Fernando Garrido (1821-1883)
¡Pobres jesuitas! (1881)
Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2000
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Capítulo II

Sumario. Despotismo del general de la Compañía. –Sus atribuciones absolutas. –El disimulo y la falsedad erigidos en regla de conducta, en deberes ineludibles para sus miembros por la Compañía de Jesús. –Defensa de tal inmoral procedimiento por sus mismos escritores.

I.

Dirijamos ahora una mirada a las instituciones de la Compañía, porque su conocimiento es necesario para comprender, así su fuerza resistente, como las persecuciones que ha sufrido, y la general animadversión que sobre ella pesa.

No es tan fácil como pudiera creerse el conocimiento y definición de las constituciones de la Compañía. Su gobierno es monárquico independiente, puesto que depende de la voluntad de su General, a pesar de estar subordinado a los Pontífices romanos.

Pretendió, sin embargo, San Ignacio, [29] que su Sociedad o Compañía, fuese una monarquía mixta, puesto que reservó a la congregación, o junta general de los hermanos profesos, la elección del General; repartiendo además entre éste y la junta general el poder legislativo, y reservando también a ésta el derecho de deponer en ciertos casos al General; pero ¿de qué servía este derecho a la congregación?

Como en las monarquías mixtas o constitucionales, esta participación del pueblo en el poder es ilusoria, porque el General es quien únicamente tiene facultades para reunir a sus mal llamados socios o profesos, que tienen derecho a tomar parte en la junta; y como son hechuras suyas, y de él lo esperan todo, porque el General, como los reyes en las monarquías, concede los empleos y distribuye las funciones, está seguro de que harán cuanto a él se le antoje.

La soberanía de la Sociedad, es por tanto, una ilusión; y Lainez, que sucedió a San Ignacio en el generalato, propuso, e hizo aceptar, en la primera junta o congregación por él convocada, que sólo el General tenía derecho para establecer reglas nuevas.

El General asume, por lo tanto, los poderes ejecutivos y legislativo, ni más ni menos que un rey absoluto. [30]

Veamos ahora cuáles son sus prerrogativas.

II.

Él administra la Sociedad, y ejerce jurisdicción sobre todos sus miembros. De él emana toda la autoridad de los provinciales y demás superiores, reservándose la facultad de distribuir a cada uno o de retirarle el poder que le concedió, cuando le parece necesario. Debe velar por la observancia de las instituciones, pero puede dispersarse de ello.

Ningún misionero puede, sin permiso del General, aceptar dignidades fuera de la Sociedad, y cuando las acepte, autorizado por él, aunque sea un puesto de los primeros de la Iglesia o del Estado, siempre está sometido a las reglas de Compañía, debiendo oír los consejos de su General en el desempeño de su cargo, sea este civil o eclesiástico.

El General está vinculado para hacer reglas, dar ordenanzas y declaraciones sobre la Constitución de la Compañía. Las bulas de 1540, 43 y 71, le autorizan para hacer todas las Constituciones particulares que crea necesaria al bien de la Sociedad; con facultad de cambiarlas, modificarlas o abolirlas, y de reemplazarlas por otras cuando lo crea conveniente. [31]

Sobre cuanto se refiere a la Compañía, el General puede mandar a todos los miembros de ella, aunque haya transmitido parte de sus poderes a algunos de sus inferiores; anular lo que éstos hagan, o modificarlo, como mejor le parezca, sin que por esta contradicción exima a sus subordinados de la obediencia pasiva que le deben, como a representante de Jesucristo.

Sólo él tiene plenos poderes para hacer toda clase de contratos.

Sin duda, para engañar incautos, hay en las constituciones una disposición que autoriza a la congregación a deponer al General, en caso de malversación de caudales; y otras, en la que se establece, que los asuntos graves, debe tratarlos delante de sus asistentes; pero todo esto es completamente nulo, porque él sólo determina lo que son asuntos graves, porque sus asistentes no tiene ni voz ni voto, y porque él puede expulsar de la Sociedad a quien le parezca, y admitir y conceder grados y oficios, sin dar a nadie cuenta de ello, debiendo obedecerle todos los individuos que forman parte de la Compañía, bajo pena de pecado mortal. Las tales cortapisas son ridículas, irrisorias.

¿Quién ha de atreverse con una autoridad que puede establecer misiones en todas las [32] partes del mundo, cambiar los misioneros, y revocar las misiones ordenadas, mandando a los miembros de la Compañía a donde quiera, incluso a países de infieles y de bárbaros?

Él sólo tiene facultad para conmutar los legados que se hagan a la Sociedad, revisar y corregir los libros de ésta, distribuir, por sí o por delegados, las gracias concedidas por los Papas a la Sociedad: conceder indulgencias a las congregaciones y a los seminaristas agregados a la de Roma, y en todo sitio y lugar a las congregaciones de hombres y mujeres dirigidas por jesuitas. En virtud de la suprema autoridad que ejerce sobre la Orden, puede hacer partícipes de las buenas obras, plegarias y sufragios, a los protectores, bienhechores y adeptos de la Compañía.

