Fernando Garrido (1821-1883)
¡Pobres jesuitas! (1881)
Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2000
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Capítulo XIII

Sumario. Persistencia del Papa y de los jesuitas en sus maquinaciones, y del gobierno inglés en su terrible resistencia. –Nuevas persecuciones y suplicios. – Fanatismo de los perseguidos. –Ostracismo. –Absolución Papal a un jesuita que se acusa de regicidio. –Restablecimiento de los jesuitas en Inglaterra. – Sentencia de cinco jesuitas que intentaron asesinar al rey. –Muerte del regicida. –Tolerancia para los jesuitas vueltos a Inglaterra en nuestros tiempos.

I.

La lucha entre el Papa y sus agentes los jesuitas, resueltos a restablecer en Inglaterra la supremacía pontificia, de una parte, y la reina Elisabeth, el Parlamento, y los protestantes de otra, lejos de terminar con la catástrofe de Campion y de sus compañeros, se exasperó más con su suplicio.

La persecución afirma la fe, y esto sucedió con los católicos ingleses, que entusiasmados con la energía que mostraron sus [171] maestros los jesuitas, en los tormentos y en el cadalso, cobraron nuevo valor para desafiar a los poderes públicos.

El gobierno expulsó del reino a los jóvenes, que alborotaban las universidades con las prohibidas doctrinas jesuíticas, e hizo cortar las orejas por mano del verdugo al poeta Walsinger, por haber cantado la heroicidad con que murió Campion.

Los lores Catesby Pagat, Arundel y Socethartton fueron presos por sus alardes de jesuitismo. Si esto hacía el gobierno con los lores, ¿qué haría con los papistas de baja esfera?

Los católicos españoles, que en la misma época, con crueldad mucho mayor y medios más atroces y generales, exterminaban a cuantos sospechaban creyentes en las doctrinas de la reforma, ponían el grito en el cielo contra el gobierno inglés, porque perseguía a los católicos romanos, ensalzando hasta las nubes el valor de los jesuitas; como si los protestantes españoles, atormentados y quemados vivos por la Inquisición, no hubieran dado los mismos ejemplos de heroísmo que los jesuitas ingleses, y como si el valor al morir por una causa implicara la bondad de esta.

El padre Yepes, obispo de Tarancón, en su [172] Historia de Inglaterra, ensalzaba la conducta de los católicos ingleses, comparándolos con Abraham, porque llevaban sus hijos al sacrificio.

II.

El 30 de Marzo de 1852, el jesuita Tomás Cevtam, y otros tres pasaron del tormento al cadalso.

El conde Arundel, y Enrique Persy, conde de Northumberlan, murieron en los calabozos; y al siguiente año de 1583, murieron ahorcados Lay, Kirkam, Thompson, Hatt, Labowre y Tyreskd. Al empezar el año 1584 pasaban de cincuenta los jesuitas y sacerdotes católicos presos por atentados contra la religión anglicana, y seis de ellos murieron en el cadalso.

Todas estas desgracias, tanta sangre vertida por levantar al Papa contra los reyes y los gobiernos de las naciones, no conmovían a los directores del catolicismo, endurecidos por el fanatismo y la ambición.

El jesuita Parsons, escribía desde Londres al padre Agazzaré, rector del colegio de los jesuitas ingleses en Roma, cuando acababan de ahorcar a sus compañeros, felicitándose del resultado de aquellos suplicios.

«No es posible describir el bien que ha [173] resultado de estos suplicios: más de cuatro mil personas han vuelto al seno de la Iglesia...»

He aquí el funesto resultado de creencias religiosas, que inspiran el desprecio de la vida humana, fundándose en que esta no es la vida verdadera, y que poco importa perderla si en cambio se gana la vida eterna.

Si el suplicio de tres jesuitas había producido la conversión de cuatro mil protestantes, la lógica debía llevar a todo ferviente católico a desear y bendecir el suplicio de dos mil, que produciría la vuelta de todos los herejes de Inglaterra al seno de la Iglesia católica.

El doctor J. Alleu, a quien Sixto V nombró poco después cardenal, condenando la idea de que se retiraran de Inglaterra los jesuitas que aún quedaban vivos, escribía:

«En los últimos años hemos perdido treinta padres jesuitas, condenados a muerte; pero bien mirado, esto no es una pérdida, porque hemos ganado más de cien mil almas...»

El historiador jesuita de la Compañía, dice que el doctor Alleu tenía razón...

