Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

El niño, la escuela y el maestro
La mujer del porvenir
La Tierra de Segovia, 5 octubre 1921

Reelaboración del artículo publicado el 12 junio 1919

 

Lo primero que surge en el pensamiento al tratar de la educación de la mujer es la idea de sexo. La mujer es el ser humano hembra.

Conformes...? No os extrañe la pregunta. Hay quienes hablan de la mujer, prescindiendo del «género próximo» de la definición y hay otros que se olvidan de la «última diferencia». Los feministas exaltados apenas si se acuerdan de que la mujer es hembra. Los de la opuesta banda casi niegan, como la minoría del Concilio de Mazón, que la mujer pertenezca a la humanidad.

Y no decimos que es la mujer la hembra humana, porque esta definición pudiera inducir a considerar la hembra como un universal, y a querer obtener, por deducción, lo que a la mujer, por ser hembra le tocaba.

Y no creemos que a todas las hembras de la escala zoológica le correspondan notas semejantes. No hay géneros de hembras sino hembras, en los géneros.

* * *

Si la mujer es hombre, ha de tener forzosamente el carácter fundamental y privativo de la especie, la racionalidad, y ha de serle aplicable todo el contenido de dicha idea.

Y si la mujer es hembra, se infiere lógicamente que a función tan primordial y compleja como la feminidad, han de corresponder importantes diferencias psíquicas, aunque no podamos establecerlas claramente.

La primera objeción que siempre se nos ha ocurrido para contradecir a un exaltado feminista es la siguiente perogrullada: Fíjate bien ¡oh amado Teótimo! en que la mujer ...es mujer, y no hombre. ¡Hermosas perogrulladas! Vosotras revelais, si en los oyentes hay clara visión intelectual, las entrañas de las cosas.

Y en efecto, la mujer posee mayor belleza física que el hombre y es más sensible. La primera cualidad corresponde a los preliminares de la función maternal, el atractivo al varón; la segunda, a la maternidad misma, los cuidados del hijo. La mujer es también, más débil. No conviene que exponga en luchas cruentas su vida, que es exponer la de la prole.

Pues de la consideración de estos caracteres se deduce que la mujer ha de ser naturalmente propensa a la sumisión; se deduce la domesticidad de su vida; se deduce, como ley general, la monoandria.

Pero, ser racional, su sumisión no debe asemejarse a la del perro, ni llegar hasta ultratumba su monoandrismo; ni la domesticidad debe apurarse tanto, que haya de estar ocupada toda mujer en los asuntos domésticos veinticuatro horas largas cada día.

La racionalidad de la mujer pide las mismas condiciones de ejercicio que pide la del hombre. No creemos que haya dos clases de racionalidad, ni sabemos de nadie que lo crea.

Así pues, la libertad, la dignidad personal, el cultivo de la inteligencia, los derechos y deberes del hombre como ser racional, corresponden plenamente a la mujer.

Y en cuanto a la dirección de sus facultades, que la ley biológica y social de la «división del trabajo» le señala, parece excusado marcarla. Así como los mayores atractivos de la mujer para el hombre del porvenir serán, con la belleza física, la salud, el desarrollo intelectual, un gran corazón sensible y la cultura, y los elementos repulsivos el lujo, la coquetería, la insensibilidad, la ignorancia; así la ilustración de la mujer, aparte la fundamental, habrá de consistir en la higiene y economía domésticas, en teoría y práctica de educación, en nociones de arte, como creadoras del buen gusto, en todo cuanto pueda referirse al cuidado de la familia y del hogar; y sus ejercicios físicos, aquellos que, dándole salud, no le resten belleza; pues la mujer, aunque lo hayan olvidado algunos es la hembra del hombre... y el ser más bello del Universo, para satisfacción de Dios, para alegría del niño, para embeleso del anciano, para asombro del artista, para transfiguración del amor en el impúber, para encanto del hombre viril, que sería tan mísero, si la mujer lo igualase en todo como lo es el que en todo la quiere imitar.

Este es el feminismo que concebimos.

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  Edición de José Luis Mora
Badajoz 1998, páginas 267-269