El General debe conocer a fondo la conciencia de todos sus subordinados, especialmente la de los superiores.

Todo lo que él ha concedido y dispuesto, debe cumplirse, mientras no lo revoque su sucesor.

Los provinciales tienen obligación de darle cuenta todos los meses del estado de sus provincias, y al mismo tiempo deben hacerlo los consultores, especie de contralores, que se entienden directamente con el General. [33] Los superiores tienen que mandarle todos los años listas, conteniendo, una, los nombres de todos los hermanos de sus respectivos colegios, especificando su edad, patria, tiempo que están en la Sociedad, estudios que han hecho y ejercicios que practicaron, sus grados en ciencias, &c.; y otra lista especificando las cualidades y talento de cada hermano; su genio, juicio y prudencia, su experiencia en los negocios, su temperamento, y la opinión de su director respecto al empleo para que le crea más apto.

¿Qué puede ser la Compañía de Jesús, sometida a un General, armado de tales y tan extraordinarios atributos, preeminencias y privilegios, más que dócil instrumento pasivo de este?

III.

Como si no fueran suficientes tantos poderes y atribuciones, reunidos en un solo hombre, cuando tienen los jesuitas que escribirse cosas que exigen secreto, deben hacerlo de manera que sólo lo entienda la persona a quien va dirigida la carta, a cuyo efecto el General da las claves.

Estaban obligados los jesuitas, por las bulas de Pablo III, de 1540 y 1543, a ejecutar cuanto los Papas les ordenasen, referente a [34] la salvación de las almas, y a la propagación de la fe, aunque fuera en tierra de turcos y gentiles; pero la autoridad del Papa sobre esto se ha restringido posteriormente a las misiones en países extranjeros, reservándose al General la facultad de llamar a sí a los jesuitas que el Papa mande a las misiones, sin haber fijado el tiempo que deben durar.

No pueden los jesuitas apelar al Papa de las órdenes de su General, a menos que el Papa no les conceda especial permiso; mas para desligarlos de sus votos basta la autoridad del General, y en lo que respecto a ellos pueden hacer lo mismo el Sumo Pontífice y el General, les está encomendado que se dirijan al segundo y no al primero.

El General de los jesuitas es, como vemos, un verdadero soberano absoluto, cuyos Estados están incrustados en todos los reyes, y su poder es tanto más grande, cuanto que no representa fuerza aparente, pues como vamos a ver, les mandan sus reglas conformarse en lo posible, hasta en el traje, con los usos y costumbres de cada país, a fin de no chocar con ellos y evitar persecuciones.

Hallamos a este propósito, las siguientes gráficas frase en la historia de la Compañía, escrita por jesuita Bartolí, antes citado. [35]

«No tiene la Compañía ningún vestido particular, y donde hay razón para ello, o la costumbre del lugar lo reclama, podemos cambiar el que usemos. »

«Habiendo excitado los nuevos herejes, en el norte de Europa, antipatías hacía el hábito religioso, se consideró prudente que los miembros de la Compañía usaran trajes que no les impidieran vivir familiarmente con los que debían convertir. Por esta misma razón nuestros misioneros en la China y en la India, se visten de Mandarines y de Brahmanes, que son los más respetables en aquellos países; y en las naciones heréticas los transformamos en mercaderes, médicos y artistas, y hasta en criados, para poder desempeñar nuestras misiones sin despertar sospechas. »

En confirmación de lo que dice el padre Bartolí sobre las mudanzas de traje y disfraces de los jesuitas, podríamos añadir, que en estos tiempos no han abandonado su táctica, pues así se les ha reconocido disfrazados de milicianos nacionales, como de voluntarios realistas, bajo la blusa de los internacionalistas, como cubiertos con la boina de los facciosos.

Esta sujeción de los medios al fin, ha podido ser útil a los intereses de la Compañía; [36] pero, en cambio, le ha impedido adquirir respetabilidad, influyendo no poco en la desconfianza que por doquiera ha inspirado, y en las persecuciones que ha sufrido.

Sólo la carencia de sentido moral, el desprecio de sí propio y de los otros hombres, al mismo tiempo que el imperio en las almas del más ciego fanatismo, pueden explicar el que los jesuitas hayan practicado como sistema el engaño de los disfraces, y que en sus obras hagan alarde de ello como de la cosa más natural.

Imaginémonos, en efecto, un sacerdote, un apóstol de la religión cristiana, vestido de mandarín chino, para predicar el Evangelio, que condena el engaño, y se comprenderá, que los disfraces que emplean los jesuitas deben ser causa de la repulsión y de las persecuciones de que tantas veces fueron víctimas.