¡Qué sentimiento humano resiste ni sobrevive al fanatismo religioso, cuando llega a apoderarse de los hombres! [174]

III.

A los suplicios de los jesuitas siguió la publicación de un decreto por el cual se concedieron cuarenta días para salir del reino a los que hasta entonces habían escapado a las pesquisas de la justicia, y prohibiendo bajo pena de confiscación de bienes y prisión perpetua, que se mandasen recursos pecuniarios a los jóvenes que estudiaban fuera de los dominios de la corona.

Los jesuitas y sacerdotes católicos que jurasen las leyes del país, podían, según el decreto, quedarse en él.

Veinte y un jesuita y otros clérigos católicos presos, fueron conducidos a Francia, y otras expediciones siguieron a esta.

IV.

Un jesuita llamado Parr, después de recorrer varios países católicos, y de mantener estrechas relaciones con el nuncio del Papa Ragazzoni, y otros personajes, enemigos de la reina de Inglaterra, obtuvo de esta una audiencia, y le declaró que los jesuitas, y el Papa, le habían comprometido a asesinarla, en prueba de lo cual dijo que no tardaría en recibir del Papa la absolución de sus pecados, cometidos y por cometer... [175]

Parr no mentía; la indulgencia papal anunciada por él, llegó de Roma, y estaba fechada en 30 de Enero de 1585.

Tan distinguido favor, concedido por el Papa a un pobre diablo, era en verdad confirmación demasiado clara de las revelaciones hechas por Parr; pero la reina no dio la menor importancia ni recompensa al futuro regicida, que se delataba a sí propio; y él, arrepentido de su arrepentimiento, comunicó su plan de asesinar a la reina, a un tal Nevill, quien lo delató a la policía.

Confesó Parr, y fue condenado a muerte por regicida; pero los jesuitas se lavan las manos respecto del proyecto de atentado de su compañero, diciendo que antes de morir Parr declaró, que la Compañía de Jesús no tenía parte en su crimen. Como si no fuese lógico que los que predican el regicidio lo practiquen cuando les conviene; y a fe que, según ellos mismos decían, les convenía la muerte de Elisabeth.

El aborto de todas sus tramas para restaurar en Inglaterra la autoridad pontificia, indujo al déspota y ambicioso Felipe II, bajo la influencia del Papa y de los jesuitas, a realizar a viva fuerza lo que las conspiraciones de los jesuitas no habían podido conseguir. Al efecto preparó en Lisboa aquella [176] formidable escuadra, llamada la Invencible armada, que, cargada de soldados, jesuitas e inquisidores, debía caer sobre la libre Inglaterra, como nube o desoladora plaga. Felizmente para los ingleses y para la causa del humano progreso, una furiosa tempestad deshizo la Invencible al abordar las costas de Inglaterra, y los marinos ingleses derrotaron a parte de ella, que pudo reunirse, salvando su patria de tan injusta agresión.

Las excomuniones del Papa caían sobre la protestante Inglaterra como bendiciones, y las bendiciones que echaban al católico Felipe II y sus escuadras, como maldiciones y anatemas.

V.

Los jesuitas volvieron a establecerse en Inglaterra, después de la muerte de Elisabeth; pero como sus doctrinas eran contrarias a la independencia del poder, y a las leyes civiles, los mismos católicos se decidieron sobre la conveniencia de no permitir en Inglaterra una Sociedad extranjera tan peligrosa. A mayor abundamiento Carlos II simpatizaba con los jesuitas, y su hermano y heredero de la corona, el duque de York, instigado, o por mejor decir, entontecido por ellos, hizo [177] pública profesión de su fe católica. No pudo tolerar el Parlamento esta manifestación, en la que veía una amenaza para la religión, y obligó al rey a perseguir a los jesuitas, precisamente cuando más seguros estaban de restablecer la supremacía del Papa.

Acusados de tramas y conspiraciones para destruir la religión del Estado, los jesuitas fueron arrestados, y sus papeles cayeron en poder de la justicia, descubriéndose por ellos que se había concluido un tratado en 1669 entre el rey de Francia y Carlos II de Inglaterra, para imponer a esta nación la religión católica.

Prendieron a los jesuitas, y uno de ellos, llamado Vates, delató a sus compañeros; pero Burygodifrey, que recibió la primera declaración del delator, murió asesinado, y su muerte se atribuyó a los jesuitas.

