jardines públicos?

No; los tronos, a pesar de los esfuerzos de los que quieren prolongar su existencia, amalgamándolos con la Libertad de los pueblos, los derechos del hombre y los progresos [74] del siglo, en esas farsas políticas que llaman monarquías constitucionales y sistema parlamentario, están condenados a desaparecer, como las viejas instituciones en que se apoyaban, y que el soplo vivificante de las revoluciones relegó a la historia.

Sin mayorazgos, sin diezmos ni derechos señoriales, sin órdenes religiosas, militares y monacales, sin regidores perpetuos, sin alcaldes ni corregidores nombrados por el rey, sin censura real ni eclesiástica, sin inquisiciones ni Bastillas, no hay trono posible. Si se sostienen aun, es porque una oligarquía de generales, obispos, curas y agiotistas, cuya preponderancia está ligada a la vida del trono con estrechísimos lazos, los sostienen por el egoísmo de sus comunes intereses.

Podríamos asegurar sin temor de ser desmentidos, que el trono en realidad ya no existe. Que esa oligarquía explotando su nombre y su autoridad, como explota la Libertad y los derechos del Pueblo, lo ha galvanizado para hacerlo el juguete de sus intereses, el maniquí de sus caprichos.

El armamento de la Milicia Nacional por una parte, la reducción del ejército y la libertad de cultos por otra, serán los últimos golpes que le dará el Pueblo. Falto de sus [75] puntales, caerá infaliblemente: por eso los reyes y sus secuaces, curas, generales y agiotistas, odian la Milicia, protestan contra la libertad de cultos, y harán esfuerzos desesperados para no perder esta última batalla, que las exigencias de la época, las nuevas necesidades de los pueblos y los progresos de la civilización alcanzarán infaliblemente sobre ellos.

Hace poco más de medio siglo, las monarquías existían por sí mismas y de su propia autoridad: la vara del alcalde o del alguacil, levantada en nombre del rey, era suficiente a dominar a los pueblos; hoy les bastan apenas todos sus ejércitos y sus miles de cañones para defenderse de sus propios súbditos.

Suponed por un momento que todos los ejércitos de Europa desaparecen en un día y que los reyes se encuentran ante sus pueblos sin otras armas que las de sus supuestos derechos: ¿cuánto tiempo creéis que durarán las coronas sobre sus sienes? Por el contrario, que la República se proclame en toda Europa, se desarmen los ejércitos, se destruyan las fortalezas, y se fundan los cañones para hacer locomotoras y carriles: ¿cuándo creéis que volverán los reyes? ¿cuándo pensáis que los pueblos volverán a creer en el [76] derecho divino y a buscar señores de quien hacerse vasallos para sujetarse a las leyes que les pluguiera darles?

Las monarquías viven y se sostienen por la violencia, por la fuerza. La República democrática europea vivirá espontáneamente, por el espontáneo consentimiento de todas las voluntades.

Las monarquías no son hoy más que un hecho: el principio vivificador de las instituciones, encarnado en la conciencia pública, escapó de su seno: son un estorbo al progreso y el progreso las matará.

Sus representantes conocen su debilidad, y si faltan a la dignidad de la función superior que representan, transigiendo, humillándose y reconociendo sus errores, es porque, representantes de un hecho, les falla esa fe, esa convicción y firmeza que no pueden dar más que las grandes ideas y los principios fecundos. Ninguno de ellos ha sabido caer con la entereza de la fe, de la convicción y del derecho. Luis XVI no sabe morir sin tener antes la debilidad de dejarse poner el gorro frigio. Carlos X, Luis Felipe y Pío IX escapan como zorras a quienes queman el jopo. El emperador de Austria huye de Viena dejando al Pueblo ahorcar a sus ministros, y [77] arrojándole el sufragio universal para entretener su sed de reformas. Federico Guillermo de Prusia, el primo y cuñado de Nicolás, baja de su palacio por mandato del Pueblo, se descubre, se arrodilla en medio de la plaza y reza al pie de los carros cargados de cadáveres de los demócratas asesinados por sus genízaros. Isabel también se inclina ante las barricadas de Julio, confiesa sus errores, admite por consejeros y entrega las funciones públicas a los que acusan a su madre de ladrona, a los que la insultan y desprecian, a los que los pueblos indignados la han obligado a aceptar revolucionariamente.

La conducta de los reyes bastaría por sí sola para probar la caducidad de la institución que representan.