Para comprender todo lo odioso de estas reglas de conducta de los jesuitas, y su carencia de derecho para quejarse de las persecuciones que a ellas han debido, bástanos ver lo que les sucedería, y el juicio que formaríamos de sacerdotes indios o chinos, que vinieran a nuestros países cristianos a inducir a los creyentes en el abandono de la religión de sus padres; y que para asegurarse la [37] impunidad, dejando sus hábitos sacerdotales, se vistieran las togas de nuestros magistrados, y los uniformas de nuestros generales. ¿No es cierto que a los misioneros gentiles hubiera sucedido en tierra de cristianos lo que en sus orientales regiones sucedía a los misioneros jesuitas, disfrazados de mandarines? La fanática plebe los habría apedreado; y la si las autoridades lograban sacarlos vivos del tumulto popular, dando con ellos en la cárcel, los procesaran por usar uniformes y trajes a que no tenían derecho, aplicándoles todo el rigor de las leyes, por ver en ellos enemigos declarados de la religión de Estado, y acaso de la independencia nacional.

Agrégese a lo dicho que, casi siempre, a las misiones jesuíticas acompañó o siguió de cerca la guerra de conquista, y se comprenderá, que las persecuciones contra estos sectarios, eran consecuencia de su conducta; conducta que ha perjudicado pucho más que servido a la religión católica, en cuyo beneficio se empleaba.

IV.

La Compañía encontró siempre grandes dificultades para determinar cuáles son los artículos esenciales de su Instituto, no siendo cosa rara que las provincias en que [38] está dividida pidieran esa determinación de una manera clara y definitiva; pero como de hacerlo así, el poder de los Generales quedaría limitado, éstos se han guardado bien de dar ese gusto a las demandas provinciales.

En la quinta congregación o asamblea, tenida en 1593, la mayoría pidió que se fijaran los puntos esenciales del Instituto, declarándose, en efecto, que éstos eran los contenidos en la fórmula propuesta a Julio III, confirmada por sus sucesores; y los puntos que en esta fórmula se refieren a las instituciones, en forma de declaración, debían considerarse como esenciales del Instituto, aunque hubiese otros que también fueran esenciales, si bien entonces no era necesario ocuparse de ellos. Algunos encontraron esto demasiado oscuro; y para contentarlos, se añadió, que también debían considerarse esenciales los que eran necesarios, para que pudiesen subsistir los puntos de Bula presentada a Julio III.

Para que el lector pueda formar aproximada idea de la importancia que para el absolutismo del General tenían los puntos llamados necesarios y esenciales en la citada Bula, reproducimos algunos a continuación:

«1.º Crear impedimentos que inhabiliten [39] a ciertas personas para entrar en la Sociedad.

»2.º Que el general no debe emplear fórmulas judiciales para expulsar a los miembros.

»3.º Que es indispensable la rendición de cuentas al superior.

»4.º Que todos los miembros deben consentir que se revele a los superiores cuanto digan y hagan, y cuanto ellos se observe.

»5.º Que todos los miembros deben estar prontos a denunciarse mutua y caritativamente.»

V.

Por si todo este sistema de facultades discrecionales atribuidas al General, y de anulación de la personalidad de los miembros, no bastara a la autoridad despótica de aquél, el decreto concluía diciendo:

«Y otras cosas semejantes, que la congregación no cree deber definir ahora, dejando su declaración al General.»

En 1615, la séptima congregación, discutió de nuevo los puntos esenciales del Instituto; pero se decidió que quedaran las cosas como estaban, recurriendo en caso de duda al General, con obligación de atenerse a lo que él [40] dijera; y a mayor abundamiento prohibieron a las congregaciones provinciales tratar de este asunto.

El resultado a sido que los Generales hayan aumentado o disminuido, según les a parecido conveniente, el Código fundamental de la Compañía, que ha concluido por contener prescripciones y máximas contradictorias a satisfacción de todos los gustos.

VI.

Establecen las constituciones cuatro clases de miembros. Los profesos, que hacen unas veces tres, otras cuatro votos; los coadjutores, los estudiantes, y los novicios.

Pero hay otra quinta clase, según vemos en el capítulo primero del Examen, compuesta de las personas admitidas a la solemne profesión de los votos de castidad, de pobreza y de obediencia, según la Bula del Papa Julio III. Los miembros de esta quinta clase no son profesos, coadjutores, estudiantes ni novicios.

Hay también, según dicha Bula, personas que viven sometidas al General, gozando exenciones, poderes y facultades, que parecen sustraerlas a su autoridad, y sobre las cuales declara Pablo III, que el General conservará plena jurisdicción. [41]

¿Quiénes son esas personas? ¿Son esos jesuitas desconocidos, que no llevan sotana; jesuitas de capa corta, como el vulgo los llama? ¿Son afiliados y afiliadas, que forman en torno de la Compañía una especie de círculo invisible, oídos y brazos ocultos, que oyen y obran por su cuenta, facilitando su obra de dominación por medios secretos, que sólo por los efectos se conocen?

Si pudiera darse respuesta afirmativa a esas preguntas, desaparecería el misterio. No obstante, la historia de los jesuitas, y sus instituciones, nos muestran que la existencia de la quinta categoría responde a la índole de la institución, y es necesaria a su acción y desenvolvimiento, como término medio entre la Compañía y la Sociedad, en cuyo seno debe realizar sus fines.


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Fernando Garrido
¡Pobres jesuitas!
Madrid 1881, páginas 28-41