El 25 de Octubre de 1678 hizo leer Vates, ante la Cámara de los Lores, una declaración, de la cual resultaba que Inocencio XI, había nombrado al General de la Compañía gobernador de la Gran Bretaña, reservando para sí el título de rey. Declaró también haber visto el título de canciller, expedido a favor de lord Arundel; el nombramiento de tesorero a favor de Parvís, el de Bellassis para general en jefe, y el de Peters para [178] mayor general. Los lores Pedro y Ricardo Talbot habían sido nombrados por el Papa gobernadores de Irlanda, el padre White, Provincial de la Compañía en Inglaterra, era elevado al arzobispado de Cantorbery, y otros personajes católicos nombrados para diversos empleos.

Todas estas personas fueron, como los jesuitas, encerradas en la torre de Londres aquel mismo día, y al siguiente tocó el turno a lord Castelmayne.

En presencia de tan audaz conspiración, tramada por el Papa y por los jesuitas, el Parlamento adoptó rigurosas medidas, entre otras, una que no ha sido abolida hasta el reinado de Guillermo IV, por la cual todo funcionario, incluso el rey, debía prestar juramento de profesar la religión anglicana, y comulgar, según su rito, públicamente, al tomar posesión de su puesto, bajo pena de 500 libras esterlinas de multa, y pérdida de empleo.

De esta manera quedaba excluido del trono el duque de York, que se había declarado católico, y a sus correligionarios se les imposibilitaba de cambiar la religión del Estado por medidas legislativas.

Mientras el Parlamento tomaba estas medidas extremas, los tribunales no descansaban. [179]

El jurado condenó, en Febrero de 1679, a cinco jesuitas a morir ahorcados, por haberse conjurado para asesinar al rey y destruir la religión del Estado. Uno de ellos, llamado el padre Irlanda, fue condenado por haber trasmitido las órdenes de la Compañía para matar al rey. Los padres Grover y Epikarin, confesores de la reina, eran los que debían matarle, y si el regicidio no se consumó, fue porque las pistolas no dieron fuego.

Según resultó del proceso, uno de los jesuitas asesinos debía recibir el importe de 30.000 misas en pago del regicidio.

Después que el jurado declaró culpables a los acusados, el juez, Guillermo Servus, dijo:

«Señores jurados: Habéis obrado como buenos súbditos y buenísimos cristianos. Que los jesuitas culpables vayan ahora a gozar de sus 30.000 misas.»

Los cinco jesuitas complicados en la conspiración murieron en el cadalso. Stafford murió también decapitado el 29 de Diciembre de 1680, y los otros presos permanecieron mucho tiempo en los calabozos.

VI.

Jacobo II sucedió a su hermano, en Febrero de 1685, y su primer cuidado fue poner en [180] libertad y colmar de favores a los cómplices de los jesuitas, que ya no pensaron más que en la destrucción de la religión protestante, para imponer la católica, y el padre Peters, de la Compañía de Jesús, confesor del rey, fue el verdadero soberano de Inglaterra, lo que quiere decir que su jefe, el General de la Compañía y el Papa, mandaban más en aquel país que los ingleses y su fanático rey.

No entra en nuestro cuadro el referir las violencias y atentados a que los jesuitas, señores de Inglaterra, se entregaron, sirviéndose del rey y de sus agentes contra las leyes civiles y religiosas, y sus leales servidores; bástanos decir, que contribuyeron a la caída definitiva de la familia de los Estuardos, quienes, como todas las dinastías que se empeñaron en sostener la supremacía de los Papas, y el predominio de la Iglesia católica, perdieron corona y patria.

Como ellos, las dinastías borbónicas de Nápoles, Parma, Módena, Francia y España, cayeron por hacerse instrumentos de la política dominadora y ambiciosa de la Compañía de Jesús, y del pontificado romano, que la capitanea.

El emperador de Austria debe el haber conservado su desmembrado imperio, sobrenadando en las tormentas revolucionarias [181] y en las catástrofes de sus guerras con Francia y Prusia, a haber roto el Concordato que lo sujetaba al Papa, gracias a lo cual se ha reconciliado con los patriotas liberales de Austria y Hungría; y Cánovas del Castillo agrava la situación de Alfonso XII y de su reinado, imitando la política católica de la exreina Isabel II, de triste recordación, y restableciendo el Concordato de 1861, que tanto contribuyó a la caída de aquella, en 1868, al menos en lo que a la gente de corona y cerquillo conviene.

Como dice el vulgo, los jesuitas tienen mala sombra, y pierden a los reyes y naciones que a su sombra se cobijan.


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Fernando Garrido
¡Pobres jesuitas!
Madrid 1881, páginas 170-181