Coronas, entorchados y solanas, emblemas del retroceso, símbolos de la miseria, de la ignorancia, de la esclavitud de los pueblos; ensangrentados espectros del pasado; imágenes del odio, de la guerra, del miedo y la venganza; instrumentos de la destrucción; fardos de hierro que pesáis sobre las espaldas de los pueblos, ahogando sus quejas y sus gemidos, matando sus esperanzas, destruyendo sus ilusiones; huid, despareced de entre nosotros, como la Inquisición, como [78] el feudalismo, como los frailes, que nos envilecían y deshonraban.

Dejad en paz y no martiricéis más a esta joven generación que os comprende demasiado, que os odia y os desprecia y que preferirá una y mil veces morir luchando contra vosotros, a legar tan triste herencia a las generaciones venideras.

Resumiendo diremos, que a pesar de todos los esfuerzos de la reacción, las monarquías están condenadas a desaparecer en un brevísimo plazo:

Por incompatibles con la práctica de las libertades y de los derechos individuales;
Con la descentralización;
Con los derechos de los pueblos;
Con la emancipación de las nacionalidades oprimidas;
Con la federación de las naciones;
Con la paz de Europa;
Con la felicidad del género humano;
Con la libertad y el progreso.

La República Democrática, Federal y Universal, está llamada a reemplazar a las viejas monarquías, por ser el sistema más compatible, más identificado con

Las Libertades y derechos individuales,
La descentralización, [79]
Los derechos de los pueblos,
La emancipación de las nacionalidades oprimidas,
La federación de las naciones,
La paz de Europa,
La felicidad del género humano,
La libertad y el progreso.

Las monarquías son un cadáver; resto podrido de los instituciones aristocráticas, guerreras, feudales y monásticas de la Edad media.

La República Democrática, Federal, Universal, es la lógica consecuencia de los progresos verificados hasta nuestros días por las naciones civilizadas; la forma amplia, elástica y movible, dentro de la cual únicamente se pueden cumplir lodos los progresos y realizar todas las teorías y sistemas que no ataquen las libertades individuales, origen de todo derecho, de toda sociedad, de toda justicia y de todo progreso.

Las monarquías, a pesar de todos sus títulos de cristianas o de católicas, son hoy paganas. La fraternidad, la caridad, la igualdad, proclamadas por Cristo, son incompatibles con los tronos que se apoyan en la fuerza bruta, y no en la razón y en el derecho. [80]

La República Democrática, Federal y Universal, es la más cristiana de todas las instituciones políticas; o mejor dicho, es la única institución verdaderamente cristiana: porque en ella la práctica de los grandes principios morales del Evangelio se convierte en dogma, en base de todos los derechos, de todas las leyes.

La Libertad, la Igualdad y la Fraternidad, principios morales, más que políticos, son el cimiento y la cúspide, el principio y el fin de las instituciones democráticas.

Por esto ser hoy realista, partidario o sostenedor de las monarquías es ser fariseo, es desear la miseria, la ignorancia, el embrutecimiento de los pueblos;

Es querer la riqueza, la opulencia y la holgazanería de los menos, a costa de la pobreza y del excesivo trabajo de los más;
Es desear la libertad de los ricos y la esclavitud de los pobres;
Es querer el dominio arbitrario del más fuerte sobre los más débiles;
Es desear que la injusticia reine en la sociedad con todos los horrores que la acompañan;
Es alimentarse con recuerdos del pasado, soñar en lo que fue, desear el dominio de [81] los muertos sobre los vivos, el reinado del pasado sobre el presente;
Es negar el porvenir.

Ser republicano es ser cristiano, en la verdadera acepción de la palabra;

Es considerar hermanos e iguales a todos los hombres;
Es amar a los débiles y a los oprimidos, y servirles;
Es buscar la gloria en el bien de los demás;
Es querer la ilustración y el bienestar de los pueblos;
Es querer que desaparezca la holganza con los vicios que la acompañan, y que cada uno viva de su trabajo;
Es amar la paz y odiar la guerra;
Es condenar los privilegios y los monopolios, que engendran la riqueza inmerecida o unos pocos, y la más inmerecida miseria de los más;
Es amar la justicia y odiar la injusticia;
Es perdonar a los hombres y odiar las viciosas instituciones;
Es servir a la Providencia, contribuyendo a que el hombre cumpla en la tierra su destino, realizando esa sublime ley del progreso, que lleva a la humanidad a la perfección; [82]
Es vivir del presente, esperar y trabajar en y para el porvenir;
Es cumplir con su primer deber social;
Es conocer la historia, tener conciencia de su misión y de su destino;
Es, en fin, ser un hombre de carne y hueso, con un corazón que siente y un alma que piensa.


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Fernando Garrido
La República democrática federal universal
Barcelona 1868, páginas 56-82